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¡Bariló, Bariló!

El viaje de egresados es ese salto al vacío en el que los padres les confían sus hijos adolescentes a dos coordinadores que, en el mejor de los casos, casi nunca estuvieron presos.

Después de meses de discutir qué empresa ofrecía el precio y cuál tenía menos chances de quebrar diez minutos antes de salir, ese grupo maravilloso de egresados se sube al micro que los llevará a Bariloche. Por las ventanillas saludarán a sus padres, temerosos de lo que pueda llegar a pasarles a sus angelitos tiernos e indefensos, que subieron al micro con dos parlantes, cigarrillos y ya se armaron tres fernet.

El micro comienza un largo trecho en busca de otros colegios y la preocupación es una sola: todos quieren que se suba gente nueva, linda, divertida y con onda. Y en cada parada para levantar a otras divisiones la realidad empieza a ser otra y comienza a regir la siguiente lógica: “Ojalá que tengan facha y, en caso de no tenerla, que sean buena onda y, en caso de no serlo, que no nos roben”.

Ya con todos arriba, inicia un largo camino hacia Bariloche que se mezcla con charlas, guitarreadas, mates y vino tinto o blanco, dependiendo del programa educativo de cada escuela. Mientras tanto, arranca el relojeo: “Que aquél es lindo”, “Que esa me miró”, “Que a mí nadie me mira”, “Que para qué vine”, “Que por qué Diego Martínez sigue en Boca”.

Luego de una larga noche, ante los ojos de todos aparece Bariloche, ciudad famosa por su Centro Cívico, sus montañas nevadas, sus lagos, sus perros San Bernardos siendo obligados a sacarse fotos y el descontrol hormonal de todos los colegios secundarios del país.

Sin embargo, por más locura hormonal que haya, existe una triste verdad: los varones que no tuvieron relaciones sexuales en Buenos Aires no las tendrán en Bariloche. Es que, ¿por qué un cambio de ciudad les habilitaría tal hazaña? Dicho de otra forma: si en todo el año la compañera que les gusta ni los miró, ¿por qué querría verlos desnudos después de la excursión al Cerro Catedral? A lo sumo, pueden conformarse con el hotel, que es lo más parecido a la vida en una comunidad hippie: las puertas de las habitaciones están abiertas, entra uno, sale el otro, te metés a bañar y hay uno usando tu cepillo de dientes y una noche volviendo del boliche descubrís que la compañera a la que miraste todo el año está mirando a otro bajo tus sábanas.

Ojo, también están los que fueron de novios y su pareja se quedó en Buenos Aires. Esos serán los que estarán todo el día hablando por celular con sus parejas en una validación constante de la fidelidad. Tarea difícil ya que, mientras hablan, por la escalera del hotel bajan las egresadas listas para la fiesta de disfraces. Cada cual sabrá qué hacer: si ser fiel o si ir a hablar con las marineritas, las caperucitas rojas, las piratas, las enfermeras…

¡Ah, y qué sería de Bariloche sin sus boliches! Son los mismos de siempre. Incluso ya estaban cuando Julio Argentino Rocca pasó por ahí con la Campaña del Desierto. Cerebro, Grisú, ByPass, Genux y Roket son algo así como las siete maravillas del mundo moderno pero del calor. No logran que entre una corriente de aire ni en pleno invierno. Y pasarán los años y las costumbres, pero la jarra loca seguirá siendo el Santo Grial de los egresados. Un balde de plástico, una bebida con mucho hielo y poca higiene y mil sorbetes que se asoman son el oasis para que veinte adolescentes transpirados chupen todos al mismo tiempo. Si ahí no nació el Covid, pega en el palo.

Son diez días de emociones, excursiones envueltas en la resaca, cajas de chocolates que vuelven aplastadas, amistades que quedarán en la memoria y hasta una foto, que muchos aún conservan, en la nieve, abrazados a la bandera que dice “Egresados” junto al año que siempre recordarán. Y, aunque jamás pero jamás se cumpla, siempre se repetirá la misma frase grabada en todos los corazones: “¡Que no se corte!”.

