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De maestros y estudiantes, un aniversario y la primavera

Por una serie de coincidencias —las fechas que celebran en septiembre a los maestros, los profesores, los estudiantes y la primavera; el aniversario de una fundación importante, la música entrañable de una obra para piano y el anuncio de una beca—, volví en estos días a pensar en el viejo Conservatorio Nacional, esa antigua casa dedicada a la enseñanza de la música y del arte escénico que hoy cumple cien años y lleva el nombre justo de Carlos López Buchardo, director que durante un cuarto de siglo, desde la fundación del instituto mediante un decreto del presidente Alvear el 7 de julio de 1924 y hasta el día de su muerte en 1948, rigió el destino de esta escuela que por aquel lejano entonces y a semejanza de las tradiciones europeas, se erigía como un faro del arte en la Argentina.

En una conversación con Estela Telerman —histórica y querida profesora del “Nacional” como lo seguimos llamando los que nos formamos en sus aulas y egresamos de sus carreras con el raro orgullo de haber aprobado el terrible “décimo año” con que se obtenía el título de Profesor Superior, actualmente abreviado en la Universidad del Arte (UNA)—, recordábamos con cariño al rector de mis tiempos, el maestro Julio Fainguersh (1936-2000), director del Coro Polifónico y del Coro Estable del Teatro Colón, y el aporte extraordinario con el que hacia fines de los 90 transformó la realidad de varias generaciones ayudado con la donación del gobierno de Japón y la firma Yamaha, de una enorme cantidad de instrumentos musicales: cincuenta en total incluido el fabuloso piano de cola entero, pianos verticales y cuarta cola, violines, cellos, violas, flautas, trompetas, percusiones… Una fiesta de sonidos nuevos en las cuerdas, las maderas y los metales que aportaron su brillo a la sede de la avenida Córdoba elevando la moral de alumnos y maestros en su lucha contra las ruinas y la desidia. Además de los méritos artísticos con que Fainguersch fue reconocido en el ámbito de la música coral, aquel logro que recordamos con alegría, le granjeó a nuestro rector su lugar de privilegio en la historia del Nacional (hoy UNA).

Y coincidiendo con el repaso de la efeméride y los hitos que dicen mucho sobre la vida cultural a la que se aspiraba en la Argentina durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear —el más melómano de nuestros presidentes—, recibí una gacetilla del Centro de Estudios pianísticos informando la reciente creación de la beca Delia Sacerdote de Beretervide en honor a la eximia pianista, discípula de la legendaria Wanda Landowska en París.

Delia Sacerdote (1912-2008), además de la música notable que engalanó las temporadas porteñas con sus brillantes conciertos durante medio siglo, ofreciendo por ejemplo las primeras audiciones de los Estudios de Debussy y la Suite del ballet Petrushka de Igor Stravinsky, fue una anfitriona elegante y cultivada, la más perfecta autoridad de los salones musicales donde se congregaban las luminarias que llegaban al país.

Pero Delia fue, sobre todo para mí, la mamá de Graciela Beretervide, pianista y maestra para quien, a partir de estos pensamientos que se agolparon en un día de primavera, me nace un sentimiento de gratitud muy grande. Porque más allá de los conocimientos que como mi maestra principal del antiguo Conservatorio durante más de una década me supo transmitir con dedicación, las partituras que me enseñó a descifrar, las frases y el gusto que me legó de tanto repetir, la imagen que adoraba de su maestro Claudio Arrau recordándonos a la clase que en sus años berlineses había sido discípulo dilecto de Martin Krause y éste, a su vez, dilecto del húngaro Franz Liszt, para quien el piano no era un instrumento sino “lo que barco al marinero, su lenguaje, su custodio, su confidente, su vida”. Graciela Beretervide fue esa mentora en quien pude proyectar una referencia en mi juventud temprana, el ideal humano por el que me siento agradecida, en todo lo que representa, lo mejor de estos cien años que cumple el Nacional.

