Lautaro Murúa: tuvo tres exilios, perdió todo con un icónico fracaso y se convirtió en un mito que ahora su nieto indaga en un documental
Por su porte en escena, por sus convicciones de hombre comprometido con su tiempo, por su labor como director de cine, Lautaro Murúa ocupa un lugar de suma importancia en la cultura del fin de siglo pasado. Trabajó con todos los imaginables: Leopoldo Torres Nilson, Graciela Borges, Leonardo Favio, Alfredo Alcón, Juan Carlos Gené, Griselda Gambaro, Osvaldo Soriano, Héctor Alterio, Raúl de la Torre, Soledad Silveyra, María Luisa Bemberg, Marilina Ross, Pino Solanas, Sergio Renán y siguen los nombres de un listado imposible, desbocado, inabordable, en el que conviven creadores de procedencias y búsquedas artísticas muy diversas.
Lautaro Murúa nació a fin de diciembre del año 1926 en la ciudad de Tacna, norte de Chile, que estaba en litigio con Perú. Por un tratado internacional de 1929, en lo que se llamó una “solución salomónica”, Tacna dejó de ser territorio chileno. Así fue como los Murúa debieron dejar la ciudad. En perspectiva, sería el primer exilio del gran director y actor. Su padre era ingeniero y amante de la música, como su esposa. Ya radicado en Santiago, estudió arquitectura, pero aquello no era exactamente lo suyo. De hecho, se inscribió para formar parte del grupo universitario de teatro. Cuenta la historia que una noche quien lo vio en escena fue la actriz Olga Zubarry, figura clave de la época del cine de oro argentino. Fue ella la que le abrió las puertas de Buenos Aires. De hecho, cruzó la Cordillera y debutó en una obra de teatro en la que otra joven promesa daba sus primeros pasos: un tal Alfredo Alcón.
Falleció en 1995, en Madrid, a causa de un cáncer de pulmón. Todo indica que su último trabajo en Buenos Aires fue con la obra Tirano Banderas, de Ramón del Valle-Inclán, que dirigió Lluis Pasqual y en la que compartía el escenario con Walter Vidarte, Leonor Manso y Patricio Contreras, entre un notable elenco que había estrenado esa puesta en París. En 1998, se le realizó un homenaje en el cine Cosmos. “Murúa no solo fue un artista excelso, dedicado a su arte; sino que también estaba entregado a un compromiso social y, por eso, todas sus películas trasuntan un sentido social y una lealtad hacia la gente”, sostuvo el actor Duilio Marzio. Íntimo amigo de Murúa, en 1963 habían estrenado en el Teatro San Martín la obra Becket, el honor de Dios. Aquello fue un tremendo éxito. Con los dineros ganados montaron La real cacería del sol. Fue un fracaso. Perdieron todo lo invertido.
Gonzalo Murúa Losada es uno de los nietos de Lautaro Murúa. Nació en Buenos Aires, en 1986. Cuando tenía cinco años, su padre se fue a España a cuidar al abuelo famoso, al que le habían detectado un cáncer. Tenía intenciones de estudiar diplomacia, pero eso no prosperó. Hizo la Licenciatura en Cine en la Universidad del Cine de Buenos Aires (FUC). Desde hace un año y medio, reside en México pero este jueves 18 estrena aquí, en Buenos Aires, en el cine Gaumont, Las voces de Pablo, una especie de rompecabezas en que el que intenta indagar sobre su familia, incluido el complejo y difuso vínculo con Pablo Murúa, su padre, fallecido en 2013.
