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España y la pelota, un amor incondicional que nació hace casi 20 años, acabó con la furia y colecciona éxitos y aplausos

Ningún cambio profundo se produce de la noche a la mañana. Cualquier transformación necesita de pasos previos, de esbozos, de antecedentes. Deben crecer desde el pie, como cantaba el uruguayo Daniel Viglietti. Con más razón aún si hablamos de fútbol. Pero también, en el camino, suelen darse situaciones-bisagra. No siempre voluntarias, muchas veces circunstanciales o incluso casuales. La ruta que llevó al fútbol español desde aquella “furia” nacida hace un siglo, tan aguerrida y valiente como parca en talento y variantes tácticas, al amor incondicional por la pelota y la innegociable audacia ofensiva tuvo los dos tipos de ingredientes. Necesitó unos 25 años de marcha forzada para meterse en la piel de técnicos, jugadores, periodistas e hinchas; y otros 20 de consolidación para archivar las viejas vestiduras y convertirse en una marca registrada.

David Albelda integra el “salón de la fama” del Valencia. Volante central de los de antes: duro, raspador, incansable, pero también poco dúctil con la pelota en los pies, marcó una época muy exitosa en el club de su vida, donde militó durante 15 temporadas (1999-2013), fue capitán y líder. Pero su nombre, pese a haber disputado 51 partidos con la selección más otros 23 en las categorías juveniles, no aparece en la galería grande del fútbol español. Sin embargo, ha tenido un rol trascendente en la mutación de La Roja, aunque no haya sido dentro de las canchas.

Albelda fue una pieza clave en el Valencia campeón de Liga en 2002 y 2004 (junto a Roberto Ayala y Pablo Aimar en ambos casos), y su presencia en el combinado nacional se hizo más o menos permanente entre 2002 y 2007, incluyendo su participación en dos mundiales y una Eurocopa. En 2008, con 30 años cumplidos y en plena madurez futbolística, parecía tener garantizado su puesto en la mitad de la cancha de la selección que entrenaba Luis Aragonés, más allá de algunas opiniones adversas en la prensa hispana sobre su escaso aporte en el juego asociativo que empezaba a asomar. Una amplia mayoría, en cambio, lo consideraba el punto de equilibrio idóneo e imprescindible para compensar el atrevimiento de los “jugones”, apelativo que calificaba a los jóvenes Xavi Hernández, Andrés Iniesta y David Silva, los otros integrantes del mediocampo.

El propio Aragonés, criado en la escuela de contraataque del Atlético de Madrid, convivía con la duda. En el Mundial 2006, España había hecho una prometedora etapa de grupos con algunos de esos pibes como titulares, pero el fiasco en los octavos de final ante Francia (un 3-1 inapelable) inclinó al técnico a conservar alguna dosis de la vieja furia con Albelda como perro de presa en la etapa de clasificación para la Euro 2008.

Fue entonces que ocurrió uno de esos acontecimientos que, sin querer, tuercen el rumbo de la historia. A mediados de esa temporada, Ronald Koeman (el actual entrenador de Países Bajos) se había hecho cargo del plantel del Valencia, y anunció que no tendría en cuenta a Albelda y otro par de jugadores, invitándolos a marcharse en el mercado del invierno europeo. El volante se rebeló. Acusó al club de impedirle ejercer su profesión e inició una demanda, desestimada por la Justicia. La represalia de la entidad fue apartarlo del equipo.

Aun así, Aragonés convocó a su número 5 predilecto para un amistoso en febrero y decidió esperar la solución del conflicto. No sucedió, y no le quedó más remedio que buscarle un reemplazante. El elegido fue Marcos Senna, del Villarreal, quien ya había disputado algunos encuentros en el Mundial alemán, aunque como doble 5 por izquierda.

Brasileño de nacimiento y varias veces campeón con el Corinthians, Senna había llegado a España en 2002 y se nacionalizó en 2006. Se trataba de otro tipo de volante central. A su inteligencia para la recuperación de la pelota le agregaba el toque natural del fútbol paulista, lo que aseguraba un pase limpio en la salida desde el fondo, además de un potente remate de media distancia cuando se acercaba al área contraria. Su ingreso en el eje del equipo en 2008 resultó la guinda del postre. Su química con Xavi, Iniesta y Silva quedó en evidencia desde el debut (4-1 a Rusia) y a partir de entonces se convirtió en intocable, algo así como el antecesor perfecto de Sergio Busquets, que debutaría en la Primera del Barcelona un par de meses más tarde.

