Totò Schillaci, la fábula del humilde siciliano que a fuerza de goles intentó comerse al mundo
La Italia de los ricos y los pobres, en la que Maradona había puesto el dedo en la llaga tras su arribo bullicioso a Napoli, se hizo carne en aquel verano europeo de 1990, el de las noches mágicas que pregonaba la inconfundible voz aguardentosa de Gianna Nannini. Aquel Mundial de fútbol que pareció introducir al fútbol en una era moderna y de tácticas más rígidas, el de las nuevas tecnologías y del orgullo local por recobrar la grandeza de 1982, cuando Dino Zoff levantó la tercera Copa del Mundo. Italia llegaba con una agridulce experiencia como semifinalista de la Eurocopa 1988, pero su liga dominaba el mundo como la más poderosa con tres equipos que se disputaban la cima: el Inter de los alemanes, el Milan de los holandeses y el humilde Napoli de Diego. Y tras ellos, la Vecchia Signora, la Juventus, que en la desesperación por el protagonismo perdido a partir de mitad de la década del 80, recurría a un goleador del ascenso para revertir la tendencia: Salvatore Schillaci, hoy noticia por su muerte temprana y dolorosa, a los 59 años.
Totò no llegaba al metro setenta y cinco y su mirada intensa de ojos saltones eran la puerta de entrada perfecta a una personalidad moldeada en San Giovanni Apostolo, Palermo, en la tumultuosa ciudad más emblemática de Sicilia. Se formó en el Messina, donde trajinó lo profundo del fútbol de ascenso hasta llamar la atención con 23 goles en 35 partidos en la Serie B. Juventus lo compró inmediatamente para la temporada 1989/90 y respondió con más goles, lo que llamó la atención de Azeglio Vicini, el entrenador nacional. Jugó un solo amistoso en la previa del Mundial. Schillaci se metió a la selección por la ventana y terminó como héroe nacional, con seis goles en siete partidos en aquel Mundial en el que Argentina le propinó el golpe de KO en las semifinales. A Italia le quedó una canción imperecedera, el tercer puesto como consuelo y un personaje de leyenda como máximo goleador del torneo: el pequeño gigante Schillaci, el de la cara de loco y la alopecia que gritaba cada conquista con el alma en la garganta. “Totò adopta en esas semanas la apariencia de un personaje poético, un duende bajado de la luna para hacer milagros”, describe con maestría el periodista Furio Zara, en su semblanza en la Gazzetta dello Sport. Schillaci representaba justamente al humilde que tiene la voracidad para querer comerse al mundo. Como se dice habitualmente en el mundillo futbolero, un jugador con hambre.
Schillaci entró en los dos primeros partidos (anotó el gol del triunfo en el primero, ante Austria) y ya fue titular contra Estados Unidos, donde también marcó. Siguió gritando: uno a Uruguay en octavos de final, el del triunfo a Irlanda en cuartos y el del parcial triunfo ante Argentina en semifinales, que luego Caniggia y los penales de Goycochea revirtieron en la noche de corazones divididos en el estadio San Paolo, de Nápoles. Totò marcó incluso ante Inglaterra, en el siempre agridulce partido por el tercer puesto. Significó un injusto consuelo para un hombre que parecía destinado a la gloria total en ese mes de noches mágicas.
Fue su pico más alto. Un relámpago. En la selección, apenas disputó un puñado de partidos más. Sin exagerar, uno de los futbolistas más recordados en la historia de los mundiales tiene números exiguos con la camiseta azzurra: 16 partidos y 7 goles, 6 de ellos en Italia 90.
A partir de entonces, futbolísticamente nunca volvió a tener tal relevancia. Un par de temporadas más en la Juve, el intento de Inter de revivir sus goles. Pero su fuego parecía haberse apagado en aquel verano italiano. Sí encontró cobijo en la incipiente liga japonesa, que en los años 90 intentó despegar y atrajo figuras de todo el mundo. Se retiró en 1997.
Lo que sobrevino a su desaparición del universo del fútbol fue tan efímero como vertiginoso. Uno puede elegir el Totò que más le atraiga. El que cortaba cocos y gritaba frases hilarantes en el reality La isla de los famosos; el que aceptó el convite de Silvio Berlusconi para aceptar un cargo de concejal por Forza Italia; el que montó un centro deportivo en Palermo donde sueñan cientos de chicos con ser goleador en un Mundial.
Se apagó Totò, el pequeño intratable del área, el de la cara de loco que siempre nos llevará a las noches mágicas de aquel verano italiano.
