Donald Trump o Kamala Harris: ¿qué ganador le conviene a la Argentina y a la región?
Nadie se mantiene indiferente, menos aun cuando faltan nueve días y la paridad entre Kamala Harris y Donald Trump es tal que ambos se reparten proporciones exactas de apoyo tanto en el voto popular como en los siete estados clave.
El suspenso conduce a los norteamericanos al nerviosismo y al resto del mundo, a la ansiedad. El Estados Unidos de 2024 no es el del final del siglo pasado, que emergió triunfante de la Guerra Fría y tuvo una década de influencia global y poder integral en los 90. Hoy es aún la nación más rica y avanzada militar y tecnológicamente del planeta, pero su supremacía fue recortada por las aspiraciones de una China global, por la consolidación de potencias regionales y por el declive de su propio atractivo político, comercial, cultural y diplomático.
Aún así, todas las naciones tienen un mayor o menor grado de relación y necesidad con Estados Unidos. Por eso, ansiosos, la mayoría de los gobiernos del mundo preparan escenarios de contingencia para dos administraciones que podrían ser antagónicas en sus vínculos con amigos y enemigos.
Ante las sospechas de que Trump prevalecerá el 5 de noviembre, los aliados de Estados Unidos –desde la Unión Europea hasta Japón y Corea del Sur- se alteran por un eventual segundo mandato de un presidente que ya los maltrató en su primer período. De Harris, esperan continuidad y apuestan por una relación estratégica reforzada. China, Rusia, Irán y el resto de los rivales de Washington, en cambio, anticipan más enemistad cualquiera sea el signo de la próxima Casa Blanca. Será acaso por eso que ellos intentan hoy enturbiar la contienda electoral con campañas de desinformación y hackeos. El objetivo: polarizar a los norteamericanos más de lo que ya están y debilitar sus instituciones.
Con excepción de México, América latina hace mucho que dejó de ser prioridad del mayor país del continente –si alguna vez lo fue-. Estados Unidos hoy se desvela con las guerras en Europa y en Medio Oriente, se concentra en Asia y se zambulle en la gran rivalidad tecnológica, militar y económica con China.
“Fui embajador ante cuatro presidentes [norteamericanos] y nunca vi que la Argentina y la región ocupen un lugar prioritario, salvo por la presencia de actores extrahemisféricos”, dice, en diálogo con LA NACION, Jorge Argüello, exrepresentante argentino en Portugal, la ONU y Estados Unidos, la última vez durante el mandato de Alberto Fernández.
Pero la región sí mira a Estados Unidos, su segundo mayor socio comercial, principal fuente de inversión extranjera directa, protagonista ineludible de la seguridad y la defensa continental e imán indiscutido de la emigración latinoamericana.
¿Qué le conviene entonces? ¿Un presidente que, en su primer mandato, hizo alarde de fuerza cada vez que pudo, que desplegó su garra proteccionista, que jugó al límite de la democracia y que dejó una huella política luego seguida como si fuera un manual por otros líderes de la derecha populista regional? ¿O una presidenta cuyas ideas sobre el mundo aún se desconocen, que promete seguir la política exterior de un Joe Biden más amable y dialoguista que su predecesor pero de atención intermitente con la región?
La respuesta estará no tanto en la afinidad ideológica que los gobiernos forjen con la próxima Casa Blanca sino, casi seguro, en las políticas internas de cualquiera sea el ganador y en el avance de la rivalidad entre Washington y Pekín.
1. Para la Argentina, no todo es tan obvio
“Espero verlo otra vez, la próxima como presidente”, le dijo Javier Milei a Donald Trump, en febrero pasado, durante la conferencia del CPAC en Washington. Los deseos del mandatario argentino pueden hacerse realidad en pocos días y dejarían a la Casa Rosada con una relación privilegiada con Washington. Aunque tal vez no tan beneficiosa como la afinidad ideológica entre Milei y Trump dejaría suponer.
El gobierno de Milei busca en el Fondo Monetario Internacional (FMI) dinero fresco. Una ayuda desde una Casa Blanca dominada por su amigo Trump no le vendría mal, como sucedió en 2018, con el crédito otorgado a la administración Macri. “Lo que más necesita la Argentina de los Estados Unidos es el apoyo en los organismos multilaterales de crédito. El FMI no hace nada que Estados Unidos no quiere que haga”, dice Argüello.
