Las cartas de una vida: la correspondencia de Irène Némirovsky antes de la tragedia
Los escritores que están llamados a significar algo en nuestras vidas siempre se las ingenian para encontrarnos. Surcan océanos de tiempo, sortean risueños los escombros de las modas fugaces. Nos esperan. Y regresan una y otra vez.
Leer a los que ya no están es escuchar con los ojos a los muertos, decía Quevedo. Una de esas voces inmortales vuelve del silencio ahora que Salamandra ha publicado Cartas de una vida, de la gran Irène Némirovsky. El volumen reúne la correspondencia que la escritora –aun antes de serlo– envió a amigos, colegas, editores, afectos y relaciones sociales o profesionales, desde 1913 hasta el momento de su muerte, en Auschwitz, en 1942. La sobreviven en estas páginas los intercambios epistolares de su marido y otros conocidos hasta 1945, en búsqueda desesperada por averiguar qué había ocurrido con ella, truncado abruptamente el envío de sus misivas y sin noticias certeras de su terrible destino hasta el final de la guerra.
Un torrente que arrasa con todo, menos con el amor y la lealtad
Pero antes de la tragedia está la celebración de la vida, con su pequeña cotidianidad, sus tribulaciones banales cuando se las mira en perspectiva, sus alegrías livianas y pasajeras. Nada, sin embargo, por pueril que pueda parecer luce menor o irrelevante en la pluma de la autora de Suite francesa; todo adquiere allí el espesor de su inteligencia, el aliento de su sentido del humor y su delicada ironía. El libro se organiza en cinco partes principales y un anexo que incluye fragmentos de entrevistas. Los títulos de los capítulos centrales condensan en un puñado de palabras elocuentes los hitos de una vida singular, bendecida y maldecida por los dioses: “Despreocupación” (1913-1925), “Fama” (1929-1939), “Incertidumbre” (1939-1941), “Angustia” (1941-1942), “Pesadilla” (1942-1945). Un viaje de la luz a la tiniebla que Némirovsky registró a cada paso, transfigurado en sus novelas.
Las cartas de una vida no son solo las que se escriben a lo largo de los años (valen hoy esquelas electrónicas y todos sus avatares tecnológicos), sino también aquellas con las que el azar nos obliga a jugar el juego de la propia existencia. A tientas y a ciegas, sin saber siquiera si la baraja está completa.
En las estaciones de su vida, tal como las ha organizado el libro a través de su correspondencia, Irène conoció la “despreocupación” propia de la juventud en el seno de una familia inmigrante acomodada (huyeron de la revolución bolchevique y se instalaron en Francia), lo que le permitía acceder a todos los placeres estéticos, sensuales e intelectuales que la París de las primeras décadas del siglo XX podía ofrecer. Son años de veladas en salones elegantes, bailes, amoríos, champagne helado en la madrugada y apasionadas horas de estudio y lectura en la Sorbona.
Saboreó luego la “fama”, sobre todo a partir de la publicación de su novela David Golder. Aquí, un naipe que Némirovsky parece haber jugado mal (pero cómo saberlo en aquel momento) y que acaso haya contribuido a precipitar la “angustia” en “pesadilla”. Cuenta Olivier Philipponnat, autor del prólogo de Cartas de una vida que, a finales de 1930, Némirovsky “figura, como única mujer junto con Germaine Beaumont, entre los favoritos para el premio Goncourt. No obstante, se retira de la competición y pospone su solicitud de naturalización por miedo, según explica a su amigo y maestro Gaston Chérau, a que ésta le facilite la consecución del premio y siembre dudas sobre la sinceridad de sus motivaciones”.
Después ya será tarde para todo. La legislación antijudía la acorrala, su marido es expulsado de su trabajo. En ese período, las cartas se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi.
Sin recursos, privada de la posibilidad de usar su propio nombre, Irène debe publicar con seudónimo. En julio de 1942 es detenida y deportada. Un mes más tarde muere en Auschwitz.
Sobre el final del libro se agrupan un puñado de reflexiones y definiciones requeridas por la prensa. Brilla especialmente una. En marzo de 1933 Paris-Soir le pregunta: ¿qué es lo primero que le llama la atención en un hombre? La respuesta, que a simple vista podría parecer convencional, adquiere hoy valor de premonición: “Su inteligencia y sobre todo su cortesía –dice Némirovsky–. La cortesía muestra no sólo lo educado, lo civilizado que es un hombre, sino también su grado de sensibilidad y discreción, su valía moral”. Europa estaba a un tris de sucumbir al salvajismo más brutal. Las formas ya no importaban. Y a nadie parecía preocuparle ese oscuro presagio.