En la familia Murúa, el cine se cuela inevitablemente en las tres generaciones y se extiende, además, a los lazos extendidos. El ahijado artístico de Lautaro Murúa fue Leopoldo Torres Ríos, pionero del cine argentino y uno de los fundadores de la DAC, Directores Argentinos Cinematográficos. Justamente en la sede de Villa Crespo de la DAC se hizo la privada del documental y es donde Gonzalo recibe a LA NACION. Para el momento de las las fotos, el joven cineasta se ubica delante del gran mural del artista Andy Riva en el cual, entre citas a más de 100 películas argentinas, aparece su abuelo, en el ángulo inferior izquierdo. La leyenda cuenta que mientras Torres Ríos filmaba Demasiado jóvenes, le pidió al joven Lautaro que terminara dirigiendo una toma, porque él se tenía que ir. Pero no se fue. Se quedó escondido mirando cómo resolvía la situación. En ese momento, al parecer, el actor que inició su carrera como galán descubrió su pasión por la dirección de cine.
El hijo de Torres Ríos fue el genial director Leopoldo Torre Nilsson, quien dirigió a Isabel Sarli en Setenta veces siete o a Luisina Brando en Boquitas pintadas, y fue el padrino de Pablo Murúa. Cerrando el círculo, la madrina artística de Gonzalo es Graciela Borges, la actriz de mil imágenes estampadas en la memoria colectiva que trabajó junto con su abuelo Lautaro en films como Crónica de una señora y Fin de fiesta.
Para Gonzalo Murúa Losada -le gusta eso de usar los dos apellidos- Graciela Borges es una figura puente con su abuelo y con su padre. Es a ella a quien, de joven, le confesaba que quería ser actor y director. Como no podía ser menos, la madrina aporta su mirada en esta película documental que intenta iluminar un vínculo definido por las oscuridades, ausencias, desequilibrios y adicciones de una padre al que le costó construir un lugar propio en la familia, en el mundo del cine, en el mismo mundo.
“Solo recuerdo la emoción de las cosas”, apunta Graciela Borges en la película que se estrena el jueves. Cuando habla de Lautaro Murúa confiesa que fue “del que más me enamoré en la vida”. Y agrega con esa voz inconfundible: “Nunca hubo un actor como él. Era el más magnético, el que mejor decía las cosas, el más naturalista, el más genial”. Pero la admiración y amor por el gran actor y director no le impide tener una mirada crítica. De hecho, admite que era un ser muy egoísta. “Y tu padre era una necesitado de amor, es mi opinión, mi amor -le dice a su amado ahijado, con especial ternura-. Pablo tenía por Lautaro una admiración tan profunda….”. Tras esa confesión, se presta a leer un maravilloso y perturbador texto de Pablo, encontrado por su hijo. “Seres humanos: los odio con todas mis fuerzas. Los odio porque los amo”.
El vínculo entre Lautaro Murúa y Pablo Murúa, su hijo, fue complejo. Una sola vez trabajaron juntos. Fueron los encargados del guion de la película Cuarteles de invierno, film basado en la novela de Osvaldo Soriano, que contó con música de Astor Piazzolla y fue protagonizado por Oscar Ferrigno y Eduardo Pavlovsky. Fue la última película dirigida por Lautaro, ese caballero de estampa inconfundible. Como si fuera una extensión de las complejidades del vínculo entre ese padre famoso y su hijo que vive en México, las cintas originales de ese film se perdieron. Como si el mismo tiempo ayudara a recomponer el rompecabezas, fue Gonzalo Murúa Losada quien las recuperó.
Las escenas finales de Las voces de Pablo adquieren la forma de una road movie. En la película, Gonzalo (a secas) junto con una de sus hermanas y su madre se trasladan a San Pedro, en donde se filmó aquella película que había unido al padre famoso con su hijo. La casa en donde Lautaro Murúa grabó las escenas del recordado film sigue perteneciendo al mismo dueño. La segunda vez que el documentalista fue allí se encontró con el propietario del lugar. Ante su sorpresa, le entregó un guion original de Cuarteles de invierno, que quedó olvidado tras la filmación. Luego de 40 años, las imágenes de ese tesoro oculto forman parte del film.
La amplia trayectoria artística de Lautaro Murúa, unos 75 títulos, se presta a lecturas diversas. Tomando tres de esos títulos se pude trazar una línea en la que convive un fracaso en cine como actor que se convirtió en un objeto de culto, junto al éxito de una película que dirigió y que marcó el inicio de su segundo exilio y una obra de teatro que implicó su vuelta a Buenos Aires en tiempos sumamente complejos. Como en otro juego de espejos o historias circulares, algunas elementos rectores de esas búsquedas artísticas aparecen en la producción de Gonzalo.
