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Nicaragua se consolida como una dictadura totalitaria: ¿es ese el destino de Venezuela?

Cuando el nombre de su mayor cárcel cruza fronteras, se populariza y estremece como sinónimo de terror, hay algo que está muy mal en un país.

La ESMA, el Helicoide, el Chipote no son solo centros de detención, son los símbolos de la deriva dictatorial de la Argentina de los 70 y de la Venezuela y la Nicaragua de la última década.

Desde hace por lo menos seis años, el Chipote recibe a los rivales de Daniel Ortega y de Rosario Murillo, la pareja presidencial que gobierna Nicaragua como si fuera un bien de familia. No importa la edad, no importa la profesión, no importa el rango, no importa la ideología, los presos del Chipote comparten el sufrimiento de la tortura física y psicológica y el “crimen”: desafiar a un autócrata que comenzó como un rebelde de izquierda en los 70 y hoy es un gobernante decididamente totalitario, al que Nicolás Maduro y Venezuela parecen seguirle los pasos.

“Estuve 20 meses en aislamiento; los primeros catorce sin ver a mi hija [de entonces cinco años]. Mi celda era diminuta y no tenía barrotes, solo una puerta de metal, por lo que no podía ver a los otros preses. Apenas podía ver la luz del día a través de un boquete. Sentía que me asfixiaba, que me moría”, cuenta a LA NACION Tamara Dávila, dirigente de la oposición nicaragüense, desde el exilio, en Estados Unidos.

Llegó a ese país en febrero de 2023 directo desde la prisión en un avión con otras 221 personas expulsadas y desnacionalizadas por Ortega, la mayoría de ellos políticos opositores. “Antes estábamos nosotros –los opositores– en el Chipote, pero ahora están los presos de ellos”, añade Dávila.

“Los presos de ellos” son los jueces, ministros, generales, custodios presidenciales que hasta hace meses, semanas o días eran parte del círculo de poder de los Ortega y luego fueron blanco de purgas cada vez más frecuentes, lanzadas por una pareja presidencial que ya no tolera ni siquiera un pestañeo de disenso.

El Chipote no es solo el símbolo de esa represión, es también el espejo de un gobernante que en los 70 ayudó a terminar con la dictadura de los Somoza; respetó a la fuerza la alternancia electoral en los 90, volvió con ambiciones democráticas en 2007 y liberó, entonces, su impulso autocrático para convertirse hoy en el líder de un sistema cerrado. Los propios y los ajenos, todos son víctimas de su totalitarismo.

Más al sur en Caracas, el Helicoide es hoy lo que era el Chipote hace un puñado de años, la cárcel de los estudiantes, dirigentes políticos, amas de casas, militares de rango medio que osaron protestar contra el robo de las elecciones de hace poco más de un mes y de los anteriores desvaríos autoritarios del chavismo. ¿Se convertirá el Helicoide eventualmente en lo que es hoy el Chipote, el destino incluso de los leales al régimen? ¿Se transformará esta Venezuela de Maduro que aún vibra con la oposición en la Nicaragua cerrada y totalitaria de Ortega?

1. Todo está en la sucesión. Como ocurrió con la Venezuela del 28 de julio pasado, el quiebre que desnudó en toda su dimensión la esencia autocrática de Ortega fueron unas elecciones presidenciales, las de 2021. Un país cansado por la deriva autoritaria, por las heridas del estallido social de 2018 y por una economía hundida aspiraba a un cambio.

“Él [Ortega] pensó que le íbamos a ganar y por eso pateó el tablero. Éramos siete grupos diferentes detrás de una candidatura, la de Cristiana Chamorro. Las encuestas nos mostraban cerca de ellos [los sandinistas], pero yo no estoy tan seguro de que sí le íbamos a ganar”, recuerda, en diálogo con LA NACION, el consultor político argentino Felipe Noguera, que trabajaba entonces con la oposición nicaragüense.

A diferencia de Maduro, Ortega evitó llegar a la instancia de un triunfo opositor y encarceló a todos los posibles candidatos presidenciales opositores antes de la votación. Como era de esperar, logró la reelección en esos comicios. Y a partir de allí, la paranoia se terminó de apoderar de los Ortega.

