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El 9 de Julio y nuestra memoria histórica

Unos 7000 efectivos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea desfilarán hoy por la Avenida del Libertador, desde Retiro, en conmemoración del 9 de julio de 1816. Celebramos este reencuentro con las mejores tradiciones de la Nación, no siempre cumplido en el malhadado comienzo, en muchos sentidos, de la primera parte del siglo XXI.

El destrato a las Fuerzas Armadas y de seguridad ha sido una constante en la mayor parte de este cuarto de siglo, a raíz de los impulsos políticos cínicamente pendulares de un movimiento político que, como el peronismo, comenzó hace cuarenta años con un guiño de complicidad con la ley de autoamnistía dictada por la junta militar al término brusco de su ejercicio del poder. Fue también al cierre de la durísima represión contra la subversión terrorista que pretendió hundirnos en una dictadura socialista.

El destrato a las Fuerzas Armadas y de seguridad ha sido una constante en la mayor parte de este cuarto de siglo

Ese movimiento político se negó poco después a integrar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), que impulsó el presidente Raúl Alfonsín y encarriló el enjuiciamiento de los principales responsables del terrorismo de Estado. Aunado a la izquierda más radicalizada y en manos ya de la facción kirchnerista, manchada por los actos de corrupción sistémica más graves que se recuerden, el peronismo terminó por abrazarse en la memoria histórica con aquella subversión. Quedan como símbolo de tanto travestismo espacios públicos bautizados con el nombre de responsables de algunos de los actos terroristas más depravados de los años setenta.

El desfile de hoy será cinco o seis veces más reducido que el que resultó el más espectacular en dimensiones. Lo presidió en 1953 el presidente Juan Domingo Perón. Pasaron 35.000 hombres ante sus ojos y los del entonces presidente chileno, el general Carlos Ibáñez del Campo, que lo acompañaba en el palco oficial. Como es sencillo inferir, su principal valor no dependerá de que se alcancen cifras difíciles de emparejar en el país en ruinas que dejaron los supuestos herederos de Perón, sino por la emotividad que su realización suscitará en la ciudadanía y en el significado de la continuidad histórica de celebrar de tal manera el principal fasto nacional. Está aún fresco el recuerdo de los centenares de miles de personas que acompañaron a nuestras tropas en una manifestación similar por las calles de la ciudad hace menos de una década.

Durante las guerras continuas del medievo, las tropas se aprestaban para combatir desde las ciudades amuralladas de la época. Cuando volvían, los desfiles militares eran la manera de celebrar la victoria y de reafirmar la identidad de un pueblo. El 9 de julio de 1816 constituyó el desenlace natural de la voluntad denodada de dos militares por ir más allá de la situación incomprensible de haber acuñado moneda, tener pabellón patrio, himno y escudo nacional, y continuar, sin embargo, dependiendo del soberano de España. Uno era José de San Martín, militar profesional, y el otro, Manuel Belgrano, licenciado en Derecho, que había asumido esa condición con temple admirable para un civil. Ambos instaron como pocos a que el Congreso reunido en Tucumán declarara lo que al fin su presidente, Narciso de Laprida, hizo saber por el voto unánime de los congresistas presentes: que seríamos en adelante “Nación libre e independiente” de los reyes de España.

El 9 de julio de 1816 constituyó el desenlace natural de la voluntad denodada de dos militares por ir más allá de la situación incomprensible de haber acuñado moneda, tener pabellón patrio, himno y escudo nacional, y continuar, sin embargo, dependiendo del soberano de España

El 12 de abril de 1816, mientras alistaba en Mendoza su ejército para el cruce de los Andes, San Martín urgía al congresista Tomás Godoy Cruz: “¿Hasta cuándo esperaremos para declarar nuestra independencia?”. El Congreso se hizo en Tucumán porque, en aquellos tiempos en que el Alto Perú todavía era parte de las Provincias Unidas, Tucumán se hallaba en el centro del país. En esa alegoría se neutralizaba, aunque no poco arduamente, la ausencia de Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, atraídas aún por el influjo del caudillo oriental José Artigas. Córdoba vaciló en demasía sobre si estar representada. Buenos Aires, Cuyo, las provincias del Alto Perú y Salta constituyeron la espina dorsal de ese acontecimiento único que se desarrolló en Tucumán y terminó disolviéndose tres años más tarde en Buenos Aires.