Lautaro, de artista de culto al éxito comercial
Como actor, Lautaro Murúa podría haberse acomodado en su rol de galán. Pero no, fue por más. Invasión es una rara avis del cine local. Para muchos, una verdadera obra maestra. Guionado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares fue la ópera prima Hugo Santiago, el gran director fallecido en 2018. Se estrenó en 1969 en el cine Hindú, de Lavalle, luego de haber pasado por el Festival de Cannes y los de Locarno, Mannheim y Barcelona. Se estrenó al mismo tiempo que se estaban exhibiendo El graduado, con Dustin Hoffman; y ¡Viva la vida! con Palito Ortega y Violeta Rivas. Fue un fracaso, pero pasó a la historia.
La protagonizaba justamente Lautaro Murúa con Olga Zubarry. Del elenco también formaron parte el músico Juan Carlos Paz junto a Roberto Villanueva, Lito Cruz, Martín Adjemian y Hedy Crilla. O sea, convivían figuras claves del Instituto Di Tella con toda su aura experimental juntos a actores formados según el modelo naturalista del teatro independiente de los 60. Para sumar particularidades, fue musicalizada por el bandoneón de Aníbal Troilo. «El film no llega a los espectadores; éstos ríen en los momentos trágicos y largamente se aburren”, confesó el mismo Bioy Casares. “No entendí una sola palabra de lo que estábamos haciendo”, admitió Zubarry. Para algunos, la trama anticipó la dictaduras tanto en la Argentina como en Chile. Sugestivamente, en 1978, se “perdieron” ocho bobinas del negativo original que permanecía en el laboratorio Alex, que 21 años después pudieron ser reconstruidos. Con los años, Invasión fue considerada obra maestra, una pieza de culto de la vanguardia local.
Al año siguiente, Lautaro Murúa fue parte de El santo de la espada, la película de Torre Nilson en la actuaban por Alfredo Alcón, Evangelina Salazar y Héctor Alterio, película basada en un hecho histórico que no pasó a la historia del cine argentino.
Como director de cine, el primer film de Murúa fue Shunko, escrita por Augusto Roa Bastos con música de Waldo de los Ríos y escenografía del gran Saulo Benavente. En 1961, recibió el Cóndor de Plata como mejor película. Inspirada en un hecho real, el argumento trata sobre la relación entre un maestro (Lautaro Murúa) que es destinado a una escuela rural en la provincia de Santiago del Estero. En lo que actualmente consideraríamos como otra película con elementos biodramáticos, en 1974 dirigió La Raulito, protagonizada por Marilina Ross.
La actriz ya había interpretado a María Esther Duffau, esa mujer hincha fanática de Boca que afirmaba no querer ser hombre ni mujer, en el ciclo televisivo Cosa juzgada, de David Stivel. Según reconoce la misma actriz en el documental Soy pueblo, que dirigió Lorena Muñoz y que se encuentra disponible en la página del canal Encuentro, a Murúa no le cerraba mucho que fuera la protagonista, la veía “muy linda”. En la primera reunión, el director al que todos reconocen como un tipo de carácter le dijo que le iba a cortar el pelo y que no debía lavarme los dientes durante la semana. Ella, aceptó. Es más, Marilina Ross redobló la apuesta: le comentó que podía sacarse el jaquet de un diente para que se vea el hueco. “Gracias a ese diente empezamos a encontrarnos”, contó.
Se empezó a filmar en noviembre de 1974. La protagonista estaba amenazada por la Triple A. El film fue un éxito de público. En la vida de Lautaro Murúa implicó el inicio de un nuevo exilio en Madrid.
