Incansable y sin miedo a los desafíos, Alejandro Tantanian es aplaudido por Eduardo II, un clásico polémico
Al actor, dramaturgo, docente, director teatral, gestor y régisseur Alejandro Tantanian el mapa de lo diverso lo constituye. De Gerardo Gandini en el CETC del Teatro Colón pasa a un café concert con el primer vedette hombre y “desnudo cuidado”. Así como montó obras claves en la escena independiente también dirigió el Teatro Nacional Cervantes como formó parte del Fondo Nacional de las Artes o estrenó montajes en prestigiosos teatros europeos.
En esta temporada, fue el responsable de presentar un oratorio en el Teatro Colón con Mercedes Morán y una obra con su admirada Marilú Marini. En el recorte de lo cercano, lanzó un libro, tiene en cartel un clásico en la sala mayor del Teatro San Martín mientras prepara una nueva versión del café concert. Pero ahora, en un bar cerca de su departamento en Belgrano, baja para la nota en bermudas y remera deportiva contento por no tener que empilcharse para las fotos que se harán otro día.
A la noche no le quedará otra que ponerse formal y cortés. Tiene función de El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amado Gaveston, las intrigas de la Reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer, el texto de Christopher Marlowe en versión escénica del escritor Carlos Gamerro, la artista visual Oria Puppo (con quien trabaja hace casi 30 años) y suya, que él mismo dirige. En esa obra que despierta fervorizados aplausos trabajan cuatro actores que cumplen roles fundamentales en esta historia escrita en 1592 por el gran predecesor de Shakespeare. Marlowe decidió contar la historia de un rey que ama a otro hombre sin necesidad de esconderlo en ningún placar del palacio inglés, sin andar divirtiéndose entre las virtudes públicas y los vicios privados.
El cuarteto principal del numeroso elenco lo conforman Agustín Pardella como Eduardo II; Eddy García, el amando Gaveston; Sofía Gala Castiglione, la Reina Isabel; y Patricio Aramburu, el arrogante y dudoso Mortimer. Durante dos horas, la sala Martín Coronado se transforma en un verdadero campo minado en el que se cruzan deseos, prejuicios y traiciones en un verdadero thriller atravesado por la tragedia. Eduardo II es “una maquinaria teatral al servicio de un texto fuerte que ilumina el presente como un diamante en llamas”, fue el título de la crítica de LA NACION sobre la última puesta de este activista de la escena.
“Yo estoy muy contento con el trabajo como hace mucho que no me pasaba. Para estos tiempos tan complejos, todo este proceso de ensayo ya fue un refugio. Somos muy conscientes de estar trabajando en algo que amamos, en este contexto de país eso es un situación de lujo”, apunta apenas se prende el grabador y revuelve su café.
-Armaste una numerosa “tribu” de actores y bailarines en la que mezclaste intérpretes con muchas experiencias teatrales en un escenario como la sala Martín Coronado, caso Luciano Suardi, junto a Agustín Pardella, cuya única experiencia en el San Martín fue haber sido la persona que hacía las visitas guiadas.
-El norte para la selección del elenco fue convocar a gente que conozco y admiro, personas que percibía que podían armar comunidad. Es un texto que hace muuucho quería hacer. Desde el inicio quise rodearme con personas que tuvieran hambre de hacer esto. Es una obra grande, compleja y que está buenísimo poder hacer hoy, aunque se trate de un texto del 1500. Su conflicto tiene que ver con la identidad, con alguien que dice yo soy esto, y eso que dice no es tolerado por el poder político, eclesiástico y militar. Desde el primer día pudimos construir una mística de grupo y para eso fue muy importante haber convocado a la coreógrafa Josefina Gorostiza, quien encaró un trabajo físico de mucho compromiso y claridad, eso armó una confianza muy sólida. Jugó a favor mi experiencia el haber trabajado en el San Martín.
-Pero es tu primera vez en la Martín Coronado.
-Es cierto. Era una especie de asignatura pendiente. Era importante llegar, bueno…, decir “llegar”…
-Tomemos esta especie de fallido. Todo esto tiene algo del orden del “llegar”…
-Reconozco que montar una obra en esa sala es parte del canon. Me parecía bien apostar a un elenco vital, que quiera salir a matar. Encontré cuatro protagonistas que la rompen y que asumieron el desafío. Esa sala tiene como una especie de matriz establecida, ligada a ver un texto clásico a cargo de actores reconocidos; nosotros nos apartamos de esa fórmula para buscar otra matriz, que tampoco considero que sea novedosa. Eduardo II es un espectáculo que apunta a la emoción, a la concientización. Mi experiencia de gestión como director de Teatro Nacional Cervantes fue muy importante para darme cuenta del poder que tiene el teatro público a la hora de poner en agenda determinadas cuestiones. Esta obra, además de plantear crímenes de homofobia, de homoodio, plantea esa pelea de la derecha a nivel mundial de ir por sobre las identidades y las minorías. Y está escrita por un autor corrido del eje que se cristalizó con la versión cinematográfica que hizo Dereck Jarman, en el 92.
Mientras que ese año Alejandro Tantanian trabajaba en Babilonia, lugar clave del momento, en los cines de Buenos Aires se estrenó aquel impactante film en el que actuaban Steven Waddington, Andrey Tiernan y Tilda Swinton; y en el que Annie Lennox interpreta la canción Every time we say goodbye. Jarman estrenó su película en los últimos años del gobierno de Margaret Thatcher, que intentaba restringir el discurso sobre la homosexualidad en escuelas e instituciones estatales. Lo suyo fue un hecho artístico, como político.
