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La burocracia, un monstruo sin rostro

Los servicios de atención al cliente o al usuario son, de hecho, servicios de desatención. Cuando se necesita ayuda u orientación, es imposible dar con una voz humana que responda humanamente. La reemplazan voces grabadas con monótonas repeticiones de instrucciones que conducen a ninguna parte, del tipo “si quiere tal cosa marque uno, si quiere tal otra marque dos”, y así hasta el agotamiento. Si por ventura responde un ser humano solo emitirá, como un robot, un discurso aprendido de memoria y destinado a desalentar a quien llamó, no a solucionar el problema o la petición. Para llegar a ella, si el milagro se produce, habrá que escuchar durante interminables minutos una música elemental, repetitiva, de compases enervantes. O soportar el temido “todos nuestros operadores están ocupados, aguarde un momento, por favor”. Ese momento será eterno, y mientras dure uno se preguntará si los operadores existen, o cuántos serán (acaso sea uno solo y esté a punto de un brote psicótico, sobrepasado por una tarea posiblemente tan mal pagada como insalubre).

Tanto en organizaciones privadas como estatales la burocracia alcanza dimensiones devastadoras. Como modelo de gestión no es nueva, existe desde que los humanos comenzamos a constituirnos en grupos más grandes que las familias y tribus iniciales y a crear modos complejos de clasificar y ordenar nuestras necesidades y proyectos. Pero gracias a la tecnología llegó al actual grado brutal de falta de respeto y consideración hacia aquellos a quienes debería servir porque, en definitiva, son quienes la solventan a través de impuestos, del pago de cuotas, tarifas, honorarios y precios. Se empezó a hablar de burocracia en el siglo XVIII, en las monarquías europeas, y en referencia al poder que se ejercía desde los escritorios (en francés bureau, de allí viene burocracia o “gobierno de los escritorios”). Ese poder se sentía absoluto, lo que desde allí se determinaba era inapelable y, además, carecía de rostro.

Se sabía de dónde provenían los dictámenes, pero no se conocía la cara del emisor, un funcionario del reino. En este aspecto las cosas no han cambiado. En muchos otros se han perfeccionado para peor, como cualquier ciudadano, cliente, consumidor o usuario bien lo sabe y lo comprueba en su vida diaria.

El historiador, jurista y filósofo político alemán Max Weber (1864-1920), uno de los padres fundadores de la sociología, fue uno de los principales estudiosos de la burocracia, a la que definía como modo de organización racional para administrar los medios y los recursos de empresas, instituciones y Estados. Ella es útil, pensaba Weber, cuando satisface o soluciona un problema social y, además, satisface también intereses de la organización o ente. En los hechos cada vez menos cumple con lo primero y cada vez más pone al desnudo el desorden y la ineficiencia de organizaciones, empresas y organismos tanto privados como estatales. Y es, además, una inocultable prueba de falta de respeto y de irresponsabilidad, desde el momento en que la responsabilidad es un valor real cuando las personas se hacen cargo de las consecuencias de sus acciones (es decir, responden, de allí nace la palabra). Y, además, lo hacen con actos y conductas, no con meras declaraciones. En el reino de la burocracia nada de eso ocurre.

Como en el juego del Gran Bonete, nadie sabe, todos pasan la posta a otros, no hay responsables. Solo víctimas. Decía Hannah Arendt, la gran filósofa alemana, una de las más influyentes del siglo XX en adelante, que donde entra la burocracia las personas se convierten en rueditas de un gran engranaje insensible y muere la humanidad. Naturalizado, aceptado como cuestión inevitable, desterrar al monstruo burocrático es uno de los grandes desafíos del mundo moderno. Eso, o sucumbir a un Goliat sin rostro.

Los servicios de atención al cliente o al usuario son, de hecho, servicios de desatención. Cuando se necesita ayuda u orientación, es imposible dar con una voz humana que responda humanamente. La reemplazan voces grabadas con monótonas repeticiones de instrucciones que conducen a ninguna parte, del tipo “si quiere tal cosa marque uno, si quiere tal otra marque dos”, y así hasta el agotamiento. Si por ventura responde un ser humano solo emitirá, como un robot, un discurso aprendido de memoria y destinado a desalentar a quien llamó, no a solucionar el problema o la petición. Para llegar a ella, si el milagro se produce, habrá que escuchar durante interminables minutos una música elemental, repetitiva, de compases enervantes. O soportar el temido “todos nuestros operadores están ocupados, aguarde un momento, por favor”. Ese momento será eterno, y mientras dure uno se preguntará si los operadores existen, o cuántos serán (acaso sea uno solo y esté a punto de un brote psicótico, sobrepasado por una tarea posiblemente tan mal pagada como insalubre).

Tanto en organizaciones privadas como estatales la burocracia alcanza dimensiones devastadoras. Como modelo de gestión no es nueva, existe desde que los humanos comenzamos a constituirnos en grupos más grandes que las familias y tribus iniciales y a crear modos complejos de clasificar y ordenar nuestras necesidades y proyectos. Pero gracias a la tecnología llegó al actual grado brutal de falta de respeto y consideración hacia aquellos a quienes debería servir porque, en definitiva, son quienes la solventan a través de impuestos, del pago de cuotas, tarifas, honorarios y precios. Se empezó a hablar de burocracia en el siglo XVIII, en las monarquías europeas, y en referencia al poder que se ejercía desde los escritorios (en francés bureau, de allí viene burocracia o “gobierno de los escritorios”). Ese poder se sentía absoluto, lo que desde allí se determinaba era inapelable y, además, carecía de rostro.

Se sabía de dónde provenían los dictámenes, pero no se conocía la cara del emisor, un funcionario del reino. En este aspecto las cosas no han cambiado. En muchos otros se han perfeccionado para peor, como cualquier ciudadano, cliente, consumidor o usuario bien lo sabe y lo comprueba en su vida diaria.

El historiador, jurista y filósofo político alemán Max Weber (1864-1920), uno de los padres fundadores de la sociología, fue uno de los principales estudiosos de la burocracia, a la que definía como modo de organización racional para administrar los medios y los recursos de empresas, instituciones y Estados. Ella es útil, pensaba Weber, cuando satisface o soluciona un problema social y, además, satisface también intereses de la organización o ente. En los hechos cada vez menos cumple con lo primero y cada vez más pone al desnudo el desorden y la ineficiencia de organizaciones, empresas y organismos tanto privados como estatales. Y es, además, una inocultable prueba de falta de respeto y de irresponsabilidad, desde el momento en que la responsabilidad es un valor real cuando las personas se hacen cargo de las consecuencias de sus acciones (es decir, responden, de allí nace la palabra). Y, además, lo hacen con actos y conductas, no con meras declaraciones. En el reino de la burocracia nada de eso ocurre.

Como en el juego del Gran Bonete, nadie sabe, todos pasan la posta a otros, no hay responsables. Solo víctimas. Decía Hannah Arendt, la gran filósofa alemana, una de las más influyentes del siglo XX en adelante, que donde entra la burocracia las personas se convierten en rueditas de un gran engranaje insensible y muere la humanidad. Naturalizado, aceptado como cuestión inevitable, desterrar al monstruo burocrático es uno de los grandes desafíos del mundo moderno. Eso, o sucumbir a un Goliat sin rostro.

 Naturalizada, aceptada como cuestión inevitable, desterrarla es uno de los grandes desafíos del mundo moderno  LA NACION

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