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Kim Thúy, de refugiada a militante de la belleza: “Tengo el privilegio de estar viva y la responsabilidad de hacerlo por los que no tuvieron esa chance”

En persona, Kim Thúy (Saigón, 1968) irradia mucho de lo que se desprende de su escritura: delicadeza, frescura, elegancia y algo así como una luz desbordante.

Nacida en el seno de una familia vietnamita acomodada, a los 10 años fue parte de los Boat People: las personas que, tras la Guerra de Vietnam, se vieron forzadas a dejar el país y huir por mar, en embarcaciones muy precarias, a expensas tanto de las condiciones climáticas como de la ferocidad humana. Permaneció en un campo de refugiados en Malasia hasta que–en el marco de convenios internacionales de ayuda a refugiados- viajó junto a su familia a Quebec, donde adoptaría la lengua francesa y se radicaría definitivamente.

Antes de convertirse en escritora, trabajó como costurera, intérprete, abogada y estuvo a cargo de un restaurante. Toda esa riqueza de experiencias –por caso, la sofisticada sensorialidad de la cocina vietnamita- impregna sus novelas (Ru, Em, Vi, Mãn) y las convierte en un poético viaje intercultural.

Por estos días, en colaboración con el Festival literario internacional de Montreal Blue Metropolis/Metropolis Bleu, Kim Thúy participa del Filba. Justamente este sábado, a las 18.30, en el Malba, intervendrá en el conversatorio “La paradoja de escribir el silencio”, junto a Jesse Ball, con la moderación de Eugenia Zicavo. Y a las 21, en Microgalería (Loyola 514), será parte de “Vivir entre lenguas”, un encuentro de lecturas y música.

-Los ecos del exilio sobrevuelan todos sus libros, pero en ninguno predomina el resentimiento. ¿Cómo se logra esto?

-Siempre tenemos la imagen de refugiado débil, triste, sucio, inútil. Siempre vinculamos esas palabras a la figura del refugiado. Pero cuando ves a un refugiado, ves a una persona que caminó una gran distancia, nadó a través de las olas y las corrientes, escaló montañas, trepó paredes. Sin embargo, nunca nos referimos a eso, nunca hablamos de su fortaleza, no solo las fuerzas físicas, sino también la fuerza mental. Quiero que podamos ver también la otra cara de lo que es ser un refugiado: un ser humano que atravesó un montón de desafíos. La vida es tan difícil… apenas abrís los ojos ya te llueven los desafíos. ¿Cómo podemos seguir parados frente a tantas cosas, un tsunami de desafíos? Creo que la forma es encontrar pequeñas bellezas y concentrarnos en ellas. Si vemos belleza, queremos protegerla. Por suerte la mayoría de nosotros no ha visto el horror de primera mano, de cerca. Pero la belleza es algo que sí, alguna vez en la vida, vimos todos: el cielo azul, el olor de una flor, el sabor de una comida, el tacto tocando la piel. Cuando usamos la belleza para hablar nos vinculamos desde las entrañas, desde los sentidos, no intelectualmente. Con las emociones nos entendemos.

-Y con cierta capacidad de fluir entre las dificultades más que de enfrentarlas. Es algo que está en sus libros, y me preguntaba si tiene que ver con una tradición oriental… o simplemente es una cuestión personal.

– Ay, no sé [se ríe]. Quizá es que a mí no me gusta la confrontación. Creo que no podemos tener una conversación si confrontamos, pero sí podemos tenerla si hay ternura. Lo que necesitamos es entendernos unos a otros, no necesitamos más golpes.

-¿Algo de esto estuvo en la motivación para escribir?

-Como inmigrante, te rige la supervivencia. Yo siempre decía que sí a todas las oportunidades. Me acuerdo de alguien del Ministerio de Relaciones Internacionales, que me dijo: “¿Querés venir a trabajar?” Yo no tenía idea, pero dije que sí [se ríe]. Cuando abrí el restaurante: no sabía cocinar. Ofrecía un solo plato, el que sabía hacer. No se podía elegir. ¡Y los clientes me felicitaban por este “nuevo concepto”! Y la escritura: ¡cometo tantos errores! En francés, en inglés, en vietnamita…

-¿Su primer libro lo escribió directamente en francés?

