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Sebreli, un argentino indomable

La hipérbole es un recurso frecuente, a veces inevitable, en un lugar que entierra particularmente bien como la Argentina. Sin embargo, resulta muy difícil abstraerse de la colosal pérdida que supuso para el país la muerte de Sebreli, acaso su pensador más importante del último medio siglo. Autor de una obra ingente, desconcertante y provocadora, a ratos visionaria; que tuve la suerte de conocer en mi juventud, porque sus libros podían encontrarse sin dificultad en Madrid. El asedio a la modernidad, Los deseos imaginarios del peronismo, o Comediantes y mártires, son piezas esenciales para comprender, si es que tal cosa es posible, la singularidad austral.

En 2022 yo vivía en Rosario y tuve la suerte de que mi amigo Marcelo Gioffré nos organizara un encuentro. Acababa de leer Desobediencia civil y libertad responsable, que me pareció un ensayo de una solidez apabullante, a contracorriente, marca de la casa. Siempre fui refractario a conocer a personas a las que admiro, porque el riesgo de decepción es enorme. Con Sebreli no pasó. Nos vimos un jueves de marzo en La Biela, sacarlo de allá era imposible. Yo andaba nervioso preparándome un parlamento sobre Kojève, el estructuralismo y qué sé yo para, si no impresionar al Maestro, al menos no matarlo de aburrimiento.

Uno suele preguntarse cuáles son los atributos del genio. Es seguro que cada uno de nosotros tiene su propia escala. En mi caso, por avatares de la vida y mi trabajo, he tenido la suerte de conocer a mucha gente muy interesante. Algunos me han causado una honda impresión. Dicho lo cual, genios (sacando a Paulo Futre), sólo he conocido a dos: Juan José Sebreli y José Luis Garci.

Curiosamente, o quizá no tanto, ambos comparten una facultad sobresaliente: a pesar de su enorme prestigio profesional e intelectual, nunca perdieron la curiosidad.

Las veces que me junté con Sebreli en La Biela, que no fueron pocas después de aquel café fundacional, siempre, esto lo digo con cierto sonrojo, me tocó hablar a mí más que a él. Bajo ese aspecto vulnerable de profesor crepuscular, se escondían dos ojitos pequeños que querían saberlo todo, de las novedades políticas en España, a la última película que había visto o lo que andaba leyendo; no había detalle que por nimio que pareciera considerara menor. Yo quería que me explicara su aversión al populismo, lo mala que era Silvina Ocampo o por qué cuarenta años de urbanismo y despersonalización habían herido de muerte a Buenos Aires. No hubo forma. En esto me recordó a Garci, que siempre me hace lo mismo: sólo pregunta.

Me enteré de su muerte en Teherán y la sentí profundamente. Su ausencia nos deja a muchos, en particular a su patria, un vacío inmenso. Como dice Dylan, la dignidad es siempre la primera en marcharse, y no es nada habitual ver a una misma persona aunar simultáneamente la rebeldía, la decencia y la brillantez intelectual.

Al final de Cinema Paradiso, el propietario del cine le da un consejo al oído al chico protagonista cuando está por abandonar el pueblo: “No cedas a la nostalgia”. No lo tengo ahora precisamente fácil para visitar la Argentina, ni tampoco me gusta llevarle la contraria a Tornatore, pero en cuanto ponga un pie en Ezeiza voy a ir directo a Presidente Quintana frente al Gomero, sentarme en un costadito con la espalda pegada al ventanal y recordar que algunos de los mejores momentos de mi vida los pasé en ese lugar, trasegando un café espantoso, sentado a la mesa de un argentino indomable.

Diplomático

La hipérbole es un recurso frecuente, a veces inevitable, en un lugar que entierra particularmente bien como la Argentina. Sin embargo, resulta muy difícil abstraerse de la colosal pérdida que supuso para el país la muerte de Sebreli, acaso su pensador más importante del último medio siglo. Autor de una obra ingente, desconcertante y provocadora, a ratos visionaria; que tuve la suerte de conocer en mi juventud, porque sus libros podían encontrarse sin dificultad en Madrid. El asedio a la modernidad, Los deseos imaginarios del peronismo, o Comediantes y mártires, son piezas esenciales para comprender, si es que tal cosa es posible, la singularidad austral.

En 2022 yo vivía en Rosario y tuve la suerte de que mi amigo Marcelo Gioffré nos organizara un encuentro. Acababa de leer Desobediencia civil y libertad responsable, que me pareció un ensayo de una solidez apabullante, a contracorriente, marca de la casa. Siempre fui refractario a conocer a personas a las que admiro, porque el riesgo de decepción es enorme. Con Sebreli no pasó. Nos vimos un jueves de marzo en La Biela, sacarlo de allá era imposible. Yo andaba nervioso preparándome un parlamento sobre Kojève, el estructuralismo y qué sé yo para, si no impresionar al Maestro, al menos no matarlo de aburrimiento.

Uno suele preguntarse cuáles son los atributos del genio. Es seguro que cada uno de nosotros tiene su propia escala. En mi caso, por avatares de la vida y mi trabajo, he tenido la suerte de conocer a mucha gente muy interesante. Algunos me han causado una honda impresión. Dicho lo cual, genios (sacando a Paulo Futre), sólo he conocido a dos: Juan José Sebreli y José Luis Garci.

