Menos estrés. Las historias de viajeros los motivaron, dejaron Ituzaingó y en familia se mudaron a las sierras para desacelerarse
En los pueblos originarios de Latinoamérica existe un término que en diferentes lenguas significa algo similar. El buen vivir, —”Sumak Kawsay” en quechua, “teko kavi” en guaraní—, refiere a la vida buena o en plenitud, en equilibrio con la naturaleza. Algo de eso es lo que impulsa a mucha gente que vive en la gran ciudad a elegir otros destinos. Basta de hora pico y de ruidos molestos. Hola sierras, hola mar y, sobre todo, bienvenida la transformación de la existencia.
Esta es la historia de Gabriela del Valle Rebellato que eligió, con su pareja, apostar a una calidad de vida diferente, con menos estímulos y más tiempo para compartir en familia.
Desde su casa de Santa Rosa de Calamuchita, una ciudad de casi 20 mil habitantes, se pueden ver los cerros. La luz se cuela por todas las ventanas, aún en los días nublados. Mientras hace una pausa de su trabajo habitual, cuenta que su hijo, de dos años, va a un maternal en donde les enseñan yoga.
—Estoy feliz porque las chicas hacen todo con amor. Lila se llama la profe, Lila “Nuez Moscada”. Y ella canta, y pone un altar, prende la velita, sahumerio, huelen esencias y hierbas, y meditan. Bueno, “Yoga”, en realidad es imposible que un niño tan chiquito haga. Entre uno y tres años es el grupo, pero saben que es un momento de calma, de respirar. Ahora yo le digo, “respirá profundo” y cierra los ojitos, viste. Una se da cuenta de que algo están incorporando de eso.
Hasta hace unos años, Gabriela tenía en su cuerpo el sentido de alerta activado. Se había hecho tan habitual el estrés que apenas podía sentirlo, la ansiedad acumulada la descargaba en clases de crossfit, a veces era difícil bajar de ese estado para poder dormir. Vivía en el barrio de Caballito hasta que conoció a su pareja actual y ahí algo empezó a tomar nueva forma. En realidad, estaba habituada a cambiar.
Viajar, volar: nacer en Tucumán y crecer en distintos destinos
La carrera del militar suele ser movida. Quienes tienen algún conocimiento específico son destinados a diferentes provincias para cumplir con sus funciones. Así fue como, de familia paterna catamarqueña y materna de Quilmes, Gabriela fue concebida en Tucumán. La primera de cuatro, la primogénita que, según indica el hábito, será quien abra el camino de la realización. Al año y medio se fueron a una casa que había sido de sus abuelos, en el sur del Gran Buenos Aires. Ahí nació su hermano y se desarrolló la infancia, a pura libertad, imaginando historias en el parque enorme del fondo, o andando en bici por las veredas del barrio. “Había muchos chicos. Y en verano jugábamos a las bombitas de agua. Era mega divertido y emocionante”.
Pronto vendría un nuevo destino: Comodoro Rivadavia, Chubut, que signó una etapa. Crecer en la ciudad industrial petrolera, con pocos atractivos más allá del mar, a la familia Rebellato le dio un gran poder de adaptación. Las hermanas recién llegadas al mundo tuvieron que conocer pronto el clima hostil, el toque de queda por temporales de viento y la montaña de tierra que es patrimonio de la ciudad costera: el Chenque, que dejaba todo impregnado por una capa de polvo. Los chicos sólo querían treparlo hasta que quedaran sus ropas y ellos del mismo color.
—Sabés que mi mayor recuerdo de Comodoro es un sonido. El de las ventanas. Porque todas las casas tienen doble ventanal por el frío y por el viento, pero aparte, vibra.
