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Avanza la sombra de la violencia política

La polarización que hoy contamina la política es síntoma de la magnitud de la crisis que sufre el país. El voto a Javier Milei nació de una sociedad exhausta y empobrecida, degradada en lo cultural y lo político por la hegemonía de un kirchnerismo –máscara modelo siglo XXI del peronismo– que construyó un poder personalista sobre la base de la ideología, la violencia política y la adoración al líder. La voracidad del saqueo, unida a la ineptitud en la gestión y la falta de escrúpulos, elevó los índices de pobreza y de inflación. En medio del desgobierno, con el país casi en estado terminal, el voto ungió al candidato que representaba las antípodas ideológicas de lo que había.

El hecho de que la inflación de septiembre haya descendido al 3,5%, la más baja desde 2021, confirma que el populismo fiscal y la corrupción corporativa han sido causas determinantes de la debacle. En esto el electorado no se equivocó: se decidió por el candidato que prometía acabar con el déficit fiscal y el curro como si de una cruzada religiosa se tratara. Pero Milei representa las antípodas del kirchnerismo en esto y no se me ocurre en qué más. Para muchos, es suficiente. Confían en que la baja de la inflación pondrá en marcha la economía y, quien sabe, superada la recesión empezarán a aliviarse los insoportables índices de pobreza. Pero hay un problema: los entusiastas eligen olvidar que Milei supone al mismo tiempo una continuidad respecto del kirchnerismo. Como Cristina Kirchner, también construye un poder personalista sobre la base de la ideología, la violencia política y la adoración al líder. Más de lo mismo. Esa violencia política, que traía una fuerte inercia, recibió con los libertarios un nuevo empujón. Y hoy permea de modo alarmante en toda la sociedad.

De nada servirá encender las alarmas si no advertimos que la violencia está siendo fogoneada desde la misma Presidencia de la Nación

La disputa sobre los recursos de la universidad pública elevó ese índice fatídico. En el Congreso, un asunto que merece un debate inteligente se convirtió en una puja política a matar o morir y eso se trasladó a la calle. La televisión mostró las imágenes de un influencer libertario que, identificado como tal, fue agredido por manifestantes que participaban de la marcha contra el veto a la ley de financiamiento universitario. Tuvo que correr para salvar el pellejo. Pero la soberbia maniquea que exhibió después ante las cámaras de LN+ lo mostró como algo más que una víctima. Era también un canal de la violencia. “Hay que dejar en claro quiénes son los buenos y quiénes los malos”, dijo, y en la categoría de “los otros” englobó a “los orcos”, “los socialistas”, “esas mierdas”. Hasta el chico de Rappi que con su bicicleta protegió al influencer del ataque de la horda –un muchacho mucho más consciente y maduro que su protegido, ejemplar en muchos aspectos– aludió con desprecio a “los zurdos” cuando fue entrevistado al otro día.

Venimos del odio y perseveramos en él. Esto es peligroso. La agresión verbal es violencia, y más cuando apunta a negar la existencia del otro o el derecho a sus propias ideas. Pero de nada servirá encender las alarmas si no advertimos con claridad que esta violencia está siendo fogoneada desde la misma Presidencia de la Nación. La forma en que se expresan estos chicos muestra la influencia que Milei ejerce sobre ellos. Desde arriba, desde el cargo de máxima responsabilidad, baja el ejemplo más nocivo para la convivencia política y social. Lo cuestionamos hasta el hartazgo en el caso de Cristina. ¿Por qué naturalizarlo ahora?

Las excusas para tolerar lo intolerable han sido varias. Hay quienes dicen que los insultos de Milei son una prueba de su autenticidad. “Él es así”, justifica su entorno. Me inclino a creerles, pero mi inquietud aumenta: la cosa, entonces, no tiene remedio. Otros minimizan el asunto, como si fuera solo una cuestión de forma. Quienes señalamos la tendencia del presidente libertario al agravio brutal “no la vemos”: nos distrae un aspecto “estético”, secundario, y nos perdemos lo principal. Pero fondo y forma son inescindibles, y más en política. Están también los que no dicen nada, contentos o resignados ante el hecho de que el léxico de la política se enriquezca con expresiones como “les cerramos el orto”, “ratas miserables”, “zurderío inmundo”, “ensobrados”, “degenerados fiscales” o “casta putrefacta”.

Pido disculpas por reincidir de distintas formas con este tema. Pero empiezo a ver cómo se expande entre los jóvenes el mismo desprecio con el que el Presidente insulta a quienes considera sus enemigos (el periodismo independiente incluido) y a aquellos que no se cuadran ante su voluntad.