Los escritores que están llamados a significar algo en nuestras vidas siempre se las ingenian para encontrarnos. Surcan océanos de tiempo, sortean risueños los escombros de las modas fugaces. Nos esperan. Y regresan una y otra vez.
Leer a los que ya no están es escuchar con los ojos a los muertos, decía Quevedo. Una de esas voces inmortales vuelve del silencio ahora que Salamandra ha publicado Cartas de una vida, de la gran Irène Némirovsky. El volumen reúne la correspondencia que la escritora –aun antes de serlo– envió a amigos, colegas, editores, afectos y relaciones sociales o profesionales, desde 1913 hasta el momento de su muerte, en Auschwitz, en 1942. La sobreviven en estas páginas los intercambios epistolares de su marido y otros conocidos hasta 1945, en búsqueda desesperada por averiguar qué había ocurrido con ella, truncado abruptamente el envío de sus misivas y sin noticias certeras de su terrible destino hasta el final de la guerra.
Un torrente que arrasa con todo, menos con el amor y la lealtad
Pero antes de la tragedia está la celebración de la vida, con su pequeña cotidianidad, sus tribulaciones banales cuando se las mira en perspectiva, sus alegrías livianas y pasajeras. Nada, sin embargo, por pueril que pueda parecer luce menor o irrelevante en la pluma de la autora de Suite francesa; todo adquiere allí el espesor de su inteligencia, el aliento de su sentido del humor y su delicada ironía. El libro se organiza en cinco partes principales y un anexo que incluye fragmentos de entrevistas. Los títulos de los capítulos centrales condensan en un puñado de palabras elocuentes los hitos de una vida singular, bendecida y maldecida por los dioses: “Despreocupación” (1913-1925), “Fama” (1929-1939), “Incertidumbre” (1939-1941), “Angustia” (1941-1942), “Pesadilla” (1942-1945). Un viaje de la luz a la tiniebla que Némirovsky registró a cada paso, transfigurado en sus novelas.
Las cartas de una vida no son solo las que se escriben a lo largo de los años (valen hoy esquelas electrónicas y todos sus avatares tecnológicos), sino también aquellas con las que el azar nos obliga a jugar el juego de la propia existencia. A tientas y a ciegas, sin saber siquiera si la baraja está completa.
En las estaciones de su vida, tal como las ha organizado el libro a través de su correspondencia, Irène conoció la “despreocupación” propia de la juventud en el seno de una familia inmigrante acomodada (huyeron de la revolución bolchevique y se instalaron en Francia), lo que le permitía acceder a todos los placeres estéticos, sensuales e intelectuales que la París de las primeras décadas del siglo XX podía ofrecer. Son años de veladas en salones elegantes, bailes, amoríos, champagne helado en la madrugada y apasionadas horas de estudio y lectura en la Sorbona.
Saboreó luego la “fama”, sobre todo a partir de la publicación de su novela David Golder. Aquí, un naipe que Némirovsky parece haber jugado mal (pero cómo saberlo en aquel momento) y que acaso haya contribuido a precipitar la “angustia” en “pesadilla”. Cuenta Olivier Philipponnat, autor del prólogo de Cartas de una vida que, a finales de 1930, Némirovsky “figura, como única mujer junto con Germaine Beaumont, entre los favoritos para el premio Goncourt. No obstante, se retira de la competición y pospone su solicitud de naturalización por miedo, según explica a su amigo y maestro Gaston Chérau, a que ésta le facilite la consecución del premio y siembre dudas sobre la sinceridad de sus motivaciones”.
Después ya será tarde para todo. La legislación antijudía la acorrala, su marido es expulsado de su trabajo. En ese período, las cartas se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi.
Sin recursos, privada de la posibilidad de usar su propio nombre, Irène debe publicar con seudónimo. En julio de 1942 es detenida y deportada. Un mes más tarde muere en Auschwitz.
Sobre el final del libro se agrupan un puñado de reflexiones y definiciones requeridas por la prensa. Brilla especialmente una. En marzo de 1933 Paris-Soir le pregunta: ¿qué es lo primero que le llama la atención en un hombre? La respuesta, que a simple vista podría parecer convencional, adquiere hoy valor de premonición: “Su inteligencia y sobre todo su cortesía –dice Némirovsky–. La cortesía muestra no sólo lo educado, lo civilizado que es un hombre, sino también su grado de sensibilidad y discreción, su valía moral”. Europa estaba a un tris de sucumbir al salvajismo más brutal. Las formas ya no importaban. Y a nadie parecía preocuparle ese oscuro presagio.
Cartas que se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi LA NACION