Piensa, trata de hacer memoria, y dice que fueron trece las escuelas y colegios en los que estudió, lo único que permanecía inmutable era la casa de sus abuelos, a la que siempre volvían. Del barrio militar de Rospentek, Santa Cruz y la nieve, a Temperley, Río Turbio y Río Gallegos. La timidez de ser siempre la nueva. “Me daba vergüenza, no me gustaba la exposición. Pero después con el tiempo creo que me fui acostumbrando”. Tenía amigos y era buena alumna, reconoce, no sólo por mandato familiar; le gustaba leer. Mujercitas fue su libro de cabecera, imposible saber la cantidad de veces que lo leyó. Su abuelo le regaló la colección de libros de la revista Billiken, que ella guardó como tesoro. Amaba calcar mapas y leer sobre historia argentina. Varias veces abanderada, su mamá guarda todavía el registro de una época en la que se le ocurrió que si mezclaba elementos naturales, podría obtener oro. Una especie de alquimista con capacidad para experimentar y soñar.
Hoy que la vida la ubica en otro lugar, algo queda de esa niña en la mujer que aprendió las propiedades de las plantas. “Tengo acá, no sé, cincuenta frascos con yuyitos, ¿viste? Yo sé que hay un yuyo para cada cosa y una combinación de yuyos para cada cosa, aprendí mucho preguntando. A veces por estar en los lugares donde es famosa la planta, como Catamarca”. De ahí también proviene la devoción por la Virgen del Valle, que le da su segundo nombre y el sentido de abrazar la religión como una guía en el amor.
La vida adulta, las decisiones: “Bajé 12 kilos y me enfermé”
Después de terminar la secundaria con honores, entró, becada, a la Universidad Católica para estudiar Derecho. De esa época es la presión extrema por rendir, mientras trabajaba como voluntaria técnica en el Ejército. Se le sumó un noviazgo un tanto tóxico, con el que trató de llenar el vacío de la distancia familiar. Incentivada por sus propias ganas, y por una amiga de su familia que vio su potencial para la Comunicación, se cambió de carrera. Entre el CBC y el primer año de Diseño Gráfico en la UBA se terminó de consumir. “Bajé 12 kilos y me enfermé”.
Finalizó sus estudios en Comodoro y la vida dio un nuevo giro cuando se mudó con sus hermanas a la capital de Buenos Aires. La intensidad es una característica de la juventud, y Gabriela, reconoce haberla transitado con la energía propia de su personalidad. Picos de tristeza y de felicidad, amores desgarradores. “Nunca dejé de ser una buena persona, una buena hermana, una buena hija. Nunca herí. Pero sí, a veces fueron épocas turbulentas”.
El día de su cumpleaños 33, decidió no renovar contrato con el ejército. Y eso le abrió una puerta impensada: el ambientalismo. Fue entonces, y no antes, que le encontró sentido a todas las capacidades que había adquirido. Y a su sensibilidad para ciertas causas. Desde su trabajo en Agua y Saneamiento, y la participación en campañas de plantación de árboles nativos, supo generar y comunicar acciones; conectar personas y proyectos. También desde la radio, reforzó vínculos creando puentes. Sincronías y causalidades. Casi sin darse cuenta, se transformó en referente del tema.
Mientras su vida laboral le daba satisfacciones, la personal se desmoronó. Se había separado al renunciar a un proyecto de vida que la alejaba de su vocación, quería mejorar su entorno y que el dinero no fuera lo único que guiara su destino. “Cuando estaba en Narnia emocionalmente, hice terapia de biodescodificación. También experimenté la terapia tradicional, me gustó mucho, me cambió la visión sobre lo que era ir a un psicólogo”. Y entonces atendió al cuerpo. “Me di cuenta de que cada vez que llegaba a un momento bisagra en mi vida me venía a la mente hacer un detox profundo y priorizar mi salud: atendé el cuerpo que lo demás se acomoda”. Este, dice, podría ser uno de los aprendizajes más genuinos.
Misiones, pandemia y después
Cada paso significaba un crecimiento, no solo profesional, también para su espíritu. Cada “no” reforzaba su esencia. Por su trabajo en economía circular y turismo regenerativo, había viajado a un alojamiento dentro de una reserva en la provincia de Misiones y quedó flasheada con la selva. En las redes de un grupo de la provincia, conoció a un misionero que le llamó la atención.
