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En Alien: Romulus, Fede Álvarez insufla nueva vida a una saga con la pericia y el entusiasmo de un fan

Alien: Romulus (Estados Unidos/ 2024). Dirección: Fede Álvarez. Guion: Fede Álvarez y Rodo Sayagués. Fotografía: Galo Olivares. Edición: Jake Roberts. Música: Benjamin Wallfish. Elenco: Cailee Spaeny, David Jonsson, Archie Renaux e Isabela Merced. Duración: 119 minutos. Calificación: apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: muy buena.

En Alien: Romulus, el realizador uruguayo Fede Álvarez (No respires) se las arregla para compactar en una única película las seis entregas previas de la saga iniciada en 1979 por Ridley Scott. Su entrada a la franquicia es la obra de un fan, no en el sentido peyorativo de amateur o diletante sino en el de ávido y apasionado. Tal devoción es evidente porque Álvarez claramente prefiere jugar con los elementos que la nutrida mitología de estos films pone a su disposición antes que reescribirla a su propia imagen. Seguramente, los espectadores que también sean fans de la saga agradecerán esta aproximación.

Esto no quiere decir que su película sea apenas un “grandes éxitos”, un rejunte de ideas recalentadas tomadas de otra parte, sino que cada escena carga con el eco de otra reconocible. Por ejemplo, el comienzo de este film, en el que vemos como un rayo láser fulgurante parte al medio lo que parece un fósil espacial, hace pensar oblicuamente en el comienzo de Aliens, la segunda entrada en la serie, en el que un rayo láser fulgurante parte al medio la compuerta de un módulo de rescate.

Algunas reverberaciones son menos sutiles, como el momento en que la protagonista aprende a usar un rifle pulsátil de modo similar a la teniente Ripley, la figura central de los primeros cuatro títulos. Otras son directamente citas, tal como la reaparición de un personaje del primer film que retoma su rol y buena parte de sus diálogos. Estrictamente, dada su condición física, no reaparece un personaje sino apenas medio. Hay que decir que la animación requerida para su resurrección está tan poco lograda -en particular en los movimientos de los labios- que resulta tremendamente distractiva e inexplicable en un momento en que cualquiera con un celular puede lograr fakes más convincentes.

Esta película se ubica cerca de las dos primeras entregas, en todo sentido. En la cronología de la serie, sucede luego de que Ripley quede varada en el espacio luego de disponer de la criatura en el primer film, pero antes de que sea milagrosamente hallada entre millones de kilómetros de nada y oscuridad gracias al poder inconmensurable de las segundas partes. Desde el punto de vista estético, reclama el mismo lugar: tiene a la vez la oscuridad del cuento de terror gótico encarado por Scott y el vértigo de la acción militarizada a la que se entregaba sin respiro James Cameron en su secuela.

Desde esa incomparable labor, Cameron se reveló el mejor realizador de escenas de acción del fin de siglo pasado. Sus seguidores, parados sobre sus hombros, fueron más lejos: crearon un cine de acción en el que todo es hiperbólico, todo está en movimiento frenético y nada se entiende. En esta película se percibe una saludable nostalgia por la sensatez de otro momento, notable sobre todo en su extenso uso de efectos prácticos (opuestos a los digitales). Sin embargo, no puede evitar caer en el mal de esta era: asumir que hay una proporción directa entre la cantidad de cosas que se mueven en un film y el interés que este puede generar.

Así, por mera inflamación de contrincantes y problemas que supongan un upgrade respecto de lo ya visto, los protagonistas suelen quedar atrapados en situaciones absolutamente irresolubles para las que eventualmente encuentran soluciones imposibles. Paradójicamente, cuando cualquier cosa puede pasar, cuando todas las reglas salen despedidas por la ventana, lo que finalmente sucede no importa demasiado. No es un rasgo específico de este film, sino del cine de esta época: hay un desfasaje entre la acumulación de tensión en las escenas centrales, que es altísima, y la satisfacción que debería llegar al final de tales escenas, cuya elevada competencia técnica para imprimir velocidad pero baja calidad imaginativa para dar sentido a tal velocidad, termina volviéndolas anticlimáticas. Igual que las redes sociales, el cine de acción actual sabe bien como enervarnos, pero no es tan eficiente para ofrecernos gratificación.

La película participa de este estado de cosas, pero también cultiva un vínculo con rasgos del cine de los años 80 que la preserva un poco. La saga original tuvo a cuatro realizadores fuertes (Scott, Cameron, David Fincher y Jean-Pierre Jeunet) que dejaron su impronta en cada uno de los films que dirigieron. Como se dijo, Álvarez elige honrar esta herencia, en especial la de los primeros dos films, antes que subvertirla. En consecuencia, esta es la entrada menos personal de la saga pero también la más consistente con el resto de las partes. Es el eslabón que une todas direcciones en las que se disparó el mito imaginado por Dan O’Bannon hace casi medio siglo.

Un buen cast juvenil de actores poco conocidos, liderados por Cailee Spaeny (Priscilla, Devs), encarnan a un grupo de obreros víctimas de explotación en otro sistema solar, reinstalando el conflicto de clases incorporado a las space opera por el film inicial. Estos dan carnadura humana al horror, además de oficiar de carnadas para los aliens. Spaeny es una inspirada adición al linaje característico de protagonistas femeninas de la saga, a la vez frágiles e indestructibles, que se enfrentan la criatura que suele representar, a su modo bestial, lo peor de la masculinidad.

