Adabel Guerrero: Posa en su casa y habla de su lucha contra la depresión, su pasado difícil y la fuerza que la sacó adelante
Desde que tenía apenas 8 años, Adabel Guerrero (45) lo tuvo claro: quería ser bailarina de danza clásica. Pasaba horas ensayando en el patio de su casa platense y más tarde en la Escuela de Danzas de La Plata. Era tanta su pasión por el ballet que en la adolescencia no fue al colegio porque prefería bailar cuanto tiempo fuera posible. “Rendí libre el secundario porque ir a clase me parecía una pérdida de tiempo”, recuerda ella que, aunque era muy independiente, tenía la complicidad de su mamá. “Me levantaba sola a las siete de la mañana, me hacía el rodete y me iba en bicicleta a la escuela de danza. Mi mamá me apoyaba en todo y me cosía los vestidos. Le encantaba que yo bailara porque ella había querido ser bailarina, pero mi abuelo no la dejó”, cuenta Adabel. Todo eso fue antes de lo que conocemos de ella hoy –la fama de la televisión y su nombre en las marquesinas de la avenida Corrientes como vedette y actriz– y en medio de las tragedias familiares, los desórdenes alimentarios, la depresión y las caídas que el público no conoce y de las que se levantó haciéndole honor a su apellido: como una guerrera. De todo eso habla con ¡HOLA! Argentina en su casa de Canning, en la provincia de Buenos Aires, donde nos recibió junto a su hija, Lola.
–¿Por qué dejaste de bailar clásico, si era lo que más amabas?
–Dejé el ballet porque estaba cansada de que me llamaran “gorda”. Para bailar clásico hay que ser muy flaca y yo tenía un cuerpo con curvas. Me decían que estaba gorda aunque pesaba diez kilos menos que ahora. Un día me cansé… Ya tenía muchos desórdenes alimentarios a raíz de eso. Casi no comía, salvo por un poco de lechuga con galletitas y zanahoria rallada. Si comía un chocolate, lo vomitaba. Era muy chica, mi mamá murió cuando yo tenía 17 años y me quedé sola.
–¿Y tu papá?
–Él vivía en Estados Unidos, nunca se hizo cargo de mi familia. Yo no tenía un apoyo emocional como para aguantar más. Un día, uno de los bailarines que me tenía que levantar durante un ensayo se quejó: “Qué pesada”. Le dije: “Ahora vengo”, y agarré mi bolso y no volví nunca más. Dejé de bailar y me puse a estudiar Psicología. Trabajé de mesera, vendí ropa que llevaba en un bolso, ollas…
–¿Y cuándo cambió tu suerte?
–Cuando un tiempo después me llamaron para hacer de figurante en una ópera llamada Cenerentola, basada en el cuento de La Cenicienta, en el Teatro Argentino en La Plata, y conocí lo que era la comedia musical. Luego di mis primeros pasos en Buenos Aires en 2003 con Pepe Cibrián en el musical El fantasma de Canterville. Era un sueño, porque yo pasaba por la calle Corrientes y veía las fotos de las artistas y las bailarinas en las puertas de los teatros y decía: “Quiero estar ahí”.
–Pero estabas sola.
–Sí. En 2004 un hombre me entrevistó para llevarme a trabajar a México. Yo tenía 26 años y estudiaba canto y actuación, y él quería que yo sacara un disco, cantara, bailara e hiciera una gira en el exterior. Por casualidad me crucé con un ex novio, le conté lo que iba a hacer y me abrió los ojos: podía tratarse de las redes de trata en las que te sacan del país, te secuestran para trabajar en un prostíbulo y no aparecés más. Me di cuenta de que yo tenía el perfil ideal para ser una víctima de eso: no tenía padres y nadie iba a reclamar por mí. Cuando le dije al tipo que no iba a viajar se puso como loco. Terminé salvando mi vida.
LA REVANCHA
No sólo salvó su vida, sino que a partir de entonces la cambió. Logró entrar como bailarina a Bailando por un sueño y se hizo famosa y reconocida por su talento. “Tuve una revancha porque ir al Bailando era algo que deseaba aunque yo, muy inocente, pensaba que era una competencia de baile, cuando la clave eran los escándalos. Pero bueno, así y todo, fijate que estuve muchos años por bailar bien”, explica. Hoy, si bien Adabel no abandonó el baile, busca su camino en la actuación. Trabajó en las series Coppola y Cris Miró (Ella) y hoy se luce en Sex, la obra de José María Muscari, en una de las salas del complejo teatral Gorriti Art Center.