Ya desde la primera cita confirmó lo que había sospechado: ese hombre le encantaba. “Y nada, me enamoré. Nos encontramos por un tiempo, me pareció hermoso y conflictivo. Atractivo por todos lados”. Y aunque la relación se presentaba difícil y costaba el riesgo, decidieron vivir juntos. Antes de concretarlo, ella quedó embarazada. “Plena pandemia, hacía todo difícil, un susto bárbaro”.
La última casa, antes de Córdoba, el lugar en donde transitaron los primeros meses de Bastián, fue en zona oeste del Gran Buenos Aires. La refaccionaron, quedó hermosa. No tenían tele así que veían historias de viajeros, gente que se animaba a la aventura. Así empezaron a fantasear con un lugar más puro. “Una cosa va llevando a la otra y va abriendo otras puertas, ¿no? Yo soy una víctima de la causalidad”. Encontró en su compañero de vida una misma actitud, estaban abiertos a los cambios. Al mismo tiempo, el barrio se empezó a poner más difícil, les robaron una bicicleta, que era una reliquia, tuvieron que poner más rejas y alarmas. Era imposible ir a la plaza, en donde a plena luz del día se traficaba la droga. Unas vacaciones en Córdoba los acercó al lugar soñado.
“Terminamos conociendo Santa Rosa que tiene hospital, escuelas, cosas en las que pensás cuando tenés un bebé. Ideal”. Ni siquiera llegaron a publicar su casa en venta, una pareja que se equivocó de dirección quedó prendada de su patio con árboles de inflorescencias rojas. “Quería ser vendida”, dice Gabi y sonríe. La mudanza fue solo acomodarse al fluir.
La familia continúa con su evolución, pero no es fácil bajar. “Con Chris también crecemos día a día como padres y como pareja. Con un niño de dos años todos los días vas aprendiendo algo, tratamos de generar espacios individuales, que es difícil porque el diario te come. Pero como nos acompaña el lugar, no tenemos otras presiones que por ahí teníamos allá, horarios exigidísimos, contexto difícil”.
Aun tienen la cola del acelere de Buenos Aires, a falta de red familiar, aparecen otras, amorosas. “Hay muchísima gente que está en la misma que nosotros que vino para tener otro tipo de vida. Entonces te encontrás y de alguna manera te entendés”.
Hoy se dedica a la conservación de fauna en la Patagonia, desde la comunicación virtual, y no descartan que en un futuro la vida los impulse a dejar la belleza de ese espacio. “Tiene un río, Santa Rosa, que cruza toda la ciudad. Miro por la ventana tengo las sierras, miro para allá tengo el Champaquí. No nos da miedo dejar un lugar, una casa. Nos encariñamos, le ponemos amor a nuestro hogar. Pero el hogar lo hacemos nosotros en donde estemos”.
En los pueblos originarios de Latinoamérica existe un término que en diferentes lenguas significa algo similar. El buen vivir, —”Sumak Kawsay” en quechua, “teko kavi” en guaraní—, refiere a la vida buena o en plenitud, en equilibrio con la naturaleza. Algo de eso es lo que impulsa a mucha gente que vive en la gran ciudad a elegir otros destinos. Basta de hora pico y de ruidos molestos. Hola sierras, hola mar y, sobre todo, bienvenida la transformación de la existencia.
Esta es la historia de Gabriela del Valle Rebellato que eligió, con su pareja, apostar a una calidad de vida diferente, con menos estímulos y más tiempo para compartir en familia.
Desde su casa de Santa Rosa de Calamuchita, una ciudad de casi 20 mil habitantes, se pueden ver los cerros. La luz se cuela por todas las ventanas, aún en los días nublados. Mientras hace una pausa de su trabajo habitual, cuenta que su hijo, de dos años, va a un maternal en donde les enseñan yoga.