-Sí. Me fui a los 10 años de Vietnam; había nacido en un momento de conflicto, luego cuando se instaló el comunismo: no había palabras, no había emociones. Si te expresabas, no sobrevivías. Había soldados que vivían con nosotros, que nos vigilaban; entonces en la familia no se hablaba. Para querernos, teníamos que callar. ¿Cómo se aprenden las emociones, los sentimientos en esa situación? Y después, el campo de refugiados. Un lugar que te corta las sensaciones. No podés tener hambre todo el día: entonces, dejás de sentirla. Dejás de oler si vivís al lado de una fosa donde 2000 personas hacen sus necesidades. Yo dormí al lado de una fosa así, durante muchos meses. Se me canceló el olfato, el cerebro lo anula. Es extraordinario cómo una puede vivir sin emociones y sin sensaciones. Cuando llegué a Quebec, llegué a un país libre, un país amable. Siempre me hacían preguntas: “¿cómo te sentís?” ¡Y yo no sabía como me sentía! Tuve que aprender emociones que me eran dichas francés. No puedo escribir en vietnamita porque no tengo acceso a las emociones en esa lengua. Por eso el francés es tan importante para mí, porque me dio una segunda chance en la vida. Antes solo respiraba desde acá [se señala el cuello]; la lengua francesa me permitió respirar desde aquí abajo [se señala el abdomen], profundamente.

Tuve que aprender emociones que me eran dichas francés. No puedo escribir en vietnamita porque no tengo acceso a las emociones en esa lengua. Por eso el francés es tan importante para mí, porque me dio una segunda chance en la vida

Kim Thúy

-Un personaje de la novela Vi, que también dejó Vietnam muy tempranamente, dice que cuando habla en vietnamita habla un lenguaje congelado en el pasado. ¿Qué significa eso?

-Los chinos en Vietnam hablaban el chino más antiguo porque no evolucionaron y como tenían tanto miedo de perder su lengua, la mantenían sin cambios. Te voy a dar otro ejemplo: el francés en Quebec y el francés de Francia. En Francia usan muchas palabras en inglés; en Quebec, no. ¿Por qué? Porque tenemos mucho miedo de perder el francés, estamos rodeados por el inglés. Tenemos tanto miedo de la “invasión inglesa” que muchas de las palabras que usamos son del 1700, del 1800. Al auto, la voiture, lo llamamos char, palabra que se usaba antes de la invención del auto. Char es el carro tirado por caballos. Queremos mantener el idioma porque nos da miedo perderlo.

– Y más allá de Quebec, ¿cuáles son sus miedos?

-¿Mi temor? ¿De verdad querés que te lo cuente? Antes los políticos estaban ahí para darnos una visión de un país. Ahora me parece que solo quieren darnos la imagen incorrecta de quiénes somos. Montreal, Quebec, Canadá: estamos tan abiertos y somos tan amables unos con otros. Pero desde la política se nos dice que no: no nos queremos unos a otros, no nos gustan los extranjeros, no nos gustan los extraños. Solo toman las pequeñas partes oscuras de nosotros y las magnifican. Antes, usábamos la grandeza para describirnos a todos juntos; ahora usamos pequeñas cosas feas para describir quiénes somos y el problema es que sí, esa esa parte fea existe. Así que mi temor es que solo se esté viendo el lado oscuro de los humanos. Canadá es un país amable, pero estamos influenciados por el mundo.

-De sus libros, Em, que pone el foco en las consecuencias de la Guerra de Vietnam, es donde más indaga en esas zonas oscuras.

-Fue tan difícil esa investigación, lloraba y me enojaba tanto. No podía escribir porque yo decía: “mi misión en la vida es diseminar belleza, no estoy acá para difundir el horror”. Tuve que esperar a que el enojo, la ira y la violencia pasaran… dar un paso atrás y ver dónde podía poner luz. Hubo una historia que no pude contar. Es una historia verídica: un soldado que acababa de llegar a Vietnam vio que al lado de las camas de los otros soldados había algo, como un hilo de algo. Cuando se acercó, vio que eran orejas. Orejas de los enemigos: cuando los soldados mataban a un enemigo le cortaban la oreja y la unían con un hilo. Esa historia para mí fue la evidencia del pánico y el trauma de todos esos adolescentes, soldados de 18 o 19 años que eran unos niños en Estados Unidos y de pronto estaban en el campo de batalla, en un país que no conocían. No encontré el modo de contarlo. Después de la publicación del libro, estaba hablando con un periodista de Bélgica y trataba de decirle esto del hilo y no me salía la palabra en francés. Él me dijo: “¿era como un rosario?” Y descubrí que si hubiera tenido esa palabra hubiera podido contar la historia. Porque un rosario… si rezás, es que todavía tenés esperanza.

