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“El saber rompe las cadenas de la esclavitud”: las historias detrás de los carteles que poblaron la marcha universitaria

El suyo fue uno de esos carteles que tienen historia: “Cuando se nace pobre, estudiar es el acto de rebeldía contra el sistema. El saber rompe las cadenas de la esclavitud”, se leía, escrito con fibrón sobre papel madera. Florencia Grajeda, de 24 años, estudiante de medicina en la Universidad de Buenos Aires (UBA) lo sabe bien. Uno de los recuerdos más vivos que tiene de su infancia es cuando su madre las esperaba a ella y a su hermana al salir del colegio. De ahí, las llevaba a la Facultad de Derecho, de la UBA, donde cursaba. Esa era su manera de ganarse un ascenso social. Como no había dinero para pagarle a una niñera, las chicas la acompañaban, mientras los docentes le hacían un guiño para que no tuviera que abandonar los estudios. No era cuestión de todos los días, pero sí era algo que se repetía varias veces a la semana.

“Me acuerdo que los profesores nos traían galletitas de la máquina, nos traían juegos. Y nosotras crecimos con ese deseo de ser parte de ese mundo. Mi mamá se recibió de abogada. De lo contrario, su destino hubiera sido como el de mis abuelos, en Misiones, que trabajaban en el ladrillo y en el cultivo de mandioca. Nosotras vimos desde adentro cómo la educación transforma y te abre otro mundo. Por eso estamos acá, porque no queremos que eso tan maravilloso que caracteriza a nuestro país, que es la educación pública de calidad, desaparezca”, cuenta Grajeda, emocionada, mientras se abre paso con sus compañeras de medicina para llegar hasta la mitad de la plaza del Congreso.

Los carteles que se levantaron esta tarde en la marcha fueron un catalizador de miles de historias, de recorridos, de reclamos distintos que confluyeron en un mismo punto, la defensa de la Universidad pública argentina.

Como el de Pablo Tinaglia, que llegó hasta Sáenz Peña y Avenida de Mayo con un cartel que lo hace emocionar: “Mi hija se recibió en la UNLA [Universidad Nacional de Lanús]”. Él trabaja como pintor, vive en Temperley y se le llena el pecho cuando cuenta que su hija pudo estudiar y recibirse de licenciada en Logística. “¿Ustedes conocen esa universidad? Es hermosa. Alguien como yo jamás hubiera soñado con algo así, no lo hubiera podido pagar. Y fue mucho esfuerzo apoyar para que pudiera terminar, después de siete años. Y hoy tiene trabajo, de lo que le gusta. Y a mí me llena de orgullo y me emociona hasta dónde llegó. Por eso, aunque ella no pudo venir, yo dije: ‘voy, porque es algo que tenemos que defender’”, indica.

Clementina Alcaraz es la madre de Ramón, de 12 años. Mientras el chico come una hamburguesa en uno de los puestos sobre avenida Rivadavia, ella cuenta que es docente de segundo grado en la escuela Adolfo Sourdau, en Malvinas Argentinas. Diseño, ayer, un cartel en la escuela y les contó a sus alumnos. “Estoy acá para que ellos y también mi hijo puedan ir a la universidad, para que en ese momento todavía exista, y no se extinga”, explica.

Ana María Campos es psicopedagoga, tiene 60 años y es madre de tres jóvenes, dos estudiantes y uno que emigró a España. Fue a la marcha con Angelines Veiga, su madre, de 85 años, que vino a la Argentina desde Galicia a los 20. Gracias a la educación pública, indica, hoy tiene hijos y nietos universitarios. “Mi dolor es que mis nieto se vayan otra vez a España, porque ese mecanismo de ascenso social que nosotros vivimos ya no exista más”, dice la mujer. Llegaron con sus carteles abrazados al pecho: “Obreros, inmigrantes, hijos y nietos universitarios. ¿La ves?”. Y el de Angelines: “A jubilados llegamos todos”.