España alzaría aquella copa con un nivel de fútbol sorprendente e inesperado. Fue el paso clave, pero no el primero, para la transformación. Mucho antes, en los años 80, una camada de chicos del Real Madrid sacudió la Liga. Con Emilio Butragueño como estandarte, la “Quinta del Buitre” coleccionó títulos a nivel local y amagó con dar un golpe con la selección en el Mundial 86, pero se quedó a medias. No ganó la Copa de Europa ni pasó de cuartos de final en México.

Todo hubiera vuelto a fojas cero si no fuera porque poco tiempo más tarde, en 1988, el Barcelona contrató a Johan Cruyff como técnico. El genio holandés revolucionó por completo la manera de entrenar, jugar y pensar el fútbol en España. Su Barça, muchas veces incomprendido, proponía algo nunca visto en las canchas hispanas, divertía y, además, ganaba dentro y fuera de la Península (fue campeón de Europa en 1992). Su prédica fue sumando adeptos. Con algunas de sus características, el Tenerife de Jorge Valdano y Ángel Cappa; más tarde el Zaragoza de un joven Víctor Fernández o el Celta de Vigo de Karpin, Mostovoi y Gustavo López demostraron que hasta los clubes chicos podían ser atrevidos y jugarle de igual a igual a los grandes.

La conquista de la Euro 2008 fue la coronación de aquel movimiento. Consagraría el tiki-taka como estilo, acabaría con el escepticismo y sepultaría para siempre la furia. Desde entonces, y más aún tras la explosión del Barcelona dirigido por Josep Guardiola, y los éxitos en la Copa del Mundo en Sudáfrica 2010 y la Eurocopa en 2012, España se enamoraría definitivamente de la pelota. La Federación modificó los programas de formación en su escuela de entrenadores, propiciando que la enseñanza en las categorías inferiores privilegiara el contacto con el balón desde etapas tempranas. El juego de toque y desmarque se hizo carne en todos los clubes, y se mantuvo intacto en la selección, más allá de los resultados.

Desde hace casi dos décadas, España tira su manera de entender el fútbol sobre la mesa allá donde juegue. A veces con más profundidad, como en esta Eurocopa; en otras con exceso de posesión y poca llegada, dependiendo del talento y las características particulares de cada camada de futbolistas, pero sin renunciar a la esencia, al estilo. Ese que creció desde los pies y necesitó de una casualidad para florecer y convencer a propios y extraños.

Ningún cambio profundo se produce de la noche a la mañana. Cualquier transformación necesita de pasos previos, de esbozos, de antecedentes. Deben crecer desde el pie, como cantaba el uruguayo Daniel Viglietti. Con más razón aún si hablamos de fútbol. Pero también, en el camino, suelen darse situaciones-bisagra. No siempre voluntarias, muchas veces circunstanciales o incluso casuales. La ruta que llevó al fútbol español desde aquella “furia” nacida hace un siglo, tan aguerrida y valiente como parca en talento y variantes tácticas, al amor incondicional por la pelota y la innegociable audacia ofensiva tuvo los dos tipos de ingredientes. Necesitó unos 25 años de marcha forzada para meterse en la piel de técnicos, jugadores, periodistas e hinchas; y otros 20 de consolidación para archivar las viejas vestiduras y convertirse en una marca registrada.

David Albelda integra el “salón de la fama” del Valencia. Volante central de los de antes: duro, raspador, incansable, pero también poco dúctil con la pelota en los pies, marcó una época muy exitosa en el club de su vida, donde militó durante 15 temporadas (1999-2013), fue capitán y líder. Pero su nombre, pese a haber disputado 51 partidos con la selección más otros 23 en las categorías juveniles, no aparece en la galería grande del fútbol español. Sin embargo, ha tenido un rol trascendente en la mutación de La Roja, aunque no haya sido dentro de las canchas.

Albelda fue una pieza clave en el Valencia campeón de Liga en 2002 y 2004 (junto a Roberto Ayala y Pablo Aimar en ambos casos), y su presencia en el combinado nacional se hizo más o menos permanente entre 2002 y 2007, incluyendo su participación en dos mundiales y una Eurocopa. En 2008, con 30 años cumplidos y en plena madurez futbolística, parecía tener garantizado su puesto en la mitad de la cancha de la selección que entrenaba Luis Aragonés, más allá de algunas opiniones adversas en la prensa hispana sobre su escaso aporte en el juego asociativo que empezaba a asomar. Una amplia mayoría, en cambio, lo consideraba el punto de equilibrio idóneo e imprescindible para compensar el atrevimiento de los “jugones”, apelativo que calificaba a los jóvenes Xavi Hernández, Andrés Iniesta y David Silva, los otros integrantes del mediocampo.