Pero tal vez el gobierno libertario se lleve una o más sorpresas con una nueva administración Trump. La versión 2025 del expresidente sería mucho más transaccional, imprevisible proteccionista y nacionalista que el modelo 2016. Ni la ayuda en el FMI sería gratuita y ni la relación entre los mandatarios sería simple.
Macri lo sufrió en 2018. Meses antes de recibir el crédito, el gobierno norteamericano impuso aranceles prohibitivos al biodiesel argentino sin previo aviso y congeló un negocio de 1500 millones de dólares. Para el entonces presidente argentino, no fue solo un golpe comercial sino un desplante político y personal.
El Trump ultraproteccionista de 2025 promete imponer tarifas de hasta 60% a las importaciones chinas pero también de mínimo 10% a productos de otros países para controlar la inflación y alentar el empleo norteamericano. El costo extra para las familias norteamericanas sería de 2900 dólares al año, según un cálculo del Instituto Peterson para la Economía Internacional. El costo para las naciones que comercian con Estados Unidos –prácticamente todos los países del mundo- y para la economía latinoamericana sería inestimable.
El recelo de Trump con las ambiciones chinas de superpotencia podría tener otro costo para Milei.
“Trump ya habló de medidas punitivas, incluyendo aranceles o sanciones, contra los países que siguen la agenda de desdolarización de China. Es una pregunta abierta sobre cómo será la relación de Trump con Xi Jinping en una segunda presidencia. Pero se podría ver más presión sobre las naciones latinoamericanas para alinearse más con Washington”, dice a LA NACION Brian Winter, editor en jefe de America’s Quaterly.
Necesitado de dólares, el gobierno de Milei acaba de comenzar su “détente” con China, luego de haberla cuestionado una y otra vez en campaña. ¿Qué sucederá con ese deshielo por conveniencia en caso de que Trump vuelva a la presidencia?
Con Harris, la demanda de un alineamiento automático anti-China podría ser más suave, en consonancia con la política de Biden, “que tiene un tono más moderado porque reconoce que los gobiernos de América latina, sean de izquierda o derecha, tienen un fuerte interés comercial con Pekín”. La vicepresidenta promete también aranceles, pero menos agresivos que los de su rival, una medida que sostendría el volumen de intercambio comercial con la Argentina y la región.
Tal vez el lazo que más sufriría en privado entre una Casa Blanca de Harris y el gobierno de Milei sería el político. La frase de Milei en la CPAC retumbará en caso de que Harris sea la primera presidenta mujer de Estados Unidos.
2. El tapón a la inmigración
Si la política de aranceles destinados a aplastar la inflación será un gran condicionante de la relación de Estados Unidos con el mundo en caso de ganar Trump, su plan anti inmigratorio podría definir el vínculo con América Latina. Más de un 60% de norteamericanos cree que los migrantes entraron indiscriminadamente a su país en los últimos años. Tal es el impacto de la retórica antiinmigrantes de Trump que su contrincante se vio forzada a incluir promesas de controles y deportaciones en su programa.
Trump, por lo pronto, anticipa un plan de deportaciones masivas, que –si lo cumple- podría cambiar la economía y la política de la región, no solo de aquellos países que expulsan gente hacia el norte, como Guatemala, Honduras, El Salvador, Haití o Venezuela.
“Dudo de que las deportaciones masivas ocurran en su versión más extrema, porque va a haber esfuerzos judiciales para detenerla. Pero las deportaciones van a tener un enorme impacto en Centroamérica porque esos países no tienen capacidad de absorber a la gente que vuelve y además se quedarían sin el ingreso de las remesas”, opina, en diálogo con LA NACION, Christopher Hernández Roy, subdirector del programa para las Américas del Centro para los Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS, por sus siglas en inglés).
En sus diferentes magnitudes, la política anti inmigración de Trump y de Harris se cruzará con su estrategia para las dictaduras de la región, en especial Venezuela.
Quien gane las elecciones deberá confrontar con un Nicolás Maduro que no da señales de querer admitir su derrota del 28 de julio y que asumirá un nuevo mandato el 10 de enero, 10 días antes que el próximo mandatario de Estados Unidos.
Winter y Hernández Roy coinciden en que tanto Harris como Trump apelarán a nuevas sanciones para arrinconar al régimen chavista, pero las del expresidente podrían ser mucho más duras.
