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La batalla de los votos y los vetos

El veto presidencial a la ley de movilidad jubilatoria y el anunciado veto a la de financiamiento universitario han provocado un sismo en la oposición por la defección de varios de sus integrantes en la Cámara de Diputados al convalidarse el veto y frustrarse la sanción de la norma respecto del sector pasivo, quedando aún abierta la situación sobre las universidades nacionales.

Estos vetos son fundamentales para el déficit cero como señal de consistencia inequívoca ante una audiencia escéptica. Al presentar el proyecto de presupuesto, Javier Milei reiteró su férrea voluntad de mantener el equilibrio fiscal a rajatabla afirmando que, si los recursos menguasen los gastos discrecionales se reducirán y si abundasen, los impuestos bajarán.

Para blindar ese equilibrio “sin importar el escenario económico” reiteró su promesa de vetar todos los proyectos de ley que atentasen contra esa simetría y exigirá que todo gasto no previsto deba especificar el origen de los recursos para financiarlos, conforme al artículo 38 de la ley de administración financiera. Es una batalla titánica pues, como se sabe, el gasto público pasó del 27% del PBI en 2004 al 47% en 2016; un aumento del 20% del PIB en 12 años gracias al “Estado presente” kirchnerista.

Con dos hiperinflaciones, nueve defaults y 13 ceros menos al peso, la construcción de confianza es dificilísima, pues nadie cree en promesas de políticos

Si observamos lo ocurrido en el Congreso de la Nación con una perspectiva más amplia, cabe preguntarse si hay una toma de conciencia respecto del drama que transita la Argentina, aún al borde del abismo. Cambiar las expectativas es muy difícil por las capas geológicas de distorsiones que llevaron a la catástrofe de diciembre pasado. El proceso inflacionario comenzó con la nacionalización del Banco Central (1946) y a partir de entonces la emisión monetaria se utilizó para financiar déficits fiscales, salvo en breves períodos de ajustes que terminaron mal, como los de Gómez Morales (1952), Krieger Vasena (1967), Gelbard (1973), Martínez de Hoz (1976), Sourrouille (1985) y Cavallo (1991). Aún hoy, la carta orgánica del BCRA (versión 2012) incluye entre sus objetivos “promover el empleo y el desarrollo económico con equidad social”, lo cual suena como una ironía ante la pobreza que dejó el mismo terceto kirchnerista que impulsó esa reforma.

Cuando no se emitió moneda para enfrentar el déficit de las cuentas públicas, se recurrió al endeudamiento con el FMI y los mercados, instrumento siempre cuestionado por los ideólogos de la liberación por generar “dependencia”. Hasta existe un Museo de la Deuda Externa en la Facultad de Ciencias Económicas que ni menciona el déficit fiscal. Y así, entre inflación y dependencia, hemos pasado la vida de más de una generación, de crisis en crisis, aumentando el gasto público improductivo, reduciendo el empleo formal y ahondando la miseria.

Según un estudio del economista Marcelo Capello (Fundación Mediterránea – Ieral) en el período comprendido entre 1970 y 2023 hubo solo nueve años con superávit fiscal: uno, con el Plan Austral; dos, en la convertibilidad (Carlos Menem) y seis con Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner (precios “chinos”, licuación de sueldos y jubilaciones e impago de la deuda externa). Durante esos 54 años, el crecimiento anual promedio del PBI per cápita fue del 0,7% mientras que las necesidades de los argentinos crecieron tanto como en el resto del planeta, potenciando bronca, frustración y el “que se vayan todos”.

Cuando no se emitió moneda para enfrentar el déficit de las cuentas públicas, se recurrió al endeudamiento con el FMI y los mercados, instrumento siempre cuestionado por los ideólogos de la liberación por generar “dependencia”

El gasto en jubilaciones y pensiones pasó del 4,3% del PBI en 2006 al 9,5% en 2017 y desde entonces se ha ido licuando por ser insostenible. Ahora es del 6,6% del PBI, como en 2009-2011. El 60% corresponde a altas sin aportes (moratorias) y se estancó la cantidad de personas con empleos que contribuyen al sistema. Ese es el quid de la cuestión. Licuarlas es malo, por cierto, pero eliminar de un día para otro los subsidios de Aerolíneas Argentinas y de Tierra del Fuego o achicar el Estado como correspondería es imposible y la híper acecha.

Parar una alta inflación exige cambiar las expectativas de golpe, aumentando la demanda de dinero y deteniendo las remarcaciones. El gradualismo no funciona y lograr ese cambio requiere la fortaleza emocional del cirujano que prosigue su “cruel” tarea, aunque familiares quieran detenerlo al entrar al quirófano y ver la operación.

