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El “barrabravismo intelectual” y la agonía de la conversación

El presidente de uno de los clubes más importantes de la Argentina se para intempestivamente, deja los auriculares y abandona una entrevista televisiva después de escuchar una frase que no le gusta. No argumenta ni responde; se va. No soporta la discrepancia: es “lo que yo digo” o nada.

Un humorista que supo tener su momento de gracia, y que luego se convirtió en una suerte de activista provocador con una retórica aparatosa y desarticulada, monopoliza la mesa de Mirtha Legrand con una virulencia que incomoda y pone a todos a la defensiva. No escucha ni admite matices; atropella y arrincona al otro; se regocija en un despliegue de histrionismo patoteril, más parecido a una riña de gallos que a un diálogo civilizado. Su desubicación, sin embargo, es festejada en las redes sociales, donde abunda la confusión entre coraje y temeridad.

Alguien que consiente que lo presenten como filósofo, y que ahora presume de ser un interlocutor frecuente del Presidente, interviene en podcasts y entrevistas con la actitud de quien solo se escucha a sí mismo y dispara, con lanzallamas, generalizaciones ofensivas: “Me encanta la agresividad (del Gobierno) con los periodistas; la merecen. Son unos operadores de cuarta. La mayor parte de los periodistas son una desgracia, deshonestos y faltos de inteligencia”. Lo dice en un tono que se emparienta más con las barras bravas que con la filosofía, pero que tal vez exprese una práctica que está de moda: el “barrabravismo intelectual”.

Son escenas de los últimos días. Algunas se convirtieron en trending topic; otras quedaron confinadas al nicho de audiencias más acotadas. Pueden observarse como episodios aislados, desconectados unos de otros. Pero tal vez sean pequeñas muestras de un fenómeno más amplio: la agonía de la conversación pública.

El poder no se siente cómodo con el diálogo; tampoco, con las preguntas. Es una herencia de los cuatro ciclos kirchneristas, pero que el actual gobierno parece asumir como propia, plegándose a ese estilo con agresividad militante. Es una modalidad que, por supuesto, se contagia al resto de la sociedad.

La escena pública parece dominada por monólogos. Escuchar al otro se identifica con un rasgo de debilidad. Matizar las propias opiniones equivale a una inaceptable “tibieza”. Ni el humor parece habilitado: cuando un senador kirchnerista se permite cierta amabilidad con la vicepresidenta, la jefa de su facción sale a cruzarlo y le pide una “pericia psiquiátrica”. El mensaje es claro: al “enemigo”, ni sonrisas. No cabe la posibilidad del diálogo; solo la descalificación y el agravio. Si hay acercamientos o negociaciones, que sean subterráneas y con la luz apagada, como parece sugerir el avance del pliego del juez Lijo para integrar la Corte a pesar de graves impugnaciones éticas.

El vocero presidencial ha convertido una muletilla en un símbolo de esta época. Hace afirmaciones categóricas en Twitter y añade, invariablemente, la palabra “fin”. Puede ser un guiño al código de las redes, pero expresa esta idea que inhabilita el diálogo. Después de “mi opinión” se termina todo: fin. Quizá resida en esa concepción el malestar de fondo con el periodismo: la pregunta incomoda; la perspectiva del otro es vista como una molestia o un obstáculo.

El poder busca, entonces, espacios de comunicación confortables, en los que no exista esa “incomodidad” de la interrogación, la observación crítica o la discrepancia. Con ese propósito, el kirchnerismo institucionalizó la cadena nacional. El mileísmo recurre a otros formatos, pero con un objetivo y un espíritu equivalentes.

En esa atmósfera de monólogos y griterío, se alimentan además los batallones digitales que vapulean y agreden al que marca diferencias. Se estimula así un clima de beligerancia dialéctica que desalienta cualquier intento de debate constructivo y fomenta el repliegue del pluralismo.

El “barrabravismo intelectual” fogonea, además, la generalización: “los otros” son todos malos; peor, son “ratas”, “chorros” o “degenerados”. Es un planteo simplón, pero a la vez totalitario que, paradójicamente, beneficia a los corruptos: si son todos iguales, es más fácil pasar desapercibidos.