-Aunque no esté esa historia, es un hermoso libro.

-Fue difícil. Yo estaba enojada conmigo misma por haber creído los mensajes oficiales sobre la de la Guerra de Vietnam. Después de 50 años empezó a salir a la luz documentación. Y cuando escuchás la voz de [Richard] Nixon pidiendo a un general americano en Vietnam que bombardee solo porque necesitaba un titular para que la gente no hablara de Watergate… El general le dice que no puede bombardear, que el clima está muy mal y los civiles van a verse afectados. Y Nixon dice: bombardee. Te enoja mucho. Te enoja. Porque esa bomba fue solo para cubrir sus espaldas. Para nada más.

-¿Qué la salva en esos momentos de ira?

-Creo que no estoy salvada, pero me impongo a mí misma la disciplina de la belleza. Por eso siempre acepto hablar, charlar, ayudar, dar una mano. Quince minutos más en ese bote y yo me hubiera muerto, no estaría acá con vos. Vi cómo se hundió el bote, solo 15 minutos después de que bajamos. Tengo el privilegio de estar viva y la responsabilidad de vivir por todos aquellos que no tuvieron la misma chance. No tengo el derecho a rendirme, no tengo el derecho a ser pesimista Y el optimismo, esto lo dijo Guillermo del Toro, es una elección valiente, radical, rebelde. En estos tiempos el optimismo es una forma de combate, así que cada vez que estoy desalentada, digo: tengo que ser rebelde. Tengo que ser optimista. Tengo que creer que podemos dar batalla con alegría, con belleza, con luz. Soy una militante de la belleza [sonríe].

En persona, Kim Thúy (Saigón, 1968) irradia mucho de lo que se desprende de su escritura: delicadeza, frescura, elegancia y algo así como una luz desbordante.

Nacida en el seno de una familia vietnamita acomodada, a los 10 años fue parte de los Boat People: las personas que, tras la Guerra de Vietnam, se vieron forzadas a dejar el país y huir por mar, en embarcaciones muy precarias, a expensas tanto de las condiciones climáticas como de la ferocidad humana. Permaneció en un campo de refugiados en Malasia hasta que–en el marco de convenios internacionales de ayuda a refugiados- viajó junto a su familia a Quebec, donde adoptaría la lengua francesa y se radicaría definitivamente.

Antes de convertirse en escritora, trabajó como costurera, intérprete, abogada y estuvo a cargo de un restaurante. Toda esa riqueza de experiencias –por caso, la sofisticada sensorialidad de la cocina vietnamita- impregna sus novelas (Ru, Em, Vi, Mãn) y las convierte en un poético viaje intercultural.

Por estos días, en colaboración con el Festival literario internacional de Montreal Blue Metropolis/Metropolis Bleu, Kim Thúy participa del Filba. Justamente este sábado, a las 18.30, en el Malba, intervendrá en el conversatorio “La paradoja de escribir el silencio”, junto a Jesse Ball, con la moderación de Eugenia Zicavo. Y a las 21, en Microgalería (Loyola 514), será parte de “Vivir entre lenguas”, un encuentro de lecturas y música.

-Los ecos del exilio sobrevuelan todos sus libros, pero en ninguno predomina el resentimiento. ¿Cómo se logra esto?