“La ‘Chayo’ ve enemigos donde no los hay. Por eso las purgas son constantes hoy. Además Daniel cree que para que haya una sucesión de familia, tiene que inclinarse por un sistema cada vez más cerrado y, por eso, su obsesión de controlar todo”, dice, en diálogo con LA NACION y desde el exilio, un dirigente opositor que prefiere permanecer anónimo porque parte de su familia aún está en Nicaragua.

Una sucesión familiar les evitaría a los Ortega tener que ceder un poder con el que vivieron casi toda su vida y, fundamentalmente, enfrentar a la Justicia. Y esa sucesión no es un tema a largo plazo; el presidente tiene 78 años y está rodeado de rumores de enfermedades desde hace años. ¿La incógnita es quién sería él o la sucesora? Dos son los candidatos, Rosario y Laureano, uno de los ocho hijos de los Ortega Murillo.

“A diferencia de Venezuela y Cuba, que son dictaduras partidarias, ésta es una dictadura dinástica. Y la “Chayo” va ganando”, advierte Tamara Dávila.

Asegurarse la sucesión en una dinastía parece más fácil que hacerlo en una dictadura partidaria; las lealtades son más fáciles de vigilar y controlar y hay menos frentes posibles de rebelión.

Pero para llegar a ese punto, antes hay que desarmar todo posible desafío externo, civil, militar, económico, religioso. Y eso es lo que hacen los Ortega. ¿Pero pueden controlarlo absolutamente todo?

“Han demostrado una capacidad de ejercer el poder extraordinaria, sobre todo Rosario, que ha acumulado un poder excepcional. SI Daniel desapareciera, ella tendría dificultad con el ejército”, dice el dirigente opositor, que recuerda que, en el Chipote, sus guardianes “adoraban a Daniel, desconfiaban de la ´Chayo´ y detestaban a sus hijos”.

2. La arquitectura del poder. Consciente de esa desconfianza, Murillo aumentó la frecuencia e intensidad de las purgas de las fuerzas armadas y de seguridad en los últimos meses, al punto de ordenar la detención, entre otros, del jefe de custodia de Ortega y a altos mandos del sandinismo. En los sistemas totalitarios, la represión es el principal músculo del gobierno; su control debe ser monopólico.

En un informe de este año, el Diálogo Interamericano mapea los cimientos del totalitarismo de los Ortega. “Desde 2019, Nicaragua tiene una arquitectura del poder que se apuntala en cinco pilares: aislamiento internacional, captura del Estado, monopolio de la fuerza, criminalización de la democracia y propaganda”, dice el documento.

Todos esos pilares se fueron construyendo gradualmente y a la vez desde que Ortega llegó, por segunda vez, al poder, en 2007. Algunos, sin embargo, fueron terminados antes que otros. El monopolio de la fuerza y la captura de todas las instituciones le sirvieron a la pareja presidencial para criminalizar la democracia y desterrarla.

La sociedad civil y la oposición nicaragüenses hoy parecen más que nada un recuerdo. Más fragmentada y con menos resiliencia y experiencia que la venezolana, la oposición sucumbió ante la feroz persecución de Ortega y hoy está disgregada en el exilio. La Iglesia –“la única fuerza real de Nicaragua”, según el dirigente opositor– fue arrinconada y su líder, el obispo Rolando Álvarez, debió refugiarse en el Vaticano tras un período en prisión. Casi 5000 ONGs fueron cerradas y las universidades, vaciadas, desde 2018.

En Venezuela, la oposición y la sociedad civil aún vibran, se unen y desafían al chavismo aun cuando sus dirigentes hayan buscado protección en la clandestinidad y el gobierno haya lanzado un operativo de detención que hace palidecer a las desapariciones en algunas dictaduras de los 70. Maduro, de todas formas, mira a su colega Ortega.

“Tras el estallido social del 2018 [que dejó 300 muertos], Ortega fue un tiempista y aguantó el descontento hasta que lo aplastó. Esa debe ser una de las experiencias que está mirando Maduro en este momento,” advierte Felipe Noguera.

Para aguantar la presión interna y externa, Ortega apeló a una táctica de supervivencia que está grabada a fuego en el manual del autócrata contemporáneo.

“Todas las dictaduras, desde Nicaragua a Cuba y Venezuela, de la región siguen usando el éxodo de la gente como válvula de escape”, dice, en diálogo con LA NACION, Andrés Serbin, ex director de Cries y analista argentino que vivió 30 años en Venezuela.