“El texto hoy expone la misma situación que aquella vez -interpreta el creador-, porque hoy presentamos esta obra mientras que en instituciones oficiales locales no se pueden tocar temas Lgtb o se ataca el derecho de algunas minorías. El tema central de la obra es que Eduardo II vive su homosexualidad de manera pública, no privada. Hay un personaje que le dice a Eduardo: ‘Si usted hubiese guardado más rescato en los cuartos oscuros del palacio nada hubiera pasado’. A lo cual, el rey le responde: ‘no hay cuartos oscuros en el palacio y, a veces, uno se cansa de vivir bajo el agua’. El tema de lo público y lo privado es central. Todo aquello sucedió en el 1300 y Marlowe lo retomó en el 1500 para hablar de algunas cuestiones de las que no se hablaba. Todos sabían que los reyes y las reinas tenían sus favoritos, como se los llamaba a aquellos vínculos sexuales casi secretos; pero esas relaciones sucedían en el plano de lo privado. Lo que decide hacer Eduardo es gobernar junto con su amor, que era un hombre de otro sector social”.
-Ahora bien, ese foco no fue el eje de otras versiones escénicas sobre el reinado de Eduardo II.
-La tradición inglesa ponía a Eduardo como el rey débil, el que desatiende al gobierno porque está mariposeando con el novio. Que puede ser también, ¿por qué no?; pero desde esa perspectiva la homosexualidad quedaba en un segundo plano. Bertolt Brecht hizo su propia versión de Eduardo II para pensar su teatro épico en la Alemania de 1920. Pero para él, como buen homófobo que era, la cosa gay ocupaba un lugar muy menor. Lo que hizo la película de Dereck Jarman fue poner ese aspecto en el centro del relato. Nuestra versión toma ese punto de partida.
-Mencionaste la versión firmada por Marlowe/Brecht. Ese texto se vio justamente en el Cervantes, en 1984, protagonizado por Alfredo Alcón, como Eduardo II, y Antonio Banderas, como su novio. La dirigió el catalán Lluis Pasqual, el que está presentando en la Casacuberta La gran ilusión.
-No llegué a verla pero sé de ella. Yo empecé a obsesionarme con montar Eduardo en 2010. Supe que en algún momento la iba a montar Alberto Ure y que se iba a llamar El rey puto, con Iván González. Hubiera sido la primera vez que se hacía el Eduardo II de Marlowe en la Argentina. Me hubiera encantado que se concretara porque siempre admiré a Ure.
El gran Alberto Ure fue un verdadero agitador de la escena. Fallecido en 2017, en una nota de 1997 publicada en el diario Clarín reflexionaba sobre su idea de puesta. “Este rey es emblema de una profunda subversión de las convenciones -reflexionaba-. Lo suyo es un verdadero atentado a la idea de familia basada en la pareja heterosexual y a la idea de la procreación”.
Volvamos a 2010, a cuando Alejandro Tantanian empezó a entusiasmarse con la idea de montar Eduardo. “Cuando presenté el proyecto iba a girar alrededor de los crímenes de homoodio -apunta-. Hoy tiene el mismo latido a cuando Jarman estrenó la película en medio del gobierno de Thatcher”.
-Jarman se negaba a definirse como gay, no le cerraba esa categoría. En cierto aspecto fue un adelantado de lo queer cuando ese término no estaba circulando. ¿Tu versión de Eduardo II entraría en la categoría de lo queer?
-Es un espectáculo marica, digamos. Es como pensar qué pasa si los que estamos en los márgenes tomamos el centro, qué pasa si nosotros somos gobierno. Es interesante el tema del poder y la homosexualidad, que pareciera ser que no van de la mano. Lo inquietante en el texto de Marlowe es que toma a este personaje que puede, por momentos, ser un tanto desagradable; pero la respuesta a esa actitud es atroz. Termina asesinado a los 29 años. Es como si ante una cachetada vos sacás un revolver y le pegás un tiro en la nuca al que te pegó. Nosotros no ponemos a Eduardo y Gaveston, su novio, como una tragedia amorosa de dos que se aman y el medio los niega. Ambos tienen lo suyo, no son seres de luz, seres puros. Hacen cosas que no están tan buenas, y eso es interesante.
-¿Esta puesta de Eduardo II dialoga a cuando, desde tu rol de curador y gestor, programaste en el Teatro Cervantes dos textos de Copi: Eva Perón y El homosexual?
-Sí, pero son cosas que uno va descubriendo durante el recorrido. Mi propia identidad está constituida por los discursos de los márgenes y por un intento fuerte de llevar eso al centro. Cuando estábamos dirigiendo el Cervantes, pensar en programar un texto de Rafael Spregelburd, La terquedad, como uno de Copi, un autor central en la poética de la imaginación argentina, era fundamental. Claro que en todos estos corrimientos hay un problema que viene de la década del 60 entre “los absurdistas” y “los realistas”. Algo así a cuando aparece una dramaturga como Griselda Gambaro y Roberto Cossa pide que le saquen a esa mujer de adelante. A partir de esa tensión hay dos caminos claros en la dramaturgia argentina.
-Salvando las distancias, aquella tensión de los 60 se reactualizó cuando muchos de ustedes, dramaturgos a los que se los denominaba como emergentes, conformaron el grupo Caraja-ji en los 90 confrontando con los referentes establecidos.