Para peor, quienes iniciaron este ciclo de violencia política para imponer un pensamiento único y consagrar a una Cristina eterna siguen echando leña al fuego. En una semana, diputados oficialistas fueron agredidos a pedradas en la Universidad de La Plata, a Martín Menem le llovieron huevazos en Río Gallegos y jóvenes libertarios denunciaron el ataque de una patota antes de un acto de Karina Milei en La Plata. También el kirchnerismo depende de que sus militantes crean que del otro lado se esconde el mismísimo demonio.

Sin darnos cuenta, nos deslizamos por la banquina hacia las aguas estancadas de una sociedad cada vez más dividida e intolerante, más violenta, empujados por el fanatismo de quienes deberían ofrecer el ejemplo contrario. Una sociedad atenazada por los extremos (el mileísmo y el kirchnerismo se necesitan mutuamente), donde el espacio convivencial de centro se diluye, incluso porque quienes están llamados a defenderlo ceden y se encolumnan detrás de uno u otro polo, en un escenario donde quedan excluidos el matiz, la duda y la disposición al diálogo.

La Argentina hoy necesita fundamentalmente dos cosas. Por un lado, reordenamiento económico, y allí Milei tiene hasta ahora logros innegables. Pero después de 20 años de kirchnerismo también necesita paz y concordia, además de una sana convivencia política. Y allí el Presidente nos retrotrae al pasado.

La polarización que hoy contamina la política es síntoma de la magnitud de la crisis que sufre el país. El voto a Javier Milei nació de una sociedad exhausta y empobrecida, degradada en lo cultural y lo político por la hegemonía de un kirchnerismo –máscara modelo siglo XXI del peronismo– que construyó un poder personalista sobre la base de la ideología, la violencia política y la adoración al líder. La voracidad del saqueo, unida a la ineptitud en la gestión y la falta de escrúpulos, elevó los índices de pobreza y de inflación. En medio del desgobierno, con el país casi en estado terminal, el voto ungió al candidato que representaba las antípodas ideológicas de lo que había.

El hecho de que la inflación de septiembre haya descendido al 3,5%, la más baja desde 2021, confirma que el populismo fiscal y la corrupción corporativa han sido causas determinantes de la debacle. En esto el electorado no se equivocó: se decidió por el candidato que prometía acabar con el déficit fiscal y el curro como si de una cruzada religiosa se tratara. Pero Milei representa las antípodas del kirchnerismo en esto y no se me ocurre en qué más. Para muchos, es suficiente. Confían en que la baja de la inflación pondrá en marcha la economía y, quien sabe, superada la recesión empezarán a aliviarse los insoportables índices de pobreza. Pero hay un problema: los entusiastas eligen olvidar que Milei supone al mismo tiempo una continuidad respecto del kirchnerismo. Como Cristina Kirchner, también construye un poder personalista sobre la base de la ideología, la violencia política y la adoración al líder. Más de lo mismo. Esa violencia política, que traía una fuerte inercia, recibió con los libertarios un nuevo empujón. Y hoy permea de modo alarmante en toda la sociedad.

De nada servirá encender las alarmas si no advertimos que la violencia está siendo fogoneada desde la misma Presidencia de la Nación

La disputa sobre los recursos de la universidad pública elevó ese índice fatídico. En el Congreso, un asunto que merece un debate inteligente se convirtió en una puja política a matar o morir y eso se trasladó a la calle. La televisión mostró las imágenes de un influencer libertario que, identificado como tal, fue agredido por manifestantes que participaban de la marcha contra el veto a la ley de financiamiento universitario. Tuvo que correr para salvar el pellejo. Pero la soberbia maniquea que exhibió después ante las cámaras de LN+ lo mostró como algo más que una víctima. Era también un canal de la violencia. “Hay que dejar en claro quiénes son los buenos y quiénes los malos”, dijo, y en la categoría de “los otros” englobó a “los orcos”, “los socialistas”, “esas mierdas”. Hasta el chico de Rappi que con su bicicleta protegió al influencer del ataque de la horda –un muchacho mucho más consciente y maduro que su protegido, ejemplar en muchos aspectos– aludió con desprecio a “los zurdos” cuando fue entrevistado al otro día.