Desde 2019, la emigración nicaragüense se intensificó y llegó a récords; en cinco años 770.000 personas dejaron el país, más del 10% de la población.

3. La dualidad económica: Ese éxodo tuvo un “doble beneficio” para Ortega. Por un lado, se llevó a la multitud rebelde que desafiaba al régimen desde las calles; por el otro, duplicó en poco tiempo las remesas.

Entre 2020 y 2023, la plata enviada por los emigrantes a sus familiares en Nicaragua se duplicó y el año pasado llegó a 4660 millones de dólares, según el Banco Central de Nicaragua. Ese monto no solo representa casi el 30% del PBI sino que también sirvió para dinamizar el consumo y, en definitiva, la economía, que en los últimos años creció a más del 3% anual. Ahí, los caminos de Ortega y Maduro se diferencian.

Para consolidar su control total del país y perpetuar su dinastía, los Ortega necesitan de una economía estable –pobre, pero estable– y de empresarios contentos para reeditar la ilusión del “milagro económico” de los primeros años del segundo mandato del presidente. Con cuentas superavitarias, acumulación de reservas y “prudencia macroeconómica”, el dictador recibió un elogio tras otro en el último informe técnico del FMI, en diciembre pasado.

Pero claro, la macroeconomía no lo es todo en la vida diaria de las sociedades. Y en una Nicaragua donde la canasta básica duplica el salario mínimo (570 dólares contra 230 dólares), la pobreza alcanza a un 80% de la población, según estimaciones de ONG.

“Los Ortega tienen el control absoluto del Estado y lo que vemos es que la plata que entra, sobre todo los préstamos, va a la Policía Nacional o a otros órganos de represión o a la obra pública donde la corrupción es posible. Los beneficios no llegan a la población. Por eso yo creo que la mejor forma de presionar al régimen, de hacer que Nicaragua tenga retorno es que la comunidad internacional actúe con más beligerancia”, advierte Tamara Dávila.

4. ¿Aislamiento internacional? Por “más beligerancia”, Dávila entiende más control en los préstamos que el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), el BID o el Banco Mundial le hacen al gobierno de Nicargua “sin aplicar ninguna cláusula democrática”. Más sanciones y menos préstamos, que terminan siendo “la caja chica de los Ortega”, reclama la dirigente opositora.

El aislamiento total que demanda la oposición parece más bien una ilusión.

Cuestionados desde varios rincones del planeta por su deriva totalitaria, los Ortega, sin embargo, tienen más que lazos económicos con otros países. Como las otras dictaduras de la región, cuenta con la simpatía comercial de China y el apoyo militar y geopolítico de Rusia.

Con Estados Unidos, incluso, el lazo es fuerte a pesar de las sanciones impuestas por Washington y de la retórica antiimperialista del sandinismo y está condicionado por la migración: más del 50% de las exportaciones nicaragüenses van al mercado norteamericano y el 80% de las remesas anuales llegan precisamente desde el país del Norte.

Ese aislamiento de palabra es bastante similar al que recae sobre la Venezuela pos robo electoral. Denunciada por decena de países de todos los continentes, Caracas cuenta con la sociedad de Rusia, Irán y China y con los auspicios negociadores de tres países que no están dispuestos a cortar relaciones de ninguna manera, Brasil, Colombia y México.

En Venezuela, la dictadura de Maduro aún no llegó al punto de control total de Nicaragua. La oposición está viva, energizada, unida y movilizada. La Iglesia y las ONGs todavía sobreviven y dan sustancia a la sociedad civil. Y la economía, destruida y sin fuentes de ingreso internacionales, desafiará como nada el puño duro de Maduro.

Pero el dictador de Caracas es también un tiempista como el autócrata de Managua. Y sabe que la presión internacional se diluye y la presión interna se extingue con represión. Y apuesta a esperar…

“Antes de que ocurriera el quiebre en Nicaragua, [Aleksander] Lukashenko robó su reelección en Belarús en 2020 y el mundo apenas se mosqueó. Daniel Ortega vio eso y siguió adelante [con su persecución a la oposición y el fraude]. Maduro debe decir ahora: ‘¿Y por qué no yo también?”, aventuró Noguera.

