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El bodegón que sirve las mejores pastas del pueblo y que pocos turistas conocen

Hay restaurantes que no necesitan enrolarse en nuevas tendencias, ni alimentar redes sociales digitales -sí de las otras, las reales-, tampoco actualizar el menú constantemente o sumar nuevas creaciones. Hay restaurantes que nacieron para ser lo que son: un espacio para comer platos bien caseros, de ambiente familiar sin pretensiones de convertirse en algo que no está en su radar. Eso es lo que se respira en El Ancla, un bodegón que la familia De Rosa tiene desde 1985 en San Antonio de Areco: un reducto habitado siempre por gente del pueblo, un poco alejado del circuito turístico, que mantiene un culto a las pastas caseras elaboradas con una receta familiar.

Juan y Graciela De Rosa son los hermanos que continúan la tradición de sus padres, Juan Pedro y Yolanda, quienes iniciaron hace más de 50 años esta historia, con una pequeña pizzería que se llamaba La Reja. Tiempo después, vendieron para comprar el terreno donde construirían un salón, donde sumaron minutas y picadas, hasta que en 1982 decidieron cerrar. Tres años más tarde, sus hijos retomaron el negocio. Y arrancaría una etapa completamente inesperada.

“En 1985 abrimos nosotros”, recuerda Graciela, mientras revuelve un espeso tuco que ella misma elabora, día a día, desde las siete de la mañana. “Arrancamos con los que sabíamos hacer, pizzas, empanadas y también alguna minuta; mi marido, al que todo el mundo conocía como Pelito, era el que amasaba”, añade, emocionada. “Como no teníamos un peso, en la mueblería nos dijeron ‘lleven lo que necesiten, lo pagan cuando puedan’, un gesto hermoso”, destaca. El nombre El Ancla fue una circunstancia de esa escasez. “No había otros apliques que no tuvieran forma de ancla, así que de la casa de electricidad nos llevamos los ocho que necesitábamos, de ahí surgió el nombre”, acota Juan.

El negocio estaba dando sus primeros pasos, pero no terminaba de arrancar. Así que un día, Yolanda cayó en el local con la propuesta de “hacer unos ravioles, a ver qué pasa”. “Para qué… ¡explotó!”, rememora Juan, abriendo los brazos. “Después metimos ñoquis y tallarines. Todo amasado a mano”, agrega. De repente, tuvieron que abandonar la elaboración del resto de los platos: la gente caía a buscar exclusivamente las pastas de Yolanda. “Seguimos respetando su receta”, cuenta Graciela. Y añade: “Mamá trabajaba codo a codo con nosotros, llegó a ver el éxito de sus pastas, aunque al final estaba un poco cansada”.

En el despojado y nada pretencioso salón de El Ancla se replican historias familiares, de generación en generación. “Hay nenes que venían y les teníamos que poner la sillita y hoy vienen con sus hijos”, dice Juan. Todavía hoy puede percibirse ese clima de gran familia, como si fuese una extensión del living de cada hogar. “Y antes, no sabés las olleadas que se armaban… venía la gente con sus ollas a buscar las salsas. Ahora, como nadie quiere lavarlas, piden la bandeja de plástico”, comenta Graciela entre risas. “Sabíamos de quién era cada olla. Cada vez pasa menos, es una tradición que se está perdiendo lamentablemente”, dice.

El boca a boca fue construyendo, lentamente como todo lo que dura en el tiempo, el aura mítica del lugar: “Vienen a buscar pastas de Buenos Aires, de Luján, de Pilar… te dicen ‘pastas como estas no hay’, y es muy lindo, muy emocionante”. “Tenemos principalmente clientes de Areco, el turista se acerca de a poco”, agrega Juan.

El Ancla, sigue Graciela, “siempre fue un negocio familiar, hoy somos 12 personas que vivimos de esto, es mucha responsabilidad, pero gracias a Dios todavía lo sostenemos”. “Nos llevamos muy bien, siempre hay alguna discusión, pero nos divertimos en la cocina: estamos contentos y felices, pero todavía no comemos perdices”, bromea. ¿Qué es lo que más sale? “Lo que más se pide son los canelones y los ravioles; hacemos todo nosotros: los ñoquis, uno por uno, a dedo. Hago el tuco yo, con pedazos de carne, casero. La descendencia tana se siente”.

Todos los emprendedores gastronómicos saben que lo más difícil es construir un verdadero clásico, que sobreviva a los vaivenes de un país indescifrable como la Argentina, pero también a los avatares del destino, como cuando en 2008 en El Ancla casi pierden todo por un incendio, que los dejó sin fotos ni muebles familiares. “Fue un milagro porque el fuego no llegó al salón”, dice Graciela.

Para los hermanos De Rosa, El Ancla es su vida: una historia en común de cuando a los emprendedores no se los llamaba de esa manera. Una historia vinculada al arraigo de un pueblo que sabe acunar clásicos. Y, sobre todo, la continuación de un legado culinario. Así lo resume Juan: “Estamos cansados de comer pastas, pero cada vez que salimos de vacaciones, probamos pastas en todos lados. Y si pasan muchos días, no vemos la hora de volver a comer las pastas que hacemos acá, las extrañamos”.

Datos Útiles

Doctor Durán 570

Abre de miércoles a sábados, de 11:30 a 14 y 20:30 a 23:30 hs. Los domingos, sólo para llevar, de 11:30 a 14.

