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Imitación de la vida: el guiño a un cambio de época, la escena que desató una crisis en Lana Turner y la despedida de un director sin lugar

Imitación de la vida fue la última película de Douglas Sirk en Hollywood. El último de sus espléndidos melodramas de los años 50 filmados para los Estudios Universal. “Una gran película, una película genial sobre la vida y la muerte. Y también sobre los Estados Unidos”, escribía Rainer Werner Fassbinder en su apasionado sexteto de pequeñas semblanzas sobre la obra de su admirado compatriota. Fassbinder era alemán como Sirk, ambos habían vivido en Baviera y habían amado el teatro, y en el año 1971 se dieron cita en la última morada del más veterano para compartir una larga charla que cambiaría el rumbo de la filmografía del más joven. Fassbinder dejaría atrás las nieblas del film noir y las veleidades formales inspiradas en la nouvelle vague para abrazar el más grandioso melodrama. Como lo había hecho Sirk en su exilio en Norteamérica, luego de escapar del nazismo, cruzar el Atlántico y volver a empezar en aquella tierra lejana. Como en Imitación de la vida, el arte y la vida se encontraban, las amistadas se forjaban en el barro de un campo de batalla, como para Sirk era la esencia de todas las películas, “con sangre, lágrimas, violencia, odio, amor y muerte”.

Imitación de la vida llegó al cine con cierto aire crepuscular. Para entonces el antiguo Detlef Sierck, rebautizado a la usanza americana en los tardíos años 30, ya había pasado gran parte de su carrera batallando con los estudios, los contratos, los guiones malos, los actores impuestos. Sus años en la Columbia le habían dejado cierto sinsabor y algunas películas buenas –como el thriller Sleep My Love (1948) con Claudette Colbert, envuelto en los efluvios psicoanalíticos de los 40–, pero al terminar la guerra el frustrado director incluso había coqueteado con la posibilidad de regresar a Berlín. Todo cambió cuando el productor Ross Hunter de la nueva Universal International Pictures, que buscaba dar nuevos aires a sus producciones modestas dentro del esquema de las majors –Universal siempre se había acomodado en producciones baratas con buen funcionamiento en la taquilla, como el ciclo de los monstruos del terror, pero buscaba despegar en sus ambiciones y acercarse a otros estudios como la Metro o la Paramount–, le ofreció a Sirk impulsar la carrera de Rock Hudson con una serie de melodramas. Jane Wyman se interesó en protagonizar las primeras Magnífica obsesión (1954) y Lo que el cielo nos da (1955), y el éxito de la dupla afirmó el estatuto del director en la que sería su última morada profesional en Hollywood.

Varios fueron los éxitos a lo largo de esa década –Escrito en el viento (1956), el más importante-, y para el año 1958 Sirk regresaba de un viaje a Alemania donde había filmado la adaptación de la novela de Erich Maria Remarque, Tiempo de vivir, tiempo de morir. Un retrato del final de la guerra desde la mirada de un joven soldado alemán que se enamora entre los escombros de una Alemania destruida y desmoralizada. El regreso a Estados Unidos le trajo un nuevo ofrecimiento: Ross Hunter le acercó una copia del libro de Fannie Hurst, en el que ya se había inspirado una película del estudio dirigida por John M. Stahl en los años 30. No era la primera vez que Sirk reinventaba el melodrama sobrio de Stahl en su estilo suntuoso e hiperbólico bañado en Tecnicolor: ya lo había hecho con Magnifica obsesión e Interludio de amor (1957), aunque sería con Imitación de la vida con la que lograría superar todo antecedente y conquistar su obra definitiva.

Aguda reflexión política bajo las vestiduras del melodrama

En el libro que condensa su larga entrevista con el crítico e historiador británico Jon Halliday, Douglas Sirk por Douglas Sirk, el cineasta revela algunos detalles del germen de la película: “Ross Hunter me dio el libro pero nunca lo leí. Al cabo de unas páginas tuve la impresión de que este tipo de novela americana iba a desilusionarme definitivamente. El estilo, las palabras, la actitud narrativa impedían que me entusiasmara. Pero Ross también me entregó una sinopsis que seguía muy cerca la película de Stahl. Sin embargo, a la película decidí no verla hasta que hubiera concluido la mía. No quería someterme a ninguna influencia”. La historia contaba la amistad entre dos mujeres, una blanca y la otra negra, ambas madres que se conocen por casualidad y comparten, a lo largo de los años, una compleja relación con sus hijas en sintonía con las tensiones raciales y generacionales de su época.