En 1982, formó parte del elenco de La malasangre, texto de Griselda Gambaro. Allí compartía el escenario junto a Soledad Silveyra, Oscar Martínez, Danilo Devizia, Susana Lanteri y su amigo Patricio Contreras, dirigidos por Laura Yusem. Fue su vuelta del exilio de esta actor que ya había tenido que dejar su país cuando se inicio la dictadura de Pinochet. “La obra se abría con el personaje de Lautaro en escena –recordó Yusem a LA NACION unas de las funciones-. En ese momento se levantó un grupo de hombres, entre 30 y 50 personas, y desenfundaron sus revólveres. Según se supo luego, pertenecían a una agrupación nacionalista. El público enfrentó la provocación de una forma maravillosa. Recuerdo a una abuelita que le pegaba con su cartera a uno de ellos, diciéndole: ‘Yo quiero ver el espectáculo’”. Yusem subió al escenario, donde estaba Murúa. El actor le dijo por lo bajo: “No te muevas, no contestes”. En medio de ese campo minado social y político volvía a trabajar en el país. Todavía su nieto, Gonzalo, no había nacido.
A los años, en el Teatro San Martín, Laura Yusem lo volvió a dirigir en Veraneantes, de Máximo Gorki. En el mismo escenario, protagonizó Tartufo, de Molière, dirigido por Beatriz Matar, y luego fue el turno de Yo vi el paraíso terrenal, que montó Agustín Alezzo.
Los ecos familiares, en el presente
En 1995, Lautaro Murúa falleció en Madrid. En 2013, murió Pablo Murúa, su hijo. En él y en su difuso vínculo con su padre hace eje Las voces de Pablo, la película de Gonzalo Murúa Losada. “Hacer cine me hace bien. En lo personal, siento que esta película es algo sanadora para mí”, admite con la misma emoción que atraviesa a este cuidado film, que tiene mucho de intento de armado de un rompecabezas roto por el dolor y el amor. Fue una antigua pareja suya quien, al ver al joven siempre con una camarita documentando el presente, le propuso que estudiara cine. Y se animó, aunque debía lidiar con el dolor de haber visto a su padre intentar sin éxito meterse ese mundo como escuchar todo el tiempo hablar de la figura de su abuelo. “Inevitablemente, en mi propia historia aparece la estrella de Lautaro, tanto como la de Graciela Borges; pero cuando empecé a indagar en los vínculos familiares me di cuenta que hubo otras muchas luces en mi familia, otras estrellas. Fue un desafío a rearmar aquello tan disperso”, se sincera, del mismo modo que lo hace en el film.
Hay otra asociación, otro puente entre aquel Murúa rodeado de leyendas y este joven Murúa. La Raulito pude ser interpretada como una historia trans, otro término que no se hubiera usado en los 70. Casualmente -o no- la anterior película de Gonzalo fue Te quiero obsceno, basada en la vida de Naty Menstrual, una performer trans. “No había pensando esas relaciones. Mirá vos… -se queda reflexionando-. Y sumo otro dato: la Raulito terminó en un psiquiátrico… En perspectiva, creo que aquella historia hablaba de una época, de cierta necesidad de cambio aunque, seguramente, Lautaro ignoraba que estaba poniendo una historia trans como eje de una película”.
De su abuelo, Gonzalo tiene pocos recuerdos. Tan pocos registros por cuestiones generacionales y destierros que tiene una única foto con él (que aparece debajo). A lo sumo, recuerda su voz tan potente, su porte “y su mirada tan dulce” de cuando fue a visitarlos al departamento de Palermo, que su padre siempre mantenía con las persianas bajas. De él, de Pablo, sí tiene algunas fotos. Algunas son de sus visitas al Botánico que tanto le gustaban y que aparecen revisitadas en el documental como especie de un susurro coral en la que se alternan textos, imágenes de otros films, del departamento palermitano de la familia o de aquella casona de San Pedro de aquella película, que este film cercano, que se estrena ahora, decide abrazar.
