Las desafortunadas declaraciones del Papa
No pocos argentinos se han lamentado de que durante los primeros 11 años al frente de la Santa Sede, a lo largo de los cuales visitó más de 60 naciones, el papa Francisco, por razones que no alcanzan a entender, haya dejado al margen a su propio país. No han faltado quienes atribuyen esa reticencia del Sumo Pontífice a un especial empeño personal por no ser utilizado políticamente por los gobernantes de turno. Si así hubiere sido realmente, se explicaría aún menos la frecuencia con la cual ha opinado, de un modo u otro, sobre la situación argentina y sus principales actores.
En los últimos días, hubo actitudes del Papa que molestaron más que en otras oportunidades a muchos de sus compatriotas. Se percibió, en particular, con quienes en 2013 celebraron su ascenso al trono de Pedro, sin las reticencias ni el asombro enojoso que exhibió el kirchnerismo. Nos referimos a declaraciones que estuvieron alejadas del tradicional tono doctrinario y pastoral apropiado a los pontífices.
Jorge Bergoglio pronunció esas palabras durante el acto en que se conmemoraron los diez años del primer encuentro de movimientos populares en el Vaticano. Entre los dirigentes sociales que lo rodearon se destacó Juan Grabois. El Papa formuló en esa reunión duras críticas al protocolo antipiquetes puesto en marcha por el gobierno de Javier Milei.
Con referencia a los incidentes y la represión policial de la movilización callejera frente al Congreso en contra del veto a la ley de movilidad jubilatoria, dijo, a partir de un video que, según comentó, le hicieron ver, que “el Gobierno se puso firme y en vez de pagar la justicia social, pagó el gas pimienta”. Habría sido preferible que el Santo Padre hubiera visto una compilación más amplia de imágenes para poder mensurar la real dimensión de los hechos de violencia acontecidos durante la citada manifestación callejera. No ha de olvidar, seguramente, las 14 toneladas de piedras lanzadas contra el Congreso, más la inutilización de otros bienes públicos en una concentración realizada a fines de 2017, durante el gobierno de Mauricio Macri, precisamente como expresión de protesta por la discusión de otra reforma previsional.
Más ambigua todavía resultó una frase del Papa en la que aludió al secretario de un ministro que, según le dijeron, solicitó una coima a un emprendedor. Curiosamente, se abstuvo de brindar precisión alguna sobre el funcionario involucrado o acerca de la época o el país en que se habría registrado el hecho, aunque se supuso que hablaba de la Argentina. Ese tipo de generalizaciones, tan habituales en la Argentina de hoy, sin identificación de fuentes ni destinatarios, ha sido señalada como prototípica del gobierno de Milei. Que el Papa hubiera apelado por igual a ese recurso se ha sumado a las razones del desconcierto público.
Debe valorarse debidamente que Su Santidad haya ratificado de forma simultánea la centralidad de los pobres en la visión de la Iglesia Católica y que insistiera en promover la paz y censurar toda forma de violencia. El contenido del documento que expuso ante los movimientos populares está lleno de referencias a graves problemáticas actuales como la expansión de las apuestas online, el narcotráfico, la prostitución infantil y la trata de personas.
Confunde el hecho de que el Papa convalide a organizaciones que han basado su accionar en los piquetes y bloqueos de calles, valiéndose del clientelismo
No podríamos estar más de acuerdo con esas puntualizaciones en las que abordó fenómenos de enorme gravedad social. Lamentablemente, quedaron eclipsadas por expresiones que descendieron en demasía a la arena política de su propio país, del que ha estado alejado físicamente desde hace más de 11 años. Y, por si fuera poco, expuestas en los términos enojosos que mal podrían pasarse por alto, porque pasarlos por alto no haría bien alguno a la continuidad histórica de la Iglesia desde la perspectiva argentina.
Así las cosas, ha llamado poderosamente la atención el abierto cuestionamiento hecho al gobierno nacional. Ha ido en ese sentido el Papa más lejos de todo lo que se le había escuchado respecto de anteriores administraciones, manchadas, como las protagonizadas por la familia Kirchner y sus conmilitones, por no pocos escándalos de corrupción. Particularmente chocante resulta que se critique el uso por parte de efectivos policiales argentinos de gas pimienta –un elemento no letal empleado por las fuerzas de seguridad de muchos países– y no se condenen con el necesario énfasis las atroces violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen que encabeza el dictador Nicolás Maduro en Venezuela.