T: (2326) 45-6106

IG: @el.ancla_restaurant

Hay restaurantes que no necesitan enrolarse en nuevas tendencias, ni alimentar redes sociales digitales -sí de las otras, las reales-, tampoco actualizar el menú constantemente o sumar nuevas creaciones. Hay restaurantes que nacieron para ser lo que son: un espacio para comer platos bien caseros, de ambiente familiar sin pretensiones de convertirse en algo que no está en su radar. Eso es lo que se respira en El Ancla, un bodegón que la familia De Rosa tiene desde 1985 en San Antonio de Areco: un reducto habitado siempre por gente del pueblo, un poco alejado del circuito turístico, que mantiene un culto a las pastas caseras elaboradas con una receta familiar.

Juan y Graciela De Rosa son los hermanos que continúan la tradición de sus padres, Juan Pedro y Yolanda, quienes iniciaron hace más de 50 años esta historia, con una pequeña pizzería que se llamaba La Reja. Tiempo después, vendieron para comprar el terreno donde construirían un salón, donde sumaron minutas y picadas, hasta que en 1982 decidieron cerrar. Tres años más tarde, sus hijos retomaron el negocio. Y arrancaría una etapa completamente inesperada.

“En 1985 abrimos nosotros”, recuerda Graciela, mientras revuelve un espeso tuco que ella misma elabora, día a día, desde las siete de la mañana. “Arrancamos con los que sabíamos hacer, pizzas, empanadas y también alguna minuta; mi marido, al que todo el mundo conocía como Pelito, era el que amasaba”, añade, emocionada. “Como no teníamos un peso, en la mueblería nos dijeron ‘lleven lo que necesiten, lo pagan cuando puedan’, un gesto hermoso”, destaca. El nombre El Ancla fue una circunstancia de esa escasez. “No había otros apliques que no tuvieran forma de ancla, así que de la casa de electricidad nos llevamos los ocho que necesitábamos, de ahí surgió el nombre”, acota Juan.

El negocio estaba dando sus primeros pasos, pero no terminaba de arrancar. Así que un día, Yolanda cayó en el local con la propuesta de “hacer unos ravioles, a ver qué pasa”. “Para qué… ¡explotó!”, rememora Juan, abriendo los brazos. “Después metimos ñoquis y tallarines. Todo amasado a mano”, agrega. De repente, tuvieron que abandonar la elaboración del resto de los platos: la gente caía a buscar exclusivamente las pastas de Yolanda. “Seguimos respetando su receta”, cuenta Graciela. Y añade: “Mamá trabajaba codo a codo con nosotros, llegó a ver el éxito de sus pastas, aunque al final estaba un poco cansada”.

En el despojado y nada pretencioso salón de El Ancla se replican historias familiares, de generación en generación. “Hay nenes que venían y les teníamos que poner la sillita y hoy vienen con sus hijos”, dice Juan. Todavía hoy puede percibirse ese clima de gran familia, como si fuese una extensión del living de cada hogar. “Y antes, no sabés las olleadas que se armaban… venía la gente con sus ollas a buscar las salsas. Ahora, como nadie quiere lavarlas, piden la bandeja de plástico”, comenta Graciela entre risas. “Sabíamos de quién era cada olla. Cada vez pasa menos, es una tradición que se está perdiendo lamentablemente”, dice.

El boca a boca fue construyendo, lentamente como todo lo que dura en el tiempo, el aura mítica del lugar: “Vienen a buscar pastas de Buenos Aires, de Luján, de Pilar… te dicen ‘pastas como estas no hay’, y es muy lindo, muy emocionante”. “Tenemos principalmente clientes de Areco, el turista se acerca de a poco”, agrega Juan.

El Ancla, sigue Graciela, “siempre fue un negocio familiar, hoy somos 12 personas que vivimos de esto, es mucha responsabilidad, pero gracias a Dios todavía lo sostenemos”. “Nos llevamos muy bien, siempre hay alguna discusión, pero nos divertimos en la cocina: estamos contentos y felices, pero todavía no comemos perdices”, bromea. ¿Qué es lo que más sale? “Lo que más se pide son los canelones y los ravioles; hacemos todo nosotros: los ñoquis, uno por uno, a dedo. Hago el tuco yo, con pedazos de carne, casero. La descendencia tana se siente”.

Todos los emprendedores gastronómicos saben que lo más difícil es construir un verdadero clásico, que sobreviva a los vaivenes de un país indescifrable como la Argentina, pero también a los avatares del destino, como cuando en 2008 en El Ancla casi pierden todo por un incendio, que los dejó sin fotos ni muebles familiares. “Fue un milagro porque el fuego no llegó al salón”, dice Graciela.

Para los hermanos De Rosa, El Ancla es su vida: una historia en común de cuando a los emprendedores no se los llamaba de esa manera. Una historia vinculada al arraigo de un pueblo que sabe acunar clásicos. Y, sobre todo, la continuación de un legado culinario. Así lo resume Juan: “Estamos cansados de comer pastas, pero cada vez que salimos de vacaciones, probamos pastas en todos lados. Y si pasan muchos días, no vemos la hora de volver a comer las pastas que hacemos acá, las extrañamos”.

Datos Útiles

Doctor Durán 570

Abre de miércoles a sábados, de 11:30 a 14 y 20:30 a 23:30 hs. Los domingos, sólo para llevar, de 11:30 a 14.

T: (2326) 45-6106

IG: @el.ancla_restaurant

 Lejos de modas pasajeras y redes sociales, El Ancla es el lugar donde los sabores de antes siguen vigentes. Una historia que entrelaza generaciones, un bodegón que construyó un vínculo profundo con los habitantes de Areco y al que, poco a poco, llegan nuevos visitantes que buscan autenticidad.  LA NACION

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