Hay un modelo en busca de un liderazgo movilizador que lo encarne
Hace dos años, recibí un mail con una invitación de la embajada Argentina en Madrid: debí declinarla porque el acto era un martes y yo llegaba el miércoles. Esa misma semana fui a comer a un restaurante del Barrio de las Letras, El Rincón de Esteban. El viejo dueño, Esteban, un franquista fanático del Atlético de Madrid, ya no estaba, le había vendido el negocio a un cocinero gallego. Se lo había vendido con todas sus fotos históricas tapizando las paredes: están allí con él desde el rey Felipe VI hasta Rafael Nadal. A mis espaldas, me sorprendió una voz familiar. Me di vuelta para ver quién era y casi al mismo tiempo giró su cabeza hacia mí Ricardo Alfonsín, que en ese momento era el embajador.
Nos conocíamos de Buenos Aires. Se levantó y, lamentándose de que no hubiera podido participar del acto del martes, me invitó a compartir la sobremesa, para lo cual pidió una queimada gallega. El cocinero montó la ceremonia: hervía el aguardiente de orujo y Ricardo me pidió que revolviera y formulara alguna invocación; cauteloso, lo hice por la memoria de Raúl Alfonsín. Ya bajo el creciente influjo báquico, la conversación fluyó hacia la política: Ricardo arguyó que Mauricio Macri no fue suficientemente democrático porque designó dos jueces de la Corte por decreto. Repliqué que esos nombramientos habían sido convalidados por el Senado y que, además, Carlos Rosenkrantz había sido discípulo de Carlos Nino, uno de los juristas que diseñaron el “pequeño Núremberg” para su padre. La discusión se extendió y cuando nos fuimos ya no había nadie en el restaurante. En definitiva, la imputación consistía en que Macri había ido demasiado rápido y había atropellado las instituciones.
Los libertarios, en cambio, lo acusan de haber ido demasiado lento, de haber sido gradualista y, aunque se cuidan de decirlo en esos términos, de no haber forzado las instituciones en pos de rápidos resultados económicos. Estas últimas semanas funcionaron como una suerte de corolario wagneriano de ese desvarío. Le pidieron a Macri que asistiera al llamado Pacto de Mayo, interrumpió sus tareas en Europa, atravesó medio planeta y vino por un día para cumplir con el pedido. No fue llamado a firmar el acta, no apareció en la foto, no fue mencionado y ni siquiera fue tomado por la única transmisión permitida, la oficial, salvo en un paneo genérico. Más mezquino aún fue un tuit emitido al día siguiente por el biógrafo y amigo de Milei, Nicolás Márquez: “El gobierno de Mauricio Macri fue horroroso”. Estos críticos usan como insulto, para referirse a Macri, el vocablo “socialdemócrata”, como si la reconstrucción de Europa, entre 1945 y 1973, no se hubiera hecho bajo esas ideas, como si Felipe González no hubiera sido un hito de la posdictadura española.
Lo que muchos no entienden es que los gobiernos transicionales, ya sea los que pasan de una dictadura a una democracia, o del estatismo al libre mercado, suelen ser juzgados como si esas transiciones fueran neutras. Tal como lo demuestra Federico Morgenstern en un brillante libro titulado Contra la corriente, Raúl Alfonsín fue arbitrariamente acusado de traidor por los que querían que se juzgara a todos los responsables y no solo a un grupo de represores y, al mismo tiempo, por los que creían que no había que juzgar a nadie, porque entendían que los militares nos habían salvado del comunismo. Es paradójico que tan luego Ricardo Alfonsín no advierta que la misma injusticia que se inflige a su padre él la comete con Macri.
