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El voto de Cristina Kirchner, el padrón como zona liberada

A poco de que se iniciara la feria judicial, la decisión de la jueza a cargo del Juzgado Federal de Río Grande Mariel Borruto de mantener a Cristina Kirchner en el padrón electoral de Santa Cruz reavivó una controversia jurídica de hondo calado institucional. La expresidenta, condenada con sentencia firme a seis años de prisión por graves hechos de corrupción en la causa Vialidad e inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos, ha sido habilitada –al menos provisoriamente– a emitir su voto en las elecciones legislativas de octubre próximo. La medida fue apelada por el fiscal federal de Río Gallegos, Julio Zárate, y será finalmente resuelta por la Cámara Nacional Electoral.

Más allá de la cuestión de fondo, que cuenta con antecedentes firmes en sentido contrario al fallo de primera instancia, sorprende el contexto elegido para este pronunciamiento. La resolución fue firmada de apuro, antes de la feria judicial de invierno y sin que hubiera un pedido, lo que limita las posibilidades de revisión inmediata y, en los hechos, politiza un debate que exige, ante todo, serenidad y rigor normativo. Esa elección del momento no parece inocente. ¿Por qué tan cercana a la plena inactividad judicial y cuando la condena ha sido ratificada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación?

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, los antecedentes son claros. Tanto la Cámara Nacional Electoral como el procurador general interino de la Nación, Eduardo Casal, se han manifestado en otras oportunidades en que debieron expresarse al respecto. Al imponer el fallo que la condenó su inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, ese aspecto no puede escindirse arbitrariamente del ejercicio activo de los derechos políticos. Una democracia fuerte no se construye debilitando sus propios mecanismos de control institucional.

La jueza Borruto se apoya en precedentes que consideran inconstitucional la privación automática del derecho al voto, como los fallos “Zelaya” y “Procuración Penitenciaria de la Nación”. Sin embargo, esos antecedentes se referían a casos en los que la condena no involucraba delitos contra la administración pública ni contemplaba expresamente la inhabilitación que se le aplicó a Cristina Kirchner. En ese contexto, la jurisprudencia ha sido enfática: no puede tratarse de igual modo a quien ha cometido una infracción menor que a quien ha defraudado al Estado desde el vértice mismo del poder.

En esa línea, la propia Cámara Nacional Electoral ha advertido que resulta razonable aplicar la inhabilitación en casos de corrupción, crimen organizado, malversación de fondos públicos y defraudación al Estado. Pretender que una condena por actos de gobierno fraudulentos no afecte la capacidad de ejercer derechos políticos es desconocer el principio de idoneidad para el ejercicio cívico, consagrado en nuestra Constitución nacional.

Al margen del debate normativo, hay un dato insoslayable: Cristina Kirchner cumple su pena en prisión domiciliaria en la ciudad de Buenos Aires. La logística para permitirle votar en Santa Cruz roza lo descabellado. Incluso, si el traslado fuera posible, el problema es conceptual. Lo que se discute no es si puede hacerlo en términos físicos o geográficos, sino si debe estar habilitada a votar desde el punto de vista del Estado de Derecho.

Todo cambio en la estructura de derechos y deberes ciudadanos debe canalizarse a través del Congreso. Si la norma vigente resulta inadecuada o excesiva, corresponde modificarla mediante una ley que cuente con el respaldo de la mayoría de legisladores requerida en cada caso. Lo que no puede aceptarse es que se eluda ese camino mediante pronunciamientos judiciales que, en lugar de interpretar la ley, parecen tener por objeto sustituirla.

Lo resuelto en Río Gallegos no es un fallo aislado. Todo parece indicar que es un gesto más político que jurídico. Y, como todo gesto que fuerza la letra de la ley, pone en riesgo la confianza pública en la equidad de las instituciones.

Las condenas judiciales no son opinables ni reversibles por la vía de interpretaciones laxas. Son el resultado de un proceso constitucional que merece ser respetado por todos, especialmente por aquellos que, como jueces, tienen el deber de garantizar su cumplimiento.

La Cámara Nacional Electoral tiene ahora la oportunidad –y la responsabilidad– de corregir este desvío. No para limitar derechos de manera irreflexiva, sino para afirmar el principio esencial de que nadie, por más alto que haya sido su cargo en el poder, está por encima de la ley.