—Estoy feliz porque las chicas hacen todo con amor. Lila se llama la profe, Lila “Nuez Moscada”. Y ella canta, y pone un altar, prende la velita, sahumerio, huelen esencias y hierbas, y meditan. Bueno, “Yoga”, en realidad es imposible que un niño tan chiquito haga. Entre uno y tres años es el grupo, pero saben que es un momento de calma, de respirar. Ahora yo le digo, “respirá profundo” y cierra los ojitos, viste. Una se da cuenta de que algo están incorporando de eso.
Hasta hace unos años, Gabriela tenía en su cuerpo el sentido de alerta activado. Se había hecho tan habitual el estrés que apenas podía sentirlo, la ansiedad acumulada la descargaba en clases de crossfit, a veces era difícil bajar de ese estado para poder dormir. Vivía en el barrio de Caballito hasta que conoció a su pareja actual y ahí algo empezó a tomar nueva forma. En realidad, estaba habituada a cambiar.
Viajar, volar: nacer en Tucumán y crecer en distintos destinos
La carrera del militar suele ser movida. Quienes tienen algún conocimiento específico son destinados a diferentes provincias para cumplir con sus funciones. Así fue como, de familia paterna catamarqueña y materna de Quilmes, Gabriela fue concebida en Tucumán. La primera de cuatro, la primogénita que, según indica el hábito, será quien abra el camino de la realización. Al año y medio se fueron a una casa que había sido de sus abuelos, en el sur del Gran Buenos Aires. Ahí nació su hermano y se desarrolló la infancia, a pura libertad, imaginando historias en el parque enorme del fondo, o andando en bici por las veredas del barrio. “Había muchos chicos. Y en verano jugábamos a las bombitas de agua. Era mega divertido y emocionante”.
Pronto vendría un nuevo destino: Comodoro Rivadavia, Chubut, que signó una etapa. Crecer en la ciudad industrial petrolera, con pocos atractivos más allá del mar, a la familia Rebellato le dio un gran poder de adaptación. Las hermanas recién llegadas al mundo tuvieron que conocer pronto el clima hostil, el toque de queda por temporales de viento y la montaña de tierra que es patrimonio de la ciudad costera: el Chenque, que dejaba todo impregnado por una capa de polvo. Los chicos sólo querían treparlo hasta que quedaran sus ropas y ellos del mismo color.
—Sabés que mi mayor recuerdo de Comodoro es un sonido. El de las ventanas. Porque todas las casas tienen doble ventanal por el frío y por el viento, pero aparte, vibra.
Piensa, trata de hacer memoria, y dice que fueron trece las escuelas y colegios en los que estudió, lo único que permanecía inmutable era la casa de sus abuelos, a la que siempre volvían. Del barrio militar de Rospentek, Santa Cruz y la nieve, a Temperley, Río Turbio y Río Gallegos. La timidez de ser siempre la nueva. “Me daba vergüenza, no me gustaba la exposición. Pero después con el tiempo creo que me fui acostumbrando”. Tenía amigos y era buena alumna, reconoce, no sólo por mandato familiar; le gustaba leer. Mujercitas fue su libro de cabecera, imposible saber la cantidad de veces que lo leyó. Su abuelo le regaló la colección de libros de la revista Billiken, que ella guardó como tesoro. Amaba calcar mapas y leer sobre historia argentina. Varias veces abanderada, su mamá guarda todavía el registro de una época en la que se le ocurrió que si mezclaba elementos naturales, podría obtener oro. Una especie de alquimista con capacidad para experimentar y soñar.
Hoy que la vida la ubica en otro lugar, algo queda de esa niña en la mujer que aprendió las propiedades de las plantas. “Tengo acá, no sé, cincuenta frascos con yuyitos, ¿viste? Yo sé que hay un yuyo para cada cosa y una combinación de yuyos para cada cosa, aprendí mucho preguntando. A veces por estar en los lugares donde es famosa la planta, como Catamarca”. De ahí también proviene la devoción por la Virgen del Valle, que le da su segundo nombre y el sentido de abrazar la religión como una guía en el amor.
