La violencia y la dulzura de Bartók en una sola noche
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Tito Ceccherini. Solista: Boris Giltburg (piano). Programa: Suite El mandarín maravilloso, opus 19; Concierto para piano n°3 en mi mayor, Sz. 119; Concierto para orquesta, Sz. 116. Sala: Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
Los conciertos monográficos tienen la virtud de propiciar eso que se llama en el cine profundidad de campo: el prolongado despliegue de la œuvre de un compositor condensado en la simultaneidad de una sola función. No hace falta la acumulación enciclopédica de obras para hacer evidente el despliegue. En el concierto dedicado a Béla Bartók con el que la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires cerró su temporada de esta año, bastaron tres: la suite de El mandarín maravilloso, el Concierto para piano n°3 y el Concierto para orquesta; es decir: un arco que va de 1917 a 1945.
La distancia habilita un examen de la evolución de la música del compositor húngaro. Para la visión patológicamente progresista de Pierre Boulez, por ejemplo, ya desde 1938 había empezado la declinación del pensamiento de Bartók, su reblandecimiento; para otros, como Daniel Barenboim, Bartók es un caso singularísimo de estilo tardío, en el que, lejos de un endurecimiento de la poética, hay una tibieza que tiende a la inmaterialidad. En realidad, no hay tal divorcio y fue el propio Boulez quien confirmó esa constatación: “Ya sea en la brutal violencia que anima una materia sonora en fusión o en la dulzura nimbada de un halo tenso y tornasolado, Bartók es incomparable”. Así pareció entender las cosas el director Tito Ceccherini, para quien la brutalidad y la dulzura no son dos caras sucesivas de Bartók, sino su rostro entero, indiviso.
Esto quedó claro ya de entrada en la suite de El mandarín maravilloso, pieza que Ceccherini había dirigido en el Colón en 2013. Es probable que El mandarín… sea una de las obras de Bartók de mayor audacia tonal, y a pesar de eso -o acaso por eso mismo- tiene también una de las que exhibe una construcción más rigurosa. No hay detalle que se le escape a Ceccherini: ni la estricta furia rítmica ni la lasitud melódica. El rendimiento de la Filarmónica fue aquí formidable en todas sus filas y especialmente en las maderas (imposible no detenerse en la sensibilidad del clarinetista Mariano Rey).
La faena fuera de serie de la orquesta se prolongó en el Tercer concierto para piano, con Boris Giltburg como solista. La relación de Giltburg con este concierto viene de lejos (increíblemente, fue el primer concierto para piano y orquesta que estudió, a los nueve años) y eso se nota en su naturalidad, en la manera de entender cada pasaje a la luz del siguiente sin forzamiento. Giltburg es un pianista de toque nervioso, muy preciso, lo que no quiere decir en modo alguno que caiga en ninguna rigidez percusiva. Es cierto que el suyo no es un Bartók cantabile (algo que se extraña un poco en el “Adagio religioso”), pero esa compresión de las continuidades más ocultas hizo de su versión una confesión que cortaba la respiración. Fue como si ofreciera el brillo concentrado de un reflejo en un cristal: pura claridad. Giltburg tocó una sola pieza fuera de programa: el número 5 de los Preludios opus 32, de Rachmaninov.
La condición excepcional del Concierto para orquesta fue, por su lado, reconocida de inmediato, en el momento mismo de su estreno. Alberto Ginastera, por ejemplo, en el obituario de Bartók que se publicó en la revista Sur en mayo de 1946, decía que la pieza era “fresca, espontánea, inspirada en un íntimo y profundo deseo de recordar en el exilio las campiñas, las danzas populares, la alegría de su pueblo. Es innecesario hablar de la perfección formal o de la riqueza de la instrumentación. Toda la maestría de Bartók está presente en esta obra”. Será difícil encontrar una descripción del Concierto para orquesta que coincida tan cabalmente con la lectura magistral de Ceccherini, y habría que volver a hablar aquí de la aspereza y la dulzura, el “Scherzo” y la “Elegía”, entendidos como dos manera de decir lo mismo. Fue además justo que cerrara la noche esta pieza, en la que cada sección de la orquesta tiene un tratamiento concertante y solista.
A contramano de su nombre y de su distribución en movimiento, que haría pensar en una forma en gran escala, el Concierto para orquesta es un encadenamiento de instantes, que requieren el mayor cuidado. Ceccherini y la Filarmónica parecen haber partido del supuesto de que no es la forma general la que organiza los instantes, sino que es el detalle en el tratamiento de esos instantes lo que le da sentido a la forma.