“Debía realizar un cambio importante respecto del abordaje de Stahl: en su película [del mismo nombre y estrenada en 1934, protagonizada por Claudette Colbert y Louise Beavers], la madre blanca y la negra eran copropietarias de una pequeña crêperie, lo que quitaba todo significado social a la situación de la madre negra. Quizás podría haber estado bien en la época de Stahl, pero actualmente [en los años 50] una mujer negra que se hace rica puede comprarse una casa y no debe depender de la mujer blanca. Por ello tuve que cambiar el eje de la película y convertir a la mujer negra en una criada sin mucho que pueda llamar suyo salvo la amistad, el amor y la caridad de una ama blanca. Toda esta situación, precaria y en cierto modo opresiva, explica perfecto la actitud de rebelión de la hija”, detalla el director sobre los ajustes argumentales previos a comenzar la etapa de rodaje.

Luego vino la elección del reparto. Como había ocurrido en Escrito en el viento, la pareja estelar integrada allí por Rock Hudson y Lauren Bacall encarnaba a los personajes menos interesantes, mientras que Robert Stack y Dorothy Malone daban vida a dos hermanos signados por la fatalidad familiar, cuyos excesos y extravagancias los hacían magnéticos para la mirada del espectador. Algo similar ideó Sirk para Imitación de la vida. La madre blanca era Lora Meredith, una actriz viuda que comienza como figurante en publicidad y aspirante a actriz de teatro para convertirse en una estrella de Broadway y del cine internacional. Annie, a quien conoce en una playa concurrida de Coney Island, será su amiga y empleada a lo largo de los años, encarnando esa “negra típica” que devela en la época los indicios del segregacionismo y la evidencia de la desigualdad económica. A medida que pasa el tiempo, Annie y su hija Sara Jane, de origen mestizo pero con piel clara, ofrecerán los conflictos más interesantes de la película, una aguda reflexión política bajo las vestiduras del melodrama.

Para dar vida a Lora no había nadie mejor que Lana Turner, capaz de combinar ambición con cierto grado de magnético egoísmo que define a toda estrella. El pelo platinado, el contoneo al caminar, el énfasis en el dramatismo ante cada contratiempo ofrecen la compleja ambigüedad del personaje, capaz de conseguir lo que quiere mediante el sutil control de sus emociones y la manipulación de los sentimientos de otros, sea un agente de prensa, un dramaturgo inseguro o su propia hija adolescente. Pero Turner dudó mucho en aceptar el papel, porque, como parecía que siempre ocurría el Hollywood, el cine imitaba a la realidad. Hacía menos de un año se había visto envuelta en el juicio por el asesinato de su novio, Johnny Stompanato. Guardaespaldas de uno de los líderes del crimen organizado, Mickey Cohen, Stompanato fue asesinato a puñaladas por Cheryl Crane, la hija de 14 años de la actriz, en defensa de su madre, a quien Stompanato había golpeado en varias ocasiones. El escándalo llegó a los tribunales y a la televisión, y esparció ciertas sombras sobre el futuro profesional de la actriz.

“La película no podría haberse hecho sin Lana Turner, y ella no quería hacerla. Tuve un trabajo monumental para convencerla, y quien más me ayudó fue Paul Kohner, que era agente mío y de ella”. Finalmente Sirk dio a Susan Kohner, hija de Paul y de la actriz Lupita Tovar, el papel de Sara Jane, la hija rebelde de Annie, la sufrida criada y amiga de Lola Meredith. Sandra Dee interpretó a la hija adolescente de Lora, embelesada con el novio de su madre, encarnado por el apuesto John Gavin. La Universal estaba decidida a convertir en estrella a Gavin como lo había hecho con Rock Hudson, por eso fue el elegido para interpretar al soldado en Tiempo de vivir, tiempo de morir, y ahora se quedaba con el rol del galán de Lana Turner. Nunca fue una estrella como Rock Hudson pero logró ganarse el respeto profesional del director: “Era fresco, joven, bien parecido aunque no bello, serio y tenía ese aire de aficionado que había funcionado bien para la película [Tiempo de vivir tiempo de morir]. No había en él nada de sentimental y compensaba los aspectos sentimentales de la historia de Remarque”.