Para agendar
Las voces de Pablo, documental de Gonzalo Murúa Losada. Desde el 18 hasta el 24 de julio, en la sala María Luisa Bemberg del Cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635). Funciones a las 20.15
Por su porte en escena, por sus convicciones de hombre comprometido con su tiempo, por su labor como director de cine, Lautaro Murúa ocupa un lugar de suma importancia en la cultura del fin de siglo pasado. Trabajó con todos los imaginables: Leopoldo Torres Nilson, Graciela Borges, Leonardo Favio, Alfredo Alcón, Juan Carlos Gené, Griselda Gambaro, Osvaldo Soriano, Héctor Alterio, Raúl de la Torre, Soledad Silveyra, María Luisa Bemberg, Marilina Ross, Pino Solanas, Sergio Renán y siguen los nombres de un listado imposible, desbocado, inabordable, en el que conviven creadores de procedencias y búsquedas artísticas muy diversas.
Lautaro Murúa nació a fin de diciembre del año 1926 en la ciudad de Tacna, norte de Chile, que estaba en litigio con Perú. Por un tratado internacional de 1929, en lo que se llamó una “solución salomónica”, Tacna dejó de ser territorio chileno. Así fue como los Murúa debieron dejar la ciudad. En perspectiva, sería el primer exilio del gran director y actor. Su padre era ingeniero y amante de la música, como su esposa. Ya radicado en Santiago, estudió arquitectura, pero aquello no era exactamente lo suyo. De hecho, se inscribió para formar parte del grupo universitario de teatro. Cuenta la historia que una noche quien lo vio en escena fue la actriz Olga Zubarry, figura clave de la época del cine de oro argentino. Fue ella la que le abrió las puertas de Buenos Aires. De hecho, cruzó la Cordillera y debutó en una obra de teatro en la que otra joven promesa daba sus primeros pasos: un tal Alfredo Alcón.
Falleció en 1995, en Madrid, a causa de un cáncer de pulmón. Todo indica que su último trabajo en Buenos Aires fue con la obra Tirano Banderas, de Ramón del Valle-Inclán, que dirigió Lluis Pasqual y en la que compartía el escenario con Walter Vidarte, Leonor Manso y Patricio Contreras, entre un notable elenco que había estrenado esa puesta en París. En 1998, se le realizó un homenaje en el cine Cosmos. “Murúa no solo fue un artista excelso, dedicado a su arte; sino que también estaba entregado a un compromiso social y, por eso, todas sus películas trasuntan un sentido social y una lealtad hacia la gente”, sostuvo el actor Duilio Marzio. Íntimo amigo de Murúa, en 1963 habían estrenado en el Teatro San Martín la obra Becket, el honor de Dios. Aquello fue un tremendo éxito. Con los dineros ganados montaron La real cacería del sol. Fue un fracaso. Perdieron todo lo invertido.
Gonzalo Murúa Losada es uno de los nietos de Lautaro Murúa. Nació en Buenos Aires, en 1986. Cuando tenía cinco años, su padre se fue a España a cuidar al abuelo famoso, al que le habían detectado un cáncer. Tenía intenciones de estudiar diplomacia, pero eso no prosperó. Hizo la Licenciatura en Cine en la Universidad del Cine de Buenos Aires (FUC). Desde hace un año y medio, reside en México pero este jueves 18 estrena aquí, en Buenos Aires, en el cine Gaumont, Las voces de Pablo, una especie de rompecabezas en que el que intenta indagar sobre su familia, incluido el complejo y difuso vínculo con Pablo Murúa, su padre, fallecido en 2013.
En la familia Murúa, el cine se cuela inevitablemente en las tres generaciones y se extiende, además, a los lazos extendidos. El ahijado artístico de Lautaro Murúa fue Leopoldo Torres Ríos, pionero del cine argentino y uno de los fundadores de la DAC, Directores Argentinos Cinematográficos. Justamente en la sede de Villa Crespo de la DAC se hizo la privada del documental y es donde Gonzalo recibe a LA NACION. Para el momento de las las fotos, el joven cineasta se ubica delante del gran mural del artista Andy Riva en el cual, entre citas a más de 100 películas argentinas, aparece su abuelo, en el ángulo inferior izquierdo. La leyenda cuenta que mientras Torres Ríos filmaba Demasiado jóvenes, le pidió al joven Lautaro que terminara dirigiendo una toma, porque él se tenía que ir. Pero no se fue. Se quedó escondido mirando cómo resolvía la situación. En ese momento, al parecer, el actor que inició su carrera como galán descubrió su pasión por la dirección de cine.