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Tito Ceccherini. Solista: Boris Giltburg (piano). Programa: Suite El mandarín maravilloso, opus 19; Concierto para piano n°3 en mi mayor, Sz. 119; Concierto para orquesta, Sz. 116. Sala: Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
Los conciertos monográficos tienen la virtud de propiciar eso que se llama en el cine profundidad de campo: el prolongado despliegue de la œuvre de un compositor condensado en la simultaneidad de una sola función. No hace falta la acumulación enciclopédica de obras para hacer evidente el despliegue. En el concierto dedicado a Béla Bartók con el que la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires cerró su temporada de esta año, bastaron tres: la suite de El mandarín maravilloso, el Concierto para piano n°3 y el Concierto para orquesta; es decir: un arco que va de 1917 a 1945.
La distancia habilita un examen de la evolución de la música del compositor húngaro. Para la visión patológicamente progresista de Pierre Boulez, por ejemplo, ya desde 1938 había empezado la declinación del pensamiento de Bartók, su reblandecimiento; para otros, como Daniel Barenboim, Bartók es un caso singularísimo de estilo tardío, en el que, lejos de un endurecimiento de la poética, hay una tibieza que tiende a la inmaterialidad. En realidad, no hay tal divorcio y fue el propio Boulez quien confirmó esa constatación: “Ya sea en la brutal violencia que anima una materia sonora en fusión o en la dulzura nimbada de un halo tenso y tornasolado, Bartók es incomparable”. Así pareció entender las cosas el director Tito Ceccherini, para quien la brutalidad y la dulzura no son dos caras sucesivas de Bartók, sino su rostro entero, indiviso.
Esto quedó claro ya de entrada en la suite de El mandarín maravilloso, pieza que Ceccherini había dirigido en el Colón en 2013. Es probable que El mandarín… sea una de las obras de Bartók de mayor audacia tonal, y a pesar de eso -o acaso por eso mismo- tiene también una de las que exhibe una construcción más rigurosa. No hay detalle que se le escape a Ceccherini: ni la estricta furia rítmica ni la lasitud melódica. El rendimiento de la Filarmónica fue aquí formidable en todas sus filas y especialmente en las maderas (imposible no detenerse en la sensibilidad del clarinetista Mariano Rey).
La faena fuera de serie de la orquesta se prolongó en el Tercer concierto para piano, con Boris Giltburg como solista. La relación de Giltburg con este concierto viene de lejos (increíblemente, fue el primer concierto para piano y orquesta que estudió, a los nueve años) y eso se nota en su naturalidad, en la manera de entender cada pasaje a la luz del siguiente sin forzamiento. Giltburg es un pianista de toque nervioso, muy preciso, lo que no quiere decir en modo alguno que caiga en ninguna rigidez percusiva. Es cierto que el suyo no es un Bartók cantabile (algo que se extraña un poco en el “Adagio religioso”), pero esa compresión de las continuidades más ocultas hizo de su versión una confesión que cortaba la respiración. Fue como si ofreciera el brillo concentrado de un reflejo en un cristal: pura claridad. Giltburg tocó una sola pieza fuera de programa: el número 5 de los Preludios opus 32, de Rachmaninov.
La condición excepcional del Concierto para orquesta fue, por su lado, reconocida de inmediato, en el momento mismo de su estreno. Alberto Ginastera, por ejemplo, en el obituario de Bartók que se publicó en la revista Sur en mayo de 1946, decía que la pieza era “fresca, espontánea, inspirada en un íntimo y profundo deseo de recordar en el exilio las campiñas, las danzas populares, la alegría de su pueblo. Es innecesario hablar de la perfección formal o de la riqueza de la instrumentación. Toda la maestría de Bartók está presente en esta obra”. Será difícil encontrar una descripción del Concierto para orquesta que coincida tan cabalmente con la lectura magistral de Ceccherini, y habría que volver a hablar aquí de la aspereza y la dulzura, el “Scherzo” y la “Elegía”, entendidos como dos manera de decir lo mismo. Fue además justo que cerrara la noche esta pieza, en la que cada sección de la orquesta tiene un tratamiento concertante y solista.
A contramano de su nombre y de su distribución en movimiento, que haría pensar en una forma en gran escala, el Concierto para orquesta es un encadenamiento de instantes, que requieren el mayor cuidado. Ceccherini y la Filarmónica parecen haber partido del supuesto de que no es la forma general la que organiza los instantes, sino que es el detalle en el tratamiento de esos instantes lo que le da sentido a la forma.
Bajo la dirección de Tito Ceccherini, la Filarmónica concluyó en gran forma el 2024 LA NACION