Para el papel de Annie fue elegida Juanita Moore, quien había comenzado en Hollywood como extra sin parlamentos y ya tenía una larga trayectoria en cine y televisión desde comienzos de los 50 pero en papeles menores y muchos de ellos sin aparecer en los créditos. Pese a que aparece en séptimo lugar en los títulos, detrás de actores con papeles más pequeños, Sirk insistió en que su nombre fuera acompañado por la leyenda “presentando a Juanita Moore como Annie Johnson” para estacar su protagonismo. Su rol en Imitación de la vida le valió una nominación al Oscar como Mejor Actriz Secundaria y fue el más importante de toda su carrera.

La escena que sumió a Lana Turner en una crisis

“La clave está en el punto de vista negro”, explica Sirk a Halliday, “la chica negra (Susan Kohner) intenta escapar de su condición, sacrificando lazos familiares y de amistad a su nuevo estatus social, y tratando de desaparecer en el mundo de imitación de las variedades. La imitación de la vida no es la vida real. La vida de Lana Turner es una imitación muy barata, la de Susan Kohner representa un simulacro frente a la alternativa de ser una negra. La película expresa una crítica social tanto de los blancos como de los negros. No podés escapar de lo que sos”. Sirk aclara que ya a finales de los años 60, cuando dio la entrevista, se estaba despertando la consigna “black is beautiful” que impulsó un orgullo racial que no estaba presente en la época de Imitación de la vida. “Blancos y negros llevan una vida de imitación. Hay una expresión que lo confirma: ‘Viendo a través de un vidrio oscurecido’. Todo, incluso la vida, está siempre alejado. No lo podés alcanzar, no lo podés tocar, solo ves reflejos. Si tratás de atrapar la propia felicidad, tus dedos encuentran el cristal. No hay salida”.

El pesimismo alemán de Sirk chocaba a menudo con las expectativas del estudio respecto a los finales felices. En muchas de sus películas, los cierres esperanzadores, ya sea de unión de parejas contrariadas o de superación de conflictos familiares, dejaban un sabor amargo. Un persistente malestar, surgido de atentados contra la estabilidad de esa vida perfecta, de esa armonía social, que resultaba irreparable. Imitación de la vida termina con un funeral fastuoso, un cortejo con cuatro caballos blancos desfilando por las calles de la ciudad mientras la multitud se quita el sombrero. Todos con lágrimas y de fondo la canción “Trouble of the World”: los deudos despiden a una mujer que soñó su final como la entrada en el cielo. Y la despide la voz de Mahalia Jackson en la iglesia, mientras todos lloran y recuerdan lo perdido. Durante el rodaje de esa escena, Lana Turner rompió en llanto de la emoción. Perdió el control de su actuación y huyó a su camarín. Su maquilladora debió abofetearla hasta sacarla del trance y lograr que se tranquilice y regrese al set. Finalmente cumplió con la escena y su aparición resulta sobrecogedora.

Los créditos iniciales de la película, que mostraban una lluvia de falsos diamantes formando un simulacro de riqueza y esplendor, fueron acompañados por la canción que lleva el mismo título de la película, interpretada por Earl Grant. Imitando el tono de Nat ‘King’ Cole, la melosa voz de Grant aspiró a conseguir una nominación al Oscar como mejor canción original, sin éxito. Pese a ello, la melodía anticipa la tensión entre las dos formas del amor que contrapone la película: el amor propio, aquel que encarna la demanda y la búsqueda personal, representado por los personajes de Lana Turner y Susan Kohner, y aquel que da a los demás, que a menudo impone la entrega y el sacrificio, representado por los personajes de Juanita Moore y Sandra Dee. “What is love without the giving [¿Qué es el amor sin dar?] / Without love you’re only living an imitation [Sin amor solo vives una imitación]/ An imitation, of life [Una imitación, de la vida]”.