Venimos del odio y perseveramos en él. Esto es peligroso. La agresión verbal es violencia, y más cuando apunta a negar la existencia del otro o el derecho a sus propias ideas. Pero de nada servirá encender las alarmas si no advertimos con claridad que esta violencia está siendo fogoneada desde la misma Presidencia de la Nación. La forma en que se expresan estos chicos muestra la influencia que Milei ejerce sobre ellos. Desde arriba, desde el cargo de máxima responsabilidad, baja el ejemplo más nocivo para la convivencia política y social. Lo cuestionamos hasta el hartazgo en el caso de Cristina. ¿Por qué naturalizarlo ahora?

Las excusas para tolerar lo intolerable han sido varias. Hay quienes dicen que los insultos de Milei son una prueba de su autenticidad. “Él es así”, justifica su entorno. Me inclino a creerles, pero mi inquietud aumenta: la cosa, entonces, no tiene remedio. Otros minimizan el asunto, como si fuera solo una cuestión de forma. Quienes señalamos la tendencia del presidente libertario al agravio brutal “no la vemos”: nos distrae un aspecto “estético”, secundario, y nos perdemos lo principal. Pero fondo y forma son inescindibles, y más en política. Están también los que no dicen nada, contentos o resignados ante el hecho de que el léxico de la política se enriquezca con expresiones como “les cerramos el orto”, “ratas miserables”, “zurderío inmundo”, “ensobrados”, “degenerados fiscales” o “casta putrefacta”.

Pido disculpas por reincidir de distintas formas con este tema. Pero empiezo a ver cómo se expande entre los jóvenes el mismo desprecio con el que el Presidente insulta a quienes considera sus enemigos (el periodismo independiente incluido) y a aquellos que no se cuadran ante su voluntad.

Para peor, quienes iniciaron este ciclo de violencia política para imponer un pensamiento único y consagrar a una Cristina eterna siguen echando leña al fuego. En una semana, diputados oficialistas fueron agredidos a pedradas en la Universidad de La Plata, a Martín Menem le llovieron huevazos en Río Gallegos y jóvenes libertarios denunciaron el ataque de una patota antes de un acto de Karina Milei en La Plata. También el kirchnerismo depende de que sus militantes crean que del otro lado se esconde el mismísimo demonio.

Sin darnos cuenta, nos deslizamos por la banquina hacia las aguas estancadas de una sociedad cada vez más dividida e intolerante, más violenta, empujados por el fanatismo de quienes deberían ofrecer el ejemplo contrario. Una sociedad atenazada por los extremos (el mileísmo y el kirchnerismo se necesitan mutuamente), donde el espacio convivencial de centro se diluye, incluso porque quienes están llamados a defenderlo ceden y se encolumnan detrás de uno u otro polo, en un escenario donde quedan excluidos el matiz, la duda y la disposición al diálogo.

La Argentina hoy necesita fundamentalmente dos cosas. Por un lado, reordenamiento económico, y allí Milei tiene hasta ahora logros innegables. Pero después de 20 años de kirchnerismo también necesita paz y concordia, además de una sana convivencia política. Y allí el Presidente nos retrotrae al pasado.