Con dos hiperinflaciones, nueve defaults y 13 ceros menos al peso, la construcción de confianza es dificilísima pues nadie cree en promesas de políticos. Por algo existen 250.000 millones de dólares de residentes fuera del circuito bancario. Y aún resuenan “el que apuesta al dólar pierde” (Lorenzo Sigaut, 1981); “les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo” (Juan Carlos Pugliese, 1989) o “el que depositó dólares recibirá dólares” (Duhalde, 2002) en la lista de desatinos que perturban la memoria de los argentinos.

Así, entre inflación y “dependencia”, hemos pasado la vida de más de una generación, de crisis en crisis, aumentando el gasto público improductivo, reduciendo el empleo formal y ahondando la miseria

La oposición debería recordar la experiencia fracasada del Plan Austral (1985) para comprender la extrema fragilidad que implica un programa de estabilización basado en un cambio de expectativas. Cuando Juan Vital Sourrouille reemplazó a Bernardo Grinspun como ministro de Economía, elaboró un plan heterodoxo basado en no emitir dinero para el Tesoro, introduciendo el “austral” más un desagio para evitar el “arrastre”, congelando precios, salarios y jubilaciones, suspendiendo obras públicas y con un fuerte aumento de presión fiscal incluyendo el “ahorro forzoso”.

El plan fue muy exitoso inicialmente bajando la inflación del 348% en el primer semestre de 1985 al 20,2% en el segundo y reduciendo el déficit fiscal del 15% al 3,6% en 1987. Como ahora, también se hablaba de “atraso cambiario”, pero ese atraso se corrigió de la peor manera: “a la criolla”. En un contexto mundial adverso, hubo además discrepancias entre Alfredo Concepción, presidente del Banco Central, y los “tecnócratas” del equipo de Sourrouille. La entidad otorgó redescuentos (emitiendo pesos) para capitalizar el Banco Hipotecario y “reactivar” la economía con préstamos a varias empresas. Luego el ala política dispuso un aumento del 15% a los jubilados por las mismas razones que ahora, seguido por docentes, salud y militares. El mercado percibió la fisura en la represa del programa, como tantas veces antes y las expectativas cambiaron para mal. En 1988 el plan se agotó; el Plan Primavera no sirvió y en 1989 la hiperinflación forzó la renuncia del presidente Raúl Alfonsín.

Como puede advertirse de ese caso, la confianza es un cristal muy frágil y la demanda de pesos, tan volátil como una hoja al viento. Este año, cuando la oposición propuso las leyes objetadas, apuntó a la santa bárbara del bergantín mileísta con riesgo de hacerlo naufragar, no tanto por la magnitud de los gastos, sino por dar la misma señal que dio Alfredo Concepción cuando quebró la regla del Plan Austral.

La situación del país no da para picardías en nombre de la solidaridad y la empatía, ofreciendo mejoras volátiles con bolsillos vacíos

Se dirá que la política funciona así y cada cual mueve sus piezas en el tablero según su conveniencia, dejando la responsabilidad por el destino del conjunto a quien le ha tocado gobernar. Ya no hay estadistas –ni aquí ni allí, es verdad– como los surgidos en la posguerra europea. Ni Alcides de Gasperi ni Konrad Adenauer, para no citar a Winston Churchill, un lugar común. No sin malicia, los nuestros eligieron a jubilados y estudiantes universitarios como sectores a ser movilizados, sabiendo el impacto emotivo que tiene la clase pasiva en toda la población y la repercusión de los segundos entre artistas, científicos e intelectuales.

También se dirá que Javier Milei no respeta las instituciones, insulta a la oposición, ataca a la prensa y desconoce el diálogo. Es una crítica fundada, pero no suficiente para insistir en gastos insostenibles y hacer peligrar la estabilización. Existen amplios espacios para disentir y múltiples alternativas para proponer sin hacer peligrar el programa que, aquí y ahora, es el único que tiene alguna viabilidad para sacar al país a flote.

Nadie ignora que los adultos mayores, el personal de salud y los docentes –entre tantos sectores– la están pasando mal, luego de tantos irresponsables desquicios anteriores de los que algunos parecieran olvidarse. Se pueden escribir miles de páginas describiendo las penurias de unos y otros. Incluso, haciendo “cut & paste” de todas las crisis anteriores que mencionamos arriba.

Pero la situación del país no da para picardías en nombre de la solidaridad y la empatía, ofreciendo mejoras volátiles con bolsillos vacíos. No es solidario ni empático intentar ganar votos con gastos sin respaldo que romperían el déficit cero, volviendo todo para atrás, como en el Plan Austral.