No se trata, por supuesto, de un fenómeno exclusivo de la Argentina. Los liderazgos populistas de izquierda o de derecha han naturalizado el insulto y la descalificación como parte del lenguaje político. Pero la profunda crisis de nuestro país tal vez incentive mayores dosis de enojo y de resentimiento que dificultan el diálogo y la conversación. La rabia social es un gran combustible para la polarización. Y la violencia verbal se conecta con esos sentimientos de angustia, frustración y bronca que se han enquistado en amplios sectores de la sociedad. Desde el poder no se busca interpretar y apaciguar esos estados de ánimo colectivos, sino de exacerbarlos y aprovecharlos en beneficio propio.

El fenómeno, sin embargo, tiene otras complejidades. La transformación tecnológica, que ha facilitado una formidable arquitectura de comunicación global, ha generado también una suerte de encapsulamiento digital que deriva en un diálogo más fragmentado. Vemos que en la esfera privada también languidece el hábito de la conversación. Influyen la demanda y la distracción de las pantallas, la falta de tiempo, la practicidad del WhatsApp. Todo ha hecho, por ejemplo, que desaparezca la charla telefónica. Muchas veces se “habla” por memes o emoticones. Se reemplaza el diálogo por un cruce de mensajes de audio en los que se diluye la riqueza del intercambio. Hemos perdido la paciencia para escuchar: WhatsApp ya nos ofrece la posibilidad de oír los audios a un ritmo más acelerado, una herramienta que hasta desvirtúa el tono y la cadencia de lo que el otro nos dice. Aun en la esfera cotidiana, la conversación es percibida muchas veces como una pérdida de tiempo.

Las redes y los algoritmos tienden a encapsularnos en nichos de cierta uniformidad y tendemos a perder, así, el hábito de ejercitar la templanza para escuchar lo que no nos gusta, aunque sea una falacia.

Es cierto que se han consolidado otros espacios en los que vibra el debate público. Además de lo que pasa en las redes, la opinión y el humor social se expresan con mucha intensidad y vitalidad, por ejemplo, en los comentarios de millones de lectores en las webs de los diarios, que constituyen, al fin y al cabo, una larga conversación. Son ecosistemas, sin embargo, en los que todo tiene el corset inevitable de la brevedad y, en muchos casos, el amparo del anonimato. Eso lleva, con frecuencia, a que el tono dominante esté teñido de agresividad.

El empobrecimiento cultural y educativo es otro engranaje de estos mecanismos en los que agoniza la conversación. Basta navegar por Twitter para comprobar que la mirada constructiva y sagaz pierde terreno frente al lenguaje ramplón, la palabra burda y el insulto fácil. La conversación es algo más que un hábito y una herramienta: es un sistema de valores. Supone el reconocimiento del otro, la tolerancia frente al disenso, la capacidad de discrepar con respeto y de superar la impulsividad para hacer lugar al razonamiento.

Para comprender el tono de esta época tal vez haya que computar, además, las secuelas de un discurso político que se vació de contenido y se montó sobre la impostura y el cinismo. Hubo tal abuso de la “corrección política” que hoy genera desconfianza cualquier mensaje que suene “correcto” y se asimile a la política. Cuanto más alejado de esa idea de “corrección”, mejor. Por eso los discursos desaforados hoy cotizan en alza. El griterío luce auténtico y creíble. “Mirá lo que había detrás de un presidente que nos hablaba como un profesor de Derecho”, se argumenta con razón. Es cierto, pero también se corre el riesgo de facturarle a la moderación los costos de la “falsa moderación”, o de asimilar a la política con la “política perversa”. Como si combatiéramos la medicina para erradicar la mala praxis o para “vengarnos” de los falsos cirujanos.

Rescatar el valor de la conversación es rescatar la esencia del pluralismo. Es un valor que está por encima de ideologías y de partidos. En la esfera pública, y también en la privada, es la herramienta esencial de la convivencia. Tal vez se trate, simplemente, de volver a ejercitarla.