Igualmente injusta fue la referencia papal a Julio Roca, al aseverar con absoluta liviandad que “les cortó la cabeza a todos los aborígenes”. cuando deberíamos reconocerle a ese presidente argentino lo mucho que hizo por nuestra integridad territorial y su contribución a la paz, cuando evitó una guerra con Chile, firmando los Pactos de Mayo de 1902.
Confunde, asimismo, el hecho de que el Papa convalide a organizaciones que han basado su accionar en los piquetes y bloqueos de calles, valiéndose del clientelismo y de la utilización de los pobres como carne de cañón para sus planes políticos y para la obtención de fondos públicos que con frecuencia terminan en los bolsillos de sus dirigentes. No menos enrevesado ha sido que el jefe de la Iglesia legitimara la usurpación de la propiedad privada de una tradicional familia entrerriana, ante la presencia de quien fue promotor de ese acto ilegal, como el propio Grabois.
Para quienes hablan en términos tan oscuros sobre un supuesto silencio del Episcopado Argentino –tan oscuros que no se sabe bien si critican o aplauden la posición institucional de la Iglesia en cuestiones relevantes de actualidad–, acaso fuera conveniente que ahincaran en otro tipo de reflexiones. ¿Cuenta el Santo Padre en el Vaticano, en el círculo íntimo, con el asesoramiento prudente, perspicaz y valeroso que corresponde a su altísima investidura, y que actúe como un verdadero estado mayor alerta y capacitado para estimular al jefe en la toma de decisiones acertadas y lo disuada de las que podrían colocarlo en situación incómoda?
Sería benéfico que esta gestión papal fuera recordada, más que por las conflictivas declaraciones de estos días, por su firmeza ante la pedofilia en el ámbito eclesiástico o por su preocupación por la transparencia en las finanzas vaticanas. Para eso fue convocado en 2013 por la mayoría cardenalicia y nadie podrá negar que ha hecho los esfuerzos a su alcance para cumplir el compromiso asumido.
No pocos argentinos se han lamentado de que durante los primeros 11 años al frente de la Santa Sede, a lo largo de los cuales visitó más de 60 naciones, el papa Francisco, por razones que no alcanzan a entender, haya dejado al margen a su propio país. No han faltado quienes atribuyen esa reticencia del Sumo Pontífice a un especial empeño personal por no ser utilizado políticamente por los gobernantes de turno. Si así hubiere sido realmente, se explicaría aún menos la frecuencia con la cual ha opinado, de un modo u otro, sobre la situación argentina y sus principales actores.
En los últimos días, hubo actitudes del Papa que molestaron más que en otras oportunidades a muchos de sus compatriotas. Se percibió, en particular, con quienes en 2013 celebraron su ascenso al trono de Pedro, sin las reticencias ni el asombro enojoso que exhibió el kirchnerismo. Nos referimos a declaraciones que estuvieron alejadas del tradicional tono doctrinario y pastoral apropiado a los pontífices.
Jorge Bergoglio pronunció esas palabras durante el acto en que se conmemoraron los diez años del primer encuentro de movimientos populares en el Vaticano. Entre los dirigentes sociales que lo rodearon se destacó Juan Grabois. El Papa formuló en esa reunión duras críticas al protocolo antipiquetes puesto en marcha por el gobierno de Javier Milei.
Con referencia a los incidentes y la represión policial de la movilización callejera frente al Congreso en contra del veto a la ley de movilidad jubilatoria, dijo, a partir de un video que, según comentó, le hicieron ver, que “el Gobierno se puso firme y en vez de pagar la justicia social, pagó el gas pimienta”. Habría sido preferible que el Santo Padre hubiera visto una compilación más amplia de imágenes para poder mensurar la real dimensión de los hechos de violencia acontecidos durante la citada manifestación callejera. No ha de olvidar, seguramente, las 14 toneladas de piedras lanzadas contra el Congreso, más la inutilización de otros bienes públicos en una concentración realizada a fines de 2017, durante el gobierno de Mauricio Macri, precisamente como expresión de protesta por la discusión de otra reforma previsional.