El hijo de Torres Ríos fue el genial director Leopoldo Torre Nilsson, quien dirigió a Isabel Sarli en Setenta veces siete o a Luisina Brando en Boquitas pintadas, y fue el padrino de Pablo Murúa. Cerrando el círculo, la madrina artística de Gonzalo es Graciela Borges, la actriz de mil imágenes estampadas en la memoria colectiva que trabajó junto con su abuelo Lautaro en films como Crónica de una señora y Fin de fiesta.
Para Gonzalo Murúa Losada -le gusta eso de usar los dos apellidos- Graciela Borges es una figura puente con su abuelo y con su padre. Es a ella a quien, de joven, le confesaba que quería ser actor y director. Como no podía ser menos, la madrina aporta su mirada en esta película documental que intenta iluminar un vínculo definido por las oscuridades, ausencias, desequilibrios y adicciones de una padre al que le costó construir un lugar propio en la familia, en el mundo del cine, en el mismo mundo.
“Solo recuerdo la emoción de las cosas”, apunta Graciela Borges en la película que se estrena el jueves. Cuando habla de Lautaro Murúa confiesa que fue “del que más me enamoré en la vida”. Y agrega con esa voz inconfundible: “Nunca hubo un actor como él. Era el más magnético, el que mejor decía las cosas, el más naturalista, el más genial”. Pero la admiración y amor por el gran actor y director no le impide tener una mirada crítica. De hecho, admite que era un ser muy egoísta. “Y tu padre era una necesitado de amor, es mi opinión, mi amor -le dice a su amado ahijado, con especial ternura-. Pablo tenía por Lautaro una admiración tan profunda….”. Tras esa confesión, se presta a leer un maravilloso y perturbador texto de Pablo, encontrado por su hijo. “Seres humanos: los odio con todas mis fuerzas. Los odio porque los amo”.
El vínculo entre Lautaro Murúa y Pablo Murúa, su hijo, fue complejo. Una sola vez trabajaron juntos. Fueron los encargados del guion de la película Cuarteles de invierno, film basado en la novela de Osvaldo Soriano, que contó con música de Astor Piazzolla y fue protagonizado por Oscar Ferrigno y Eduardo Pavlovsky. Fue la última película dirigida por Lautaro, ese caballero de estampa inconfundible. Como si fuera una extensión de las complejidades del vínculo entre ese padre famoso y su hijo que vive en México, las cintas originales de ese film se perdieron. Como si el mismo tiempo ayudara a recomponer el rompecabezas, fue Gonzalo Murúa Losada quien las recuperó.
Las escenas finales de Las voces de Pablo adquieren la forma de una road movie. En la película, Gonzalo (a secas) junto con una de sus hermanas y su madre se trasladan a San Pedro, en donde se filmó aquella película que había unido al padre famoso con su hijo. La casa en donde Lautaro Murúa grabó las escenas del recordado film sigue perteneciendo al mismo dueño. La segunda vez que el documentalista fue allí se encontró con el propietario del lugar. Ante su sorpresa, le entregó un guion original de Cuarteles de invierno, que quedó olvidado tras la filmación. Luego de 40 años, las imágenes de ese tesoro oculto forman parte del film.
La amplia trayectoria artística de Lautaro Murúa, unos 75 títulos, se presta a lecturas diversas. Tomando tres de esos títulos se pude trazar una línea en la que convive un fracaso en cine como actor que se convirtió en un objeto de culto, junto al éxito de una película que dirigió y que marcó el inicio de su segundo exilio y una obra de teatro que implicó su vuelta a Buenos Aires en tiempos sumamente complejos. Como en otro juego de espejos o historias circulares, algunas elementos rectores de esas búsquedas artísticas aparecen en la producción de Gonzalo.