A partir de 2018, Trump aplicó su política de “máxima presión” que implicó reconocer la presidencia de Juan Guaidó y asfixiar al régimen con más sanciones. Ese período coincidió con la debacle total de la economía venezolana y con los años de mayor emigración.
El aumento de la represión chavista y un nuevo deterioro económico podrían conducir a grandes oleadas de migrantes venezolanos.
“Trump podría negociar con el presidente [panameño] Mulino que frene esos migrantes en el Darién. Y se tendrían que dar la vuelta. ¿Y a dónde irían? Al resto de América del Sur”, dice Hernández Roy.
De los 7,7 millones de emigrantes venezolanos, 4,8 millones viven en América del Sur. En Colombia, Perú y Chile, principales receptores junto con Brasil, la inmigración comienza lentamente a ser un tema central de las campañas electorales y alimenta la retórica de las opciones más extremistas que la asimilan con la inseguridad. Nuevas oleadas podrían magnificar ese fenómeno y, con eso, la polarización.
3. El test global: “inflación o democracia”
Los relatos radicalizados son los protagonistas de los últimos días de la campaña. Trump y Harris intercambian acusaciones de “comunista” y “fascista”, al tiempo que el expresidente usa todo tipo de insultos y mentiras para descalificar a su rival. Ninguna norma queda en pie en el país cuyas campañas electorales son observadas e imitadas en el resto del mundo.
Esta, por lo pronto, servirá como laboratorio para testear las dos estrategias que también modelan a las campañas de la Argentina y el resto de la región: la de la disrupción total que llama a romper con todo, en especial el establishment, versus la de la defensa de la democracia y el freno a los líderes de rasgos populistas y autoritarios, sean de derecha o de izquierda. ¿Cuál de esas dos estrategias convence más a norteamericanos y latinomericanos en la era del descontento global?
“El gran quiebre en las reglas de juego fue en 2016 con Trump. Después de eso, vinieron los Bolsonaro, los Milei. No veo que ahora haya un momento de mayor ruptura pero sí creo que si gana Trump, estos personajes se van a volver más atractivos. América Latina mira mucho a Estados Unidos. El discurso de la defensa de la democracia pega menos en la región y Estados Unidos porque la gente quiere bienestar. Como hizo Alfonsín en 1983, los candidatos tienen que convencer que ‘con la democracia se come, se cura y se educa’”, advierte, en diálogo con LA NACION, Victoria Murillo, profesora de Ciencia Política y directora del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Columbia.
Hacia el final de su campaña, ante su estancamiento en los sondeos, Harris adoptó precisamente el discurso con el que Biden ganó 2020 a la presidencia: “Trump es una amenaza para la democracia”.
El 5 de noviembre, más allá de la conveniencia económica o geopolítica para cada rincón del planeta, Harris y Trump le confirmarán al mundo qué convence más a los votantes de la era de la pospandemia, las guerras, las derivas autoritarias, la desigualdad, la irrupción tecnológica y el bajo crecimiento: matar la inflación a cualquier costo o resguardar la democracia.
Nadie se mantiene indiferente, menos aun cuando faltan nueve días y la paridad entre Kamala Harris y Donald Trump es tal que ambos se reparten proporciones exactas de apoyo tanto en el voto popular como en los siete estados clave.
El suspenso conduce a los norteamericanos al nerviosismo y al resto del mundo, a la ansiedad. El Estados Unidos de 2024 no es el del final del siglo pasado, que emergió triunfante de la Guerra Fría y tuvo una década de influencia global y poder integral en los 90. Hoy es aún la nación más rica y avanzada militar y tecnológicamente del planeta, pero su supremacía fue recortada por las aspiraciones de una China global, por la consolidación de potencias regionales y por el declive de su propio atractivo político, comercial, cultural y diplomático.
Aún así, todas las naciones tienen un mayor o menor grado de relación y necesidad con Estados Unidos. Por eso, ansiosos, la mayoría de los gobiernos del mundo preparan escenarios de contingencia para dos administraciones que podrían ser antagónicas en sus vínculos con amigos y enemigos.