Más ambigua todavía resultó una frase del Papa en la que aludió al secretario de un ministro que, según le dijeron, solicitó una coima a un emprendedor. Curiosamente, se abstuvo de brindar precisión alguna sobre el funcionario involucrado o acerca de la época o el país en que se habría registrado el hecho, aunque se supuso que hablaba de la Argentina. Ese tipo de generalizaciones, tan habituales en la Argentina de hoy, sin identificación de fuentes ni destinatarios, ha sido señalada como prototípica del gobierno de Milei. Que el Papa hubiera apelado por igual a ese recurso se ha sumado a las razones del desconcierto público.
Debe valorarse debidamente que Su Santidad haya ratificado de forma simultánea la centralidad de los pobres en la visión de la Iglesia Católica y que insistiera en promover la paz y censurar toda forma de violencia. El contenido del documento que expuso ante los movimientos populares está lleno de referencias a graves problemáticas actuales como la expansión de las apuestas online, el narcotráfico, la prostitución infantil y la trata de personas.
Confunde el hecho de que el Papa convalide a organizaciones que han basado su accionar en los piquetes y bloqueos de calles, valiéndose del clientelismo
No podríamos estar más de acuerdo con esas puntualizaciones en las que abordó fenómenos de enorme gravedad social. Lamentablemente, quedaron eclipsadas por expresiones que descendieron en demasía a la arena política de su propio país, del que ha estado alejado físicamente desde hace más de 11 años. Y, por si fuera poco, expuestas en los términos enojosos que mal podrían pasarse por alto, porque pasarlos por alto no haría bien alguno a la continuidad histórica de la Iglesia desde la perspectiva argentina.
Así las cosas, ha llamado poderosamente la atención el abierto cuestionamiento hecho al gobierno nacional. Ha ido en ese sentido el Papa más lejos de todo lo que se le había escuchado respecto de anteriores administraciones, manchadas, como las protagonizadas por la familia Kirchner y sus conmilitones, por no pocos escándalos de corrupción. Particularmente chocante resulta que se critique el uso por parte de efectivos policiales argentinos de gas pimienta –un elemento no letal empleado por las fuerzas de seguridad de muchos países– y no se condenen con el necesario énfasis las atroces violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen que encabeza el dictador Nicolás Maduro en Venezuela.
Igualmente injusta fue la referencia papal a Julio Roca, al aseverar con absoluta liviandad que “les cortó la cabeza a todos los aborígenes”. cuando deberíamos reconocerle a ese presidente argentino lo mucho que hizo por nuestra integridad territorial y su contribución a la paz, cuando evitó una guerra con Chile, firmando los Pactos de Mayo de 1902.
Confunde, asimismo, el hecho de que el Papa convalide a organizaciones que han basado su accionar en los piquetes y bloqueos de calles, valiéndose del clientelismo y de la utilización de los pobres como carne de cañón para sus planes políticos y para la obtención de fondos públicos que con frecuencia terminan en los bolsillos de sus dirigentes. No menos enrevesado ha sido que el jefe de la Iglesia legitimara la usurpación de la propiedad privada de una tradicional familia entrerriana, ante la presencia de quien fue promotor de ese acto ilegal, como el propio Grabois.
Para quienes hablan en términos tan oscuros sobre un supuesto silencio del Episcopado Argentino –tan oscuros que no se sabe bien si critican o aplauden la posición institucional de la Iglesia en cuestiones relevantes de actualidad–, acaso fuera conveniente que ahincaran en otro tipo de reflexiones. ¿Cuenta el Santo Padre en el Vaticano, en el círculo íntimo, con el asesoramiento prudente, perspicaz y valeroso que corresponde a su altísima investidura, y que actúe como un verdadero estado mayor alerta y capacitado para estimular al jefe en la toma de decisiones acertadas y lo disuada de las que podrían colocarlo en situación incómoda?
Sería benéfico que esta gestión papal fuera recordada, más que por las conflictivas declaraciones de estos días, por su firmeza ante la pedofilia en el ámbito eclesiástico o por su preocupación por la transparencia en las finanzas vaticanas. Para eso fue convocado en 2013 por la mayoría cardenalicia y nadie podrá negar que ha hecho los esfuerzos a su alcance para cumplir el compromiso asumido.
El Sumo Pontífice no debería abandonar el tono pastoral y doctrinario de sus mensajes para incursionar en el terreno político local con juicios caracterizados por una llamativa liviandad LA NACION