Pacto para el Futuro. ¿Una utopía necesaria o una traba globalista?
El nombre de Pacto del Futuro evoca una idea de esperanza, de desafíos, de ilusión. Nos remite a los cuentos de Ray Bradbury, a las preguntas de la serie Cosmos o a la célebre foto de la Tierra que inspiró uno de los textos memorables de Carl Sagan, “Un punto azul pálido”. Se trata de una imagen captada por la sonda Voyager 1 desde una distancia de aproximadamente 6000 millones de kilómetros. Sagan nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de nuestro planeta en el universo: “Mira de nuevo ese punto. Eso es aquí. Ese es el hogar. Esos somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos los que has oído hablar, cada ser humano que haya existido. Todas nuestras luchas están contenidas en esa diminuta mota de polvo, suspendida en un rayo de sol”.
Esa fotografía cambió nuestra perspectiva del planeta.
El ser humano es la única especie que aspira a cambiar su destino. Y en esa tarea uno imagina –voy a desentonar– a los representantes de los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas adoptando el Pacto para el Futuro, con grandes aspavientos, propósitos y mayúsculas. Se trata de un acuerdo que pretende redefinir el desarrollo global a través del prisma de la sostenibilidad, la equidad y el multilateralismo. Al menos en teoría, constituye un hito –diría imprescindible– en un momento en que el planeta enfrenta desafíos sin precedentes: el cambio climático, la desigualdad social y la pérdida acelerada de la biodiversidad.
El éxito del Pacto depende de la capacidad de articular acciones concretas
Sin embargo, aquí surge una pregunta fundamental: ¿es este pacto realmente una herramienta para cambiar nuestro destino? ¿O solo otro ideal utópico que enfrenta barreras insalvables?
La crisis global exige soluciones globales. La crisis ambiental y social a nivel global no puede ser abordada desde una perspectiva meramente local. Los efectos del cambio climático no conocen fronteras. La contaminación, la deforestación, las migraciones forzadas –consecuencia de la transformación de sitios en inhabitables– y las pandemias son fenómenos que requieren una coordinación global. Como bien plantea Edgar Morin en su obra Tierra-Patria, los desafíos globales, desde el cambio climático hasta las crisis económicas y sociales, no pueden resolverse dentro de los límites de los Estados-nación tradicionales. Para Morin, la humanidad debe comenzar a verse a sí misma como una comunidad planetaria, donde los problemas locales y globales están intrínsecamente conectados.
Aquí es donde el Pacto del Futuro busca ofrecer una respuesta: un llamado a la cooperación entre naciones y la integración de la sostenibilidad en las políticas económicas y sociales. Sin embargo, el éxito de este proyecto depende de nuestra capacidad de articular acciones concretas en un mundo convulsionado.
Argentina y el rechazo de Milei. Nuestro presidente, Javier Milei, ha confrontado con dureza este compromiso internacional, tachándolo de imposición “globalista” que restringe la soberanía y frena el crecimiento económico. Esta postura no solo ignora las advertencias científicas que durante décadas han señalado la urgencia de actuar contra el cambio climático, sino que también pasa por alto el hecho de que los efectos del deterioro del ambiente ya están impactando directamente a la economía global. En la Argentina, fenómenos como las sequías extremas, la desertificación y las inundaciones recurrentes afectan no solo al sector agrícola, sino a millones de personas, incrementando la pobreza y la desigualdad.
Rechazar las políticas ambientales es ignorar que el costo de no actuar será mucho mayor que el de implementar soluciones sostenibles: el desarrollo sostenible no es una traba para el progreso económico, sino una oportunidad para redefinirlo. Inversiones en energías renovables, economía circular, turismo regenerativo y protección de la biodiversidad son áreas donde los países pueden encontrar un crecimiento equilibrado, que respete los límites planetarios. Es un desafío aprovechar los recursos naturales de manera inteligente, sin agotarlos ni comprometer las oportunidades de las futuras generaciones.
Apostar por una política de desregulación ambiental y aislamiento nos alejaría de las tendencias globales
Las economías más avanzadas están acelerando su transición hacia la energía limpia, estableciendo regulaciones más estrictas en materia ambiental y exigiendo transparencia en los criterios de sostenibilidad. Basta mencionar que el año próximo entrará en vigencia el Reglamento Europeo sobre Productos Libres de Deforestación (EUDR), destinado a combatir la deforestación global. Su objetivo es frenar la destrucción de los bosques en todo el mundo, exigiendo que las empresas que deseen comercializar sus productos en la Unión Europea demuestren que éstos no están vinculados a la deforestación o la degradación de áreas forestales. Nuestro país ha perdido más de 6 millones de hectáreas de bosques nativos entre 1998 y 2021. La pérdida de acceso al mercado europeo debido al incumplimiento de la nueva normativa podría tener profundos efectos negativos en los ingresos de las exportaciones.