Ante las sospechas de que Trump prevalecerá el 5 de noviembre, los aliados de Estados Unidos –desde la Unión Europea hasta Japón y Corea del Sur- se alteran por un eventual segundo mandato de un presidente que ya los maltrató en su primer período. De Harris, esperan continuidad y apuestan por una relación estratégica reforzada. China, Rusia, Irán y el resto de los rivales de Washington, en cambio, anticipan más enemistad cualquiera sea el signo de la próxima Casa Blanca. Será acaso por eso que ellos intentan hoy enturbiar la contienda electoral con campañas de desinformación y hackeos. El objetivo: polarizar a los norteamericanos más de lo que ya están y debilitar sus instituciones.
Con excepción de México, América latina hace mucho que dejó de ser prioridad del mayor país del continente –si alguna vez lo fue-. Estados Unidos hoy se desvela con las guerras en Europa y en Medio Oriente, se concentra en Asia y se zambulle en la gran rivalidad tecnológica, militar y económica con China.
“Fui embajador ante cuatro presidentes [norteamericanos] y nunca vi que la Argentina y la región ocupen un lugar prioritario, salvo por la presencia de actores extrahemisféricos”, dice, en diálogo con LA NACION, Jorge Argüello, exrepresentante argentino en Portugal, la ONU y Estados Unidos, la última vez durante el mandato de Alberto Fernández.
Pero la región sí mira a Estados Unidos, su segundo mayor socio comercial, principal fuente de inversión extranjera directa, protagonista ineludible de la seguridad y la defensa continental e imán indiscutido de la emigración latinoamericana.
¿Qué le conviene entonces? ¿Un presidente que, en su primer mandato, hizo alarde de fuerza cada vez que pudo, que desplegó su garra proteccionista, que jugó al límite de la democracia y que dejó una huella política luego seguida como si fuera un manual por otros líderes de la derecha populista regional? ¿O una presidenta cuyas ideas sobre el mundo aún se desconocen, que promete seguir la política exterior de un Joe Biden más amable y dialoguista que su predecesor pero de atención intermitente con la región?
La respuesta estará no tanto en la afinidad ideológica que los gobiernos forjen con la próxima Casa Blanca sino, casi seguro, en las políticas internas de cualquiera sea el ganador y en el avance de la rivalidad entre Washington y Pekín.
1. Para la Argentina, no todo es tan obvio
“Espero verlo otra vez, la próxima como presidente”, le dijo Javier Milei a Donald Trump, en febrero pasado, durante la conferencia del CPAC en Washington. Los deseos del mandatario argentino pueden hacerse realidad en pocos días y dejarían a la Casa Rosada con una relación privilegiada con Washington. Aunque tal vez no tan beneficiosa como la afinidad ideológica entre Milei y Trump dejaría suponer.
El gobierno de Milei busca en el Fondo Monetario Internacional (FMI) dinero fresco. Una ayuda desde una Casa Blanca dominada por su amigo Trump no le vendría mal, como sucedió en 2018, con el crédito otorgado a la administración Macri. “Lo que más necesita la Argentina de los Estados Unidos es el apoyo en los organismos multilaterales de crédito. El FMI no hace nada que Estados Unidos no quiere que haga”, dice Argüello.
Pero tal vez el gobierno libertario se lleve una o más sorpresas con una nueva administración Trump. La versión 2025 del expresidente sería mucho más transaccional, imprevisible proteccionista y nacionalista que el modelo 2016. Ni la ayuda en el FMI sería gratuita y ni la relación entre los mandatarios sería simple.
Macri lo sufrió en 2018. Meses antes de recibir el crédito, el gobierno norteamericano impuso aranceles prohibitivos al biodiesel argentino sin previo aviso y congeló un negocio de 1500 millones de dólares. Para el entonces presidente argentino, no fue solo un golpe comercial sino un desplante político y personal.
El Trump ultraproteccionista de 2025 promete imponer tarifas de hasta 60% a las importaciones chinas pero también de mínimo 10% a productos de otros países para controlar la inflación y alentar el empleo norteamericano. El costo extra para las familias norteamericanas sería de 2900 dólares al año, según un cálculo del Instituto Peterson para la Economía Internacional. El costo para las naciones que comercian con Estados Unidos –prácticamente todos los países del mundo- y para la economía latinoamericana sería inestimable.
El recelo de Trump con las ambiciones chinas de superpotencia podría tener otro costo para Milei.
“Trump ya habló de medidas punitivas, incluyendo aranceles o sanciones, contra los países que siguen la agenda de desdolarización de China. Es una pregunta abierta sobre cómo será la relación de Trump con Xi Jinping en una segunda presidencia. Pero se podría ver más presión sobre las naciones latinoamericanas para alinearse más con Washington”, dice a LA NACION Brian Winter, editor en jefe de America’s Quaterly.