Por una serie de coincidencias —las fechas que celebran en septiembre a los maestros, los profesores, los estudiantes y la primavera; el aniversario de una fundación importante, la música entrañable de una obra para piano y el anuncio de una beca—, volví en estos días a pensar en el viejo Conservatorio Nacional, esa antigua casa dedicada a la enseñanza de la música y del arte escénico que hoy cumple cien años y lleva el nombre justo de Carlos López Buchardo, director que durante un cuarto de siglo, desde la fundación del instituto mediante un decreto del presidente Alvear el 7 de julio de 1924 y hasta el día de su muerte en 1948, rigió el destino de esta escuela que por aquel lejano entonces y a semejanza de las tradiciones europeas, se erigía como un faro del arte en la Argentina.

En una conversación con Estela Telerman —histórica y querida profesora del “Nacional” como lo seguimos llamando los que nos formamos en sus aulas y egresamos de sus carreras con el raro orgullo de haber aprobado el terrible “décimo año” con que se obtenía el título de Profesor Superior, actualmente abreviado en la Universidad del Arte (UNA)—, recordábamos con cariño al rector de mis tiempos, el maestro Julio Fainguersh (1936-2000), director del Coro Polifónico y del Coro Estable del Teatro Colón, y el aporte extraordinario con el que hacia fines de los 90 transformó la realidad de varias generaciones ayudado con la donación del gobierno de Japón y la firma Yamaha, de una enorme cantidad de instrumentos musicales: cincuenta en total incluido el fabuloso piano de cola entero, pianos verticales y cuarta cola, violines, cellos, violas, flautas, trompetas, percusiones… Una fiesta de sonidos nuevos en las cuerdas, las maderas y los metales que aportaron su brillo a la sede de la avenida Córdoba elevando la moral de alumnos y maestros en su lucha contra las ruinas y la desidia. Además de los méritos artísticos con que Fainguersch fue reconocido en el ámbito de la música coral, aquel logro que recordamos con alegría, le granjeó a nuestro rector su lugar de privilegio en la historia del Nacional (hoy UNA).

Y coincidiendo con el repaso de la efeméride y los hitos que dicen mucho sobre la vida cultural a la que se aspiraba en la Argentina durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear —el más melómano de nuestros presidentes—, recibí una gacetilla del Centro de Estudios pianísticos informando la reciente creación de la beca Delia Sacerdote de Beretervide en honor a la eximia pianista, discípula de la legendaria Wanda Landowska en París.

Delia Sacerdote (1912-2008), además de la música notable que engalanó las temporadas porteñas con sus brillantes conciertos durante medio siglo, ofreciendo por ejemplo las primeras audiciones de los Estudios de Debussy y la Suite del ballet Petrushka de Igor Stravinsky, fue una anfitriona elegante y cultivada, la más perfecta autoridad de los salones musicales donde se congregaban las luminarias que llegaban al país.

Pero Delia fue, sobre todo para mí, la mamá de Graciela Beretervide, pianista y maestra para quien, a partir de estos pensamientos que se agolparon en un día de primavera, me nace un sentimiento de gratitud muy grande. Porque más allá de los conocimientos que como mi maestra principal del antiguo Conservatorio durante más de una década me supo transmitir con dedicación, las partituras que me enseñó a descifrar, las frases y el gusto que me legó de tanto repetir, la imagen que adoraba de su maestro Claudio Arrau recordándonos a la clase que en sus años berlineses había sido discípulo dilecto de Martin Krause y éste, a su vez, dilecto del húngaro Franz Liszt, para quien el piano no era un instrumento sino “lo que barco al marinero, su lenguaje, su custodio, su confidente, su vida”. Graciela Beretervide fue esa mentora en quien pude proyectar una referencia en mi juventud temprana, el ideal humano por el que me siento agradecida, en todo lo que representa, lo mejor de estos cien años que cumple el Nacional.