Cuando el nombre de su mayor cárcel cruza fronteras, se populariza y estremece como sinónimo de terror, hay algo que está muy mal en un país.

La ESMA, el Helicoide, el Chipote no son solo centros de detención, son los símbolos de la deriva dictatorial de la Argentina de los 70 y de la Venezuela y la Nicaragua de la última década.

Desde hace por lo menos seis años, el Chipote recibe a los rivales de Daniel Ortega y de Rosario Murillo, la pareja presidencial que gobierna Nicaragua como si fuera un bien de familia. No importa la edad, no importa la profesión, no importa el rango, no importa la ideología, los presos del Chipote comparten el sufrimiento de la tortura física y psicológica y el “crimen”: desafiar a un autócrata que comenzó como un rebelde de izquierda en los 70 y hoy es un gobernante decididamente totalitario, al que Nicolás Maduro y Venezuela parecen seguirle los pasos.

“Estuve 20 meses en aislamiento; los primeros catorce sin ver a mi hija [de entonces cinco años]. Mi celda era diminuta y no tenía barrotes, solo una puerta de metal, por lo que no podía ver a los otros preses. Apenas podía ver la luz del día a través de un boquete. Sentía que me asfixiaba, que me moría”, cuenta a LA NACION Tamara Dávila, dirigente de la oposición nicaragüense, desde el exilio, en Estados Unidos.

Llegó a ese país en febrero de 2023 directo desde la prisión en un avión con otras 221 personas expulsadas y desnacionalizadas por Ortega, la mayoría de ellos políticos opositores. “Antes estábamos nosotros –los opositores– en el Chipote, pero ahora están los presos de ellos”, añade Dávila.

“Los presos de ellos” son los jueces, ministros, generales, custodios presidenciales que hasta hace meses, semanas o días eran parte del círculo de poder de los Ortega y luego fueron blanco de purgas cada vez más frecuentes, lanzadas por una pareja presidencial que ya no tolera ni siquiera un pestañeo de disenso.

El Chipote no es solo el símbolo de esa represión, es también el espejo de un gobernante que en los 70 ayudó a terminar con la dictadura de los Somoza; respetó a la fuerza la alternancia electoral en los 90, volvió con ambiciones democráticas en 2007 y liberó, entonces, su impulso autocrático para convertirse hoy en el líder de un sistema cerrado. Los propios y los ajenos, todos son víctimas de su totalitarismo.

Más al sur en Caracas, el Helicoide es hoy lo que era el Chipote hace un puñado de años, la cárcel de los estudiantes, dirigentes políticos, amas de casas, militares de rango medio que osaron protestar contra el robo de las elecciones de hace poco más de un mes y de los anteriores desvaríos autoritarios del chavismo. ¿Se convertirá el Helicoide eventualmente en lo que es hoy el Chipote, el destino incluso de los leales al régimen? ¿Se transformará esta Venezuela de Maduro que aún vibra con la oposición en la Nicaragua cerrada y totalitaria de Ortega?

1. Todo está en la sucesión. Como ocurrió con la Venezuela del 28 de julio pasado, el quiebre que desnudó en toda su dimensión la esencia autocrática de Ortega fueron unas elecciones presidenciales, las de 2021. Un país cansado por la deriva autoritaria, por las heridas del estallido social de 2018 y por una economía hundida aspiraba a un cambio.

“Él [Ortega] pensó que le íbamos a ganar y por eso pateó el tablero. Éramos siete grupos diferentes detrás de una candidatura, la de Cristiana Chamorro. Las encuestas nos mostraban cerca de ellos [los sandinistas], pero yo no estoy tan seguro de que sí le íbamos a ganar”, recuerda, en diálogo con LA NACION, el consultor político argentino Felipe Noguera, que trabajaba entonces con la oposición nicaragüense.

A diferencia de Maduro, Ortega evitó llegar a la instancia de un triunfo opositor y encarceló a todos los posibles candidatos presidenciales opositores antes de la votación. Como era de esperar, logró la reelección en esos comicios. Y a partir de allí, la paranoia se terminó de apoderar de los Ortega.