La Italia de los ricos y los pobres, en la que Maradona había puesto el dedo en la llaga tras su arribo bullicioso a Napoli, se hizo carne en aquel verano europeo de 1990, el de las noches mágicas que pregonaba la inconfundible voz aguardentosa de Gianna Nannini. Aquel Mundial de fútbol que pareció introducir al fútbol en una era moderna y de tácticas más rígidas, el de las nuevas tecnologías y del orgullo local por recobrar la grandeza de 1982, cuando Dino Zoff levantó la tercera Copa del Mundo. Italia llegaba con una agridulce experiencia como semifinalista de la Eurocopa 1988, pero su liga dominaba el mundo como la más poderosa con tres equipos que se disputaban la cima: el Inter de los alemanes, el Milan de los holandeses y el humilde Napoli de Diego. Y tras ellos, la Vecchia Signora, la Juventus, que en la desesperación por el protagonismo perdido a partir de mitad de la década del 80, recurría a un goleador del ascenso para revertir la tendencia: Salvatore Schillaci, hoy noticia por su muerte temprana y dolorosa, a los 59 años.
Totò no llegaba al metro setenta y cinco y su mirada intensa de ojos saltones eran la puerta de entrada perfecta a una personalidad moldeada en San Giovanni Apostolo, Palermo, en la tumultuosa ciudad más emblemática de Sicilia. Se formó en el Messina, donde trajinó lo profundo del fútbol de ascenso hasta llamar la atención con 23 goles en 35 partidos en la Serie B. Juventus lo compró inmediatamente para la temporada 1989/90 y respondió con más goles, lo que llamó la atención de Azeglio Vicini, el entrenador nacional. Jugó un solo amistoso en la previa del Mundial. Schillaci se metió a la selección por la ventana y terminó como héroe nacional, con seis goles en siete partidos en aquel Mundial en el que Argentina le propinó el golpe de KO en las semifinales. A Italia le quedó una canción imperecedera, el tercer puesto como consuelo y un personaje de leyenda como máximo goleador del torneo: el pequeño gigante Schillaci, el de la cara de loco y la alopecia que gritaba cada conquista con el alma en la garganta. “Totò adopta en esas semanas la apariencia de un personaje poético, un duende bajado de la luna para hacer milagros”, describe con maestría el periodista Furio Zara, en su semblanza en la Gazzetta dello Sport. Schillaci representaba justamente al humilde que tiene la voracidad para querer comerse al mundo. Como se dice habitualmente en el mundillo futbolero, un jugador con hambre.
Schillaci entró en los dos primeros partidos (anotó el gol del triunfo en el primero, ante Austria) y ya fue titular contra Estados Unidos, donde también marcó. Siguió gritando: uno a Uruguay en octavos de final, el del triunfo a Irlanda en cuartos y el del parcial triunfo ante Argentina en semifinales, que luego Caniggia y los penales de Goycochea revirtieron en la noche de corazones divididos en el estadio San Paolo, de Nápoles. Totò marcó incluso ante Inglaterra, en el siempre agridulce partido por el tercer puesto. Significó un injusto consuelo para un hombre que parecía destinado a la gloria total en ese mes de noches mágicas.
Fue su pico más alto. Un relámpago. En la selección, apenas disputó un puñado de partidos más. Sin exagerar, uno de los futbolistas más recordados en la historia de los mundiales tiene números exiguos con la camiseta azzurra: 16 partidos y 7 goles, 6 de ellos en Italia 90.
A partir de entonces, futbolísticamente nunca volvió a tener tal relevancia. Un par de temporadas más en la Juve, el intento de Inter de revivir sus goles. Pero su fuego parecía haberse apagado en aquel verano italiano. Sí encontró cobijo en la incipiente liga japonesa, que en los años 90 intentó despegar y atrajo figuras de todo el mundo. Se retiró en 1997.
Lo que sobrevino a su desaparición del universo del fútbol fue tan efímero como vertiginoso. Uno puede elegir el Totò que más le atraiga. El que cortaba cocos y gritaba frases hilarantes en el reality La isla de los famosos; el que aceptó el convite de Silvio Berlusconi para aceptar un cargo de concejal por Forza Italia; el que montó un centro deportivo en Palermo donde sueñan cientos de chicos con ser goleador en un Mundial.
Se apagó Totò, el pequeño intratable del área, el de la cara de loco que siempre nos llevará a las noches mágicas de aquel verano italiano.
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