El poder narcótico del odio que lleva a un callejón sin salida
El odio es un sentimiento denso y pegajoso. Se concentra y da vueltas de manera rumiante dentro del alma de sus portadores, generando un grado de toxicidad que contamina, como un derrame de petróleo, aquello que lo rodea.
El odio viene acompañándonos desde siempre, siendo parte de los avatares de las personas y de los pueblos desde que tenemos registro. Hoy, sin embargo, hay “odiadores” de distinto tipo que se hacen muy visibles en nuestra vida cotidiana. Están, por ejemplo, aquellos que odian escondidos tras el anonimato de las redes sociales (los haters) y lo hacen en automático: destilan, en modo enjambre, esa agresividad concentrada que solo el odio puede generar.
Por el otro lado, vemos a quienes, lejos de esconderse, odian de manera ostentosa, jactándose de “animarse a odiar” y marcando una naturalización del odio que va degradando la vida de relación, haciendo creer a las nuevas generaciones que el modo correcto de solucionar los problemas se limita a encontrar a quien odiar y actuar en consecuencia.
El odio es más que una mera emoción y sus objetivos y “motivos” son tan solo un justificativo circunstancial para su despliegue. Es que ser hater es, ante todo, un estilo de vida, una filosofía y, ¿por qué no?, un estado del espíritu.
Se trata de un sentimiento que nace más de la similitud que de la diferencia. Si observamos con cierta perspicacia, veremos que el que odia lo hace a quienes se le parecen de alguna manera, sea directa o indirectamente. Estas similitudes se dan, obviamente, bajo el camuflaje de una escenografía solo diferente en apariencia. Por ejemplo: es habitual que aquellos que tienen enorme apetito por el poder odien a quienes también tienen gran apetito por el poder, pero no juegan en su mismo equipo.
El que tengan diferentes “camisetas” es tan solo algo formal, y lo que los iguala es ese apetito por tallar la realidad a su imagen y semejanza desde ese poder al que aspiran.
En el mundo de la psicología se suele dar por hecho que el tomarse el trabajo de odiar a alguien también es fruto de que, ese alguien, representa aquello temido o aquello que no se acepta de sí mismo. Si usted ve a alguien odiando por ahí, sepa que ese odiador, antes que nada, odia partes de sí mismo y las está proyectando en otros. Así de fácil.
Antes de continuar es necesario hacer una aclaración: el odio no es enojo o furia. Podemos enojarnos muchísimo y hasta llegar a enfurecernos con alguien (incluso con razón) sin por ello caer en el odio. Si bien tienen elementos parecidos (de hecho, la rabia es condición necesaria pero no suficiente para definir al odio) el odio es algo más elaborado, marcado por una matriz de pensamiento que lo alimenta y retroalimenta, formando una telaraña que se vuelve mortífera.
Ostentación de impotencia
El enojo, la rabia o inclusive la furia, vienen y se van. El odio, en cambio, es un loop interminable que machaca sobre lo mismo autoafirmando su existencia a base de obsesión. Es por eso que el resentimiento está en el ADN del odio. Ese “re-sentir” (sentir una y otra vez), genera aquel “petroleo” al que aludíamos antes, una materia densa y pegajosa que contamina sin lograr diluirse. El que odia no puede “descargarse” y se frustra, por lo que reinvierte esa impotencia en el odio mismo y así hasta el infinito.
Dado que el miedo es otra de las emociones que habitan el ADN del odio, se entiende que muchos que se sienten frágiles encuentren en él un anestésico para su temor. De allí que los odiadores, sobre todo cuando forman grupos, parezcan tan valientes, aunque no lo sean. En un mundo lleno de incertezas, tibiezas y confusiones, el odio y su propuesta simplista y sin matices parece un remanso en el que ya se tienen las explicaciones de todo. Es que el odio se disfraza de claridad y tiene un poder narcótico que hace que se lo viva como virtud y no como callejón sin salida.
Una reflexión posible acerca de la existencia del odio es que nace de la impotencia. Las personas y las sociedades se han dedicado a odiar cuando no saben más qué hacer para salir de algún tipo de encierro o situación crónica. Es ahí que la multiplicidad de emociones, como la tristeza, el enojo, el miedo y la humillación, se aglutinan en derredor de una idea acerca de por qué pasa lo que pasa (“estás mal porque tal persona o tal grupo étnico o tal línea política te hace daño”) y es allí que se abren las puertas del infierno ya que, odio mediante, se habilita la violencia y viene la escalada.
Como dijimos antes, quizás un rasgo de época no sea el odio en sí, sino su ostentación y naturalización. El odio no es malo por un tema moral solamente, sino que lo es porque es ineficaz y poco inteligente. No está de más recordarlo, para que sus encendidas acciones no sean vistas como virtudes, sino como lo que son: una triste y peligrosa ostentación de impotencia.