Imitación de la vida fue un enorme éxito para la Universal, el mayor de todo el ciclo de melodramas de Douglas Sirk. Fue también la película más rentable de la carrera de Lana Turner, quien había decidido cobrar un salario menor a los 25 mil dólares semanales que facturaba por entonces a cambio de un porcentaje en las ganancias de la película que le reportó más de dos millones de dólares. “Douglas Sirk, ¡qué hombre tan cortés!”, recordaría la actriz en 1975 durante una entrevista publicada por Stephen Handzo en su estudio sobre la obra del director. “Muy tranquilo, pero con la cabeza siempre funcionando. Cuando iba a darte alguna indicación, no lo hacía sentado en la silla de director, gritando o imponiendo su autoridad. ‘Creo que esto debería ser así’ o ‘¿Lo ves de esta manera?’, eran sus frases recurrentes. Todo el mundo sentía un verdadero respeto por él porque era un hombre del oficio”.

Ese hombre del oficio finalmente se despidió de él. “Ya antes de empezar la película, estaba abandonando Hollywood”, reflexiona en las últimas páginas del libro de Halliday. Su partida coincidió con una enfermedad que lo tendría en reposo un año pero finalmente nunca llegó el tiempo del regreso. “La Universal intentó retenerme. Y, en cierto sentido, yo no era feliz partiendo porque se habían convertido en mis amigos. Mi agente me decía: ‘¿Alcanzaste la cima de tu carrera y te vas?’. Eso nunca había sucedido en Hollywood, donde el éxito lo era todo”. Pero sí, se fue. Tenía 62 años y su retorno a Alemania no fue muy satisfactorio tampoco. Ya no era el país que había abandonado en su exilio. Finalmente se mudó con su esposa Hilde a Lugano, en Suiza, donde vivió hasta su muerte. Imitación de la vida fue entonces su despedida triunfal, con la canción de Mahalia Jackson y el carruaje con los cuatro caballos blancos. Un espejismo perfecto para una vida de pasión y melodrama. Un sueño que solo el cine puede atesorar en sus eternas imágenes en Technicolor.

Imitación de la vida fue la última película de Douglas Sirk en Hollywood. El último de sus espléndidos melodramas de los años 50 filmados para los Estudios Universal. “Una gran película, una película genial sobre la vida y la muerte. Y también sobre los Estados Unidos”, escribía Rainer Werner Fassbinder en su apasionado sexteto de pequeñas semblanzas sobre la obra de su admirado compatriota. Fassbinder era alemán como Sirk, ambos habían vivido en Baviera y habían amado el teatro, y en el año 1971 se dieron cita en la última morada del más veterano para compartir una larga charla que cambiaría el rumbo de la filmografía del más joven. Fassbinder dejaría atrás las nieblas del film noir y las veleidades formales inspiradas en la nouvelle vague para abrazar el más grandioso melodrama. Como lo había hecho Sirk en su exilio en Norteamérica, luego de escapar del nazismo, cruzar el Atlántico y volver a empezar en aquella tierra lejana. Como en Imitación de la vida, el arte y la vida se encontraban, las amistadas se forjaban en el barro de un campo de batalla, como para Sirk era la esencia de todas las películas, “con sangre, lágrimas, violencia, odio, amor y muerte”.

Imitación de la vida llegó al cine con cierto aire crepuscular. Para entonces el antiguo Detlef Sierck, rebautizado a la usanza americana en los tardíos años 30, ya había pasado gran parte de su carrera batallando con los estudios, los contratos, los guiones malos, los actores impuestos. Sus años en la Columbia le habían dejado cierto sinsabor y algunas películas buenas –como el thriller Sleep My Love (1948) con Claudette Colbert, envuelto en los efluvios psicoanalíticos de los 40–, pero al terminar la guerra el frustrado director incluso había coqueteado con la posibilidad de regresar a Berlín. Todo cambió cuando el productor Ross Hunter de la nueva Universal International Pictures, que buscaba dar nuevos aires a sus producciones modestas dentro del esquema de las majors –Universal siempre se había acomodado en producciones baratas con buen funcionamiento en la taquilla, como el ciclo de los monstruos del terror, pero buscaba despegar en sus ambiciones y acercarse a otros estudios como la Metro o la Paramount–, le ofreció a Sirk impulsar la carrera de Rock Hudson con una serie de melodramas. Jane Wyman se interesó en protagonizar las primeras Magnífica obsesión (1954) y Lo que el cielo nos da (1955), y el éxito de la dupla afirmó el estatuto del director en la que sería su última morada profesional en Hollywood.