La vida adulta, las decisiones: “Bajé 12 kilos y me enfermé”
Después de terminar la secundaria con honores, entró, becada, a la Universidad Católica para estudiar Derecho. De esa época es la presión extrema por rendir, mientras trabajaba como voluntaria técnica en el Ejército. Se le sumó un noviazgo un tanto tóxico, con el que trató de llenar el vacío de la distancia familiar. Incentivada por sus propias ganas, y por una amiga de su familia que vio su potencial para la Comunicación, se cambió de carrera. Entre el CBC y el primer año de Diseño Gráfico en la UBA se terminó de consumir. “Bajé 12 kilos y me enfermé”.
Finalizó sus estudios en Comodoro y la vida dio un nuevo giro cuando se mudó con sus hermanas a la capital de Buenos Aires. La intensidad es una característica de la juventud, y Gabriela, reconoce haberla transitado con la energía propia de su personalidad. Picos de tristeza y de felicidad, amores desgarradores. “Nunca dejé de ser una buena persona, una buena hermana, una buena hija. Nunca herí. Pero sí, a veces fueron épocas turbulentas”.
El día de su cumpleaños 33, decidió no renovar contrato con el ejército. Y eso le abrió una puerta impensada: el ambientalismo. Fue entonces, y no antes, que le encontró sentido a todas las capacidades que había adquirido. Y a su sensibilidad para ciertas causas. Desde su trabajo en Agua y Saneamiento, y la participación en campañas de plantación de árboles nativos, supo generar y comunicar acciones; conectar personas y proyectos. También desde la radio, reforzó vínculos creando puentes. Sincronías y causalidades. Casi sin darse cuenta, se transformó en referente del tema.
Mientras su vida laboral le daba satisfacciones, la personal se desmoronó. Se había separado al renunciar a un proyecto de vida que la alejaba de su vocación, quería mejorar su entorno y que el dinero no fuera lo único que guiara su destino. “Cuando estaba en Narnia emocionalmente, hice terapia de biodescodificación. También experimenté la terapia tradicional, me gustó mucho, me cambió la visión sobre lo que era ir a un psicólogo”. Y entonces atendió al cuerpo. “Me di cuenta de que cada vez que llegaba a un momento bisagra en mi vida me venía a la mente hacer un detox profundo y priorizar mi salud: atendé el cuerpo que lo demás se acomoda”. Este, dice, podría ser uno de los aprendizajes más genuinos.
Misiones, pandemia y después
Cada paso significaba un crecimiento, no solo profesional, también para su espíritu. Cada “no” reforzaba su esencia. Por su trabajo en economía circular y turismo regenerativo, había viajado a un alojamiento dentro de una reserva en la provincia de Misiones y quedó flasheada con la selva. En las redes de un grupo de la provincia, conoció a un misionero que le llamó la atención.
Ya desde la primera cita confirmó lo que había sospechado: ese hombre le encantaba. “Y nada, me enamoré. Nos encontramos por un tiempo, me pareció hermoso y conflictivo. Atractivo por todos lados”. Y aunque la relación se presentaba difícil y costaba el riesgo, decidieron vivir juntos. Antes de concretarlo, ella quedó embarazada. “Plena pandemia, hacía todo difícil, un susto bárbaro”.
La última casa, antes de Córdoba, el lugar en donde transitaron los primeros meses de Bastián, fue en zona oeste del Gran Buenos Aires. La refaccionaron, quedó hermosa. No tenían tele así que veían historias de viajeros, gente que se animaba a la aventura. Así empezaron a fantasear con un lugar más puro. “Una cosa va llevando a la otra y va abriendo otras puertas, ¿no? Yo soy una víctima de la causalidad”. Encontró en su compañero de vida una misma actitud, estaban abiertos a los cambios. Al mismo tiempo, el barrio se empezó a poner más difícil, les robaron una bicicleta, que era una reliquia, tuvieron que poner más rejas y alarmas. Era imposible ir a la plaza, en donde a plena luz del día se traficaba la droga. Unas vacaciones en Córdoba los acercó al lugar soñado.