El veto presidencial a la ley de movilidad jubilatoria y el anunciado veto a la de financiamiento universitario han provocado un sismo en la oposición por la defección de varios de sus integrantes en la Cámara de Diputados al convalidarse el veto y frustrarse la sanción de la norma respecto del sector pasivo, quedando aún abierta la situación sobre las universidades nacionales.

Estos vetos son fundamentales para el déficit cero como señal de consistencia inequívoca ante una audiencia escéptica. Al presentar el proyecto de presupuesto, Javier Milei reiteró su férrea voluntad de mantener el equilibrio fiscal a rajatabla afirmando que, si los recursos menguasen los gastos discrecionales se reducirán y si abundasen, los impuestos bajarán.

Para blindar ese equilibrio “sin importar el escenario económico” reiteró su promesa de vetar todos los proyectos de ley que atentasen contra esa simetría y exigirá que todo gasto no previsto deba especificar el origen de los recursos para financiarlos, conforme al artículo 38 de la ley de administración financiera. Es una batalla titánica pues, como se sabe, el gasto público pasó del 27% del PBI en 2004 al 47% en 2016; un aumento del 20% del PIB en 12 años gracias al “Estado presente” kirchnerista.

Con dos hiperinflaciones, nueve defaults y 13 ceros menos al peso, la construcción de confianza es dificilísima, pues nadie cree en promesas de políticos

Si observamos lo ocurrido en el Congreso de la Nación con una perspectiva más amplia, cabe preguntarse si hay una toma de conciencia respecto del drama que transita la Argentina, aún al borde del abismo. Cambiar las expectativas es muy difícil por las capas geológicas de distorsiones que llevaron a la catástrofe de diciembre pasado. El proceso inflacionario comenzó con la nacionalización del Banco Central (1946) y a partir de entonces la emisión monetaria se utilizó para financiar déficits fiscales, salvo en breves períodos de ajustes que terminaron mal, como los de Gómez Morales (1952), Krieger Vasena (1967), Gelbard (1973), Martínez de Hoz (1976), Sourrouille (1985) y Cavallo (1991). Aún hoy, la carta orgánica del BCRA (versión 2012) incluye entre sus objetivos “promover el empleo y el desarrollo económico con equidad social”, lo cual suena como una ironía ante la pobreza que dejó el mismo terceto kirchnerista que impulsó esa reforma.

Cuando no se emitió moneda para enfrentar el déficit de las cuentas públicas, se recurrió al endeudamiento con el FMI y los mercados, instrumento siempre cuestionado por los ideólogos de la liberación por generar “dependencia”. Hasta existe un Museo de la Deuda Externa en la Facultad de Ciencias Económicas que ni menciona el déficit fiscal. Y así, entre inflación y dependencia, hemos pasado la vida de más de una generación, de crisis en crisis, aumentando el gasto público improductivo, reduciendo el empleo formal y ahondando la miseria.

Según un estudio del economista Marcelo Capello (Fundación Mediterránea – Ieral) en el período comprendido entre 1970 y 2023 hubo solo nueve años con superávit fiscal: uno, con el Plan Austral; dos, en la convertibilidad (Carlos Menem) y seis con Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner (precios “chinos”, licuación de sueldos y jubilaciones e impago de la deuda externa). Durante esos 54 años, el crecimiento anual promedio del PBI per cápita fue del 0,7% mientras que las necesidades de los argentinos crecieron tanto como en el resto del planeta, potenciando bronca, frustración y el “que se vayan todos”.

Cuando no se emitió moneda para enfrentar el déficit de las cuentas públicas, se recurrió al endeudamiento con el FMI y los mercados, instrumento siempre cuestionado por los ideólogos de la liberación por generar “dependencia”

El gasto en jubilaciones y pensiones pasó del 4,3% del PBI en 2006 al 9,5% en 2017 y desde entonces se ha ido licuando por ser insostenible. Ahora es del 6,6% del PBI, como en 2009-2011. El 60% corresponde a altas sin aportes (moratorias) y se estancó la cantidad de personas con empleos que contribuyen al sistema. Ese es el quid de la cuestión. Licuarlas es malo, por cierto, pero eliminar de un día para otro los subsidios de Aerolíneas Argentinas y de Tierra del Fuego o achicar el Estado como correspondería es imposible y la híper acecha.

Parar una alta inflación exige cambiar las expectativas de golpe, aumentando la demanda de dinero y deteniendo las remarcaciones. El gradualismo no funciona y lograr ese cambio requiere la fortaleza emocional del cirujano que prosigue su “cruel” tarea, aunque familiares quieran detenerlo al entrar al quirófano y ver la operación.