Eduardo Tissera tiene 64 años y es docente de la Facultad de Psicología de la UBA. Trabaja en tres cátedras, dicta 20 horas semanales. “Si trabajara jornada completa, igual no llegaría a la canasta básica. Por eso estamos acá. Porque sabemos que vamos a estar cada vez peor”, apunta.

Matías Fernández, de 18 años, llegó desde Lomas de Zamora con un cartel que decía: “Hijo y nieto de empleadas domésticas. Me gustaría ser profesor”. Llegó en tren y subte, junto con Sofía, su amiga de 19 años, que cursa primer año de medicina en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. También es de Lomas de Zamora. “Como dice mi cartel, mi mamá y mi abuela trabajan limpiando casas. Yo estoy terminando la secundaria y mi sueño es poder ser profesor de arte. Por eso, mi idea es empezar el año que viene en la UNA [Universidad Nacional de las Artes], ojalá lo pueda hacer”, dice Matías.

“Pública, gratuita y de calidad, esto es Argentina”, se lee en el cartel que trajo Silvia Cabral, una bióloga de 69 años, que fue docente universitaria y de secundaria y hoy está jubilada. “Hice mi carrera en la universidad pública y entiendo que eso es la esencia de lo que somos como país”, afirma. Rosario Medel, de 54 años, agrega: “Desfinanciar la universidad pública es como matar a Messi. Es matar aquello que nos caracteriza y nos pone en mejores condiciones frente a los competidores. ¿Quién en su sano juicio haría eso?”, se pregunta.

Martina Muravskis tiene 25 años y está en segundo año de Filosofía, en la UBA. “Todos por muchos años pensamos que la universidad pública gratuita era algo obvio y no era así. Ahora que la quieren tocar, todos reaccionamos. La universidad es una producción cultural que devuelve más de lo que toma. Esto es una disputa cultural, sobre el sentido común, sobre lo que significa para unos y para otros la educación gratuita. Esa es la discusión”, señala.

El suyo fue uno de esos carteles que tienen historia: “Cuando se nace pobre, estudiar es el acto de rebeldía contra el sistema. El saber rompe las cadenas de la esclavitud”, se leía, escrito con fibrón sobre papel madera. Florencia Grajeda, de 24 años, estudiante de medicina en la Universidad de Buenos Aires (UBA) lo sabe bien. Uno de los recuerdos más vivos que tiene de su infancia es cuando su madre las esperaba a ella y a su hermana al salir del colegio. De ahí, las llevaba a la Facultad de Derecho, de la UBA, donde cursaba. Esa era su manera de ganarse un ascenso social. Como no había dinero para pagarle a una niñera, las chicas la acompañaban, mientras los docentes le hacían un guiño para que no tuviera que abandonar los estudios. No era cuestión de todos los días, pero sí era algo que se repetía varias veces a la semana.

“Me acuerdo que los profesores nos traían galletitas de la máquina, nos traían juegos. Y nosotras crecimos con ese deseo de ser parte de ese mundo. Mi mamá se recibió de abogada. De lo contrario, su destino hubiera sido como el de mis abuelos, en Misiones, que trabajaban en el ladrillo y en el cultivo de mandioca. Nosotras vimos desde adentro cómo la educación transforma y te abre otro mundo. Por eso estamos acá, porque no queremos que eso tan maravilloso que caracteriza a nuestro país, que es la educación pública de calidad, desaparezca”, cuenta Grajeda, emocionada, mientras se abre paso con sus compañeras de medicina para llegar hasta la mitad de la plaza del Congreso.

Los carteles que se levantaron esta tarde en la marcha fueron un catalizador de miles de historias, de recorridos, de reclamos distintos que confluyeron en un mismo punto, la defensa de la Universidad pública argentina.