Varios fueron los éxitos a lo largo de esa década –Escrito en el viento (1956), el más importante-, y para el año 1958 Sirk regresaba de un viaje a Alemania donde había filmado la adaptación de la novela de Erich Maria Remarque, Tiempo de vivir, tiempo de morir. Un retrato del final de la guerra desde la mirada de un joven soldado alemán que se enamora entre los escombros de una Alemania destruida y desmoralizada. El regreso a Estados Unidos le trajo un nuevo ofrecimiento: Ross Hunter le acercó una copia del libro de Fannie Hurst, en el que ya se había inspirado una película del estudio dirigida por John M. Stahl en los años 30. No era la primera vez que Sirk reinventaba el melodrama sobrio de Stahl en su estilo suntuoso e hiperbólico bañado en Tecnicolor: ya lo había hecho con Magnifica obsesión e Interludio de amor (1957), aunque sería con Imitación de la vida con la que lograría superar todo antecedente y conquistar su obra definitiva.

Aguda reflexión política bajo las vestiduras del melodrama

En el libro que condensa su larga entrevista con el crítico e historiador británico Jon Halliday, Douglas Sirk por Douglas Sirk, el cineasta revela algunos detalles del germen de la película: “Ross Hunter me dio el libro pero nunca lo leí. Al cabo de unas páginas tuve la impresión de que este tipo de novela americana iba a desilusionarme definitivamente. El estilo, las palabras, la actitud narrativa impedían que me entusiasmara. Pero Ross también me entregó una sinopsis que seguía muy cerca la película de Stahl. Sin embargo, a la película decidí no verla hasta que hubiera concluido la mía. No quería someterme a ninguna influencia”. La historia contaba la amistad entre dos mujeres, una blanca y la otra negra, ambas madres que se conocen por casualidad y comparten, a lo largo de los años, una compleja relación con sus hijas en sintonía con las tensiones raciales y generacionales de su época.

“Debía realizar un cambio importante respecto del abordaje de Stahl: en su película [del mismo nombre y estrenada en 1934, protagonizada por Claudette Colbert y Louise Beavers], la madre blanca y la negra eran copropietarias de una pequeña crêperie, lo que quitaba todo significado social a la situación de la madre negra. Quizás podría haber estado bien en la época de Stahl, pero actualmente [en los años 50] una mujer negra que se hace rica puede comprarse una casa y no debe depender de la mujer blanca. Por ello tuve que cambiar el eje de la película y convertir a la mujer negra en una criada sin mucho que pueda llamar suyo salvo la amistad, el amor y la caridad de una ama blanca. Toda esta situación, precaria y en cierto modo opresiva, explica perfecto la actitud de rebelión de la hija”, detalla el director sobre los ajustes argumentales previos a comenzar la etapa de rodaje.

Luego vino la elección del reparto. Como había ocurrido en Escrito en el viento, la pareja estelar integrada allí por Rock Hudson y Lauren Bacall encarnaba a los personajes menos interesantes, mientras que Robert Stack y Dorothy Malone daban vida a dos hermanos signados por la fatalidad familiar, cuyos excesos y extravagancias los hacían magnéticos para la mirada del espectador. Algo similar ideó Sirk para Imitación de la vida. La madre blanca era Lora Meredith, una actriz viuda que comienza como figurante en publicidad y aspirante a actriz de teatro para convertirse en una estrella de Broadway y del cine internacional. Annie, a quien conoce en una playa concurrida de Coney Island, será su amiga y empleada a lo largo de los años, encarnando esa “negra típica” que devela en la época los indicios del segregacionismo y la evidencia de la desigualdad económica. A medida que pasa el tiempo, Annie y su hija Sara Jane, de origen mestizo pero con piel clara, ofrecerán los conflictos más interesantes de la película, una aguda reflexión política bajo las vestiduras del melodrama.