Necesitado de dólares, el gobierno de Milei acaba de comenzar su “détente” con China, luego de haberla cuestionado una y otra vez en campaña. ¿Qué sucederá con ese deshielo por conveniencia en caso de que Trump vuelva a la presidencia?
Con Harris, la demanda de un alineamiento automático anti-China podría ser más suave, en consonancia con la política de Biden, “que tiene un tono más moderado porque reconoce que los gobiernos de América latina, sean de izquierda o derecha, tienen un fuerte interés comercial con Pekín”. La vicepresidenta promete también aranceles, pero menos agresivos que los de su rival, una medida que sostendría el volumen de intercambio comercial con la Argentina y la región.
Tal vez el lazo que más sufriría en privado entre una Casa Blanca de Harris y el gobierno de Milei sería el político. La frase de Milei en la CPAC retumbará en caso de que Harris sea la primera presidenta mujer de Estados Unidos.
2. El tapón a la inmigración
Si la política de aranceles destinados a aplastar la inflación será un gran condicionante de la relación de Estados Unidos con el mundo en caso de ganar Trump, su plan anti inmigratorio podría definir el vínculo con América Latina. Más de un 60% de norteamericanos cree que los migrantes entraron indiscriminadamente a su país en los últimos años. Tal es el impacto de la retórica antiinmigrantes de Trump que su contrincante se vio forzada a incluir promesas de controles y deportaciones en su programa.
Trump, por lo pronto, anticipa un plan de deportaciones masivas, que –si lo cumple- podría cambiar la economía y la política de la región, no solo de aquellos países que expulsan gente hacia el norte, como Guatemala, Honduras, El Salvador, Haití o Venezuela.
“Dudo de que las deportaciones masivas ocurran en su versión más extrema, porque va a haber esfuerzos judiciales para detenerla. Pero las deportaciones van a tener un enorme impacto en Centroamérica porque esos países no tienen capacidad de absorber a la gente que vuelve y además se quedarían sin el ingreso de las remesas”, opina, en diálogo con LA NACION, Christopher Hernández Roy, subdirector del programa para las Américas del Centro para los Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS, por sus siglas en inglés).
En sus diferentes magnitudes, la política anti inmigración de Trump y de Harris se cruzará con su estrategia para las dictaduras de la región, en especial Venezuela.
Quien gane las elecciones deberá confrontar con un Nicolás Maduro que no da señales de querer admitir su derrota del 28 de julio y que asumirá un nuevo mandato el 10 de enero, 10 días antes que el próximo mandatario de Estados Unidos.
Winter y Hernández Roy coinciden en que tanto Harris como Trump apelarán a nuevas sanciones para arrinconar al régimen chavista, pero las del expresidente podrían ser mucho más duras.
A partir de 2018, Trump aplicó su política de “máxima presión” que implicó reconocer la presidencia de Juan Guaidó y asfixiar al régimen con más sanciones. Ese período coincidió con la debacle total de la economía venezolana y con los años de mayor emigración.
El aumento de la represión chavista y un nuevo deterioro económico podrían conducir a grandes oleadas de migrantes venezolanos.
“Trump podría negociar con el presidente [panameño] Mulino que frene esos migrantes en el Darién. Y se tendrían que dar la vuelta. ¿Y a dónde irían? Al resto de América del Sur”, dice Hernández Roy.
De los 7,7 millones de emigrantes venezolanos, 4,8 millones viven en América del Sur. En Colombia, Perú y Chile, principales receptores junto con Brasil, la inmigración comienza lentamente a ser un tema central de las campañas electorales y alimenta la retórica de las opciones más extremistas que la asimilan con la inseguridad. Nuevas oleadas podrían magnificar ese fenómeno y, con eso, la polarización.
3. El test global: “inflación o democracia”
Los relatos radicalizados son los protagonistas de los últimos días de la campaña. Trump y Harris intercambian acusaciones de “comunista” y “fascista”, al tiempo que el expresidente usa todo tipo de insultos y mentiras para descalificar a su rival. Ninguna norma queda en pie en el país cuyas campañas electorales son observadas e imitadas en el resto del mundo.