–¿La actuación siempre fue una vocación para vos?
–Siempre quise ser actriz. De hecho, tomé clases con Raúl Serrano, y ahora con Fabián Vena, pero iba a castings y no quedaba… En un momento me dije: “Y cuando no pueda bailar más, ¿qué hago?”. Ponele que puedo bailar diez años más con toda la furia, pero si no tengo la parte artística en mi vida, me marchito. Voy a desgastar mis zapatos de baile hasta donde pueda, pero al mismo tiempo arranco mi carrera de actriz.
–Tu primera experiencia actoral fue interpretar a Alejandra Pradón en la serie de Coppola. ¿Cómo lo viviste?
–Tenía nervios, pero fingí demencia. Me dije: “Soy una actriz de la hostia”. [Se ríe]. Tuve que creérmela porque mi primera escena era nada menos que junto a Juan Minujín.
–A la par de la actuación descubriste tu vocación como coach ontológica, ¿cómo fue eso?
–Mi infancia fue muy complicada. Mi mamá sufría de depresión y era alcohólica. La internaban cada tanto en neuropsiquiátricos y nosotros quedábamos solos a la deriva con algún tío, o tía. Murió de eso. Mi hermano tiene problemas de adicción. Tuve una familia muy disfuncional, entonces siempre quise estudiar para ver cómo cambiar estos patrones de conducta, para no repetir la historia. Quería ver cómo ser una buena madre al no haber tenido el mejor ejemplo. Durante la pandemia, empecé a hacer terapia con un coach ontológico y me puse a estudiar la carrera. Ahí se me ocurrió abrir mi academia, “Alas”, para ayudar a volar a los artistas que también necesitan un empujoncito.
–En algún momento contaste que sufriste depresión, ¿qué la desencadenó?
–El año pasado realmente llegué a mi límite. Fue una sumatoria de la pandemia, el nacimiento de Lola, una mudanza, revivir mi infancia al tener a mi hija chiquita… Tenía pánico de que le pasara algo. Tuve depresión, me di cuenta de que no daba más, y que con la fuerza de voluntad no me alcanzaba. Estaba estropeando todas mis relaciones porque no estaba bien. Había entrado como en un circuito de ira y agotamiento, siempre en modo alerta y supervivencia. Me pareció muy importante pedir ayuda. Martín, mi marido, nunca lo supo, nunca se lo dije. Me fui a hacer mi terapia, estuve medicada seis o siete meses. A partir de ahí tomé otras decisiones, empecé a tener otros comportamientos, y todo empezó a marchar bien. Hasta le pregunté al psiquiatra si mi depresión era hereditaria y me dijo que no. No sabés la mochila que me sacó de encima.
UN AMOR SOBRE CUATRO RUEDAS
En 2008, mientras Adabel estaba cumpliendo el sueño de estar en la pista del Bailando, encontró el amor en el momento y en el lugar menos pensados: en una concesionaria. Martín Lamela (49) fue quien le vendió su primer auto y con quien está en pareja desde hace dieciséis años. Fruto de ese amor, nació Lola (6), la primera y única hija de la bailarina, aunque Martín tiene tres hijos –Juan Cruz (24), Thiago (20) y Valentino (16)– de una relación anterior.
–¿Siempre supiste que querías ser mamá?
–No, yo no quería ser mamá. Me parecía un mundo supercruel para traer a un hijo porque yo no la había pasado nada bien. Casi llegando a los 40, me dije: “Si querés ser mamá, es ahora. Pensalo bien”. De la nada, un día yendo a clases, vi una chica con un cochecito de bebé y me puse a llorar. [Se quiebra]. En ese momento, estaba estudiando Psicología evolutiva, el embarazo… y se me caían las lágrimas sobre el pupitre. Me empezó a surgir ese deseo de la nada, en ese momento. Le dije a Martín: “Busquemos un embarazo”.
–¿Cómo te llevás con los hijos de Martín?
–Muy bien, de hecho, soy muy amiga de su ex, de Claudia. Nos vamos de vacaciones todos juntos ahora. Logré ese vínculo con ella después de muchos años. Hacemos planes las dos solas a veces, voy a tomar mates a su casa, ella viene. La primera niñera de Lola fue Claudia, yo no le dejaba mi hija a otra persona que no fuera ella.
–¿Qué significa tu hija Lola para vos?
–Ella es todo y más para mí. Tiene muchas cualidades naturales de artista, capaz sigue mis pasos.