-Digamos que nuestros “abuelos” debían dar paso para que los nietos llegaran. El nexo entre esas dos generaciones fue Mauricio Kartun, quien fue alumno de muchos de esos “abuelos” y maestro de muchos de nosotros. Yo siento que debo asumir ese legado teniendo en claro que me apasiona más el teatro de un Ricardo Monti y que el de Roberto Cossa, sin restarle valor a ninguno de los dos. En el teatro argentino hay un exceso de testosterona, está todo muy formateado por la idea de lo macho que aún llega a los 80 y los 90. De hecho, Ricardo Bartis es un director extraordinario, pero ha generado situaciones muy fuertes en relación de lo que es la idea de lo macho. Por suerte, actualmente hay cierto discurso más permeable, empático y tolerable que, paradójicamente, conviven con un gobierno como el actual, que no tolera lo diferente.
-Hablás asumiendo un lugar del margen, de una especie de cordón del suburbano de la creación escénica. Pero dirigiste el Cervantes, te convocaron varias veces del Teatro Colón, del San Martín, de teatros públicos europeos, ocupaste lugares de gestión de entidades públicas culturales y podría seguir con la enumeración.
-Fueron movimientos que se fueron dando. Entiendo todo esto como una situación, diría, de militancia. La primera vez que dirigí en el San Martín fue con Julia/Una tragedia naturalista, de August Strindberg, en el 2000. Para mí aquello fue algo soñado. El tiempo fue pasando y la última vez que me convocaron del Teatro Colón hice el oratorio Theodora, de Händel, que casi nos juzgan en una plaza pública.
-Por aquel trabajo en el cual participó Mercedes Morán le pidieron la renuncia al que era ministro de Cultura de la Ciudad, Enrique Avogadro.
-Exacto. Theodora era un oratorio que planteaba cosas complicadas de la teología disidente. Esas apuestas son las que me parecen atractivas. Cada vez más pienso mis trabajos desde ese lugar.
El creador de los márgenes: cuando llegó Mauricio Macri a la Casa Rosada pensó en él para dirigir al Teatro Nacional Cervantes. Antes de aceptarlo, lo pensó mucho. “Éste es un gobierno del que no adscribo casi ninguna de sus decisiones”, aseguró cuando asumió el cargo en 2017. Con el paso del tiempo, en 2023 Alejandro Tantanian fue precandidato a legislador porteño por el Nuevo MAS, sector de la izquierda en el ámbito porteño. Aquella gestión que le cambió la cara y el contenido al único teatro que depende del Estado nacional culminó en medio de problemas gremiales que le impidió cerrar la programación pensada.
“Fueron conflictos gremiales ligados íntimamente a la política -interpreta-. Así como nadie te explica cómo ser padre, nadie te dice cómo ser director de un teatro público. Tuvimos mucha prepotencia de trabajo, logramos que el Cervantes funcionara al ciento por ciento cuando antes lo hacía al 30. Eso trajo un problema porque la gente trabajaba más, pero cobraba lo mismo. Luego vinieron las elecciones legislativas y fue claro que el macrismo perdía el poder. Eso provocó un retiro masivo de todos los sostenes posibles del gobierno en relación a nuestra gestión. Nos dejaron solos. Lo entiendo hoy, pero bueno…
-¿Fue dura tu salida del Cervantes?
-Fue muy difícil, pero al muy poco tiempo vino la pandemia… Desde agosto de 2019 hasta dejar el cargo fueron tiempos complicados en medio de una huelga infinita. Un montón de cosas no pudimos hacer. Fue muy salvaje todo, pero está bien. Cuando estás alto más estruendosa es la caída. Y aclaro que no hablo de mí sino que me refiero a la gestión. Claramente había que bajarnos de un hondazo. En medio de eso se atacó a mi persona y eso sí fue doloroso. Y fue injusto, también. Pero, como se dice, al que le gusta el durazno que se banque la pelusa. Aprendí un montón de cosas.
-Después de esas “pelusas”, ¿volverías a aceptar un cargo de ese tipo?
-Sí, pero con un montón de condiciones que ahora sí conozco. Me encanta la gestión. En el Cervantes la primera experiencia de teatros accesibles lo hicimos nosotros. Nos costó dos años elaborar la logística destinada para espectadores con discapacidad visual y auditiva, pero cuando vimos lo que pasaba con esa gente te dabas cuenta que le cambiaba la vida. Eso, ¿ves?, me marcó.
-Tomando esa expresión, ¿algún espectáculo que viste sentado en una butaca te cambió la vida?
-Claro. Cuando vi primera vez a un espectáculo de Pina Bausch como a Tadeusz Kantor, hace 40 años. O, en la Martín Coronado, a El círculo de tiza caucasiano y el Ricardo III, por el Teatro Rustaveli de Georgia dirigido por Robert Sturua. O cuando en medio de una gira por Europa con El Periférico de Objetos presencié una obra de Romeo Castellucci. Creo profundamente que el arte te pude cambiar la vida. De hecho, mi vocación nació sentando en una butaca de la Martín Coronado viendo El casamiento, el texto de Witold Gombrowicz dirigido por Laura Yusem. A partir de esa obra decidí hacer teatro y me fui a estudiar con ella. En perspectiva, yo le debo todo al Teatro San Martín.
-Si la pregunta anterior te remitió a tu etapa formativa, desde hace años das clases. De hecho, el libro Tres clases, editado por Blatt & Ríos, da cuenta de tu lugar de formador.