“Terminamos conociendo Santa Rosa que tiene hospital, escuelas, cosas en las que pensás cuando tenés un bebé. Ideal”. Ni siquiera llegaron a publicar su casa en venta, una pareja que se equivocó de dirección quedó prendada de su patio con árboles de inflorescencias rojas. “Quería ser vendida”, dice Gabi y sonríe. La mudanza fue solo acomodarse al fluir.
La familia continúa con su evolución, pero no es fácil bajar. “Con Chris también crecemos día a día como padres y como pareja. Con un niño de dos años todos los días vas aprendiendo algo, tratamos de generar espacios individuales, que es difícil porque el diario te come. Pero como nos acompaña el lugar, no tenemos otras presiones que por ahí teníamos allá, horarios exigidísimos, contexto difícil”.
Aun tienen la cola del acelere de Buenos Aires, a falta de red familiar, aparecen otras, amorosas. “Hay muchísima gente que está en la misma que nosotros que vino para tener otro tipo de vida. Entonces te encontrás y de alguna manera te entendés”.
Hoy se dedica a la conservación de fauna en la Patagonia, desde la comunicación virtual, y no descartan que en un futuro la vida los impulse a dejar la belleza de ese espacio. “Tiene un río, Santa Rosa, que cruza toda la ciudad. Miro por la ventana tengo las sierras, miro para allá tengo el Champaquí. No nos da miedo dejar un lugar, una casa. Nos encariñamos, le ponemos amor a nuestro hogar. Pero el hogar lo hacemos nosotros en donde estemos”.
En los pueblos originarios de Latinoamérica existe un término que en diferentes lenguas significa algo similar. El buen vivir, —”Sumak Kawsay” en quechua, “teko kavi” en guaraní—, refiere a la vida buena o en plenitud, en equilibrio con la naturaleza. Algo de eso es lo que impulsa a mucha gente que vive en la gran ciudad a elegir otros destinos. Basta de hora pico y de ruidos molestos. Hola sierras, hola mar y, sobre todo, bienvenida la transformación de la existencia.Esta es la historia de Gabriela del Valle Rebellato que eligió, con su pareja, apostar a una calidad de vida diferente, con menos estímulos y más tiempo para compartir en familia.Desde su casa de Santa Rosa de Calamuchita, una ciudad de casi 20 mil habitantes, se pueden ver los cerros. La luz se cuela por todas las ventanas, aún en los días nublados. Mientras hace una pausa de su trabajo habitual, cuenta que su hijo, de dos años, va a un maternal en donde les enseñan yoga.—Estoy feliz porque las chicas hacen todo con amor. Lila se llama la profe, Lila “Nuez Moscada”. Y ella canta, y pone un altar, prende la velita, sahumerio, huelen esencias y hierbas, y meditan. Bueno, “Yoga”, en realidad es imposible que un niño tan chiquito haga. Entre uno y tres años es el grupo, pero saben que es un momento de calma, de respirar. Ahora yo le digo, “respirá profundo” y cierra los ojitos, viste. Una se da cuenta de que algo están incorporando de eso.Hasta hace unos años, Gabriela tenía en su cuerpo el sentido de alerta activado. Se había hecho tan habitual el estrés que apenas podía sentirlo, la ansiedad acumulada la descargaba en clases de crossfit, a veces era difícil bajar de ese estado para poder dormir. Vivía en el barrio de Caballito hasta que conoció a su pareja actual y ahí algo empezó a tomar nueva forma. En realidad, estaba habituada a cambiar.Viajar, volar: nacer en Tucumán y crecer en distintos destinosLa carrera del militar suele ser movida. Quienes tienen algún conocimiento específico son destinados a diferentes provincias para cumplir con sus funciones. Así fue como, de familia paterna catamarqueña y materna de Quilmes, Gabriela fue concebida en Tucumán. La primera de cuatro, la primogénita que, según indica el hábito, será quien abra el camino de la realización. Al año y medio se fueron a una casa que había sido de sus abuelos, en el sur del Gran Buenos Aires. Ahí nació su hermano y se desarrolló la infancia, a pura libertad, imaginando