Esta, por lo pronto, servirá como laboratorio para testear las dos estrategias que también modelan a las campañas de la Argentina y el resto de la región: la de la disrupción total que llama a romper con todo, en especial el establishment, versus la de la defensa de la democracia y el freno a los líderes de rasgos populistas y autoritarios, sean de derecha o de izquierda. ¿Cuál de esas dos estrategias convence más a norteamericanos y latinomericanos en la era del descontento global?
“El gran quiebre en las reglas de juego fue en 2016 con Trump. Después de eso, vinieron los Bolsonaro, los Milei. No veo que ahora haya un momento de mayor ruptura pero sí creo que si gana Trump, estos personajes se van a volver más atractivos. América Latina mira mucho a Estados Unidos. El discurso de la defensa de la democracia pega menos en la región y Estados Unidos porque la gente quiere bienestar. Como hizo Alfonsín en 1983, los candidatos tienen que convencer que ‘con la democracia se come, se cura y se educa’”, advierte, en diálogo con LA NACION, Victoria Murillo, profesora de Ciencia Política y directora del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Columbia.
Hacia el final de su campaña, ante su estancamiento en los sondeos, Harris adoptó precisamente el discurso con el que Biden ganó 2020 a la presidencia: “Trump es una amenaza para la democracia”.
El 5 de noviembre, más allá de la conveniencia económica o geopolítica para cada rincón del planeta, Harris y Trump le confirmarán al mundo qué convence más a los votantes de la era de la pospandemia, las guerras, las derivas autoritarias, la desigualdad, la irrupción tecnológica y el bajo crecimiento: matar la inflación a cualquier costo o resguardar la democracia.
Nadie se mantiene indiferente, menos aun cuando faltan nueve días y la paridad entre Kamala Harris y Donald Trump es tal que ambos se reparten proporciones exactas de apoyo tanto en el voto popular como en los siete estados clave.El suspenso conduce a los norteamericanos al nerviosismo y al resto del mundo, a la ansiedad. El Estados Unidos de 2024 no es el del final del siglo pasado, que emergió triunfante de la Guerra Fría y tuvo una década de influencia global y poder integral en los 90. Hoy es aún la nación más rica y avanzada militar y tecnológicamente del planeta, pero su supremacía fue recortada por las aspiraciones de una China global, por la consolidación de potencias regionales y por el declive de su propio atractivo político, comercial, cultural y diplomático.Aún así, todas las naciones tienen un mayor o menor grado de relación y necesidad con Estados Unidos. Por eso, ansiosos, la mayoría de los gobiernos del mundo preparan escenarios de contingencia para dos administraciones que podrían ser antagónicas en sus vínculos con amigos y enemigos.Ante las sospechas de que Trump prevalecerá el 5 de noviembre, los aliados de Estados Unidos –desde la Unión Europea hasta Japón y Corea del Sur- se alteran por un eventual segundo mandato de un presidente que ya los maltrató en su primer período. De Harris, esperan continuidad y apuestan por una relación estratégica reforzada. China, Rusia, Irán y el resto de los rivales de Washington, en cambio, anticipan más enemistad cualquiera sea el signo de la próxima Casa Blanca. Será acaso por eso que ellos intentan hoy enturbiar la contienda electoral con campañas de desinformación y hackeos. El objetivo: polarizar a los norteamericanos más de lo que ya están y debilitar sus instituciones.Con excepción de México, América latina hace mucho que dejó de ser prioridad del mayor país del continente –si alguna vez lo fue-. Estados Unidos hoy se desvela con las guerras en Europa y en Medio Oriente, se concentra en Asia y se zambulle en la gran rivalidad tecnológica, militar y económica con China.“Fui embajador ante cuatro presidentes [norteamericanos] y nunca vi que la Argentina y la región ocupen un lugar prioritario, salvo por la presencia de actores extrahemisféricos”, dice, en diálogo con LA NACION, Jorge Argüello, exrepresentante argentino en Portugal, la ONU y Estados Unidos, la última vez durante el mandato de Alberto Fernández.Pero la región sí mira a Estados Unidos, su segundo mayor socio comercial, principal fuente de inversión extranjera directa, protagonista ineludible de la seguridad y la defensa continental e imán indiscutido de la emigración latinoamericana.