-El texto nació durante la pandemia. Eran momentos con mucha gente en sus casas por motivos obvios y yo necesita una forma de ganarme la vida. Por eso propuse dar una clases como para todo público. Empecé a estudiar algunas cosas que me interesaban y terminé reparando en Shakespeare, haciendo eje en Hamlet; en tres obras de Tennessee Williams y en Bertolt Brecht. Siempre di clases que nunca las preparo académicamente; pero nunca las había grabado. Lo tuve que hacer para poder pasársela a los alumnos que no se podían conectar en el momento. Yo ya estaba en charlas con Mariano Blatt y Damián Ríos, de la editorial, para publicar algo mío y les terminé proponiendo ese material. Se los pasé, lo aceptaron y lo terminó editando Andrés Gallina, persona clave en todo el proceso. Yo quería que el que me conoce hablando me reconociera en esas páginas.
-Ese propósito de rescatar la oralidad está sumamente logrado. Todo fluye en el libro. Va de lo académico y la agudeza intelectual al registro irónico, liviano.
-Para mí es un libro que puede leer cualquier persona que le gusta el teatro.
-Si este libro tuviera una próximo edición dedicada a dramaturgos locales, ¿quiénes serían?
-Claramente, Monti, uno de los grandes autores argentinos. Le sumaría Rafael Spregelburd, que me parece que tiene una obra única, es el mejor de nuestra generación. Y entre los más jóvenes, me gusta mucho José Guerrero, aunque no tenga tanta obra por motivos generacionales. El trío Monti, Spregelburd y Guerrero me parece potente.
-En Tres clases cuando reparás en Tennessee Williams confesás que fue el autor que marcó tu adolescencia. Decís de él que es un creador difícil de encasillar un autor mutante. En perspectiva, pareciera ser que estuvieras hablando de vos.
-Ojalá [sonríe]. Bueno, recuerdo una nota que me hiciste hace años que titulaste “El intelectual que se calzó el conchero”.
-Lo habías dicho vos. Fue en 2010. Estabas haciendo Viaje de invierno. En ese espectáculos cantabas temas de Jacques Brel, algunas arias de ópera junto como un tema pop de Gloria Trevi. En esa nota, tengo la copia acá, dijiste: “Entré por la puerta del teatro, demostré que soy inteligente y después me calcé el conchero”.
– Esa posibilidad de calzarme el conchero ya lo había concretado en De lágrima, que fue la primer vez que canté en público, cosa que había hecho toda mi vida encerrado en mi cuarto. Si hablamos antes de lo privado y lo público, el cantar era parte de lo privado interpretando canciones que hicieron famosas Nacha Guevara, la Piaf o Barbra Streisand. La música me da libertad. En cierta forma, cuando monté Los mansos fue la primera vez que uní esos dos hemisferios.
-En algunas de esas propuestas musicales también te animabas al monólogo político como si fueras una especie de Enrique Pinti de las nuevas generaciones que analizaba los titulares de los diarios. Esa línea parece ser la del cabaret con el primer vedette hombre, como se anuncia, que dirigís y en el que Franco Torchia se presenta como un capocómico.
-En cierta forma es así. Como nunca… ¡otra vez! es un proyecto al que me sumé antes de que asumiera Javier Milei. Lo hicimos en Casa Brandon y pasó algo increíble: por primera vez nos estábamos riendo de todo esto que estamos viviendo. La posibilidad de sostenernos tiene que ver con tener margen para reírnos, eso también es una militancia posible. Aquello fue creciendo y, desde noviembre, lo presentaremos en las trasnoches de El Picadero. Claramente sique la línea del café concert político que empezaron gentes como Antonio Gasalla o Enrique Pinti y esos emprendimientos de Lino Patalano en lugares a los que les ponía nombres dislocados.
-Nombraste a Lino Patalano y en la serie Cris Miró (Ella) justamente hiciste de esa figura emblema del teatro Maipo.
-Es como un gran familia (sonríe con cierta nostalgia). Tuve la suerte de conocer a Lino. Fue el productor de Nada del amor me produce envidia, con Soledad Silveyra; y era un ser realmente único. Por eso mismo cuando me propusieron hacer de él en la serie ni lo dudé.
Para Alejandro Tantanian cuando vio La consagración de la primavera, de la gran Pina Bausch, o Wielopole Wielopole, del polaco Tadeus Kantor, fueron fundamentales para su imaginario creativo. Pero, fiel a su estilo de “militar” una amplia paleta por fuera de todo rígido manual de estilo, ante la consulta de cuál fue el último montaje que le rompió la cabeza, para usar su expresión, suelta un título un tanto sorprendente: Sunset Boulevard, el musical de Andrew Lloyd Webber basado en la película El crepúsculo de los dioses, que supo interpretar Glenn Close en Broadway.
“Pero me refiero a la puesta que hace Jamie Lloyd, el mismo que dirigió a Elena Roger en Piaf -aclara inmediatamente-. Es lo mejor que ví en los últimos años, creéme. De pedo lo vi en Londres antes del estreno. Había visto montajes de ese director y en Sunset Boulevard la rompe. Me voló la cabeza. Es la reinversión de un género. Ganó todos los premios y ahora se acaba de estrenar en Nueva York. Es un fucking genio ese director. Cuando se estrenó esa obra fue conocida como el musical más caro, más fastuoso que lo interpretaron verdaderas divas. Medio que la gente aplaudía las escenografías, una locura. Esta versión es una tragedia griega muy de la época. Si se quiere, en esta puesta la historia de Norma Desmond, una estrella del cine mudo en decadencia, pude ser la historia de una influencer al la que no le ponen likes. Y resuelve todo con sillas, pocos cambios de ropas y proyecciones. Salí, me compré una entrada, y volví al día siguiente”.
Tal vez, salió del teatro londinense y (parafraseando a un tema de Gloria Trevi que cantaba en un teatro porteño), la noche, ya no era oscura; era de lentejuelas. Un Alejandro Tantanian auténtico.