El propio Aragonés, criado en la escuela de contraataque del Atlético de Madrid, convivía con la duda. En el Mundial 2006, España había hecho una prometedora etapa de grupos con algunos de esos pibes como titulares, pero el fiasco en los octavos de final ante Francia (un 3-1 inapelable) inclinó al técnico a conservar alguna dosis de la vieja furia con Albelda como perro de presa en la etapa de clasificación para la Euro 2008.

Fue entonces que ocurrió uno de esos acontecimientos que, sin querer, tuercen el rumbo de la historia. A mediados de esa temporada, Ronald Koeman (el actual entrenador de Países Bajos) se había hecho cargo del plantel del Valencia, y anunció que no tendría en cuenta a Albelda y otro par de jugadores, invitándolos a marcharse en el mercado del invierno europeo. El volante se rebeló. Acusó al club de impedirle ejercer su profesión e inició una demanda, desestimada por la Justicia. La represalia de la entidad fue apartarlo del equipo.

Aun así, Aragonés convocó a su número 5 predilecto para un amistoso en febrero y decidió esperar la solución del conflicto. No sucedió, y no le quedó más remedio que buscarle un reemplazante. El elegido fue Marcos Senna, del Villarreal, quien ya había disputado algunos encuentros en el Mundial alemán, aunque como doble 5 por izquierda.

Brasileño de nacimiento y varias veces campeón con el Corinthians, Senna había llegado a España en 2002 y se nacionalizó en 2006. Se trataba de otro tipo de volante central. A su inteligencia para la recuperación de la pelota le agregaba el toque natural del fútbol paulista, lo que aseguraba un pase limpio en la salida desde el fondo, además de un potente remate de media distancia cuando se acercaba al área contraria. Su ingreso en el eje del equipo en 2008 resultó la guinda del postre. Su química con Xavi, Iniesta y Silva quedó en evidencia desde el debut (4-1 a Rusia) y a partir de entonces se convirtió en intocable, algo así como el antecesor perfecto de Sergio Busquets, que debutaría en la Primera del Barcelona un par de meses más tarde.

España alzaría aquella copa con un nivel de fútbol sorprendente e inesperado. Fue el paso clave, pero no el primero, para la transformación. Mucho antes, en los años 80, una camada de chicos del Real Madrid sacudió la Liga. Con Emilio Butragueño como estandarte, la “Quinta del Buitre” coleccionó títulos a nivel local y amagó con dar un golpe con la selección en el Mundial 86, pero se quedó a medias. No ganó la Copa de Europa ni pasó de cuartos de final en México.

Todo hubiera vuelto a fojas cero si no fuera porque poco tiempo más tarde, en 1988, el Barcelona contrató a Johan Cruyff como técnico. El genio holandés revolucionó por completo la manera de entrenar, jugar y pensar el fútbol en España. Su Barça, muchas veces incomprendido, proponía algo nunca visto en las canchas hispanas, divertía y, además, ganaba dentro y fuera de la Península (fue campeón de Europa en 1992). Su prédica fue sumando adeptos. Con algunas de sus características, el Tenerife de Jorge Valdano y Ángel Cappa; más tarde el Zaragoza de un joven Víctor Fernández o el Celta de Vigo de Karpin, Mostovoi y Gustavo López demostraron que hasta los clubes chicos podían ser atrevidos y jugarle de igual a igual a los grandes.

La conquista de la Euro 2008 fue la coronación de aquel movimiento. Consagraría el tiki-taka como estilo, acabaría con el escepticismo y sepultaría para siempre la furia. Desde entonces, y más aún tras la explosión del Barcelona dirigido por Josep Guardiola, y los éxitos en la Copa del Mundo en Sudáfrica 2010 y la Eurocopa en 2012, España se enamoraría definitivamente de la pelota. La Federación modificó los programas de formación en su escuela de entrenadores, propiciando que la enseñanza en las categorías inferiores privilegiara el contacto con el balón desde etapas tempranas. El juego de toque y desmarque se hizo carne en todos los clubes, y se mantuvo intacto en la selección, más allá de los resultados.

Desde hace casi dos décadas, España tira su manera de entender el fútbol sobre la mesa allá donde juegue. A veces con más profundidad, como en esta Eurocopa; en otras con exceso de posesión y poca llegada, dependiendo del talento y las características particulares de cada camada de futbolistas, pero sin renunciar a la esencia, al estilo. Ese que creció desde los pies y necesitó de una casualidad para florecer y convencer a propios y extraños.

 La actual innegociable audacia ofensiva de la Roja necesitó de una transformación que surgió de casualidad  LA NACION

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