Desde que tenía apenas 8 años, Adabel Guerrero (45) lo tuvo claro: quería ser bailarina de danza clásica. Pasaba horas ensayando en el patio de su casa platense y más tarde en la Escuela de Danzas de La Plata. Era tanta su pasión por el ballet que en la adolescencia no fue al colegio porque prefería bailar cuanto tiempo fuera posible. “Rendí libre el secundario porque ir a clase me parecía una pérdida de tiempo”, recuerda ella que, aunque era muy independiente, tenía la complicidad de su mamá. “Me levantaba sola a las siete de la mañana, me hacía el rodete y me iba en bicicleta a la escuela de danza. Mi mamá me apoyaba en todo y me cosía los vestidos. Le encantaba que yo bailara porque ella había querido ser bailarina, pero mi abuelo no la dejó”, cuenta Adabel. Todo eso fue antes de lo que conocemos de ella hoy –la fama de la televisión y su nombre en las marquesinas de la avenida Corrientes como vedette y actriz– y en medio de las tragedias familiares, los desórdenes alimentarios, la depresión y las caídas que el público no conoce y de las que se levantó haciéndole honor a su apellido: como una guerrera. De todo eso habla con ¡HOLA! Argentina en su casa de Canning, en la provincia de Buenos Aires, donde nos recibió junto a su hija, Lola.
–¿Por qué dejaste de bailar clásico, si era lo que más amabas?
–Dejé el ballet porque estaba cansada de que me llamaran “gorda”. Para bailar clásico hay que ser muy flaca y yo tenía un cuerpo con curvas. Me decían que estaba gorda aunque pesaba diez kilos menos que ahora. Un día me cansé… Ya tenía muchos desórdenes alimentarios a raíz de eso. Casi no comía, salvo por un poco de lechuga con galletitas y zanahoria rallada. Si comía un chocolate, lo vomitaba. Era muy chica, mi mamá murió cuando yo tenía 17 años y me quedé sola.
–¿Y tu papá?
–Él vivía en Estados Unidos, nunca se hizo cargo de mi familia. Yo no tenía un apoyo emocional como para aguantar más. Un día, uno de los bailarines que me tenía que levantar durante un ensayo se quejó: “Qué pesada”. Le dije: “Ahora vengo”, y agarré mi bolso y no volví nunca más. Dejé de bailar y me puse a estudiar Psicología. Trabajé de mesera, vendí ropa que llevaba en un bolso, ollas…
–¿Y cuándo cambió tu suerte?
–Cuando un tiempo después me llamaron para hacer de figurante en una ópera llamada Cenerentola, basada en el cuento de La Cenicienta, en el Teatro Argentino en La Plata, y conocí lo que era la comedia musical. Luego di mis primeros pasos en Buenos Aires en 2003 con Pepe Cibrián en el musical El fantasma de Canterville. Era un sueño, porque yo pasaba por la calle Corrientes y veía las fotos de las artistas y las bailarinas en las puertas de los teatros y decía: “Quiero estar ahí”.
–Pero estabas sola.
–Sí. En 2004 un hombre me entrevistó para llevarme a trabajar a México. Yo tenía 26 años y estudiaba canto y actuación, y él quería que yo sacara un disco, cantara, bailara e hiciera una gira en el exterior. Por casualidad me crucé con un ex novio, le conté lo que iba a hacer y me abrió los ojos: podía tratarse de las redes de trata en las que te sacan del país, te secuestran para trabajar en un prostíbulo y no aparecés más. Me di cuenta de que yo tenía el perfil ideal para ser una víctima de eso: no tenía padres y nadie iba a reclamar por mí. Cuando le dije al tipo que no iba a viajar se puso como loco. Terminé salvando mi vida.
LA REVANCHA
No sólo salvó su vida, sino que a partir de entonces la cambió. Logró entrar como bailarina a Bailando por un sueño y se hizo famosa y reconocida por su talento. “Tuve una revancha porque ir al Bailando era algo que deseaba aunque yo, muy inocente, pensaba que era una competencia de baile, cuando la clave eran los escándalos. Pero bueno, así y todo, fijate que estuve muchos años por bailar bien”, explica. Hoy, si bien Adabel no abandonó el baile, busca su camino en la actuación. Trabajó en las series Coppola y Cris Miró (Ella) y hoy se luce en Sex, la obra de José María Muscari, en una de las salas del complejo teatral Gorriti Art Center.
–¿La actuación siempre fue una vocación para vos?