El presidente de uno de los clubes más importantes de la Argentina se para intempestivamente, deja los auriculares y abandona una entrevista televisiva después de escuchar una frase que no le gusta. No argumenta ni responde; se va. No soporta la discrepancia: es “lo que yo digo” o nada.

Un humorista que supo tener su momento de gracia, y que luego se convirtió en una suerte de activista provocador con una retórica aparatosa y desarticulada, monopoliza la mesa de Mirtha Legrand con una virulencia que incomoda y pone a todos a la defensiva. No escucha ni admite matices; atropella y arrincona al otro; se regocija en un despliegue de histrionismo patoteril, más parecido a una riña de gallos que a un diálogo civilizado. Su desubicación, sin embargo, es festejada en las redes sociales, donde abunda la confusión entre coraje y temeridad.

Alguien que consiente que lo presenten como filósofo, y que ahora presume de ser un interlocutor frecuente del Presidente, interviene en podcasts y entrevistas con la actitud de quien solo se escucha a sí mismo y dispara, con lanzallamas, generalizaciones ofensivas: “Me encanta la agresividad (del Gobierno) con los periodistas; la merecen. Son unos operadores de cuarta. La mayor parte de los periodistas son una desgracia, deshonestos y faltos de inteligencia”. Lo dice en un tono que se emparienta más con las barras bravas que con la filosofía, pero que tal vez exprese una práctica que está de moda: el “barrabravismo intelectual”.

Son escenas de los últimos días. Algunas se convirtieron en trending topic; otras quedaron confinadas al nicho de audiencias más acotadas. Pueden observarse como episodios aislados, desconectados unos de otros. Pero tal vez sean pequeñas muestras de un fenómeno más amplio: la agonía de la conversación pública.

El poder no se siente cómodo con el diálogo; tampoco, con las preguntas. Es una herencia de los cuatro ciclos kirchneristas, pero que el actual gobierno parece asumir como propia, plegándose a ese estilo con agresividad militante. Es una modalidad que, por supuesto, se contagia al resto de la sociedad.

La escena pública parece dominada por monólogos. Escuchar al otro se identifica con un rasgo de debilidad. Matizar las propias opiniones equivale a una inaceptable “tibieza”. Ni el humor parece habilitado: cuando un senador kirchnerista se permite cierta amabilidad con la vicepresidenta, la jefa de su facción sale a cruzarlo y le pide una “pericia psiquiátrica”. El mensaje es claro: al “enemigo”, ni sonrisas. No cabe la posibilidad del diálogo; solo la descalificación y el agravio. Si hay acercamientos o negociaciones, que sean subterráneas y con la luz apagada, como parece sugerir el avance del pliego del juez Lijo para integrar la Corte a pesar de graves impugnaciones éticas.

El vocero presidencial ha convertido una muletilla en un símbolo de esta época. Hace afirmaciones categóricas en Twitter y añade, invariablemente, la palabra “fin”. Puede ser un guiño al código de las redes, pero expresa esta idea que inhabilita el diálogo. Después de “mi opinión” se termina todo: fin. Quizá resida en esa concepción el malestar de fondo con el periodismo: la pregunta incomoda; la perspectiva del otro es vista como una molestia o un obstáculo.

El poder busca, entonces, espacios de comunicación confortables, en los que no exista esa “incomodidad” de la interrogación, la observación crítica o la discrepancia. Con ese propósito, el kirchnerismo institucionalizó la cadena nacional. El mileísmo recurre a otros formatos, pero con un objetivo y un espíritu equivalentes.

En esa atmósfera de monólogos y griterío, se alimentan además los batallones digitales que vapulean y agreden al que marca diferencias. Se estimula así un clima de beligerancia dialéctica que desalienta cualquier intento de debate constructivo y fomenta el repliegue del pluralismo.

El “barrabravismo intelectual” fogonea, además, la generalización: “los otros” son todos malos; peor, son “ratas”, “chorros” o “degenerados”. Es un planteo simplón, pero a la vez totalitario que, paradójicamente, beneficia a los corruptos: si son todos iguales, es más fácil pasar desapercibidos.