-Siempre tenemos la imagen de refugiado débil, triste, sucio, inútil. Siempre vinculamos esas palabras a la figura del refugiado. Pero cuando ves a un refugiado, ves a una persona que caminó una gran distancia, nadó a través de las olas y las corrientes, escaló montañas, trepó paredes. Sin embargo, nunca nos referimos a eso, nunca hablamos de su fortaleza, no solo las fuerzas físicas, sino también la fuerza mental. Quiero que podamos ver también la otra cara de lo que es ser un refugiado: un ser humano que atravesó un montón de desafíos. La vida es tan difícil… apenas abrís los ojos ya te llueven los desafíos. ¿Cómo podemos seguir parados frente a tantas cosas, un tsunami de desafíos? Creo que la forma es encontrar pequeñas bellezas y concentrarnos en ellas. Si vemos belleza, queremos protegerla. Por suerte la mayoría de nosotros no ha visto el horror de primera mano, de cerca. Pero la belleza es algo que sí, alguna vez en la vida, vimos todos: el cielo azul, el olor de una flor, el sabor de una comida, el tacto tocando la piel. Cuando usamos la belleza para hablar nos vinculamos desde las entrañas, desde los sentidos, no intelectualmente. Con las emociones nos entendemos.

-Y con cierta capacidad de fluir entre las dificultades más que de enfrentarlas. Es algo que está en sus libros, y me preguntaba si tiene que ver con una tradición oriental… o simplemente es una cuestión personal.

– Ay, no sé [se ríe]. Quizá es que a mí no me gusta la confrontación. Creo que no podemos tener una conversación si confrontamos, pero sí podemos tenerla si hay ternura. Lo que necesitamos es entendernos unos a otros, no necesitamos más golpes.

-¿Algo de esto estuvo en la motivación para escribir?

-Como inmigrante, te rige la supervivencia. Yo siempre decía que sí a todas las oportunidades. Me acuerdo de alguien del Ministerio de Relaciones Internacionales, que me dijo: “¿Querés venir a trabajar?” Yo no tenía idea, pero dije que sí [se ríe]. Cuando abrí el restaurante: no sabía cocinar. Ofrecía un solo plato, el que sabía hacer. No se podía elegir. ¡Y los clientes me felicitaban por este “nuevo concepto”! Y la escritura: ¡cometo tantos errores! En francés, en inglés, en vietnamita…

-¿Su primer libro lo escribió directamente en francés?

-Sí. Me fui a los 10 años de Vietnam; había nacido en un momento de conflicto, luego cuando se instaló el comunismo: no había palabras, no había emociones. Si te expresabas, no sobrevivías. Había soldados que vivían con nosotros, que nos vigilaban; entonces en la familia no se hablaba. Para querernos, teníamos que callar. ¿Cómo se aprenden las emociones, los sentimientos en esa situación? Y después, el campo de refugiados. Un lugar que te corta las sensaciones. No podés tener hambre todo el día: entonces, dejás de sentirla. Dejás de oler si vivís al lado de una fosa donde 2000 personas hacen sus necesidades. Yo dormí al lado de una fosa así, durante muchos meses. Se me canceló el olfato, el cerebro lo anula. Es extraordinario cómo una puede vivir sin emociones y sin sensaciones. Cuando llegué a Quebec, llegué a un país libre, un país amable. Siempre me hacían preguntas: “¿cómo te sentís?” ¡Y yo no sabía como me sentía! Tuve que aprender emociones que me eran dichas francés. No puedo escribir en vietnamita porque no tengo acceso a las emociones en esa lengua. Por eso el francés es tan importante para mí, porque me dio una segunda chance en la vida. Antes solo respiraba desde acá [se señala el cuello]; la lengua francesa me permitió respirar desde aquí abajo [se señala el abdomen], profundamente.

Tuve que aprender emociones que me eran dichas francés. No puedo escribir en vietnamita porque no tengo acceso a las emociones en esa lengua. Por eso el francés es tan importante para mí, porque me dio una segunda chance en la vida

Kim Thúy

-Un personaje de la novela Vi, que también dejó Vietnam muy tempranamente, dice que cuando habla en vietnamita habla un lenguaje congelado en el pasado. ¿Qué significa eso?

-Los chinos en Vietnam hablaban el chino más antiguo porque no evolucionaron y como tenían tanto miedo de perder su lengua, la mantenían sin cambios. Te voy a dar otro ejemplo: el francés en Quebec y el francés de Francia. En Francia usan muchas palabras en inglés; en Quebec, no. ¿Por qué? Porque tenemos mucho miedo de perder el francés, estamos rodeados por el inglés. Tenemos tanto miedo de la “invasión inglesa” que muchas de las palabras que usamos son del 1700, del 1800. Al auto, la voiture, lo llamamos char, palabra que se usaba antes de la invención del auto. Char es el carro tirado por caballos. Queremos mantener el idioma porque nos da miedo perderlo.