Como el de Pablo Tinaglia, que llegó hasta Sáenz Peña y Avenida de Mayo con un cartel que lo hace emocionar: “Mi hija se recibió en la UNLA [Universidad Nacional de Lanús]”. Él trabaja como pintor, vive en Temperley y se le llena el pecho cuando cuenta que su hija pudo estudiar y recibirse de licenciada en Logística. “¿Ustedes conocen esa universidad? Es hermosa. Alguien como yo jamás hubiera soñado con algo así, no lo hubiera podido pagar. Y fue mucho esfuerzo apoyar para que pudiera terminar, después de siete años. Y hoy tiene trabajo, de lo que le gusta. Y a mí me llena de orgullo y me emociona hasta dónde llegó. Por eso, aunque ella no pudo venir, yo dije: ‘voy, porque es algo que tenemos que defender’”, indica.

Clementina Alcaraz es la madre de Ramón, de 12 años. Mientras el chico come una hamburguesa en uno de los puestos sobre avenida Rivadavia, ella cuenta que es docente de segundo grado en la escuela Adolfo Sourdau, en Malvinas Argentinas. Diseño, ayer, un cartel en la escuela y les contó a sus alumnos. “Estoy acá para que ellos y también mi hijo puedan ir a la universidad, para que en ese momento todavía exista, y no se extinga”, explica.

Ana María Campos es psicopedagoga, tiene 60 años y es madre de tres jóvenes, dos estudiantes y uno que emigró a España. Fue a la marcha con Angelines Veiga, su madre, de 85 años, que vino a la Argentina desde Galicia a los 20. Gracias a la educación pública, indica, hoy tiene hijos y nietos universitarios. “Mi dolor es que mis nieto se vayan otra vez a España, porque ese mecanismo de ascenso social que nosotros vivimos ya no exista más”, dice la mujer. Llegaron con sus carteles abrazados al pecho: “Obreros, inmigrantes, hijos y nietos universitarios. ¿La ves?”. Y el de Angelines: “A jubilados llegamos todos”.

Eduardo Tissera tiene 64 años y es docente de la Facultad de Psicología de la UBA. Trabaja en tres cátedras, dicta 20 horas semanales. “Si trabajara jornada completa, igual no llegaría a la canasta básica. Por eso estamos acá. Porque sabemos que vamos a estar cada vez peor”, apunta.

Matías Fernández, de 18 años, llegó desde Lomas de Zamora con un cartel que decía: “Hijo y nieto de empleadas domésticas. Me gustaría ser profesor”. Llegó en tren y subte, junto con Sofía, su amiga de 19 años, que cursa primer año de medicina en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. También es de Lomas de Zamora. “Como dice mi cartel, mi mamá y mi abuela trabajan limpiando casas. Yo estoy terminando la secundaria y mi sueño es poder ser profesor de arte. Por eso, mi idea es empezar el año que viene en la UNA [Universidad Nacional de las Artes], ojalá lo pueda hacer”, dice Matías.

“Pública, gratuita y de calidad, esto es Argentina”, se lee en el cartel que trajo Silvia Cabral, una bióloga de 69 años, que fue docente universitaria y de secundaria y hoy está jubilada. “Hice mi carrera en la universidad pública y entiendo que eso es la esencia de lo que somos como país”, afirma. Rosario Medel, de 54 años, agrega: “Desfinanciar la universidad pública es como matar a Messi. Es matar aquello que nos caracteriza y nos pone en mejores condiciones frente a los competidores. ¿Quién en su sano juicio haría eso?”, se pregunta.

Martina Muravskis tiene 25 años y está en segundo año de Filosofía, en la UBA. “Todos por muchos años pensamos que la universidad pública gratuita era algo obvio y no era así. Ahora que la quieren tocar, todos reaccionamos. La universidad es una producción cultural que devuelve más de lo que toma. Esto es una disputa cultural, sobre el sentido común, sobre lo que significa para unos y para otros la educación gratuita. Esa es la discusión”, señala.

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