El odio es un sentimiento denso y pegajoso. Se concentra y da vueltas de manera rumiante dentro del alma de sus portadores, generando un grado de toxicidad que contamina, como un derrame de petróleo, aquello que lo rodea.
El odio viene acompañándonos desde siempre, siendo parte de los avatares de las personas y de los pueblos desde que tenemos registro. Hoy, sin embargo, hay “odiadores” de distinto tipo que se hacen muy visibles en nuestra vida cotidiana. Están, por ejemplo, aquellos que odian escondidos tras el anonimato de las redes sociales (los haters) y lo hacen en automático: destilan, en modo enjambre, esa agresividad concentrada que solo el odio puede generar.
Por el otro lado, vemos a quienes, lejos de esconderse, odian de manera ostentosa, jactándose de “animarse a odiar” y marcando una naturalización del odio que va degradando la vida de relación, haciendo creer a las nuevas generaciones que el modo correcto de solucionar los problemas se limita a encontrar a quien odiar y actuar en consecuencia.
El odio es más que una mera emoción y sus objetivos y “motivos” son tan solo un justificativo circunstancial para su despliegue. Es que ser hater es, ante todo, un estilo de vida, una filosofía y, ¿por qué no?, un estado del espíritu.
Se trata de un sentimiento que nace más de la similitud que de la diferencia. Si observamos con cierta perspicacia, veremos que el que odia lo hace a quienes se le parecen de alguna manera, sea directa o indirectamente. Estas similitudes se dan, obviamente, bajo el camuflaje de una escenografía solo diferente en apariencia. Por ejemplo: es habitual que aquellos que tienen enorme apetito por el poder odien a quienes también tienen gran apetito por el poder, pero no juegan en su mismo equipo.
El que tengan diferentes “camisetas” es tan solo algo formal, y lo que los iguala es ese apetito por tallar la realidad a su imagen y semejanza desde ese poder al que aspiran.
En el mundo de la psicología se suele dar por hecho que el tomarse el trabajo de odiar a alguien también es fruto de que, ese alguien, representa aquello temido o aquello que no se acepta de sí mismo. Si usted ve a alguien odiando por ahí, sepa que ese odiador, antes que nada, odia partes de sí mismo y las está proyectando en otros. Así de fácil.
Antes de continuar es necesario hacer una aclaración: el odio no es enojo o furia. Podemos enojarnos muchísimo y hasta llegar a enfurecernos con alguien (incluso con razón) sin por ello caer en el odio. Si bien tienen elementos parecidos (de hecho, la rabia es condición necesaria pero no suficiente para definir al odio) el odio es algo más elaborado, marcado por una matriz de pensamiento que lo alimenta y retroalimenta, formando una telaraña que se vuelve mortífera.
Ostentación de impotencia
El enojo, la rabia o inclusive la furia, vienen y se van. El odio, en cambio, es un loop interminable que machaca sobre lo mismo autoafirmando su existencia a base de obsesión. Es por eso que el resentimiento está en el ADN del odio. Ese “re-sentir” (sentir una y otra vez), genera aquel “petroleo” al que aludíamos antes, una materia densa y pegajosa que contamina sin lograr diluirse. El que odia no puede “descargarse” y se frustra, por lo que reinvierte esa impotencia en el odio mismo y así hasta el infinito.
Dado que el miedo es otra de las emociones que habitan el ADN del odio, se entiende que muchos que se sienten frágiles encuentren en él un anestésico para su temor. De allí que los odiadores, sobre todo cuando forman grupos, parezcan tan valientes, aunque no lo sean. En un mundo lleno de incertezas, tibiezas y confusiones, el odio y su propuesta simplista y sin matices parece un remanso en el que ya se tienen las explicaciones de todo. Es que el odio se disfraza de claridad y tiene un poder narcótico que hace que se lo viva como virtud y no como callejón sin salida.
Una reflexión posible acerca de la existencia del odio es que nace de la impotencia. Las personas y las sociedades se han dedicado a odiar cuando no saben más qué hacer para salir de algún tipo de encierro o situación crónica. Es ahí que la multiplicidad de emociones, como la tristeza, el enojo, el miedo y la humillación, se aglutinan en derredor de una idea acerca de por qué pasa lo que pasa (“estás mal porque tal persona o tal grupo étnico o tal línea política te hace daño”) y es allí que se abren las puertas del infierno ya que, odio mediante, se habilita la violencia y viene la escalada.
Como dijimos antes, quizás un rasgo de época no sea el odio en sí, sino su ostentación y naturalización. El odio no es malo por un tema moral solamente, sino que lo es porque es ineficaz y poco inteligente. No está de más recordarlo, para que sus encendidas acciones no sean vistas como virtudes, sino como lo que son: una triste y peligrosa ostentación de impotencia.
Este sentimiento profundo y persistente es un bucle interminable que insiste sobre lo mismo autoafirmando su existencia a base de obsesión LA NACION