En su Historia de Belgrano y de la independencia argentina, Bartolomé Mitre retrató sin disimulos los rasgos esenciales de una asamblea en la que sobresalían los abogados –Juan José Passo, José María Serrano, Pedro Medrano– y los clérigos, como Antonio Sanz, Justo Santa María de Oro y Pedro Castro Barros. Dijo que la asamblea había proclamado la monarquía mientras fundaba la república; que había sido revolucionario por su origen y reaccionario por sus ideas y que, elegido en medio de la indiferencia general, dominó moralmente la situación sin ser obedecido por los pueblos, y salvó la revolución hasta lograr la gloria de poner el sello de la independencia de los pueblos.

Ojalá que los argentinos restauren la esperanza en un porvenir que ha estado ensombrecido por cuatro períodos de enajenación política, dilapidación de recursos y verborragia hueca de falsos eslóganes como el de “la patria no se vende”

Aprendemos de ese notable cuadro histórico que los hechos políticos de relevancia suelen ser más complejos, con tramas plagadas de enredos de los que los hombres tratan más tarde de pasar por alto en el afán de simplificar el pasado, como si siempre se tratara de discernir entre apenas dos alternativas posibles, y no entre múltiples posibilidades en contextos cambiantes. Al llegar a Tucumán, Belgrano observó que la mayoría de los congresistas eran monárquicos. Él mismo lo era bajo el imperio de las circunstancias dominantes, sobre todo en Europa. Esto trababa la urgencia por obtener el más inmediato reconocimiento externo de la independencia a punto de declararse. Escribía Belgrano: “Así como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo”.

El destino dispuso que ahí mismo, el 9 de julio, nos declaráramos independientes, y abriéramos así el paso a la república como nos sugerían los hechos revolucionarios triunfantes a fines del siglo XVIII en los Estados Unidos y Europa, que emularíamos. Ojalá que al reflexionar sobre acontecimientos como el que hoy se conmemora los argentinos restauremos la esperanza en un porvenir que ha estado ensombrecido por cuatro períodos de enajenación política, dilapidación de recursos, verborragia hueca de falsos eslóganes como el de “la patria no se vende” y, por si fuera poco, en medio de la corrupción desvergonzada y contagiosa de figuras públicas en cuyas palabras y opiniones no hay razón alguna para confiar.

Unos 7000 efectivos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea desfilarán hoy por la Avenida del Libertador, desde Retiro, en conmemoración del 9 de julio de 1816. Celebramos este reencuentro con las mejores tradiciones de la Nación, no siempre cumplido en el malhadado comienzo, en muchos sentidos, de la primera parte del siglo XXI.

El destrato a las Fuerzas Armadas y de seguridad ha sido una constante en la mayor parte de este cuarto de siglo, a raíz de los impulsos políticos cínicamente pendulares de un movimiento político que, como el peronismo, comenzó hace cuarenta años con un guiño de complicidad con la ley de autoamnistía dictada por la junta militar al término brusco de su ejercicio del poder. Fue también al cierre de la durísima represión contra la subversión terrorista que pretendió hundirnos en una dictadura socialista.

El destrato a las Fuerzas Armadas y de seguridad ha sido una constante en la mayor parte de este cuarto de siglo

Ese movimiento político se negó poco después a integrar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), que impulsó el presidente Raúl Alfonsín y encarriló el enjuiciamiento de los principales responsables del terrorismo de Estado. Aunado a la izquierda más radicalizada y en manos ya de la facción kirchnerista, manchada por los actos de corrupción sistémica más graves que se recuerden, el peronismo terminó por abrazarse en la memoria histórica con aquella subversión. Quedan como símbolo de tanto travestismo espacios públicos bautizados con el nombre de responsables de algunos de los actos terroristas más depravados de los años setenta.

El desfile de hoy será cinco o seis veces más reducido que el que resultó el más espectacular en dimensiones. Lo presidió en 1953 el presidente Juan Domingo Perón. Pasaron 35.000 hombres ante sus ojos y los del entonces presidente chileno, el general Carlos Ibáñez del Campo, que lo acompañaba en el palco oficial. Como es sencillo inferir, su principal valor no dependerá de que se alcancen cifras difíciles de emparejar en el país en ruinas que dejaron los supuestos herederos de Perón, sino por la emotividad que su realización suscitará en la ciudadanía y en el significado de la continuidad histórica de celebrar de tal manera el principal fasto nacional. Está aún fresco el recuerdo de los centenares de miles de personas que acompañaron a nuestras tropas en una manifestación similar por las calles de la ciudad hace menos de una década.