Lautaro, de artista de culto al éxito comercial
Como actor, Lautaro Murúa podría haberse acomodado en su rol de galán. Pero no, fue por más. Invasión es una rara avis del cine local. Para muchos, una verdadera obra maestra. Guionado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares fue la ópera prima Hugo Santiago, el gran director fallecido en 2018. Se estrenó en 1969 en el cine Hindú, de Lavalle, luego de haber pasado por el Festival de Cannes y los de Locarno, Mannheim y Barcelona. Se estrenó al mismo tiempo que se estaban exhibiendo El graduado, con Dustin Hoffman; y ¡Viva la vida! con Palito Ortega y Violeta Rivas. Fue un fracaso, pero pasó a la historia.
La protagonizaba justamente Lautaro Murúa con Olga Zubarry. Del elenco también formaron parte el músico Juan Carlos Paz junto a Roberto Villanueva, Lito Cruz, Martín Adjemian y Hedy Crilla. O sea, convivían figuras claves del Instituto Di Tella con toda su aura experimental juntos a actores formados según el modelo naturalista del teatro independiente de los 60. Para sumar particularidades, fue musicalizada por el bandoneón de Aníbal Troilo. «El film no llega a los espectadores; éstos ríen en los momentos trágicos y largamente se aburren”, confesó el mismo Bioy Casares. “No entendí una sola palabra de lo que estábamos haciendo”, admitió Zubarry. Para algunos, la trama anticipó la dictaduras tanto en la Argentina como en Chile. Sugestivamente, en 1978, se “perdieron” ocho bobinas del negativo original que permanecía en el laboratorio Alex, que 21 años después pudieron ser reconstruidos. Con los años, Invasión fue considerada obra maestra, una pieza de culto de la vanguardia local.
Al año siguiente, Lautaro Murúa fue parte de El santo de la espada, la película de Torre Nilson en la actuaban por Alfredo Alcón, Evangelina Salazar y Héctor Alterio, película basada en un hecho histórico que no pasó a la historia del cine argentino.
Como director de cine, el primer film de Murúa fue Shunko, escrita por Augusto Roa Bastos con música de Waldo de los Ríos y escenografía del gran Saulo Benavente. En 1961, recibió el Cóndor de Plata como mejor película. Inspirada en un hecho real, el argumento trata sobre la relación entre un maestro (Lautaro Murúa) que es destinado a una escuela rural en la provincia de Santiago del Estero. En lo que actualmente consideraríamos como otra película con elementos biodramáticos, en 1974 dirigió La Raulito, protagonizada por Marilina Ross.
La actriz ya había interpretado a María Esther Duffau, esa mujer hincha fanática de Boca que afirmaba no querer ser hombre ni mujer, en el ciclo televisivo Cosa juzgada, de David Stivel. Según reconoce la misma actriz en el documental Soy pueblo, que dirigió Lorena Muñoz y que se encuentra disponible en la página del canal Encuentro, a Murúa no le cerraba mucho que fuera la protagonista, la veía “muy linda”. En la primera reunión, el director al que todos reconocen como un tipo de carácter le dijo que le iba a cortar el pelo y que no debía lavarme los dientes durante la semana. Ella, aceptó. Es más, Marilina Ross redobló la apuesta: le comentó que podía sacarse el jaquet de un diente para que se vea el hueco. “Gracias a ese diente empezamos a encontrarnos”, contó.
Se empezó a filmar en noviembre de 1974. La protagonista estaba amenazada por la Triple A. El film fue un éxito de público. En la vida de Lautaro Murúa implicó el inicio de un nuevo exilio en Madrid.