“La ‘Chayo’ ve enemigos donde no los hay. Por eso las purgas son constantes hoy. Además Daniel cree que para que haya una sucesión de familia, tiene que inclinarse por un sistema cada vez más cerrado y, por eso, su obsesión de controlar todo”, dice, en diálogo con LA NACION y desde el exilio, un dirigente opositor que prefiere permanecer anónimo porque parte de su familia aún está en Nicaragua.

Una sucesión familiar les evitaría a los Ortega tener que ceder un poder con el que vivieron casi toda su vida y, fundamentalmente, enfrentar a la Justicia. Y esa sucesión no es un tema a largo plazo; el presidente tiene 78 años y está rodeado de rumores de enfermedades desde hace años. ¿La incógnita es quién sería él o la sucesora? Dos son los candidatos, Rosario y Laureano, uno de los ocho hijos de los Ortega Murillo.

“A diferencia de Venezuela y Cuba, que son dictaduras partidarias, ésta es una dictadura dinástica. Y la “Chayo” va ganando”, advierte Tamara Dávila.

Asegurarse la sucesión en una dinastía parece más fácil que hacerlo en una dictadura partidaria; las lealtades son más fáciles de vigilar y controlar y hay menos frentes posibles de rebelión.

Pero para llegar a ese punto, antes hay que desarmar todo posible desafío externo, civil, militar, económico, religioso. Y eso es lo que hacen los Ortega. ¿Pero pueden controlarlo absolutamente todo?

“Han demostrado una capacidad de ejercer el poder extraordinaria, sobre todo Rosario, que ha acumulado un poder excepcional. SI Daniel desapareciera, ella tendría dificultad con el ejército”, dice el dirigente opositor, que recuerda que, en el Chipote, sus guardianes “adoraban a Daniel, desconfiaban de la ´Chayo´ y detestaban a sus hijos”.

2. La arquitectura del poder. Consciente de esa desconfianza, Murillo aumentó la frecuencia e intensidad de las purgas de las fuerzas armadas y de seguridad en los últimos meses, al punto de ordenar la detención, entre otros, del jefe de custodia de Ortega y a altos mandos del sandinismo. En los sistemas totalitarios, la represión es el principal músculo del gobierno; su control debe ser monopólico.

En un informe de este año, el Diálogo Interamericano mapea los cimientos del totalitarismo de los Ortega. “Desde 2019, Nicaragua tiene una arquitectura del poder que se apuntala en cinco pilares: aislamiento internacional, captura del Estado, monopolio de la fuerza, criminalización de la democracia y propaganda”, dice el documento.

Todos esos pilares se fueron construyendo gradualmente y a la vez desde que Ortega llegó, por segunda vez, al poder, en 2007. Algunos, sin embargo, fueron terminados antes que otros. El monopolio de la fuerza y la captura de todas las instituciones le sirvieron a la pareja presidencial para criminalizar la democracia y desterrarla.

La sociedad civil y la oposición nicaragüenses hoy parecen más que nada un recuerdo. Más fragmentada y con menos resiliencia y experiencia que la venezolana, la oposición sucumbió ante la feroz persecución de Ortega y hoy está disgregada en el exilio. La Iglesia –“la única fuerza real de Nicaragua”, según el dirigente opositor– fue arrinconada y su líder, el obispo Rolando Álvarez, debió refugiarse en el Vaticano tras un período en prisión. Casi 5000 ONGs fueron cerradas y las universidades, vaciadas, desde 2018.

En Venezuela, la oposición y la sociedad civil aún vibran, se unen y desafían al chavismo aun cuando sus dirigentes hayan buscado protección en la clandestinidad y el gobierno haya lanzado un operativo de detención que hace palidecer a las desapariciones en algunas dictaduras de los 70. Maduro, de todas formas, mira a su colega Ortega.

“Tras el estallido social del 2018 [que dejó 300 muertos], Ortega fue un tiempista y aguantó el descontento hasta que lo aplastó. Esa debe ser una de las experiencias que está mirando Maduro en este momento,” advierte Felipe Noguera.

Para aguantar la presión interna y externa, Ortega apeló a una táctica de supervivencia que está grabada a fuego en el manual del autócrata contemporáneo.

“Todas las dictaduras, desde Nicaragua a Cuba y Venezuela, de la región siguen usando el éxodo de la gente como válvula de escape”, dice, en diálogo con LA NACION, Andrés Serbin, ex director de Cries y analista argentino que vivió 30 años en Venezuela.