Durante las guerras continuas del medievo, las tropas se aprestaban para combatir desde las ciudades amuralladas de la época. Cuando volvían, los desfiles militares eran la manera de celebrar la victoria y de reafirmar la identidad de un pueblo. El 9 de julio de 1816 constituyó el desenlace natural de la voluntad denodada de dos militares por ir más allá de la situación incomprensible de haber acuñado moneda, tener pabellón patrio, himno y escudo nacional, y continuar, sin embargo, dependiendo del soberano de España. Uno era José de San Martín, militar profesional, y el otro, Manuel Belgrano, licenciado en Derecho, que había asumido esa condición con temple admirable para un civil. Ambos instaron como pocos a que el Congreso reunido en Tucumán declarara lo que al fin su presidente, Narciso de Laprida, hizo saber por el voto unánime de los congresistas presentes: que seríamos en adelante “Nación libre e independiente” de los reyes de España.

El 9 de julio de 1816 constituyó el desenlace natural de la voluntad denodada de dos militares por ir más allá de la situación incomprensible de haber acuñado moneda, tener pabellón patrio, himno y escudo nacional, y continuar, sin embargo, dependiendo del soberano de España

El 12 de abril de 1816, mientras alistaba en Mendoza su ejército para el cruce de los Andes, San Martín urgía al congresista Tomás Godoy Cruz: “¿Hasta cuándo esperaremos para declarar nuestra independencia?”. El Congreso se hizo en Tucumán porque, en aquellos tiempos en que el Alto Perú todavía era parte de las Provincias Unidas, Tucumán se hallaba en el centro del país. En esa alegoría se neutralizaba, aunque no poco arduamente, la ausencia de Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe, atraídas aún por el influjo del caudillo oriental José Artigas. Córdoba vaciló en demasía sobre si estar representada. Buenos Aires, Cuyo, las provincias del Alto Perú y Salta constituyeron la espina dorsal de ese acontecimiento único que se desarrolló en Tucumán y terminó disolviéndose tres años más tarde en Buenos Aires.

En su Historia de Belgrano y de la independencia argentina, Bartolomé Mitre retrató sin disimulos los rasgos esenciales de una asamblea en la que sobresalían los abogados –Juan José Passo, José María Serrano, Pedro Medrano– y los clérigos, como Antonio Sanz, Justo Santa María de Oro y Pedro Castro Barros. Dijo que la asamblea había proclamado la monarquía mientras fundaba la república; que había sido revolucionario por su origen y reaccionario por sus ideas y que, elegido en medio de la indiferencia general, dominó moralmente la situación sin ser obedecido por los pueblos, y salvó la revolución hasta lograr la gloria de poner el sello de la independencia de los pueblos.

Ojalá que los argentinos restauren la esperanza en un porvenir que ha estado ensombrecido por cuatro períodos de enajenación política, dilapidación de recursos y verborragia hueca de falsos eslóganes como el de “la patria no se vende”

Aprendemos de ese notable cuadro histórico que los hechos políticos de relevancia suelen ser más complejos, con tramas plagadas de enredos de los que los hombres tratan más tarde de pasar por alto en el afán de simplificar el pasado, como si siempre se tratara de discernir entre apenas dos alternativas posibles, y no entre múltiples posibilidades en contextos cambiantes. Al llegar a Tucumán, Belgrano observó que la mayoría de los congresistas eran monárquicos. Él mismo lo era bajo el imperio de las circunstancias dominantes, sobre todo en Europa. Esto trababa la urgencia por obtener el más inmediato reconocimiento externo de la independencia a punto de declararse. Escribía Belgrano: “Así como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo”.

El destino dispuso que ahí mismo, el 9 de julio, nos declaráramos independientes, y abriéramos así el paso a la república como nos sugerían los hechos revolucionarios triunfantes a fines del siglo XVIII en los Estados Unidos y Europa, que emularíamos. Ojalá que al reflexionar sobre acontecimientos como el que hoy se conmemora los argentinos restauremos la esperanza en un porvenir que ha estado ensombrecido por cuatro períodos de enajenación política, dilapidación de recursos, verborragia hueca de falsos eslóganes como el de “la patria no se vende” y, por si fuera poco, en medio de la corrupción desvergonzada y contagiosa de figuras públicas en cuyas palabras y opiniones no hay razón alguna para confiar.

 El desfile militar de hoy constituye un justo reconocimiento a quienes ofrendaron su vida por nuestra independencia y nuestra soberanía nacional  LA NACION

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