 La polarización que hoy contamina la política es síntoma de la magnitud de la crisis que sufre el país. El voto a Javier Milei nació de una sociedad exhausta y empobrecida, degradada en lo cultural y lo político por la hegemonía de un kirchnerismo –máscara modelo siglo XXI del peronismo– que construyó un poder personalista sobre la base de la ideología, la violencia política y la adoración al líder. La voracidad del saqueo, unida a la ineptitud en la gestión y la falta de escrúpulos, elevó los índices de pobreza y de inflación. En medio del desgobierno, con el país casi en estado terminal, el voto ungió al candidato que representaba las antípodas ideológicas de lo que había.El hecho de que la inflación de septiembre haya descendido al 3,5%, la más baja desde 2021, confirma que el populismo fiscal y la corrupción corporativa han sido causas determinantes de la debacle. En esto el electorado no se equivocó: se decidió por el candidato que prometía acabar con el déficit fiscal y el curro como si de una cruzada religiosa se tratara. Pero Milei representa las antípodas del kirchnerismo en esto y no se me ocurre en qué más. Para muchos, es suficiente. Confían en que la baja de la inflación pondrá en marcha la economía y, quien sabe, superada la recesión empezarán a aliviarse los insoportables índices de pobreza. Pero hay un problema: los entusiastas eligen olvidar que Milei supone al mismo tiempo una continuidad respecto del kirchnerismo. Como Cristina Kirchner, también construye un poder personalista sobre la base de la ideología, la violencia política y la adoración al líder. Más de lo mismo. Esa violencia política, que traía una fuerte inercia, recibió con los libertarios un nuevo empujón. Y hoy permea de modo alarmante en toda la sociedad.De nada servirá encender las alarmas si no advertimos que la violencia está siendo fogoneada desde la misma Presidencia de la NaciónLa disputa sobre los recursos de la universidad pública elevó ese índice fatídico. En el Congreso, un asunto que merece un debate inteligente se convirtió en una puja política a matar o morir y eso se trasladó a la calle. La televisión mostró las imágenes de un influencer libertario que, identificado como tal, fue agredido por manifestantes que participaban de la marcha contra el veto a la ley de financiamiento universitario. Tuvo que correr para salvar el pellejo. Pero la soberbia maniquea que exhibió después ante las cámaras de LN+ lo mostró como algo más que una víctima. Era también un canal de la violencia. “Hay que dejar en claro quiénes son los buenos y quiénes los malos”, dijo, y en la categoría de “los otros” englobó a “los orcos”, “los socialistas”, “esas mierdas”. Hasta el chico de Rappi que con su bicicleta protegió al influencer del ataque de la horda –un muchacho mucho más consciente y maduro que su protegido, ejemplar en muchos aspectos– aludió con desprecio a “los zurdos” cuando fue entrevistado al otro día.Venimos del odio y perseveramos en él. Esto es peligroso. La agresión verbal es violencia, y más cuando apunta a negar la existencia del otro o el derecho a sus propias ideas. Pero de nada servirá encender las alarmas si no advertimos con claridad que esta violencia está siendo fogoneada desde la misma Presidencia de la Nación. La forma en que se expresan estos chicos muestra la influencia que Milei ejerce sobre ellos. Desde arriba, desde el cargo de máxima responsabilidad, baja el ejemplo más nocivo para la convivencia política y social. Lo cuestionamos hasta el hartazgo en el caso de Cristina. ¿Por qué naturalizarlo ahora?Las excusas para tolerar lo intolerable han sido varias. Hay quienes dicen que los insultos de Milei son una prueba de su autenticidad. “Él es así”, justifica su entorno. Me inclino a creerles, pero mi inquietud aumenta: la cosa, entonces, no tiene remedio. Otros minimizan el asunto, como si fuera solo una cuestión de forma. Quienes señalamos la tendencia del presidente libertario al agravio brutal “no la vemos”: nos distrae un aspecto “estético”, secundario, y nos perdemos lo principal. Pero fondo y forma son inescindibles, y más en política. Están también los que no dicen nada, contentos o resignados ante el hecho de que el léxico de la política se enriquezca con expresiones como “les cerramos el orto”, “ratas miserables”, “zurderío inmundo”, “ensobrados”, “degenerados fiscales” o “casta putrefacta”.Pido disculpas por reincidir de distintas formas con este tema. Pero empiezo a ver cómo se expande entre los jóvenes el mismo desprecio con el que el Presidente insulta a quienes considera sus enemigos (el periodismo independiente incluido) y a aquellos que no se cuadran ante su voluntad.Para peor, quienes iniciaron este ciclo de violencia política para imponer un pensamiento único y consagrar a una Cristina eterna siguen echando leña al fuego. En una semana, diputados oficialistas fueron agredidos a pedradas en la Universidad de La Plata, a Martín Menem le llovieron huevazos en Río Gallegos y jóvenes libertarios denunciaron el ataque de una patota antes de un acto de Karina Milei en La Plata. También el kirchnerismo depende de que sus militantes crean que del otro lado se esconde el mismísimo demonio.Sin darnos cuenta, nos deslizamos por la banquina hacia las aguas estancadas de una sociedad cada vez más dividida e intolerante, más violenta, empujados por el fanatismo de quienes deberían ofrecer el ejemplo contrario. Una sociedad atenazada por los extremos (el mileísmo y el kirchnerismo se necesitan mutuamente), donde el espacio convivencial de centro se diluye, incluso porque quienes están llamados a defenderlo ceden y se encolumnan detrás de uno u otro polo, en un escenario donde quedan excluidos el matiz, la duda y la disposición al diálogo.La Argentina hoy necesita fundamentalmente dos cosas. Por un lado, reordenamiento económico, y allí Milei tiene hasta ahora logros innegables. Pero después de 20 años de kirchnerismo también necesita paz y concordia, además de una sana convivencia política. Y allí el Presidente nos retrotrae al pasado.  LA NACION

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