 Por una serie de coincidencias —las fechas que celebran en septiembre a los maestros, los profesores, los estudiantes y la primavera; el aniversario de una fundación importante, la música entrañable de una obra para piano y el anuncio de una beca—, volví en estos días a pensar en el viejo Conservatorio Nacional, esa antigua casa dedicada a la enseñanza de la música y del arte escénico que hoy cumple cien años y lleva el nombre justo de Carlos López Buchardo, director que durante un cuarto de siglo, desde la fundación del instituto mediante un decreto del presidente Alvear el 7 de julio de 1924 y hasta el día de su muerte en 1948, rigió el destino de esta escuela que por aquel lejano entonces y a semejanza de las tradiciones europeas, se erigía como un faro del arte en la Argentina.En una conversación con Estela Telerman —histórica y querida profesora del “Nacional” como lo seguimos llamando los que nos formamos en sus aulas y egresamos de sus carreras con el raro orgullo de haber aprobado el terrible “décimo año” con que se obtenía el título de Profesor Superior, actualmente abreviado en la Universidad del Arte (UNA)—, recordábamos con cariño al rector de mis tiempos, el maestro Julio Fainguersh (1936-2000), director del Coro Polifónico y del Coro Estable del Teatro Colón, y el aporte extraordinario con el que hacia fines de los 90 transformó la realidad de varias generaciones ayudado con la donación del gobierno de Japón y la firma Yamaha, de una enorme cantidad de instrumentos musicales: cincuenta en total incluido el fabuloso piano de cola entero, pianos verticales y cuarta cola, violines, cellos, violas, flautas, trompetas, percusiones… Una fiesta de sonidos nuevos en las cuerdas, las maderas y los metales que aportaron su brillo a la sede de la avenida Córdoba elevando la moral de alumnos y maestros en su lucha contra las ruinas y la desidia. Además de los méritos artísticos con que Fainguersch fue reconocido en el ámbito de la música coral, aquel logro que recordamos con alegría, le granjeó a nuestro rector su lugar de privilegio en la historia del Nacional (hoy UNA).Y coincidiendo con el repaso de la efeméride y los hitos que dicen mucho sobre la vida cultural a la que se aspiraba en la Argentina durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear —el más melómano de nuestros presidentes—, recibí una gacetilla del Centro de Estudios pianísticos informando la reciente creación de la beca Delia Sacerdote de Beretervide en honor a la eximia pianista, discípula de la legendaria Wanda Landowska en París.Delia Sacerdote (1912-2008), además de la música notable que engalanó las temporadas porteñas con sus brillantes conciertos durante medio siglo, ofreciendo por ejemplo las primeras audiciones de los Estudios de Debussy y la Suite del ballet Petrushka de Igor Stravinsky, fue una anfitriona elegante y cultivada, la más perfecta autoridad de los salones musicales donde se congregaban las luminarias que llegaban al país.Pero Delia fue, sobre todo para mí, la mamá de Graciela Beretervide, pianista y maestra para quien, a partir de estos pensamientos que se agolparon en un día de primavera, me nace un sentimiento de gratitud muy grande. Porque más allá de los conocimientos que como mi maestra principal del antiguo Conservatorio durante más de una década me supo transmitir con dedicación, las partituras que me enseñó a descifrar, las frases y el gusto que me legó de tanto repetir, la imagen que adoraba de su maestro Claudio Arrau recordándonos a la clase que en sus años berlineses había sido discípulo dilecto de Martin Krause y éste, a su vez, dilecto del húngaro Franz Liszt, para quien el piano no era un instrumento sino “lo que barco al marinero, su lenguaje, su custodio, su confidente, su vida”. Graciela Beretervide fue esa mentora en quien pude proyectar una referencia en mi juventud temprana, el ideal humano por el que me siento agradecida, en todo lo que representa, lo mejor de estos cien años que cumple el Nacional.  LA NACION

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