Macri no aceptó ser candidato cuando se lo ofreció Eduardo Duhalde, prefirió armar un partido de cero, cumplió un gran papel en la intendencia, preparó cuadros políticos y técnicos en todas las áreas y articuló trabajosamente una coalición competitiva. Fue una epopeya en un país atravesado por el populismo. En el gobierno nacional debió lidiar con una espesa herencia: déficit fiscal y comercial, cepo, tarifas atrasadas, falta de competitividad externa, ausencia de infraestructura, subsidios abusivos por todos lados y un total desbarajuste de la política exterior. Cometió errores como no haber expuesto el desastre que recibió, no haber sincronizado el sinceramiento de tarifas, haber desdeñado el plano simbólico o apurarse a eliminar las retenciones. Pero sacó el cepo en el primer mes, desenmascaró la corrupción (a tal punto que muchos referentes de la “patria prebendaria” fueron condenados y presos) y gozó del respeto del mundo. No hizo cambios más tajantes porque la sociedad no estaba culturalmente preparada para sacrificios mayores, bastará recordar que frente a los módicos aumentos del gas resonaban todo tipo de quejas. Fue un héroe imperfecto; como diría Michael Walzer: se ensució las manos, pero abrió un surco.
Yo también llegué a pensar que el gradualismo era inútil y que se necesitaba una política de shock, para impedir que las corporaciones prebendarias tuvieran tiempo de atrincherarse en sus privilegios. Con el tiempo comprendí que los procesos transicionales son complicados, lentos, arduos, pero no hay otra forma de producir la mudanza, a no ser que el país que ejecuta el experimento reciba una suerte de Plan Marshall destinado a una vasta red de contención para los que son arrojados fuera del sistema. Tampoco es plausible pactar con los grupos enquistados en el Estado, como proponía Rodríguez Larreta, porque nadie cede voluntariamente sus privilegios.
Cualquier otro formato que no sea el minucioso bisturí no es ni políticamente viable ni axiológicamente ético, por más emoción que despierte en los ansiosos que tienen sed de violencia y vértigo. La combinación libertaria de shock fiscal, gradualismo cambiario e instituciones hostigadas asoma como una amenaza aún más inquietante. Esa intemperie en la que nos coloca, sazonada con marchas militares, tanques e invocaciones místicas, parece encaminada a una deriva similar a la de Viktor Orbán en Hungría, que empezó como un liberal y terminó abrazado a la ultraderecha identitaria y nacionalista: ¿eso queremos?
Así como no había ninguna posibilidad de que Raúl Alfonsín juzgara a todos los militares que habían torturado, asesinado y robado bebés durante la dictadura, porque eso era impracticable en un sistema cuyas fuerzas armadas estaban integradas por los que, en tal caso, hubieran tenido que ser juzgados, en una transición del estatismo al libre mercado no se puede frenar en seco la obra pública, pulverizar las jubilaciones, desmantelar las políticas culturales y echar cien mil empleados públicos justo cuando el sector privado no puede absorberlos, ni tampoco se puede abrir bruscamente la importación y poner a competir a nuestra industria, que tiene una enorme carga impositiva, con producciones extranjeras que son beneficiadas por generosas exenciones. Tampoco tiene sentido dictar medidas atropelladas que los jueces voltearán. No es ser timorato, no es ser un “alma bella”; es ser sensato.
Si se admite que el experimento libertario puede salir bien o mal (la moneda está en el aire), aflora el dilema entre quemar las naves y darle un cheque en blanco, en cuyo caso el gran riesgo sería, ante una crisis, la vacancia de una coalición opositora distinta del populismo kirchnerista, o bien mantener una postura expectante, la idea del expresidente Macri, de manera tal de preservar en el menú una alternativa liberal más institucionalista y calibrada. El primer escenario, el del apoyo incondicional, es el típico de quedar atado a una relación tóxica por miedo al vacío. Antes de las elecciones de 2015, Juan José Sebreli, en un encuentro con Macri, le formuló una sugerencia: “Tenés que sintetizar una economía liberal, una política democrática y una cultura progresista”. Por distintos motivos, ni el mileísmo ni el kirchnerismo representan ese nutritivo ensamble. Hay un modelo en busca de un liderazgo movilizador que lo encarne: más de un tercio del electorado está en disponibilidad.