No se trata, por supuesto, de un fenómeno exclusivo de la Argentina. Los liderazgos populistas de izquierda o de derecha han naturalizado el insulto y la descalificación como parte del lenguaje político. Pero la profunda crisis de nuestro país tal vez incentive mayores dosis de enojo y de resentimiento que dificultan el diálogo y la conversación. La rabia social es un gran combustible para la polarización. Y la violencia verbal se conecta con esos sentimientos de angustia, frustración y bronca que se han enquistado en amplios sectores de la sociedad. Desde el poder no se busca interpretar y apaciguar esos estados de ánimo colectivos, sino de exacerbarlos y aprovecharlos en beneficio propio.

El fenómeno, sin embargo, tiene otras complejidades. La transformación tecnológica, que ha facilitado una formidable arquitectura de comunicación global, ha generado también una suerte de encapsulamiento digital que deriva en un diálogo más fragmentado. Vemos que en la esfera privada también languidece el hábito de la conversación. Influyen la demanda y la distracción de las pantallas, la falta de tiempo, la practicidad del WhatsApp. Todo ha hecho, por ejemplo, que desaparezca la charla telefónica. Muchas veces se “habla” por memes o emoticones. Se reemplaza el diálogo por un cruce de mensajes de audio en los que se diluye la riqueza del intercambio. Hemos perdido la paciencia para escuchar: WhatsApp ya nos ofrece la posibilidad de oír los audios a un ritmo más acelerado, una herramienta que hasta desvirtúa el tono y la cadencia de lo que el otro nos dice. Aun en la esfera cotidiana, la conversación es percibida muchas veces como una pérdida de tiempo.

Las redes y los algoritmos tienden a encapsularnos en nichos de cierta uniformidad y tendemos a perder, así, el hábito de ejercitar la templanza para escuchar lo que no nos gusta, aunque sea una falacia.

Es cierto que se han consolidado otros espacios en los que vibra el debate público. Además de lo que pasa en las redes, la opinión y el humor social se expresan con mucha intensidad y vitalidad, por ejemplo, en los comentarios de millones de lectores en las webs de los diarios, que constituyen, al fin y al cabo, una larga conversación. Son ecosistemas, sin embargo, en los que todo tiene el corset inevitable de la brevedad y, en muchos casos, el amparo del anonimato. Eso lleva, con frecuencia, a que el tono dominante esté teñido de agresividad.

El empobrecimiento cultural y educativo es otro engranaje de estos mecanismos en los que agoniza la conversación. Basta navegar por Twitter para comprobar que la mirada constructiva y sagaz pierde terreno frente al lenguaje ramplón, la palabra burda y el insulto fácil. La conversación es algo más que un hábito y una herramienta: es un sistema de valores. Supone el reconocimiento del otro, la tolerancia frente al disenso, la capacidad de discrepar con respeto y de superar la impulsividad para hacer lugar al razonamiento.

Para comprender el tono de esta época tal vez haya que computar, además, las secuelas de un discurso político que se vació de contenido y se montó sobre la impostura y el cinismo. Hubo tal abuso de la “corrección política” que hoy genera desconfianza cualquier mensaje que suene “correcto” y se asimile a la política. Cuanto más alejado de esa idea de “corrección”, mejor. Por eso los discursos desaforados hoy cotizan en alza. El griterío luce auténtico y creíble. “Mirá lo que había detrás de un presidente que nos hablaba como un profesor de Derecho”, se argumenta con razón. Es cierto, pero también se corre el riesgo de facturarle a la moderación los costos de la “falsa moderación”, o de asimilar a la política con la “política perversa”. Como si combatiéramos la medicina para erradicar la mala praxis o para “vengarnos” de los falsos cirujanos.

Rescatar el valor de la conversación es rescatar la esencia del pluralismo. Es un valor que está por encima de ideologías y de partidos. En la esfera pública, y también en la privada, es la herramienta esencial de la convivencia. Tal vez se trate, simplemente, de volver a ejercitarla.

 El debate público está cada vez más dominado por los monólogos y la beligerancia; el diálogo es un hábito en retirada  LA NACION

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