En 1982, formó parte del elenco de La malasangre, texto de Griselda Gambaro. Allí compartía el escenario junto a Soledad Silveyra, Oscar Martínez, Danilo Devizia, Susana Lanteri y su amigo Patricio Contreras, dirigidos por Laura Yusem. Fue su vuelta del exilio de esta actor que ya había tenido que dejar su país cuando se inicio la dictadura de Pinochet. “La obra se abría con el personaje de Lautaro en escena –recordó Yusem a LA NACION unas de las funciones-. En ese momento se levantó un grupo de hombres, entre 30 y 50 personas, y desenfundaron sus revólveres. Según se supo luego, pertenecían a una agrupación nacionalista. El público enfrentó la provocación de una forma maravillosa. Recuerdo a una abuelita que le pegaba con su cartera a uno de ellos, diciéndole: ‘Yo quiero ver el espectáculo’”. Yusem subió al escenario, donde estaba Murúa. El actor le dijo por lo bajo: “No te muevas, no contestes”. En medio de ese campo minado social y político volvía a trabajar en el país. Todavía su nieto, Gonzalo, no había nacido.
A los años, en el Teatro San Martín, Laura Yusem lo volvió a dirigir en Veraneantes, de Máximo Gorki. En el mismo escenario, protagonizó Tartufo, de Molière, dirigido por Beatriz Matar, y luego fue el turno de Yo vi el paraíso terrenal, que montó Agustín Alezzo.
Los ecos familiares, en el presente
En 1995, Lautaro Murúa falleció en Madrid. En 2013, murió Pablo Murúa, su hijo. En él y en su difuso vínculo con su padre hace eje Las voces de Pablo, la película de Gonzalo Murúa Losada. “Hacer cine me hace bien. En lo personal, siento que esta película es algo sanadora para mí”, admite con la misma emoción que atraviesa a este cuidado film, que tiene mucho de intento de armado de un rompecabezas roto por el dolor y el amor. Fue una antigua pareja suya quien, al ver al joven siempre con una camarita documentando el presente, le propuso que estudiara cine. Y se animó, aunque debía lidiar con el dolor de haber visto a su padre intentar sin éxito meterse ese mundo como escuchar todo el tiempo hablar de la figura de su abuelo. “Inevitablemente, en mi propia historia aparece la estrella de Lautaro, tanto como la de Graciela Borges; pero cuando empecé a indagar en los vínculos familiares me di cuenta que hubo otras muchas luces en mi familia, otras estrellas. Fue un desafío a rearmar aquello tan disperso”, se sincera, del mismo modo que lo hace en el film.
Hay otra asociación, otro puente entre aquel Murúa rodeado de leyendas y este joven Murúa. La Raulito pude ser interpretada como una historia trans, otro término que no se hubiera usado en los 70. Casualmente -o no- la anterior película de Gonzalo fue Te quiero obsceno, basada en la vida de Naty Menstrual, una performer trans. “No había pensando esas relaciones. Mirá vos… -se queda reflexionando-. Y sumo otro dato: la Raulito terminó en un psiquiátrico… En perspectiva, creo que aquella historia hablaba de una época, de cierta necesidad de cambio aunque, seguramente, Lautaro ignoraba que estaba poniendo una historia trans como eje de una película”.
De su abuelo, Gonzalo tiene pocos recuerdos. Tan pocos registros por cuestiones generacionales y destierros que tiene una única foto con él (que aparece debajo). A lo sumo, recuerda su voz tan potente, su porte “y su mirada tan dulce” de cuando fue a visitarlos al departamento de Palermo, que su padre siempre mantenía con las persianas bajas. De él, de Pablo, sí tiene algunas fotos. Algunas son de sus visitas al Botánico que tanto le gustaban y que aparecen revisitadas en el documental como especie de un susurro coral en la que se alternan textos, imágenes de otros films, del departamento palermitano de la familia o de aquella casona de San Pedro de aquella película, que este film cercano, que se estrena ahora, decide abrazar.
Para agendar
Las voces de Pablo, documental de Gonzalo Murúa Losada. Desde el 18 hasta el 24 de julio, en la sala María Luisa Bemberg del Cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635). Funciones a las 20.15
Este jueves 18 se estrena un film de Gonzalo Murúa Losada, nieto del gran cineasta, que reflexiona sobre esa figura clave del cine -con testimonios de Graciela Borges, entre otros- e indaga en sus vínculos familiares LA NACION