El viaje de egresados es ese salto al vacío en el que los padres les confían sus hijos adolescentes a dos coordinadores que, en el mejor de los casos, casi nunca estuvieron presos.

Después de meses de discutir qué empresa ofrecía el precio y cuál tenía menos chances de quebrar diez minutos antes de salir, ese grupo maravilloso de egresados se sube al micro que los llevará a Bariloche. Por las ventanillas saludarán a sus padres, temerosos de lo que pueda llegar a pasarles a sus angelitos tiernos e indefensos, que subieron al micro con dos parlantes, cigarrillos y ya se armaron tres fernet.

El micro comienza un largo trecho en busca de otros colegios y la preocupación es una sola: todos quieren que se suba gente nueva, linda, divertida y con onda. Y en cada parada para levantar a otras divisiones la realidad empieza a ser otra y comienza a regir la siguiente lógica: “Ojalá que tengan facha y, en caso de no tenerla, que sean buena onda y, en caso de no serlo, que no nos roben”.

Ya con todos arriba, inicia un largo camino hacia Bariloche que se mezcla con charlas, guitarreadas, mates y vino tinto o blanco, dependiendo del programa educativo de cada escuela. Mientras tanto, arranca el relojeo: “Que aquél es lindo”, “Que esa me miró”, “Que a mí nadie me mira”, “Que para qué vine”, “Que por qué Diego Martínez sigue en Boca”.

Luego de una larga noche, ante los ojos de todos aparece Bariloche, ciudad famosa por su Centro Cívico, sus montañas nevadas, sus lagos, sus perros San Bernardos siendo obligados a sacarse fotos y el descontrol hormonal de todos los colegios secundarios del país.

Sin embargo, por más locura hormonal que haya, existe una triste verdad: los varones que no tuvieron relaciones sexuales en Buenos Aires no las tendrán en Bariloche. Es que, ¿por qué un cambio de ciudad les habilitaría tal hazaña? Dicho de otra forma: si en todo el año la compañera que les gusta ni los miró, ¿por qué querría verlos desnudos después de la excursión al Cerro Catedral? A lo sumo, pueden conformarse con el hotel, que es lo más parecido a la vida en una comunidad hippie: las puertas de las habitaciones están abiertas, entra uno, sale el otro, te metés a bañar y hay uno usando tu cepillo de dientes y una noche volviendo del boliche descubrís que la compañera a la que miraste todo el año está mirando a otro bajo tus sábanas.

Ojo, también están los que fueron de novios y su pareja se quedó en Buenos Aires. Esos serán los que estarán todo el día hablando por celular con sus parejas en una validación constante de la fidelidad. Tarea difícil ya que, mientras hablan, por la escalera del hotel bajan las egresadas listas para la fiesta de disfraces. Cada cual sabrá qué hacer: si ser fiel o si ir a hablar con las marineritas, las caperucitas rojas, las piratas, las enfermeras…

¡Ah, y qué sería de Bariloche sin sus boliches! Son los mismos de siempre. Incluso ya estaban cuando Julio Argentino Rocca pasó por ahí con la Campaña del Desierto. Cerebro, Grisú, ByPass, Genux y Roket son algo así como las siete maravillas del mundo moderno pero del calor. No logran que entre una corriente de aire ni en pleno invierno. Y pasarán los años y las costumbres, pero la jarra loca seguirá siendo el Santo Grial de los egresados. Un balde de plástico, una bebida con mucho hielo y poca higiene y mil sorbetes que se asoman son el oasis para que veinte adolescentes transpirados chupen todos al mismo tiempo. Si ahí no nació el Covid, pega en el palo.

Son diez días de emociones, excursiones envueltas en la resaca, cajas de chocolates que vuelven aplastadas, amistades que quedarán en la memoria y hasta una foto, que muchos aún conservan, en la nieve, abrazados a la bandera que dice “Egresados” junto al año que siempre recordarán. Y, aunque jamás pero jamás se cumpla, siempre se repetirá la misma frase grabada en todos los corazones: “¡Que no se corte!”.

 El viaje de egresados es una montaña rusa de emociones, nulo sexo y tragos de dudosa procedencia, todo eso en un escenario idílico enmarcado por las montañas  LA NACION

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