Al actor, dramaturgo, docente, director teatral, gestor y régisseur Alejandro Tantanian el mapa de lo diverso lo constituye. De Gerardo Gandini en el CETC del Teatro Colón pasa a un café concert con el primer vedette hombre y “desnudo cuidado”. Así como montó obras claves en la escena independiente también dirigió el Teatro Nacional Cervantes como formó parte del Fondo Nacional de las Artes o estrenó montajes en prestigiosos teatros europeos.
En esta temporada, fue el responsable de presentar un oratorio en el Teatro Colón con Mercedes Morán y una obra con su admirada Marilú Marini. En el recorte de lo cercano, lanzó un libro, tiene en cartel un clásico en la sala mayor del Teatro San Martín mientras prepara una nueva versión del café concert. Pero ahora, en un bar cerca de su departamento en Belgrano, baja para la nota en bermudas y remera deportiva contento por no tener que empilcharse para las fotos que se harán otro día.
A la noche no le quedará otra que ponerse formal y cortés. Tiene función de El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amado Gaveston, las intrigas de la Reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer, el texto de Christopher Marlowe en versión escénica del escritor Carlos Gamerro, la artista visual Oria Puppo (con quien trabaja hace casi 30 años) y suya, que él mismo dirige. En esa obra que despierta fervorizados aplausos trabajan cuatro actores que cumplen roles fundamentales en esta historia escrita en 1592 por el gran predecesor de Shakespeare. Marlowe decidió contar la historia de un rey que ama a otro hombre sin necesidad de esconderlo en ningún placar del palacio inglés, sin andar divirtiéndose entre las virtudes públicas y los vicios privados.
El cuarteto principal del numeroso elenco lo conforman Agustín Pardella como Eduardo II; Eddy García, el amando Gaveston; Sofía Gala Castiglione, la Reina Isabel; y Patricio Aramburu, el arrogante y dudoso Mortimer. Durante dos horas, la sala Martín Coronado se transforma en un verdadero campo minado en el que se cruzan deseos, prejuicios y traiciones en un verdadero thriller atravesado por la tragedia. Eduardo II es “una maquinaria teatral al servicio de un texto fuerte que ilumina el presente como un diamante en llamas”, fue el título de la crítica de LA NACION sobre la última puesta de este activista de la escena.
“Yo estoy muy contento con el trabajo como hace mucho que no me pasaba. Para estos tiempos tan complejos, todo este proceso de ensayo ya fue un refugio. Somos muy conscientes de estar trabajando en algo que amamos, en este contexto de país eso es un situación de lujo”, apunta apenas se prende el grabador y revuelve su café.
-Armaste una numerosa “tribu” de actores y bailarines en la que mezclaste intérpretes con muchas experiencias teatrales en un escenario como la sala Martín Coronado, caso Luciano Suardi, junto a Agustín Pardella, cuya única experiencia en el San Martín fue haber sido la persona que hacía las visitas guiadas.
-El norte para la selección del elenco fue convocar a gente que conozco y admiro, personas que percibía que podían armar comunidad. Es un texto que hace muuucho quería hacer. Desde el inicio quise rodearme con personas que tuvieran hambre de hacer esto. Es una obra grande, compleja y que está buenísimo poder hacer hoy, aunque se trate de un texto del 1500. Su conflicto tiene que ver con la identidad, con alguien que dice yo soy esto, y eso que dice no es tolerado por el poder político, eclesiástico y militar. Desde el primer día pudimos construir una mística de grupo y para eso fue muy importante haber convocado a la coreógrafa Josefina Gorostiza, quien encaró un trabajo físico de mucho compromiso y claridad, eso armó una confianza muy sólida. Jugó a favor mi experiencia el haber trabajado en el San Martín.
-Pero es tu primera vez en la Martín Coronado.
-Es cierto. Era una especie de asignatura pendiente. Era importante llegar, bueno…, decir “llegar”…
-Tomemos esta especie de fallido. Todo esto tiene algo del orden del “llegar”…
-Reconozco que montar una obra en esa sala es parte del canon. Me parecía bien apostar a un elenco vital, que quiera salir a matar. Encontré cuatro protagonistas que la rompen y que asumieron el desafío. Esa sala tiene como una especie de matriz establecida, ligada a ver un texto clásico a cargo de actores reconocidos; nosotros nos apartamos de esa fórmula para buscar otra matriz, que tampoco considero que sea novedosa. Eduardo II es un espectáculo que apunta a la emoción, a la concientización. Mi experiencia de gestión como director de Teatro Nacional Cervantes fue muy importante para darme cuenta del poder que tiene el teatro público a la hora de poner en agenda determinadas cuestiones. Esta obra, además de plantear crímenes de homofobia, de homoodio, plantea esa pelea de la derecha a nivel mundial de ir por sobre las identidades y las minorías. Y está escrita por un autor corrido del eje que se cristalizó con la versión cinematográfica que hizo Dereck Jarman, en el 92.
Mientras que ese año Alejandro Tantanian trabajaba en Babilonia, lugar clave del momento, en los cines de Buenos Aires se estrenó aquel impactante film en el que actuaban Steven Waddington, Andrey Tiernan y Tilda Swinton; y en el que Annie Lennox interpreta la canción Every time we say goodbye. Jarman estrenó su película en los últimos años del gobierno de Margaret Thatcher, que intentaba restringir el discurso sobre la homosexualidad en escuelas e instituciones estatales. Lo suyo fue un hecho artístico, como político.