¿Qué le conviene entonces? ¿Un presidente que, en su primer mandato, hizo alarde de fuerza cada vez que pudo, que desplegó su garra proteccionista, que jugó al límite de la democracia y que dejó una huella política luego seguida como si fuera un manual por otros líderes de la derecha populista regional? ¿O una presidenta cuyas ideas sobre el mundo aún se desconocen, que promete seguir la política exterior de un Joe Biden más amable y dialoguista que su predecesor pero de atención intermitente con la región?La respuesta estará no tanto en la afinidad ideológica que los gobiernos forjen con la próxima Casa Blanca sino, casi seguro, en las políticas internas de cualquiera sea el ganador y en el avance de la rivalidad entre Washington y Pekín.1. Para la Argentina, no todo es tan obvio“Espero verlo otra vez, la próxima como presidente”, le dijo Javier Milei a Donald Trump, en febrero pasado, durante la conferencia del CPAC en Washington. Los deseos del mandatario argentino pueden hacerse realidad en pocos días y dejarían a la Casa Rosada con una relación privilegiada con Washington. Aunque tal vez no tan beneficiosa como la afinidad ideológica entre Milei y Trump dejaría suponer.El gobierno de Milei busca en el Fondo Monetario Internacional (FMI) dinero fresco. Una ayuda desde una Casa Blanca dominada por su amigo Trump no le vendría mal, como sucedió en 2018, con el crédito otorgado a la administración Macri. “Lo que más necesita la Argentina de los Estados Unidos es el apoyo en los organismos multilaterales de crédito. El FMI no hace nada que Estados Unidos no quiere que haga”, dice Argüello.Pero tal vez el gobierno libertario se lleve una o más sorpresas con una nueva administración Trump. La versión 2025 del expresidente sería mucho más transaccional, imprevisible proteccionista y nacionalista que el modelo 2016. Ni la ayuda en el FMI sería gratuita y ni la relación entre los mandatarios sería simple.Macri lo sufrió en 2018. Meses antes de recibir el crédito, el gobierno norteamericano impuso aranceles prohibitivos al biodiesel argentino sin previo aviso y congeló un negocio de 1500 millones de dólares. Para el entonces presidente argentino, no fue solo un golpe comercial sino un desplante político y personal.El Trump ultraproteccionista de 2025 promete imponer tarifas de hasta 60% a las importaciones chinas pero también de mínimo 10% a productos de otros países para controlar la inflación y alentar el empleo norteamericano. El costo extra para las familias norteamericanas sería de 2900 dólares al año, según un cálculo del Instituto Peterson para la Economía Internacional. El costo para las naciones que comercian con Estados Unidos –prácticamente todos los países del mundo- y para la economía latinoamericana sería inestimable.El recelo de Trump con las ambiciones chinas de superpotencia podría tener otro costo para Milei.“Trump ya habló de medidas punitivas, incluyendo aranceles o sanciones, contra los países que siguen la agenda de desdolarización de China. Es una pregunta abierta sobre cómo será la relación de Trump con Xi Jinping en una segunda presidencia. Pero se podría ver más presión sobre las naciones latinoamericanas para alinearse más con Washington”, dice a LA NACION Brian Winter, editor en jefe de America’s Quaterly.Necesitado de dólares, el gobierno de Milei acaba de comenzar su “détente” con China, luego de haberla cuestionado una y otra vez en campaña. ¿Qué sucederá con ese deshielo por conveniencia en caso de que Trump vuelva a la presidencia?Con Harris, la demanda de un alineamiento automático anti-China podría ser más suave, en consonancia con la política de Biden, “que tiene un tono más moderado porque reconoce que los gobiernos de América latina, sean de izquierda o derecha, tienen un fuerte interés comercial con Pekín”. La vicepresidenta promete también aranceles, pero menos agresivos que los de su rival, una medida que sostendría el volumen de intercambio comercial con la Argentina y la región.Tal vez el lazo que más sufriría en privado entre una Casa Blanca de Harris y el gobierno de Milei sería el político. La frase de Milei en la CPAC retumbará en caso de que Harris sea la primera presidenta mujer de Estados Unidos.2. El tapón a la inmigraciónSi la política de aranceles destinados a aplastar la inflación será un gran condicionante de la relación de Estados Unidos con el mundo en caso de ganar Trump, su plan anti inmigratorio podría definir el vínculo con América Latina. Más de un 60% de norteamericanos cree que los migrantes entraron indiscriminadamente a su país en los últimos años. Tal es el impacto de la retórica antiinmigrantes de Trump que su contrincante se vio forzada a incluir promesas de controles y deportaciones en su programa.Trump, por lo pronto, anticipa un plan de deportaciones masivas, que –si lo cumple- podría cambiar la economía y la política de la región, no solo de aquellos países que expulsan gente hacia el norte, como Guatemala, Honduras, El Salvador, Haití o Venezuela.