Críticas al multilateralismo. ¿Burocracia o progreso? “Hay verdades en quien está equivocado y errores en quien tiene la razón”, ha dicho Santiago Kovadloff. Desde una perspectiva objetiva, varias de las críticas que Javier Milei ha dirigido a la ONU tocan puntos válidos en relación con la efectividad y la transparencia de un organismo que se asemeja cada vez más a un dios jubilado o al contestador en el que una voz anuncia que al momento todos los agentes se encuentran ocupados, animando a llamar nuevamente más tarde. Una extensa burocracia de procesos lentos que no implementa soluciones concretas ante crisis globales, ya sea en temas de conflictos internacionales o de cambio climático.
Veintiocho cumbres, como las realizadas hasta el momento, bastan para demostrar que la idea de alcanzar una propuesta operativa para mitigar los daños que sufre la Tierra no pasa de ser una expresión de deseo. El desafío del multilateralismo, entonces, no es solo crear acuerdos, sino también hacerlos efectivos y vinculantes. Aunque se han obtenido consensos importantes, como el Acuerdo de París de 2015, en muchos casos los avances han sido insuficientes y los compromisos incumplidos. El propio Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ha señalado repetidamente que los esfuerzos actuales están muy por debajo de lo necesario para evitar los peores efectos del cambio climático. También cabe preguntarse si los compromisos y mecanismos establecidos realmente conducirán a reducciones significativas en las emisiones. Lo mismo ocurre con la Agenda 2030: a cinco años de la meta, “será necesario un compromiso renovado”. Y en eso cabe darle la razón a la premier italiana, Giorgia Meloni, que hizo hincapié en que las decisiones globales deben centrarse en acciones concretas y no en simples documentos llenos de buenas intenciones.
El multilateralismo debe ser una herramienta que facilite la toma de decisiones urgentes y transforme las ideas en acciones, en lugar de ser un espacio para debates abstractos que, con el correr de los años, no son más que declaraciones de principios y objetivos incumplidos. Es que aun apoyando la cooperación internacional es poco probable que se implemente una acción que afecte los intereses o limite las decisiones internas de los países en lo referente al crecimiento económico y la gestión de recursos.
La reconocida economista zambiana Dambisa Moyo, autora del libro Dead Aid, ha expresado su desacuerdo con las políticas de desarrollo que la organización promueve. Argumenta que la dependencia de la ayuda internacional ha perpetuado el subdesarrollo en África, promoviendo una mentalidad de victimización en lugar de incentivar el crecimiento económico autosostenible. Considera que estos acuerdos pueden comprometer la soberanía de los países, ya que a menudo imponen condiciones que pueden no alinearse con sus necesidades específicas y no han producido resultados tangibles en términos de crecimiento económico y reducción de la pobreza.
China, Rusia y Corea del Norte han criticado el Pacto para el Futuro por considerarlo una herramienta que refuerza los intereses del “Occidente colectivo” en detrimento de los países del “Sur Global”, concepto en el que resuena una construcción ideológica que victimiza a esas regiones y, lejos de reconocer la responsabilidad interna de muchos gobiernos en el subdesarrollo de sus países, culpan a Occidente de sus males, ignorando el papel de regímenes corruptos, la falta de instituciones sólidas y la ausencia de libertad económica. Una retórica que perpetúa la narrativa de que el crecimiento solo puede venir de un asistencialismo perpetuo.
La oportunidad de la Argentina: adaptarse o quedarse atrás. La pregunta central, entonces, es ¿cómo enfrentamos los problemas globales en un mundo crecientemente interconectado, pero políticamente fragmentado? Y si la Argentina, bajo un liderazgo que rechace el multilateralismo, puede realmente avanzar hacia el desarrollo que tanto necesita. ¿Contribuiría esto a una mayor prosperidad, equidad y modernización? Todo indica que no. Apostar por una política de desregulación ambiental y de aislamiento internacional no solo alejaría al país de las tendencias globales, sino que podría perjudicar gravemente sus posibilidades de integrarse de manera competitiva en los mercados internacionales y de capitalizar las oportunidades de la transición hacia una economía sostenible.
El desafío, como dice Edgar Morin, es concebirnos como una comunidad planetaria, donde las soluciones locales y globales se complementen. Solo así podremos enfrentar los grandes retos de nuestra era.