Hace dos años, recibí un mail con una invitación de la embajada Argentina en Madrid: debí declinarla porque el acto era un martes y yo llegaba el miércoles. Esa misma semana fui a comer a un restaurante del Barrio de las Letras, El Rincón de Esteban. El viejo dueño, Esteban, un franquista fanático del Atlético de Madrid, ya no estaba, le había vendido el negocio a un cocinero gallego. Se lo había vendido con todas sus fotos históricas tapizando las paredes: están allí con él desde el rey Felipe VI hasta Rafael Nadal. A mis espaldas, me sorprendió una voz familiar. Me di vuelta para ver quién era y casi al mismo tiempo giró su cabeza hacia mí Ricardo Alfonsín, que en ese momento era el embajador.
Nos conocíamos de Buenos Aires. Se levantó y, lamentándose de que no hubiera podido participar del acto del martes, me invitó a compartir la sobremesa, para lo cual pidió una queimada gallega. El cocinero montó la ceremonia: hervía el aguardiente de orujo y Ricardo me pidió que revolviera y formulara alguna invocación; cauteloso, lo hice por la memoria de Raúl Alfonsín. Ya bajo el creciente influjo báquico, la conversación fluyó hacia la política: Ricardo arguyó que Mauricio Macri no fue suficientemente democrático porque designó dos jueces de la Corte por decreto. Repliqué que esos nombramientos habían sido convalidados por el Senado y que, además, Carlos Rosenkrantz había sido discípulo de Carlos Nino, uno de los juristas que diseñaron el “pequeño Núremberg” para su padre. La discusión se extendió y cuando nos fuimos ya no había nadie en el restaurante. En definitiva, la imputación consistía en que Macri había ido demasiado rápido y había atropellado las instituciones.
Los libertarios, en cambio, lo acusan de haber ido demasiado lento, de haber sido gradualista y, aunque se cuidan de decirlo en esos términos, de no haber forzado las instituciones en pos de rápidos resultados económicos. Estas últimas semanas funcionaron como una suerte de corolario wagneriano de ese desvarío. Le pidieron a Macri que asistiera al llamado Pacto de Mayo, interrumpió sus tareas en Europa, atravesó medio planeta y vino por un día para cumplir con el pedido. No fue llamado a firmar el acta, no apareció en la foto, no fue mencionado y ni siquiera fue tomado por la única transmisión permitida, la oficial, salvo en un paneo genérico. Más mezquino aún fue un tuit emitido al día siguiente por el biógrafo y amigo de Milei, Nicolás Márquez: “El gobierno de Mauricio Macri fue horroroso”. Estos críticos usan como insulto, para referirse a Macri, el vocablo “socialdemócrata”, como si la reconstrucción de Europa, entre 1945 y 1973, no se hubiera hecho bajo esas ideas, como si Felipe González no hubiera sido un hito de la posdictadura española.
Lo que muchos no entienden es que los gobiernos transicionales, ya sea los que pasan de una dictadura a una democracia, o del estatismo al libre mercado, suelen ser juzgados como si esas transiciones fueran neutras. Tal como lo demuestra Federico Morgenstern en un brillante libro titulado Contra la corriente, Raúl Alfonsín fue arbitrariamente acusado de traidor por los que querían que se juzgara a todos los responsables y no solo a un grupo de represores y, al mismo tiempo, por los que creían que no había que juzgar a nadie, porque entendían que los militares nos habían salvado del comunismo. Es paradójico que tan luego Ricardo Alfonsín no advierta que la misma injusticia que se inflige a su padre él la comete con Macri.