Desde 2019, la emigración nicaragüense se intensificó y llegó a récords; en cinco años 770.000 personas dejaron el país, más del 10% de la población.

3. La dualidad económica: Ese éxodo tuvo un “doble beneficio” para Ortega. Por un lado, se llevó a la multitud rebelde que desafiaba al régimen desde las calles; por el otro, duplicó en poco tiempo las remesas.

Entre 2020 y 2023, la plata enviada por los emigrantes a sus familiares en Nicaragua se duplicó y el año pasado llegó a 4660 millones de dólares, según el Banco Central de Nicaragua. Ese monto no solo representa casi el 30% del PBI sino que también sirvió para dinamizar el consumo y, en definitiva, la economía, que en los últimos años creció a más del 3% anual. Ahí, los caminos de Ortega y Maduro se diferencian.

Para consolidar su control total del país y perpetuar su dinastía, los Ortega necesitan de una economía estable –pobre, pero estable– y de empresarios contentos para reeditar la ilusión del “milagro económico” de los primeros años del segundo mandato del presidente. Con cuentas superavitarias, acumulación de reservas y “prudencia macroeconómica”, el dictador recibió un elogio tras otro en el último informe técnico del FMI, en diciembre pasado.

Pero claro, la macroeconomía no lo es todo en la vida diaria de las sociedades. Y en una Nicaragua donde la canasta básica duplica el salario mínimo (570 dólares contra 230 dólares), la pobreza alcanza a un 80% de la población, según estimaciones de ONG.

“Los Ortega tienen el control absoluto del Estado y lo que vemos es que la plata que entra, sobre todo los préstamos, va a la Policía Nacional o a otros órganos de represión o a la obra pública donde la corrupción es posible. Los beneficios no llegan a la población. Por eso yo creo que la mejor forma de presionar al régimen, de hacer que Nicaragua tenga retorno es que la comunidad internacional actúe con más beligerancia”, advierte Tamara Dávila.

4. ¿Aislamiento internacional? Por “más beligerancia”, Dávila entiende más control en los préstamos que el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), el BID o el Banco Mundial le hacen al gobierno de Nicargua “sin aplicar ninguna cláusula democrática”. Más sanciones y menos préstamos, que terminan siendo “la caja chica de los Ortega”, reclama la dirigente opositora.

El aislamiento total que demanda la oposición parece más bien una ilusión.

Cuestionados desde varios rincones del planeta por su deriva totalitaria, los Ortega, sin embargo, tienen más que lazos económicos con otros países. Como las otras dictaduras de la región, cuenta con la simpatía comercial de China y el apoyo militar y geopolítico de Rusia.

Con Estados Unidos, incluso, el lazo es fuerte a pesar de las sanciones impuestas por Washington y de la retórica antiimperialista del sandinismo y está condicionado por la migración: más del 50% de las exportaciones nicaragüenses van al mercado norteamericano y el 80% de las remesas anuales llegan precisamente desde el país del Norte.

Ese aislamiento de palabra es bastante similar al que recae sobre la Venezuela pos robo electoral. Denunciada por decena de países de todos los continentes, Caracas cuenta con la sociedad de Rusia, Irán y China y con los auspicios negociadores de tres países que no están dispuestos a cortar relaciones de ninguna manera, Brasil, Colombia y México.

En Venezuela, la dictadura de Maduro aún no llegó al punto de control total de Nicaragua. La oposición está viva, energizada, unida y movilizada. La Iglesia y las ONGs todavía sobreviven y dan sustancia a la sociedad civil. Y la economía, destruida y sin fuentes de ingreso internacionales, desafiará como nada el puño duro de Maduro.

Pero el dictador de Caracas es también un tiempista como el autócrata de Managua. Y sabe que la presión internacional se diluye y la presión interna se extingue con represión. Y apuesta a esperar…

“Antes de que ocurriera el quiebre en Nicaragua, [Aleksander] Lukashenko robó su reelección en Belarús en 2020 y el mundo apenas se mosqueó. Daniel Ortega vio eso y siguió adelante [con su persecución a la oposición y el fraude]. Maduro debe decir ahora: ‘¿Y por qué no yo también?”, aventuró Noguera.

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