Para dar vida a Lora no había nadie mejor que Lana Turner, capaz de combinar ambición con cierto grado de magnético egoísmo que define a toda estrella. El pelo platinado, el contoneo al caminar, el énfasis en el dramatismo ante cada contratiempo ofrecen la compleja ambigüedad del personaje, capaz de conseguir lo que quiere mediante el sutil control de sus emociones y la manipulación de los sentimientos de otros, sea un agente de prensa, un dramaturgo inseguro o su propia hija adolescente. Pero Turner dudó mucho en aceptar el papel, porque, como parecía que siempre ocurría el Hollywood, el cine imitaba a la realidad. Hacía menos de un año se había visto envuelta en el juicio por el asesinato de su novio, Johnny Stompanato. Guardaespaldas de uno de los líderes del crimen organizado, Mickey Cohen, Stompanato fue asesinato a puñaladas por Cheryl Crane, la hija de 14 años de la actriz, en defensa de su madre, a quien Stompanato había golpeado en varias ocasiones. El escándalo llegó a los tribunales y a la televisión, y esparció ciertas sombras sobre el futuro profesional de la actriz.

“La película no podría haberse hecho sin Lana Turner, y ella no quería hacerla. Tuve un trabajo monumental para convencerla, y quien más me ayudó fue Paul Kohner, que era agente mío y de ella”. Finalmente Sirk dio a Susan Kohner, hija de Paul y de la actriz Lupita Tovar, el papel de Sara Jane, la hija rebelde de Annie, la sufrida criada y amiga de Lola Meredith. Sandra Dee interpretó a la hija adolescente de Lora, embelesada con el novio de su madre, encarnado por el apuesto John Gavin. La Universal estaba decidida a convertir en estrella a Gavin como lo había hecho con Rock Hudson, por eso fue el elegido para interpretar al soldado en Tiempo de vivir, tiempo de morir, y ahora se quedaba con el rol del galán de Lana Turner. Nunca fue una estrella como Rock Hudson pero logró ganarse el respeto profesional del director: “Era fresco, joven, bien parecido aunque no bello, serio y tenía ese aire de aficionado que había funcionado bien para la película [Tiempo de vivir tiempo de morir]. No había en él nada de sentimental y compensaba los aspectos sentimentales de la historia de Remarque”.

Para el papel de Annie fue elegida Juanita Moore, quien había comenzado en Hollywood como extra sin parlamentos y ya tenía una larga trayectoria en cine y televisión desde comienzos de los 50 pero en papeles menores y muchos de ellos sin aparecer en los créditos. Pese a que aparece en séptimo lugar en los títulos, detrás de actores con papeles más pequeños, Sirk insistió en que su nombre fuera acompañado por la leyenda “presentando a Juanita Moore como Annie Johnson” para estacar su protagonismo. Su rol en Imitación de la vida le valió una nominación al Oscar como Mejor Actriz Secundaria y fue el más importante de toda su carrera.

La escena que sumió a Lana Turner en una crisis

“La clave está en el punto de vista negro”, explica Sirk a Halliday, “la chica negra (Susan Kohner) intenta escapar de su condición, sacrificando lazos familiares y de amistad a su nuevo estatus social, y tratando de desaparecer en el mundo de imitación de las variedades. La imitación de la vida no es la vida real. La vida de Lana Turner es una imitación muy barata, la de Susan Kohner representa un simulacro frente a la alternativa de ser una negra. La película expresa una crítica social tanto de los blancos como de los negros. No podés escapar de lo que sos”. Sirk aclara que ya a finales de los años 60, cuando dio la entrevista, se estaba despertando la consigna “black is beautiful” que impulsó un orgullo racial que no estaba presente en la época de Imitación de la vida. “Blancos y negros llevan una vida de imitación. Hay una expresión que lo confirma: ‘Viendo a través de un vidrio oscurecido’. Todo, incluso la vida, está siempre alejado. No lo podés alcanzar, no lo podés tocar, solo ves reflejos. Si tratás de atrapar la propia felicidad, tus dedos encuentran el cristal. No hay salida”.