Macri no aceptó ser candidato cuando se lo ofreció Eduardo Duhalde, prefirió armar un partido de cero, cumplió un gran papel en la intendencia, preparó cuadros políticos y técnicos en todas las áreas y articuló trabajosamente una coalición competitiva. Fue una epopeya en un país atravesado por el populismo. En el gobierno nacional debió lidiar con una espesa herencia: déficit fiscal y comercial, cepo, tarifas atrasadas, falta de competitividad externa, ausencia de infraestructura, subsidios abusivos por todos lados y un total desbarajuste de la política exterior. Cometió errores como no haber expuesto el desastre que recibió, no haber sincronizado el sinceramiento de tarifas, haber desdeñado el plano simbólico o apurarse a eliminar las retenciones. Pero sacó el cepo en el primer mes, desenmascaró la corrupción (a tal punto que muchos referentes de la “patria prebendaria” fueron condenados y presos) y gozó del respeto del mundo. No hizo cambios más tajantes porque la sociedad no estaba culturalmente preparada para sacrificios mayores, bastará recordar que frente a los módicos aumentos del gas resonaban todo tipo de quejas. Fue un héroe imperfecto; como diría Michael Walzer: se ensució las manos, pero abrió un surco.
Yo también llegué a pensar que el gradualismo era inútil y que se necesitaba una política de shock, para impedir que las corporaciones prebendarias tuvieran tiempo de atrincherarse en sus privilegios. Con el tiempo comprendí que los procesos transicionales son complicados, lentos, arduos, pero no hay otra forma de producir la mudanza, a no ser que el país que ejecuta el experimento reciba una suerte de Plan Marshall destinado a una vasta red de contención para los que son arrojados fuera del sistema. Tampoco es plausible pactar con los grupos enquistados en el Estado, como proponía Rodríguez Larreta, porque nadie cede voluntariamente sus privilegios.
Cualquier otro formato que no sea el minucioso bisturí no es ni políticamente viable ni axiológicamente ético, por más emoción que despierte en los ansiosos que tienen sed de violencia y vértigo. La combinación libertaria de shock fiscal, gradualismo cambiario e instituciones hostigadas asoma como una amenaza aún más inquietante. Esa intemperie en la que nos coloca, sazonada con marchas militares, tanques e invocaciones místicas, parece encaminada a una deriva similar a la de Viktor Orbán en Hungría, que empezó como un liberal y terminó abrazado a la ultraderecha identitaria y nacionalista: ¿eso queremos?
Así como no había ninguna posibilidad de que Raúl Alfonsín juzgara a todos los militares que habían torturado, asesinado y robado bebés durante la dictadura, porque eso era impracticable en un sistema cuyas fuerzas armadas estaban integradas por los que, en tal caso, hubieran tenido que ser juzgados, en una transición del estatismo al libre mercado no se puede frenar en seco la obra pública, pulverizar las jubilaciones, desmantelar las políticas culturales y echar cien mil empleados públicos justo cuando el sector privado no puede absorberlos, ni tampoco se puede abrir bruscamente la importación y poner a competir a nuestra industria, que tiene una enorme carga impositiva, con producciones extranjeras que son beneficiadas por generosas exenciones. Tampoco tiene sentido dictar medidas atropelladas que los jueces voltearán. No es ser timorato, no es ser un “alma bella”; es ser sensato.
Si se admite que el experimento libertario puede salir bien o mal (la moneda está en el aire), aflora el dilema entre quemar las naves y darle un cheque en blanco, en cuyo caso el gran riesgo sería, ante una crisis, la vacancia de una coalición opositora distinta del populismo kirchnerista, o bien mantener una postura expectante, la idea del expresidente Macri, de manera tal de preservar en el menú una alternativa liberal más institucionalista y calibrada. El primer escenario, el del apoyo incondicional, es el típico de quedar atado a una relación tóxica por miedo al vacío. Antes de las elecciones de 2015, Juan José Sebreli, en un encuentro con Macri, le formuló una sugerencia: “Tenés que sintetizar una economía liberal, una política democrática y una cultura progresista”. Por distintos motivos, ni el mileísmo ni el kirchnerismo representan ese nutritivo ensamble. Hay un modelo en busca de un liderazgo movilizador que lo encarne: más de un tercio del electorado está en disponibilidad.
Los procesos transicionales son lentos y arduos; cualquier instrumento que no sea el minucioso bisturí no es políticamente viable ni ético, por más emoción que despierte en los ansiosos que tienen sed de vértigo LA NACION