–Siempre quise ser actriz. De hecho, tomé clases con Raúl Serrano, y ahora con Fabián Vena, pero iba a castings y no quedaba… En un momento me dije: “Y cuando no pueda bailar más, ¿qué hago?”. Ponele que puedo bailar diez años más con toda la furia, pero si no tengo la parte artística en mi vida, me marchito. Voy a desgastar mis zapatos de baile hasta donde pueda, pero al mismo tiempo arranco mi carrera de actriz.
–Tu primera experiencia actoral fue interpretar a Alejandra Pradón en la serie de Coppola. ¿Cómo lo viviste?
–Tenía nervios, pero fingí demencia. Me dije: “Soy una actriz de la hostia”. [Se ríe]. Tuve que creérmela porque mi primera escena era nada menos que junto a Juan Minujín.
–A la par de la actuación descubriste tu vocación como coach ontológica, ¿cómo fue eso?
–Mi infancia fue muy complicada. Mi mamá sufría de depresión y era alcohólica. La internaban cada tanto en neuropsiquiátricos y nosotros quedábamos solos a la deriva con algún tío, o tía. Murió de eso. Mi hermano tiene problemas de adicción. Tuve una familia muy disfuncional, entonces siempre quise estudiar para ver cómo cambiar estos patrones de conducta, para no repetir la historia. Quería ver cómo ser una buena madre al no haber tenido el mejor ejemplo. Durante la pandemia, empecé a hacer terapia con un coach ontológico y me puse a estudiar la carrera. Ahí se me ocurrió abrir mi academia, “Alas”, para ayudar a volar a los artistas que también necesitan un empujoncito.
–En algún momento contaste que sufriste depresión, ¿qué la desencadenó?
–El año pasado realmente llegué a mi límite. Fue una sumatoria de la pandemia, el nacimiento de Lola, una mudanza, revivir mi infancia al tener a mi hija chiquita… Tenía pánico de que le pasara algo. Tuve depresión, me di cuenta de que no daba más, y que con la fuerza de voluntad no me alcanzaba. Estaba estropeando todas mis relaciones porque no estaba bien. Había entrado como en un circuito de ira y agotamiento, siempre en modo alerta y supervivencia. Me pareció muy importante pedir ayuda. Martín, mi marido, nunca lo supo, nunca se lo dije. Me fui a hacer mi terapia, estuve medicada seis o siete meses. A partir de ahí tomé otras decisiones, empecé a tener otros comportamientos, y todo empezó a marchar bien. Hasta le pregunté al psiquiatra si mi depresión era hereditaria y me dijo que no. No sabés la mochila que me sacó de encima.
UN AMOR SOBRE CUATRO RUEDAS
En 2008, mientras Adabel estaba cumpliendo el sueño de estar en la pista del Bailando, encontró el amor en el momento y en el lugar menos pensados: en una concesionaria. Martín Lamela (49) fue quien le vendió su primer auto y con quien está en pareja desde hace dieciséis años. Fruto de ese amor, nació Lola (6), la primera y única hija de la bailarina, aunque Martín tiene tres hijos –Juan Cruz (24), Thiago (20) y Valentino (16)– de una relación anterior.
–¿Siempre supiste que querías ser mamá?
–No, yo no quería ser mamá. Me parecía un mundo supercruel para traer a un hijo porque yo no la había pasado nada bien. Casi llegando a los 40, me dije: “Si querés ser mamá, es ahora. Pensalo bien”. De la nada, un día yendo a clases, vi una chica con un cochecito de bebé y me puse a llorar. [Se quiebra]. En ese momento, estaba estudiando Psicología evolutiva, el embarazo… y se me caían las lágrimas sobre el pupitre. Me empezó a surgir ese deseo de la nada, en ese momento. Le dije a Martín: “Busquemos un embarazo”.
–¿Cómo te llevás con los hijos de Martín?
–Muy bien, de hecho, soy muy amiga de su ex, de Claudia. Nos vamos de vacaciones todos juntos ahora. Logré ese vínculo con ella después de muchos años. Hacemos planes las dos solas a veces, voy a tomar mates a su casa, ella viene. La primera niñera de Lola fue Claudia, yo no le dejaba mi hija a otra persona que no fuera ella.
–¿Qué significa tu hija Lola para vos?
–Ella es todo y más para mí. Tiene muchas cualidades naturales de artista, capaz sigue mis pasos.
La bailarina y actriz nos recibe junto a su hija Lola y, en una charla profunda, revela sus miedos, su lucha contra los trastornos alimentarios, y habla del amor y la maternidad LA NACION