El pesimismo alemán de Sirk chocaba a menudo con las expectativas del estudio respecto a los finales felices. En muchas de sus películas, los cierres esperanzadores, ya sea de unión de parejas contrariadas o de superación de conflictos familiares, dejaban un sabor amargo. Un persistente malestar, surgido de atentados contra la estabilidad de esa vida perfecta, de esa armonía social, que resultaba irreparable. Imitación de la vida termina con un funeral fastuoso, un cortejo con cuatro caballos blancos desfilando por las calles de la ciudad mientras la multitud se quita el sombrero. Todos con lágrimas y de fondo la canción “Trouble of the World”: los deudos despiden a una mujer que soñó su final como la entrada en el cielo. Y la despide la voz de Mahalia Jackson en la iglesia, mientras todos lloran y recuerdan lo perdido. Durante el rodaje de esa escena, Lana Turner rompió en llanto de la emoción. Perdió el control de su actuación y huyó a su camarín. Su maquilladora debió abofetearla hasta sacarla del trance y lograr que se tranquilice y regrese al set. Finalmente cumplió con la escena y su aparición resulta sobrecogedora.

Los créditos iniciales de la película, que mostraban una lluvia de falsos diamantes formando un simulacro de riqueza y esplendor, fueron acompañados por la canción que lleva el mismo título de la película, interpretada por Earl Grant. Imitando el tono de Nat ‘King’ Cole, la melosa voz de Grant aspiró a conseguir una nominación al Oscar como mejor canción original, sin éxito. Pese a ello, la melodía anticipa la tensión entre las dos formas del amor que contrapone la película: el amor propio, aquel que encarna la demanda y la búsqueda personal, representado por los personajes de Lana Turner y Susan Kohner, y aquel que da a los demás, que a menudo impone la entrega y el sacrificio, representado por los personajes de Juanita Moore y Sandra Dee. “What is love without the giving [¿Qué es el amor sin dar?] / Without love you’re only living an imitation [Sin amor solo vives una imitación]/ An imitation, of life [Una imitación, de la vida]”.

Imitación de la vida fue un enorme éxito para la Universal, el mayor de todo el ciclo de melodramas de Douglas Sirk. Fue también la película más rentable de la carrera de Lana Turner, quien había decidido cobrar un salario menor a los 25 mil dólares semanales que facturaba por entonces a cambio de un porcentaje en las ganancias de la película que le reportó más de dos millones de dólares. “Douglas Sirk, ¡qué hombre tan cortés!”, recordaría la actriz en 1975 durante una entrevista publicada por Stephen Handzo en su estudio sobre la obra del director. “Muy tranquilo, pero con la cabeza siempre funcionando. Cuando iba a darte alguna indicación, no lo hacía sentado en la silla de director, gritando o imponiendo su autoridad. ‘Creo que esto debería ser así’ o ‘¿Lo ves de esta manera?’, eran sus frases recurrentes. Todo el mundo sentía un verdadero respeto por él porque era un hombre del oficio”.

Ese hombre del oficio finalmente se despidió de él. “Ya antes de empezar la película, estaba abandonando Hollywood”, reflexiona en las últimas páginas del libro de Halliday. Su partida coincidió con una enfermedad que lo tendría en reposo un año pero finalmente nunca llegó el tiempo del regreso. “La Universal intentó retenerme. Y, en cierto sentido, yo no era feliz partiendo porque se habían convertido en mis amigos. Mi agente me decía: ‘¿Alcanzaste la cima de tu carrera y te vas?’. Eso nunca había sucedido en Hollywood, donde el éxito lo era todo”. Pero sí, se fue. Tenía 62 años y su retorno a Alemania no fue muy satisfactorio tampoco. Ya no era el país que había abandonado en su exilio. Finalmente se mudó con su esposa Hilde a Lugano, en Suiza, donde vivió hasta su muerte. Imitación de la vida fue entonces su despedida triunfal, con la canción de Mahalia Jackson y el carruaje con los cuatro caballos blancos. Un espejismo perfecto para una vida de pasión y melodrama. Un sueño que solo el cine puede atesorar en sus eternas imágenes en Technicolor.

 El alemán Douglas Sirk se despidió de Hollywood con un melodrama con una profunda reflexión política, con una mujer blanca y una mujer negra como protagonistas  LA NACION

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