“El texto hoy expone la misma situación que aquella vez -interpreta el creador-, porque hoy presentamos esta obra mientras que en instituciones oficiales locales no se pueden tocar temas Lgtb o se ataca el derecho de algunas minorías. El tema central de la obra es que Eduardo II vive su homosexualidad de manera pública, no privada. Hay un personaje que le dice a Eduardo: ‘Si usted hubiese guardado más rescato en los cuartos oscuros del palacio nada hubiera pasado’. A lo cual, el rey le responde: ‘no hay cuartos oscuros en el palacio y, a veces, uno se cansa de vivir bajo el agua’. El tema de lo público y lo privado es central. Todo aquello sucedió en el 1300 y Marlowe lo retomó en el 1500 para hablar de algunas cuestiones de las que no se hablaba. Todos sabían que los reyes y las reinas tenían sus favoritos, como se los llamaba a aquellos vínculos sexuales casi secretos; pero esas relaciones sucedían en el plano de lo privado. Lo que decide hacer Eduardo es gobernar junto con su amor, que era un hombre de otro sector social”.
-Ahora bien, ese foco no fue el eje de otras versiones escénicas sobre el reinado de Eduardo II.
-La tradición inglesa ponía a Eduardo como el rey débil, el que desatiende al gobierno porque está mariposeando con el novio. Que puede ser también, ¿por qué no?; pero desde esa perspectiva la homosexualidad quedaba en un segundo plano. Bertolt Brecht hizo su propia versión de Eduardo II para pensar su teatro épico en la Alemania de 1920. Pero para él, como buen homófobo que era, la cosa gay ocupaba un lugar muy menor. Lo que hizo la película de Dereck Jarman fue poner ese aspecto en el centro del relato. Nuestra versión toma ese punto de partida.
-Mencionaste la versión firmada por Marlowe/Brecht. Ese texto se vio justamente en el Cervantes, en 1984, protagonizado por Alfredo Alcón, como Eduardo II, y Antonio Banderas, como su novio. La dirigió el catalán Lluis Pasqual, el que está presentando en la Casacuberta La gran ilusión.
-No llegué a verla pero sé de ella. Yo empecé a obsesionarme con montar Eduardo en 2010. Supe que en algún momento la iba a montar Alberto Ure y que se iba a llamar El rey puto, con Iván González. Hubiera sido la primera vez que se hacía el Eduardo II de Marlowe en la Argentina. Me hubiera encantado que se concretara porque siempre admiré a Ure.
El gran Alberto Ure fue un verdadero agitador de la escena. Fallecido en 2017, en una nota de 1997 publicada en el diario Clarín reflexionaba sobre su idea de puesta. “Este rey es emblema de una profunda subversión de las convenciones -reflexionaba-. Lo suyo es un verdadero atentado a la idea de familia basada en la pareja heterosexual y a la idea de la procreación”.
Volvamos a 2010, a cuando Alejandro Tantanian empezó a entusiasmarse con la idea de montar Eduardo. “Cuando presenté el proyecto iba a girar alrededor de los crímenes de homoodio -apunta-. Hoy tiene el mismo latido a cuando Jarman estrenó la película en medio del gobierno de Thatcher”.
-Jarman se negaba a definirse como gay, no le cerraba esa categoría. En cierto aspecto fue un adelantado de lo queer cuando ese término no estaba circulando. ¿Tu versión de Eduardo II entraría en la categoría de lo queer?
-Es un espectáculo marica, digamos. Es como pensar qué pasa si los que estamos en los márgenes tomamos el centro, qué pasa si nosotros somos gobierno. Es interesante el tema del poder y la homosexualidad, que pareciera ser que no van de la mano. Lo inquietante en el texto de Marlowe es que toma a este personaje que puede, por momentos, ser un tanto desagradable; pero la respuesta a esa actitud es atroz. Termina asesinado a los 29 años. Es como si ante una cachetada vos sacás un revolver y le pegás un tiro en la nuca al que te pegó. Nosotros no ponemos a Eduardo y Gaveston, su novio, como una tragedia amorosa de dos que se aman y el medio los niega. Ambos tienen lo suyo, no son seres de luz, seres puros. Hacen cosas que no están tan buenas, y eso es interesante.
-¿Esta puesta de Eduardo II dialoga a cuando, desde tu rol de curador y gestor, programaste en el Teatro Cervantes dos textos de Copi: Eva Perón y El homosexual?
-Sí, pero son cosas que uno va descubriendo durante el recorrido. Mi propia identidad está constituida por los discursos de los márgenes y por un intento fuerte de llevar eso al centro. Cuando estábamos dirigiendo el Cervantes, pensar en programar un texto de Rafael Spregelburd, La terquedad, como uno de Copi, un autor central en la poética de la imaginación argentina, era fundamental. Claro que en todos estos corrimientos hay un problema que viene de la década del 60 entre “los absurdistas” y “los realistas”. Algo así a cuando aparece una dramaturga como Griselda Gambaro y Roberto Cossa pide que le saquen a esa mujer de adelante. A partir de esa tensión hay dos caminos claros en la dramaturgia argentina.
-Salvando las distancias, aquella tensión de los 60 se reactualizó cuando muchos de ustedes, dramaturgos a los que se los denominaba como emergentes, conformaron el grupo Caraja-ji en los 90 confrontando con los referentes establecidos.