A poco de que se iniciara la feria judicial, la decisión de la jueza a cargo del Juzgado Federal de Río Grande Mariel Borruto de mantener a Cristina Kirchner en el padrón electoral de Santa Cruz reavivó una controversia jurídica de hondo calado institucional. La expresidenta, condenada con sentencia firme a seis años de prisión por graves hechos de corrupción en la causa Vialidad e inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos, ha sido habilitada –al menos provisoriamente– a emitir su voto en las elecciones legislativas de octubre próximo. La medida fue apelada por el fiscal federal de Río Gallegos, Julio Zárate, y será finalmente resuelta por la Cámara Nacional Electoral.

Más allá de la cuestión de fondo, que cuenta con antecedentes firmes en sentido contrario al fallo de primera instancia, sorprende el contexto elegido para este pronunciamiento. La resolución fue firmada de apuro, antes de la feria judicial de invierno y sin que hubiera un pedido, lo que limita las posibilidades de revisión inmediata y, en los hechos, politiza un debate que exige, ante todo, serenidad y rigor normativo. Esa elección del momento no parece inocente. ¿Por qué tan cercana a la plena inactividad judicial y cuando la condena ha sido ratificada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación?

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, los antecedentes son claros. Tanto la Cámara Nacional Electoral como el procurador general interino de la Nación, Eduardo Casal, se han manifestado en otras oportunidades en que debieron expresarse al respecto. Al imponer el fallo que la condenó su inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, ese aspecto no puede escindirse arbitrariamente del ejercicio activo de los derechos políticos. Una democracia fuerte no se construye debilitando sus propios mecanismos de control institucional.

La jueza Borruto se apoya en precedentes que consideran inconstitucional la privación automática del derecho al voto, como los fallos “Zelaya” y “Procuración Penitenciaria de la Nación”. Sin embargo, esos antecedentes se referían a casos en los que la condena no involucraba delitos contra la administración pública ni contemplaba expresamente la inhabilitación que se le aplicó a Cristina Kirchner. En ese contexto, la jurisprudencia ha sido enfática: no puede tratarse de igual modo a quien ha cometido una infracción menor que a quien ha defraudado al Estado desde el vértice mismo del poder.

En esa línea, la propia Cámara Nacional Electoral ha advertido que resulta razonable aplicar la inhabilitación en casos de corrupción, crimen organizado, malversación de fondos públicos y defraudación al Estado. Pretender que una condena por actos de gobierno fraudulentos no afecte la capacidad de ejercer derechos políticos es desconocer el principio de idoneidad para el ejercicio cívico, consagrado en nuestra Constitución nacional.

Al margen del debate normativo, hay un dato insoslayable: Cristina Kirchner cumple su pena en prisión domiciliaria en la ciudad de Buenos Aires. La logística para permitirle votar en Santa Cruz roza lo descabellado. Incluso, si el traslado fuera posible, el problema es conceptual. Lo que se discute no es si puede hacerlo en términos físicos o geográficos, sino si debe estar habilitada a votar desde el punto de vista del Estado de Derecho.

Todo cambio en la estructura de derechos y deberes ciudadanos debe canalizarse a través del Congreso. Si la norma vigente resulta inadecuada o excesiva, corresponde modificarla mediante una ley que cuente con el respaldo de la mayoría de legisladores requerida en cada caso. Lo que no puede aceptarse es que se eluda ese camino mediante pronunciamientos judiciales que, en lugar de interpretar la ley, parecen tener por objeto sustituirla.

Lo resuelto en Río Gallegos no es un fallo aislado. Todo parece indicar que es un gesto más político que jurídico. Y, como todo gesto que fuerza la letra de la ley, pone en riesgo la confianza pública en la equidad de las instituciones.

Las condenas judiciales no son opinables ni reversibles por la vía de interpretaciones laxas. Son el resultado de un proceso constitucional que merece ser respetado por todos, especialmente por aquellos que, como jueces, tienen el deber de garantizar su cumplimiento.

La Cámara Nacional Electoral tiene ahora la oportunidad –y la responsabilidad– de corregir este desvío. No para limitar derechos de manera irreflexiva, sino para afirmar el principio esencial de que nadie, por más alto que haya sido su cargo en el poder, está por encima de la ley.

 La intempestiva inclusión de la expresidenta como votante en Santa Cruz se asemeja más a un aval partidario que a una decisión basada en el delito cometido  LA NACION

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