Alien: Romulus (Estados Unidos/ 2024). Dirección: Fede Álvarez. Guion: Fede Álvarez y Rodo Sayagués. Fotografía: Galo Olivares. Edición: Jake Roberts. Música: Benjamin Wallfish. Elenco: Cailee Spaeny, David Jonsson, Archie Renaux e Isabela Merced. Duración: 119 minutos. Calificación: apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: muy buena.

En Alien: Romulus, el realizador uruguayo Fede Álvarez (No respires) se las arregla para compactar en una única película las seis entregas previas de la saga iniciada en 1979 por Ridley Scott. Su entrada a la franquicia es la obra de un fan, no en el sentido peyorativo de amateur o diletante sino en el de ávido y apasionado. Tal devoción es evidente porque Álvarez claramente prefiere jugar con los elementos que la nutrida mitología de estos films pone a su disposición antes que reescribirla a su propia imagen. Seguramente, los espectadores que también sean fans de la saga agradecerán esta aproximación.

Esto no quiere decir que su película sea apenas un “grandes éxitos”, un rejunte de ideas recalentadas tomadas de otra parte, sino que cada escena carga con el eco de otra reconocible. Por ejemplo, el comienzo de este film, en el que vemos como un rayo láser fulgurante parte al medio lo que parece un fósil espacial, hace pensar oblicuamente en el comienzo de Aliens, la segunda entrada en la serie, en el que un rayo láser fulgurante parte al medio la compuerta de un módulo de rescate.

Algunas reverberaciones son menos sutiles, como el momento en que la protagonista aprende a usar un rifle pulsátil de modo similar a la teniente Ripley, la figura central de los primeros cuatro títulos. Otras son directamente citas, tal como la reaparición de un personaje del primer film que retoma su rol y buena parte de sus diálogos. Estrictamente, dada su condición física, no reaparece un personaje sino apenas medio. Hay que decir que la animación requerida para su resurrección está tan poco lograda -en particular en los movimientos de los labios- que resulta tremendamente distractiva e inexplicable en un momento en que cualquiera con un celular puede lograr fakes más convincentes.

Esta película se ubica cerca de las dos primeras entregas, en todo sentido. En la cronología de la serie, sucede luego de que Ripley quede varada en el espacio luego de disponer de la criatura en el primer film, pero antes de que sea milagrosamente hallada entre millones de kilómetros de nada y oscuridad gracias al poder inconmensurable de las segundas partes. Desde el punto de vista estético, reclama el mismo lugar: tiene a la vez la oscuridad del cuento de terror gótico encarado por Scott y el vértigo de la acción militarizada a la que se entregaba sin respiro James Cameron en su secuela.

Desde esa incomparable labor, Cameron se reveló el mejor realizador de escenas de acción del fin de siglo pasado. Sus seguidores, parados sobre sus hombros, fueron más lejos: crearon un cine de acción en el que todo es hiperbólico, todo está en movimiento frenético y nada se entiende. En esta película se percibe una saludable nostalgia por la sensatez de otro momento, notable sobre todo en su extenso uso de efectos prácticos (opuestos a los digitales). Sin embargo, no puede evitar caer en el mal de esta era: asumir que hay una proporción directa entre la cantidad de cosas que se mueven en un film y el interés que este puede generar.

Así, por mera inflamación de contrincantes y problemas que supongan un upgrade respecto de lo ya visto, los protagonistas suelen quedar atrapados en situaciones absolutamente irresolubles para las que eventualmente encuentran soluciones imposibles. Paradójicamente, cuando cualquier cosa puede pasar, cuando todas las reglas salen despedidas por la ventana, lo que finalmente sucede no importa demasiado. No es un rasgo específico de este film, sino del cine de esta época: hay un desfasaje entre la acumulación de tensión en las escenas centrales, que es altísima, y la satisfacción que debería llegar al final de tales escenas, cuya elevada competencia técnica para imprimir velocidad pero baja calidad imaginativa para dar sentido a tal velocidad, termina volviéndolas anticlimáticas. Igual que las redes sociales, el cine de acción actual sabe bien como enervarnos, pero no es tan eficiente para ofrecernos gratificación.

La película participa de este estado de cosas, pero también cultiva un vínculo con rasgos del cine de los años 80 que la preserva un poco. La saga original tuvo a cuatro realizadores fuertes (Scott, Cameron, David Fincher y Jean-Pierre Jeunet) que dejaron su impronta en cada uno de los films que dirigieron. Como se dijo, Álvarez elige honrar esta herencia, en especial la de los primeros dos films, antes que subvertirla. En consecuencia, esta es la entrada menos personal de la saga pero también la más consistente con el resto de las partes. Es el eslabón que une todas direcciones en las que se disparó el mito imaginado por Dan O’Bannon hace casi medio siglo.

Un buen cast juvenil de actores poco conocidos, liderados por Cailee Spaeny (Priscilla, Devs), encarnan a un grupo de obreros víctimas de explotación en otro sistema solar, reinstalando el conflicto de clases incorporado a las space opera por el film inicial. Estos dan carnadura humana al horror, además de oficiar de carnadas para los aliens. Spaeny es una inspirada adición al linaje característico de protagonistas femeninas de la saga, a la vez frágiles e indestructibles, que se enfrentan la criatura que suele representar, a su modo bestial, lo peor de la masculinidad.

 La lograda séptima entrega de la ópera espacial iniciada en 1979 con el clásico de Ridley Scott juega con los elementos y las tramas de sus predecesoras, compactando todos sus elementos más atrapantes en un único film fiel a su legado  LA NACION

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