Curiosamente, o quizá no tanto, ambos comparten una facultad sobresaliente: a pesar de su enorme prestigio profesional e intelectual, nunca perdieron la curiosidad.

Las veces que me junté con Sebreli en La Biela, que no fueron pocas después de aquel café fundacional, siempre, esto lo digo con cierto sonrojo, me tocó hablar a mí más que a él. Bajo ese aspecto vulnerable de profesor crepuscular, se escondían dos ojitos pequeños que querían saberlo todo, de las novedades políticas en España, a la última película que había visto o lo que andaba leyendo; no había detalle que por nimio que pareciera considerara menor. Yo quería que me explicara su aversión al populismo, lo mala que era Silvina Ocampo o por qué cuarenta años de urbanismo y despersonalización habían herido de muerte a Buenos Aires. No hubo forma. En esto me recordó a Garci, que siempre me hace lo mismo: sólo pregunta.

Me enteré de su muerte en Teherán y la sentí profundamente. Su ausencia nos deja a muchos, en particular a su patria, un vacío inmenso. Como dice Dylan, la dignidad es siempre la primera en marcharse, y no es nada habitual ver a una misma persona aunar simultáneamente la rebeldía, la decencia y la brillantez intelectual.

Al final de Cinema Paradiso, el propietario del cine le da un consejo al oído al chico protagonista cuando está por abandonar el pueblo: “No cedas a la nostalgia”. No lo tengo ahora precisamente fácil para visitar la Argentina, ni tampoco me gusta llevarle la contraria a Tornatore, pero en cuanto ponga un pie en Ezeiza voy a ir directo a Presidente Quintana frente al Gomero, sentarme en un costadito con la espalda pegada al ventanal y recordar que algunos de los mejores momentos de mi vida los pasé en ese lugar, trasegando un café espantoso, sentado a la mesa de un argentino indomable.

Diplomático

 La hipérbole es un recurso frecuente, a veces inevitable, en un lugar que entierra particularmente bien como la Argentina. Sin embargo, resulta muy difícil abstraerse de la colosal pérdida que supuso para el país la muerte de Sebreli, acaso su pensador más importante del último medio siglo. Autor de una obra ingente, desconcertante y provocadora, a ratos visionaria; que tuve la suerte de conocer en mi juventud, porque sus libros podían encontrarse sin dificultad en Madrid. El asedio a la modernidad, Los deseos imaginarios del peronismo, o Comediantes y mártires, son piezas esenciales para comprender, si es que tal cosa es posible, la singularidad austral.En 2022 yo vivía en Rosario y tuve la suerte de que mi amigo Marcelo Gioffré nos organizara un encuentro. Acababa de leer Desobediencia civil y libertad responsable, que me pareció un ensayo de una solidez apabullante, a contracorriente, marca de la casa. Siempre fui refractario a conocer a personas a las que admiro, porque el riesgo de decepción es enorme. Con Sebreli no pasó. Nos vimos un jueves de marzo en La Biela, sacarlo de allá era imposible. Yo andaba nervioso preparándome un parlamento sobre Kojève, el estructuralismo y qué sé yo para, si no impresionar al Maestro, al menos no matarlo de aburrimiento.Uno suele preguntarse cuáles son los atributos del genio. Es seguro que cada uno de nosotros tiene su propia escala. En mi caso, por avatares de la vida y mi trabajo, he tenido la suerte de conocer a mucha gente muy interesante. Algunos me han causado una honda impresión. Dicho lo cual, genios (sacando a Paulo Futre), sólo he conocido a dos: Juan José Sebreli y José Luis Garci. Curiosamente, o quizá no tanto, ambos comparten una facultad sobresaliente: a pesar de su enorme prestigio profesional e intelectual, nunca perdieron la curiosidad.Las veces que me junté con Sebreli en La Biela, que no fueron pocas después de aquel café fundacional, siempre, esto lo digo con cierto sonrojo, me tocó hablar a mí más que a él. Bajo ese aspecto vulnerable de profesor crepuscular, se escondían dos ojitos pequeños que querían saberlo todo, de las novedades políticas en España, a la última película que había visto o lo que andaba leyendo; no había detalle que por nimio que pareciera considerara menor. Yo quería que me explicara su aversión al populismo, lo mala que era Silvina Ocampo o por qué cuarenta años de urbanismo y despersonalización habían herido de muerte a Buenos Aires. No hubo forma. En esto me recordó a Garci, que siempre me hace lo mismo: sólo pregunta.Me enteré de su muerte en Teherán y la sentí profundamente. Su ausencia nos deja a muchos, en particular a su patria, un vacío inmenso. Como dice Dylan, la dignidad es siempre la primera en marcharse, y no es nada habitual ver a una misma persona aunar simultáneamente la rebeldía, la decencia y la brillantez intelectual.Al final de Cinema Paradiso, el propietario del cine le da un consejo al oído al chico protagonista cuando está por abandonar el pueblo: “No cedas a la nostalgia”. No lo tengo ahora precisamente fácil para visitar la Argentina, ni tampoco me gusta llevarle la contraria a Tornatore, pero en cuanto ponga un pie en Ezeiza voy a ir directo a Presidente Quintana frente al Gomero, sentarme en un costadito con la espalda pegada al ventanal y recordar que algunos de los mejores momentos de mi vida los pasé en ese lugar, trasegando un café espantoso, sentado a la mesa de un argentino indomable.Diplomático  LA NACION

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