historias en el parque enorme del fondo, o andando en bici por las veredas del barrio. “Había muchos chicos. Y en verano jugábamos a las bombitas de agua. Era mega divertido y emocionante”.Pronto vendría un nuevo destino: Comodoro Rivadavia, Chubut, que signó una etapa. Crecer en la ciudad industrial petrolera, con pocos atractivos más allá del mar, a la familia Rebellato le dio un gran poder de adaptación. Las hermanas recién llegadas al mundo tuvieron que conocer pronto el clima hostil, el toque de queda por temporales de viento y la montaña de tierra que es patrimonio de la ciudad costera: el Chenque, que dejaba todo impregnado por una capa de polvo. Los chicos sólo querían treparlo hasta que quedaran sus ropas y ellos del mismo color.—Sabés que mi mayor recuerdo de Comodoro es un sonido. El de las ventanas. Porque todas las casas tienen doble ventanal por el frío y por el viento, pero aparte, vibra.Piensa, trata de hacer memoria, y dice que fueron trece las escuelas y colegios en los que estudió, lo único que permanecía inmutable era la casa de sus abuelos, a la que siempre volvían. Del barrio militar de Rospentek, Santa Cruz y la nieve, a Temperley, Río Turbio y Río Gallegos. La timidez de ser siempre la nueva. “Me daba vergüenza, no me gustaba la exposición. Pero después con el tiempo creo que me fui acostumbrando”. Tenía amigos y era buena alumna, reconoce, no sólo por mandato familiar; le gustaba leer. Mujercitas fue su libro de cabecera, imposible saber la cantidad de veces que lo leyó. Su abuelo le regaló la colección de libros de la revista Billiken, que ella guardó como tesoro. Amaba calcar mapas y leer sobre historia argentina. Varias veces abanderada, su mamá guarda todavía el registro de una época en la que se le ocurrió que si mezclaba elementos naturales, podría obtener oro. Una especie de alquimista con capacidad para experimentar y soñar.Hoy que la vida la ubica en otro lugar, algo queda de esa niña en la mujer que aprendió las propiedades de las plantas. “Tengo acá, no sé, cincuenta frascos con yuyitos, ¿viste? Yo sé que hay un yuyo para cada cosa y una combinación de yuyos para cada cosa, aprendí mucho preguntando. A veces por estar en los lugares donde es famosa la planta, como Catamarca”. De ahí también proviene la devoción por la Virgen del Valle, que le da su segundo nombre y el sentido de abrazar la religión como una guía en el amor.La vida adulta, las decisiones: “Bajé 12 kilos y me enfermé”Después de terminar la secundaria con honores, entró, becada, a la Universidad Católica para estudiar Derecho. De esa época es la presión extrema por rendir, mientras trabajaba como voluntaria técnica en el Ejército. Se le sumó un noviazgo un tanto tóxico, con el que trató de llenar el vacío de la distancia familiar. Incentivada por sus propias ganas, y por una amiga de su familia que vio su potencial para la Comunicación, se cambió de carrera. Entre el CBC y el primer año de Diseño Gráfico en la UBA se terminó de consumir. “Bajé 12 kilos y me enfermé”.Finalizó sus estudios en Comodoro y la vida dio un nuevo giro cuando se mudó con sus hermanas a la capital de Buenos Aires. La intensidad es una característica de la juventud, y Gabriela, reconoce haberla transitado con la energía propia de su personalidad. Picos de tristeza y de felicidad, amores desgarradores. “Nunca dejé de ser una buena persona, una buena hermana, una buena hija. Nunca herí. Pero sí, a veces fueron épocas turbulentas”.El día de su cumpleaños 33, decidió no renovar contrato con el ejército. Y eso le abrió una puerta impensada: el ambientalismo. Fue entonces, y no antes, que le encontró sentido a todas las capacidades que había adquirido. Y a su sensibilidad para ciertas causas. Desde su trabajo en Agua y Saneamiento, y la participación en campañas de plantación de árboles nativos, supo generar y comunicar acciones; conectar personas y