– Y más allá de Quebec, ¿cuáles son sus miedos?

-¿Mi temor? ¿De verdad querés que te lo cuente? Antes los políticos estaban ahí para darnos una visión de un país. Ahora me parece que solo quieren darnos la imagen incorrecta de quiénes somos. Montreal, Quebec, Canadá: estamos tan abiertos y somos tan amables unos con otros. Pero desde la política se nos dice que no: no nos queremos unos a otros, no nos gustan los extranjeros, no nos gustan los extraños. Solo toman las pequeñas partes oscuras de nosotros y las magnifican. Antes, usábamos la grandeza para describirnos a todos juntos; ahora usamos pequeñas cosas feas para describir quiénes somos y el problema es que sí, esa esa parte fea existe. Así que mi temor es que solo se esté viendo el lado oscuro de los humanos. Canadá es un país amable, pero estamos influenciados por el mundo.

-De sus libros, Em, que pone el foco en las consecuencias de la Guerra de Vietnam, es donde más indaga en esas zonas oscuras.

-Fue tan difícil esa investigación, lloraba y me enojaba tanto. No podía escribir porque yo decía: “mi misión en la vida es diseminar belleza, no estoy acá para difundir el horror”. Tuve que esperar a que el enojo, la ira y la violencia pasaran… dar un paso atrás y ver dónde podía poner luz. Hubo una historia que no pude contar. Es una historia verídica: un soldado que acababa de llegar a Vietnam vio que al lado de las camas de los otros soldados había algo, como un hilo de algo. Cuando se acercó, vio que eran orejas. Orejas de los enemigos: cuando los soldados mataban a un enemigo le cortaban la oreja y la unían con un hilo. Esa historia para mí fue la evidencia del pánico y el trauma de todos esos adolescentes, soldados de 18 o 19 años que eran unos niños en Estados Unidos y de pronto estaban en el campo de batalla, en un país que no conocían. No encontré el modo de contarlo. Después de la publicación del libro, estaba hablando con un periodista de Bélgica y trataba de decirle esto del hilo y no me salía la palabra en francés. Él me dijo: “¿era como un rosario?” Y descubrí que si hubiera tenido esa palabra hubiera podido contar la historia. Porque un rosario… si rezás, es que todavía tenés esperanza.

-Aunque no esté esa historia, es un hermoso libro.

-Fue difícil. Yo estaba enojada conmigo misma por haber creído los mensajes oficiales sobre la de la Guerra de Vietnam. Después de 50 años empezó a salir a la luz documentación. Y cuando escuchás la voz de [Richard] Nixon pidiendo a un general americano en Vietnam que bombardee solo porque necesitaba un titular para que la gente no hablara de Watergate… El general le dice que no puede bombardear, que el clima está muy mal y los civiles van a verse afectados. Y Nixon dice: bombardee. Te enoja mucho. Te enoja. Porque esa bomba fue solo para cubrir sus espaldas. Para nada más.

-¿Qué la salva en esos momentos de ira?

-Creo que no estoy salvada, pero me impongo a mí misma la disciplina de la belleza. Por eso siempre acepto hablar, charlar, ayudar, dar una mano. Quince minutos más en ese bote y yo me hubiera muerto, no estaría acá con vos. Vi cómo se hundió el bote, solo 15 minutos después de que bajamos. Tengo el privilegio de estar viva y la responsabilidad de vivir por todos aquellos que no tuvieron la misma chance. No tengo el derecho a rendirme, no tengo el derecho a ser pesimista Y el optimismo, esto lo dijo Guillermo del Toro, es una elección valiente, radical, rebelde. En estos tiempos el optimismo es una forma de combate, así que cada vez que estoy desalentada, digo: tengo que ser rebelde. Tengo que ser optimista. Tengo que creer que podemos dar batalla con alegría, con belleza, con luz. Soy una militante de la belleza [sonríe].

 A los 10 años, estuvo en un campo de refugiados de Malasia; hoy vive en Quebec, es escritora y dice que, contra los horrores del mundo, “el optimismo es una forma de combate”  LA NACION

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