El nombre de Pacto del Futuro evoca una idea de esperanza, de desafíos, de ilusión. Nos remite a los cuentos de Ray Bradbury, a las preguntas de la serie Cosmos o a la célebre foto de la Tierra que inspiró uno de los textos memorables de Carl Sagan, “Un punto azul pálido”. Se trata de una imagen captada por la sonda Voyager 1 desde una distancia de aproximadamente 6000 millones de kilómetros. Sagan nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de nuestro planeta en el universo: “Mira de nuevo ese punto. Eso es aquí. Ese es el hogar. Esos somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos los que has oído hablar, cada ser humano que haya existido. Todas nuestras luchas están contenidas en esa diminuta mota de polvo, suspendida en un rayo de sol”.
Esa fotografía cambió nuestra perspectiva del planeta.
El ser humano es la única especie que aspira a cambiar su destino. Y en esa tarea uno imagina –voy a desentonar– a los representantes de los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas adoptando el Pacto para el Futuro, con grandes aspavientos, propósitos y mayúsculas. Se trata de un acuerdo que pretende redefinir el desarrollo global a través del prisma de la sostenibilidad, la equidad y el multilateralismo. Al menos en teoría, constituye un hito –diría imprescindible– en un momento en que el planeta enfrenta desafíos sin precedentes: el cambio climático, la desigualdad social y la pérdida acelerada de la biodiversidad.
El éxito del Pacto depende de la capacidad de articular acciones concretas
Sin embargo, aquí surge una pregunta fundamental: ¿es este pacto realmente una herramienta para cambiar nuestro destino? ¿O solo otro ideal utópico que enfrenta barreras insalvables?
La crisis global exige soluciones globales. La crisis ambiental y social a nivel global no puede ser abordada desde una perspectiva meramente local. Los efectos del cambio climático no conocen fronteras. La contaminación, la deforestación, las migraciones forzadas –consecuencia de la transformación de sitios en inhabitables– y las pandemias son fenómenos que requieren una coordinación global. Como bien plantea Edgar Morin en su obra Tierra-Patria, los desafíos globales, desde el cambio climático hasta las crisis económicas y sociales, no pueden resolverse dentro de los límites de los Estados-nación tradicionales. Para Morin, la humanidad debe comenzar a verse a sí misma como una comunidad planetaria, donde los problemas locales y globales están intrínsecamente conectados.
Aquí es donde el Pacto del Futuro busca ofrecer una respuesta: un llamado a la cooperación entre naciones y la integración de la sostenibilidad en las políticas económicas y sociales. Sin embargo, el éxito de este proyecto depende de nuestra capacidad de articular acciones concretas en un mundo convulsionado.
Argentina y el rechazo de Milei. Nuestro presidente, Javier Milei, ha confrontado con dureza este compromiso internacional, tachándolo de imposición “globalista” que restringe la soberanía y frena el crecimiento económico. Esta postura no solo ignora las advertencias científicas que durante décadas han señalado la urgencia de actuar contra el cambio climático, sino que también pasa por alto el hecho de que los efectos del deterioro del ambiente ya están impactando directamente a la economía global. En la Argentina, fenómenos como las sequías extremas, la desertificación y las inundaciones recurrentes afectan no solo al sector agrícola, sino a millones de personas, incrementando la pobreza y la desigualdad.
Rechazar las políticas ambientales es ignorar que el costo de no actuar será mucho mayor que el de implementar soluciones sostenibles: el desarrollo sostenible no es una traba para el progreso económico, sino una oportunidad para redefinirlo. Inversiones en energías renovables, economía circular, turismo regenerativo y protección de la biodiversidad son áreas donde los países pueden encontrar un crecimiento equilibrado, que respete los límites planetarios. Es un desafío aprovechar los recursos naturales de manera inteligente, sin agotarlos ni comprometer las oportunidades de las futuras generaciones.
Apostar por una política de desregulación ambiental y aislamiento nos alejaría de las tendencias globales
Las economías más avanzadas están acelerando su transición hacia la energía limpia, estableciendo regulaciones más estrictas en materia ambiental y exigiendo transparencia en los criterios de sostenibilidad. Basta mencionar que el año próximo entrará en vigencia el Reglamento Europeo sobre Productos Libres de Deforestación (EUDR), destinado a combatir la deforestación global. Su objetivo es frenar la destrucción de los bosques en todo el mundo, exigiendo que las empresas que deseen comercializar sus productos en la Unión Europea demuestren que éstos no están vinculados a la deforestación o la degradación de áreas forestales. Nuestro país ha perdido más de 6 millones de hectáreas de bosques nativos entre 1998 y 2021. La pérdida de acceso al mercado europeo debido al incumplimiento de la nueva normativa podría tener profundos efectos negativos en los ingresos de las exportaciones.