-Digamos que nuestros “abuelos” debían dar paso para que los nietos llegaran. El nexo entre esas dos generaciones fue Mauricio Kartun, quien fue alumno de muchos de esos “abuelos” y maestro de muchos de nosotros. Yo siento que debo asumir ese legado teniendo en claro que me apasiona más el teatro de un Ricardo Monti y que el de Roberto Cossa, sin restarle valor a ninguno de los dos. En el teatro argentino hay un exceso de testosterona, está todo muy formateado por la idea de lo macho que aún llega a los 80 y los 90. De hecho, Ricardo Bartis es un director extraordinario, pero ha generado situaciones muy fuertes en relación de lo que es la idea de lo macho. Por suerte, actualmente hay cierto discurso más permeable, empático y tolerable que, paradójicamente, conviven con un gobierno como el actual, que no tolera lo diferente.
-Hablás asumiendo un lugar del margen, de una especie de cordón del suburbano de la creación escénica. Pero dirigiste el Cervantes, te convocaron varias veces del Teatro Colón, del San Martín, de teatros públicos europeos, ocupaste lugares de gestión de entidades públicas culturales y podría seguir con la enumeración.
-Fueron movimientos que se fueron dando. Entiendo todo esto como una situación, diría, de militancia. La primera vez que dirigí en el San Martín fue con Julia/Una tragedia naturalista, de August Strindberg, en el 2000. Para mí aquello fue algo soñado. El tiempo fue pasando y la última vez que me convocaron del Teatro Colón hice el oratorio Theodora, de Händel, que casi nos juzgan en una plaza pública.
-Por aquel trabajo en el cual participó Mercedes Morán le pidieron la renuncia al que era ministro de Cultura de la Ciudad, Enrique Avogadro.
-Exacto. Theodora era un oratorio que planteaba cosas complicadas de la teología disidente. Esas apuestas son las que me parecen atractivas. Cada vez más pienso mis trabajos desde ese lugar.
El creador de los márgenes: cuando llegó Mauricio Macri a la Casa Rosada pensó en él para dirigir al Teatro Nacional Cervantes. Antes de aceptarlo, lo pensó mucho. “Éste es un gobierno del que no adscribo casi ninguna de sus decisiones”, aseguró cuando asumió el cargo en 2017. Con el paso del tiempo, en 2023 Alejandro Tantanian fue precandidato a legislador porteño por el Nuevo MAS, sector de la izquierda en el ámbito porteño. Aquella gestión que le cambió la cara y el contenido al único teatro que depende del Estado nacional culminó en medio de problemas gremiales que le impidió cerrar la programación pensada.
“Fueron conflictos gremiales ligados íntimamente a la política -interpreta-. Así como nadie te explica cómo ser padre, nadie te dice cómo ser director de un teatro público. Tuvimos mucha prepotencia de trabajo, logramos que el Cervantes funcionara al ciento por ciento cuando antes lo hacía al 30. Eso trajo un problema porque la gente trabajaba más, pero cobraba lo mismo. Luego vinieron las elecciones legislativas y fue claro que el macrismo perdía el poder. Eso provocó un retiro masivo de todos los sostenes posibles del gobierno en relación a nuestra gestión. Nos dejaron solos. Lo entiendo hoy, pero bueno…
-¿Fue dura tu salida del Cervantes?
-Fue muy difícil, pero al muy poco tiempo vino la pandemia… Desde agosto de 2019 hasta dejar el cargo fueron tiempos complicados en medio de una huelga infinita. Un montón de cosas no pudimos hacer. Fue muy salvaje todo, pero está bien. Cuando estás alto más estruendosa es la caída. Y aclaro que no hablo de mí sino que me refiero a la gestión. Claramente había que bajarnos de un hondazo. En medio de eso se atacó a mi persona y eso sí fue doloroso. Y fue injusto, también. Pero, como se dice, al que le gusta el durazno que se banque la pelusa. Aprendí un montón de cosas.
-Después de esas “pelusas”, ¿volverías a aceptar un cargo de ese tipo?
-Sí, pero con un montón de condiciones que ahora sí conozco. Me encanta la gestión. En el Cervantes la primera experiencia de teatros accesibles lo hicimos nosotros. Nos costó dos años elaborar la logística destinada para espectadores con discapacidad visual y auditiva, pero cuando vimos lo que pasaba con esa gente te dabas cuenta que le cambiaba la vida. Eso, ¿ves?, me marcó.
-Tomando esa expresión, ¿algún espectáculo que viste sentado en una butaca te cambió la vida?
-Claro. Cuando vi primera vez a un espectáculo de Pina Bausch como a Tadeusz Kantor, hace 40 años. O, en la Martín Coronado, a El círculo de tiza caucasiano y el Ricardo III, por el Teatro Rustaveli de Georgia dirigido por Robert Sturua. O cuando en medio de una gira por Europa con El Periférico de Objetos presencié una obra de Romeo Castellucci. Creo profundamente que el arte te pude cambiar la vida. De hecho, mi vocación nació sentando en una butaca de la Martín Coronado viendo El casamiento, el texto de Witold Gombrowicz dirigido por Laura Yusem. A partir de esa obra decidí hacer teatro y me fui a estudiar con ella. En perspectiva, yo le debo todo al Teatro San Martín.
-Si la pregunta anterior te remitió a tu etapa formativa, desde hace años das clases. De hecho, el libro Tres clases, editado por Blatt & Ríos, da cuenta de tu lugar de formador.
-El texto nació durante la pandemia. Eran momentos con mucha gente en sus casas por motivos obvios y yo necesita una forma de ganarme la vida. Por eso propuse dar una clases como para todo público. Empecé a estudiar algunas cosas que me interesaban y terminé reparando en Shakespeare, haciendo eje en Hamlet; en tres obras de Tennessee Williams y en Bertolt Brecht. Siempre di clases que nunca las preparo académicamente; pero nunca las había grabado. Lo tuve que hacer para poder pasársela a los alumnos que no se podían conectar en el momento. Yo ya estaba en charlas con Mariano Blatt y Damián Ríos, de la editorial, para publicar algo mío y les terminé proponiendo ese material. Se los pasé, lo aceptaron y lo terminó editando Andrés Gallina, persona clave en todo el proceso. Yo quería que el que me conoce hablando me reconociera en esas páginas.