“Dudo de que las deportaciones masivas ocurran en su versión más extrema, porque va a haber esfuerzos judiciales para detenerla. Pero las deportaciones van a tener un enorme impacto en Centroamérica porque esos países no tienen capacidad de absorber a la gente que vuelve y además se quedarían sin el ingreso de las remesas”, opina, en diálogo con LA NACION, Christopher Hernández Roy, subdirector del programa para las Américas del Centro para los Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS, por sus siglas en inglés).En sus diferentes magnitudes, la política anti inmigración de Trump y de Harris se cruzará con su estrategia para las dictaduras de la región, en especial Venezuela.Quien gane las elecciones deberá confrontar con un Nicolás Maduro que no da señales de querer admitir su derrota del 28 de julio y que asumirá un nuevo mandato el 10 de enero, 10 días antes que el próximo mandatario de Estados Unidos.Winter y Hernández Roy coinciden en que tanto Harris como Trump apelarán a nuevas sanciones para arrinconar al régimen chavista, pero las del expresidente podrían ser mucho más duras.A partir de 2018, Trump aplicó su política de “máxima presión” que implicó reconocer la presidencia de Juan Guaidó y asfixiar al régimen con más sanciones. Ese período coincidió con la debacle total de la economía venezolana y con los años de mayor emigración.El aumento de la represión chavista y un nuevo deterioro económico podrían conducir a grandes oleadas de migrantes venezolanos.“Trump podría negociar con el presidente [panameño] Mulino que frene esos migrantes en el Darién. Y se tendrían que dar la vuelta. ¿Y a dónde irían? Al resto de América del Sur”, dice Hernández Roy.De los 7,7 millones de emigrantes venezolanos, 4,8 millones viven en América del Sur. En Colombia, Perú y Chile, principales receptores junto con Brasil, la inmigración comienza lentamente a ser un tema central de las campañas electorales y alimenta la retórica de las opciones más extremistas que la asimilan con la inseguridad. Nuevas oleadas podrían magnificar ese fenómeno y, con eso, la polarización.3. El test global: “inflación o democracia”Los relatos radicalizados son los protagonistas de los últimos días de la campaña. Trump y Harris intercambian acusaciones de “comunista” y “fascista”, al tiempo que el expresidente usa todo tipo de insultos y mentiras para descalificar a su rival. Ninguna norma queda en pie en el país cuyas campañas electorales son observadas e imitadas en el resto del mundo.Esta, por lo pronto, servirá como laboratorio para testear las dos estrategias que también modelan a las campañas de la Argentina y el resto de la región: la de la disrupción total que llama a romper con todo, en especial el establishment, versus la de la defensa de la democracia y el freno a los líderes de rasgos populistas y autoritarios, sean de derecha o de izquierda. ¿Cuál de esas dos estrategias convence más a norteamericanos y latinomericanos en la era del descontento global?“El gran quiebre en las reglas de juego fue en 2016 con Trump. Después de eso, vinieron los Bolsonaro, los Milei. No veo que ahora haya un momento de mayor ruptura pero sí creo que si gana Trump, estos personajes se van a volver más atractivos. América Latina mira mucho a Estados Unidos. El discurso de la defensa de la democracia pega menos en la región y Estados Unidos porque la gente quiere bienestar. Como hizo Alfonsín en 1983, los candidatos tienen que convencer que ‘con la democracia se come, se cura y se educa’”, advierte, en diálogo con LA NACION, Victoria Murillo, profesora de Ciencia Política y directora del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Columbia.Hacia el final de su campaña, ante su estancamiento en los sondeos, Harris adoptó precisamente el discurso con el que Biden ganó 2020 a la presidencia: “Trump es una amenaza para la democracia”.El 5 de noviembre, más allá de la conveniencia económica o geopolítica para cada rincón del planeta, Harris y Trump le confirmarán al mundo qué convence más a los votantes de la era de la pospandemia, las guerras, las derivas autoritarias, la desigualdad, la irrupción tecnológica y el bajo crecimiento: matar la inflación a cualquier costo o resguardar la democracia. LA NACION