Críticas al multilateralismo. ¿Burocracia o progreso? “Hay verdades en quien está equivocado y errores en quien tiene la razón”, ha dicho Santiago Kovadloff. Desde una perspectiva objetiva, varias de las críticas que Javier Milei ha dirigido a la ONU tocan puntos válidos en relación con la efectividad y la transparencia de un organismo que se asemeja cada vez más a un dios jubilado o al contestador en el que una voz anuncia que al momento todos los agentes se encuentran ocupados, animando a llamar nuevamente más tarde. Una extensa burocracia de procesos lentos que no implementa soluciones concretas ante crisis globales, ya sea en temas de conflictos internacionales o de cambio climático.
Veintiocho cumbres, como las realizadas hasta el momento, bastan para demostrar que la idea de alcanzar una propuesta operativa para mitigar los daños que sufre la Tierra no pasa de ser una expresión de deseo. El desafío del multilateralismo, entonces, no es solo crear acuerdos, sino también hacerlos efectivos y vinculantes. Aunque se han obtenido consensos importantes, como el Acuerdo de París de 2015, en muchos casos los avances han sido insuficientes y los compromisos incumplidos. El propio Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ha señalado repetidamente que los esfuerzos actuales están muy por debajo de lo necesario para evitar los peores efectos del cambio climático. También cabe preguntarse si los compromisos y mecanismos establecidos realmente conducirán a reducciones significativas en las emisiones. Lo mismo ocurre con la Agenda 2030: a cinco años de la meta, “será necesario un compromiso renovado”. Y en eso cabe darle la razón a la premier italiana, Giorgia Meloni, que hizo hincapié en que las decisiones globales deben centrarse en acciones concretas y no en simples documentos llenos de buenas intenciones.
El multilateralismo debe ser una herramienta que facilite la toma de decisiones urgentes y transforme las ideas en acciones, en lugar de ser un espacio para debates abstractos que, con el correr de los años, no son más que declaraciones de principios y objetivos incumplidos. Es que aun apoyando la cooperación internacional es poco probable que se implemente una acción que afecte los intereses o limite las decisiones internas de los países en lo referente al crecimiento económico y la gestión de recursos.
La reconocida economista zambiana Dambisa Moyo, autora del libro Dead Aid, ha expresado su desacuerdo con las políticas de desarrollo que la organización promueve. Argumenta que la dependencia de la ayuda internacional ha perpetuado el subdesarrollo en África, promoviendo una mentalidad de victimización en lugar de incentivar el crecimiento económico autosostenible. Considera que estos acuerdos pueden comprometer la soberanía de los países, ya que a menudo imponen condiciones que pueden no alinearse con sus necesidades específicas y no han producido resultados tangibles en términos de crecimiento económico y reducción de la pobreza.
China, Rusia y Corea del Norte han criticado el Pacto para el Futuro por considerarlo una herramienta que refuerza los intereses del “Occidente colectivo” en detrimento de los países del “Sur Global”, concepto en el que resuena una construcción ideológica que victimiza a esas regiones y, lejos de reconocer la responsabilidad interna de muchos gobiernos en el subdesarrollo de sus países, culpan a Occidente de sus males, ignorando el papel de regímenes corruptos, la falta de instituciones sólidas y la ausencia de libertad económica. Una retórica que perpetúa la narrativa de que el crecimiento solo puede venir de un asistencialismo perpetuo.
La oportunidad de la Argentina: adaptarse o quedarse atrás. La pregunta central, entonces, es ¿cómo enfrentamos los problemas globales en un mundo crecientemente interconectado, pero políticamente fragmentado? Y si la Argentina, bajo un liderazgo que rechace el multilateralismo, puede realmente avanzar hacia el desarrollo que tanto necesita. ¿Contribuiría esto a una mayor prosperidad, equidad y modernización? Todo indica que no. Apostar por una política de desregulación ambiental y de aislamiento internacional no solo alejaría al país de las tendencias globales, sino que podría perjudicar gravemente sus posibilidades de integrarse de manera competitiva en los mercados internacionales y de capitalizar las oportunidades de la transición hacia una economía sostenible.
El desafío, como dice Edgar Morin, es concebirnos como una comunidad planetaria, donde las soluciones locales y globales se complementen. Solo así podremos enfrentar los grandes retos de nuestra era.
Rechazar las políticas ambientales de la ONU, como hizo el Gobierno, significa ignorar que el costo de no actuar será mucho mayor que el de implementar soluciones sostenibles LA NACION