-Ese propósito de rescatar la oralidad está sumamente logrado. Todo fluye en el libro. Va de lo académico y la agudeza intelectual al registro irónico, liviano.
-Para mí es un libro que puede leer cualquier persona que le gusta el teatro.
-Si este libro tuviera una próximo edición dedicada a dramaturgos locales, ¿quiénes serían?
-Claramente, Monti, uno de los grandes autores argentinos. Le sumaría Rafael Spregelburd, que me parece que tiene una obra única, es el mejor de nuestra generación. Y entre los más jóvenes, me gusta mucho José Guerrero, aunque no tenga tanta obra por motivos generacionales. El trío Monti, Spregelburd y Guerrero me parece potente.
-En Tres clases cuando reparás en Tennessee Williams confesás que fue el autor que marcó tu adolescencia. Decís de él que es un creador difícil de encasillar un autor mutante. En perspectiva, pareciera ser que estuvieras hablando de vos.
-Ojalá [sonríe]. Bueno, recuerdo una nota que me hiciste hace años que titulaste “El intelectual que se calzó el conchero”.
-Lo habías dicho vos. Fue en 2010. Estabas haciendo Viaje de invierno. En ese espectáculos cantabas temas de Jacques Brel, algunas arias de ópera junto como un tema pop de Gloria Trevi. En esa nota, tengo la copia acá, dijiste: “Entré por la puerta del teatro, demostré que soy inteligente y después me calcé el conchero”.
– Esa posibilidad de calzarme el conchero ya lo había concretado en De lágrima, que fue la primer vez que canté en público, cosa que había hecho toda mi vida encerrado en mi cuarto. Si hablamos antes de lo privado y lo público, el cantar era parte de lo privado interpretando canciones que hicieron famosas Nacha Guevara, la Piaf o Barbra Streisand. La música me da libertad. En cierta forma, cuando monté Los mansos fue la primera vez que uní esos dos hemisferios.
-En algunas de esas propuestas musicales también te animabas al monólogo político como si fueras una especie de Enrique Pinti de las nuevas generaciones que analizaba los titulares de los diarios. Esa línea parece ser la del cabaret con el primer vedette hombre, como se anuncia, que dirigís y en el que Franco Torchia se presenta como un capocómico.
-En cierta forma es así. Como nunca… ¡otra vez! es un proyecto al que me sumé antes de que asumiera Javier Milei. Lo hicimos en Casa Brandon y pasó algo increíble: por primera vez nos estábamos riendo de todo esto que estamos viviendo. La posibilidad de sostenernos tiene que ver con tener margen para reírnos, eso también es una militancia posible. Aquello fue creciendo y, desde noviembre, lo presentaremos en las trasnoches de El Picadero. Claramente sique la línea del café concert político que empezaron gentes como Antonio Gasalla o Enrique Pinti y esos emprendimientos de Lino Patalano en lugares a los que les ponía nombres dislocados.
-Nombraste a Lino Patalano y en la serie Cris Miró (Ella) justamente hiciste de esa figura emblema del teatro Maipo.
-Es como un gran familia (sonríe con cierta nostalgia). Tuve la suerte de conocer a Lino. Fue el productor de Nada del amor me produce envidia, con Soledad Silveyra; y era un ser realmente único. Por eso mismo cuando me propusieron hacer de él en la serie ni lo dudé.
Para Alejandro Tantanian cuando vio La consagración de la primavera, de la gran Pina Bausch, o Wielopole Wielopole, del polaco Tadeus Kantor, fueron fundamentales para su imaginario creativo. Pero, fiel a su estilo de “militar” una amplia paleta por fuera de todo rígido manual de estilo, ante la consulta de cuál fue el último montaje que le rompió la cabeza, para usar su expresión, suelta un título un tanto sorprendente: Sunset Boulevard, el musical de Andrew Lloyd Webber basado en la película El crepúsculo de los dioses, que supo interpretar Glenn Close en Broadway.
“Pero me refiero a la puesta que hace Jamie Lloyd, el mismo que dirigió a Elena Roger en Piaf -aclara inmediatamente-. Es lo mejor que ví en los últimos años, creéme. De pedo lo vi en Londres antes del estreno. Había visto montajes de ese director y en Sunset Boulevard la rompe. Me voló la cabeza. Es la reinversión de un género. Ganó todos los premios y ahora se acaba de estrenar en Nueva York. Es un fucking genio ese director. Cuando se estrenó esa obra fue conocida como el musical más caro, más fastuoso que lo interpretaron verdaderas divas. Medio que la gente aplaudía las escenografías, una locura. Esta versión es una tragedia griega muy de la época. Si se quiere, en esta puesta la historia de Norma Desmond, una estrella del cine mudo en decadencia, pude ser la historia de una influencer al la que no le ponen likes. Y resuelve todo con sillas, pocos cambios de ropas y proyecciones. Salí, me compré una entrada, y volví al día siguiente”.
Tal vez, salió del teatro londinense y (parafraseando a un tema de Gloria Trevi que cantaba en un teatro porteño), la noche, ya no era oscura; era de lentejuelas. Un Alejandro Tantanian auténtico.
Creador clave y multifacético de las artes escénicas, está presentando una potente versión de Eduardo II y repasa su recorrido como artista y gestor LA NACION