proyectos. También desde la radio, reforzó vínculos creando puentes. Sincronías y causalidades. Casi sin darse cuenta, se transformó en referente del tema.Mientras su vida laboral le daba satisfacciones, la personal se desmoronó. Se había separado al renunciar a un proyecto de vida que la alejaba de su vocación, quería mejorar su entorno y que el dinero no fuera lo único que guiara su destino. “Cuando estaba en Narnia emocionalmente, hice terapia de biodescodificación. También experimenté la terapia tradicional, me gustó mucho, me cambió la visión sobre lo que era ir a un psicólogo”. Y entonces atendió al cuerpo. “Me di cuenta de que cada vez que llegaba a un momento bisagra en mi vida me venía a la mente hacer un detox profundo y priorizar mi salud: atendé el cuerpo que lo demás se acomoda”. Este, dice, podría ser uno de los aprendizajes más genuinos.Misiones, pandemia y despuésCada paso significaba un crecimiento, no solo profesional, también para su espíritu. Cada “no” reforzaba su esencia. Por su trabajo en economía circular y turismo regenerativo, había viajado a un alojamiento dentro de una reserva en la provincia de Misiones y quedó flasheada con la selva. En las redes de un grupo de la provincia, conoció a un misionero que le llamó la atención.Ya desde la primera cita confirmó lo que había sospechado: ese hombre le encantaba. “Y nada, me enamoré. Nos encontramos por un tiempo, me pareció hermoso y conflictivo. Atractivo por todos lados”. Y aunque la relación se presentaba difícil y costaba el riesgo, decidieron vivir juntos. Antes de concretarlo, ella quedó embarazada. “Plena pandemia, hacía todo difícil, un susto bárbaro”.La última casa, antes de Córdoba, el lugar en donde transitaron los primeros meses de Bastián, fue en zona oeste del Gran Buenos Aires. La refaccionaron, quedó hermosa. No tenían tele así que veían historias de viajeros, gente que se animaba a la aventura. Así empezaron a fantasear con un lugar más puro. “Una cosa va llevando a la otra y va abriendo otras puertas, ¿no? Yo soy una víctima de la causalidad”. Encontró en su compañero de vida una misma actitud, estaban abiertos a los cambios. Al mismo tiempo, el barrio se empezó a poner más difícil, les robaron una bicicleta, que era una reliquia, tuvieron que poner más rejas y alarmas. Era imposible ir a la plaza, en donde a plena luz del día se traficaba la droga. Unas vacaciones en Córdoba los acercó al lugar soñado.“Terminamos conociendo Santa Rosa que tiene hospital, escuelas, cosas en las que pensás cuando tenés un bebé. Ideal”. Ni siquiera llegaron a publicar su casa en venta, una pareja que se equivocó de dirección quedó prendada de su patio con árboles de inflorescencias rojas. “Quería ser vendida”, dice Gabi y sonríe. La mudanza fue solo acomodarse al fluir.La familia continúa con su evolución, pero no es fácil bajar. “Con Chris también crecemos día a día como padres y como pareja. Con un niño de dos años todos los días vas aprendiendo algo, tratamos de generar espacios individuales, que es difícil porque el diario te come. Pero como nos acompaña el lugar, no tenemos otras presiones que por ahí teníamos allá, horarios exigidísimos, contexto difícil”.Aun tienen la cola del acelere de Buenos Aires, a falta de red familiar, aparecen otras, amorosas. “Hay muchísima gente que está en la misma que nosotros que vino para tener otro tipo de vida. Entonces te encontrás y de alguna manera te entendés”.Hoy se dedica a la conservación de fauna en la Patagonia, desde la comunicación virtual, y no descartan que en un futuro la vida los impulse a dejar la belleza de ese espacio. “Tiene un río, Santa Rosa, que cruza toda la ciudad. Miro por la ventana tengo las sierras, miro para allá tengo el Champaquí. No nos da miedo dejar un lugar, una casa. Nos encariñamos, le ponemos amor a nuestro hogar. Pero el hogar lo hacemos nosotros en donde estemos”. LA NACION