Con dos hiperinflaciones, nueve defaults y 13 ceros menos al peso, la construcción de confianza es dificilísima pues nadie cree en promesas de políticos. Por algo existen 250.000 millones de dólares de residentes fuera del circuito bancario. Y aún resuenan “el que apuesta al dólar pierde” (Lorenzo Sigaut, 1981); “les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo” (Juan Carlos Pugliese, 1989) o “el que depositó dólares recibirá dólares” (Duhalde, 2002) en la lista de desatinos que perturban la memoria de los argentinos.

Así, entre inflación y “dependencia”, hemos pasado la vida de más de una generación, de crisis en crisis, aumentando el gasto público improductivo, reduciendo el empleo formal y ahondando la miseria

La oposición debería recordar la experiencia fracasada del Plan Austral (1985) para comprender la extrema fragilidad que implica un programa de estabilización basado en un cambio de expectativas. Cuando Juan Vital Sourrouille reemplazó a Bernardo Grinspun como ministro de Economía, elaboró un plan heterodoxo basado en no emitir dinero para el Tesoro, introduciendo el “austral” más un desagio para evitar el “arrastre”, congelando precios, salarios y jubilaciones, suspendiendo obras públicas y con un fuerte aumento de presión fiscal incluyendo el “ahorro forzoso”.

El plan fue muy exitoso inicialmente bajando la inflación del 348% en el primer semestre de 1985 al 20,2% en el segundo y reduciendo el déficit fiscal del 15% al 3,6% en 1987. Como ahora, también se hablaba de “atraso cambiario”, pero ese atraso se corrigió de la peor manera: “a la criolla”. En un contexto mundial adverso, hubo además discrepancias entre Alfredo Concepción, presidente del Banco Central, y los “tecnócratas” del equipo de Sourrouille. La entidad otorgó redescuentos (emitiendo pesos) para capitalizar el Banco Hipotecario y “reactivar” la economía con préstamos a varias empresas. Luego el ala política dispuso un aumento del 15% a los jubilados por las mismas razones que ahora, seguido por docentes, salud y militares. El mercado percibió la fisura en la represa del programa, como tantas veces antes y las expectativas cambiaron para mal. En 1988 el plan se agotó; el Plan Primavera no sirvió y en 1989 la hiperinflación forzó la renuncia del presidente Raúl Alfonsín.

Como puede advertirse de ese caso, la confianza es un cristal muy frágil y la demanda de pesos, tan volátil como una hoja al viento. Este año, cuando la oposición propuso las leyes objetadas, apuntó a la santa bárbara del bergantín mileísta con riesgo de hacerlo naufragar, no tanto por la magnitud de los gastos, sino por dar la misma señal que dio Alfredo Concepción cuando quebró la regla del Plan Austral.

La situación del país no da para picardías en nombre de la solidaridad y la empatía, ofreciendo mejoras volátiles con bolsillos vacíos

Se dirá que la política funciona así y cada cual mueve sus piezas en el tablero según su conveniencia, dejando la responsabilidad por el destino del conjunto a quien le ha tocado gobernar. Ya no hay estadistas –ni aquí ni allí, es verdad– como los surgidos en la posguerra europea. Ni Alcides de Gasperi ni Konrad Adenauer, para no citar a Winston Churchill, un lugar común. No sin malicia, los nuestros eligieron a jubilados y estudiantes universitarios como sectores a ser movilizados, sabiendo el impacto emotivo que tiene la clase pasiva en toda la población y la repercusión de los segundos entre artistas, científicos e intelectuales.

También se dirá que Javier Milei no respeta las instituciones, insulta a la oposición, ataca a la prensa y desconoce el diálogo. Es una crítica fundada, pero no suficiente para insistir en gastos insostenibles y hacer peligrar la estabilización. Existen amplios espacios para disentir y múltiples alternativas para proponer sin hacer peligrar el programa que, aquí y ahora, es el único que tiene alguna viabilidad para sacar al país a flote.

Nadie ignora que los adultos mayores, el personal de salud y los docentes –entre tantos sectores– la están pasando mal, luego de tantos irresponsables desquicios anteriores de los que algunos parecieran olvidarse. Se pueden escribir miles de páginas describiendo las penurias de unos y otros. Incluso, haciendo “cut & paste” de todas las crisis anteriores que mencionamos arriba.

Pero la situación del país no da para picardías en nombre de la solidaridad y la empatía, ofreciendo mejoras volátiles con bolsillos vacíos. No es solidario ni empático intentar ganar votos con gastos sin respaldo que romperían el déficit cero, volviendo todo para atrás, como en el Plan Austral.

 Nadie puede dudar de que muchos sectores la están pasando mal, pero no es factible ni solidario ganar apoyos con gastos sin respaldo que romperían el objetivo del equilibrio fiscal  LA NACION

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