Limitar el acceso digital como solución principal
En una clase sobre redes sociales un estudiante me comentó que su abuela estaba preocupada porque veía en su cuenta de Instagram demasiadas fotos. El muchacho, universitario, suele compartir paseos y conciertos en una cuenta de tres mil seguidores. Es decir, son fotos de momentos públicos que compartió con un número mayor de extraños que los que conforman la comunidad de su cuenta.
Para la abuela, acostumbrada a fotos contadas que se guardaban en álbumes que se archivaban, tantas imágenes eran un exceso. La generación que se ocupaba intensamente de la vida privada de sus vecinos cotilleando en la panadería no entiende que los jóvenes compartan sus propios chismes con una comunidad que curiosea en la vida pública de gente que quizás ni conoce.
La anécdota, estrictamente verídica, me hizo pensar en la iniciativa de los legisladores de Australia que pretenden restringir el acceso de los jóvenes a redes sociales. Siendo que se entenderían mejor con la abuela que con mi estudiante, queda claro para qué generación están legislando.
Como la abuela, el regulador australiano sobrestima peligros para competentes tecnológicos desde su analfabetismo digital y desde esa ignorancia propone remedios impracticables. O que, de ejecutarse, conllevarían un mal mayor que el que vendrían a remediar.
Hace unos meses el gobierno español había propuesto controlar el consumo de pornografía en internet de los jóvenes proponiendo la identificación de todos con una certificación estatal. En nombre de un supuesto bien público, el Estado se entrometía en el consumo privadísimo de contenidos, con lo que la espuma del anuncio ahogó la iniciativa antes de que llegara a implementarse.
La anécdota, estrictamente verídica, me hizo pensar en la iniciativa de los legisladores de Australia que pretenden restringir el acceso de los jóvenes a redes sociales. Siendo que se entenderían mejor con la abuela que con mi estudiante, queda claro para qué generación están legislando
El proyecto australiano transfirió el control de acceso a las plataformas que requieren registro, con lo que nada pide a aquellas accesibles sin clave. Decretan, además, la incapacidad de los progenitores de controlar lo que hacen sus hijos y transfieren esa potestad a empresas trasnacionales que muchas veces ni siquiera tienen representantes en el país a cuya infancia piden tutelar.
Un reportaje de la BBC recorrió los fracasos de regulaciones similares, como la ley francesa que imponía la autorización de los padres a los menores de 15 años. Obvio que sabiendo más que sus progenitores de cuestiones tecnológicas, la prohibición no hizo más que alentar que compartieran los trucos sobre cómo sortear las trabas pensadas por burócratas que tienen las mismas competencias tecnológicas que la abuela de mi estudiante.
Claro que esas regulaciones siempre se justifican en un estudio, que suelen encargar al grupo de expertos que se encargan de alertar de los peligros de la tecnología. Que son los que no estudian las soluciones que aportan, aunque son muchas y reconocidas por evidencias mayoritarias. Hay una camada de expertos que viven de estos burócratas y de la aprobación de gente con espíritu de abuelas desconcertadas. Que incluso pueden disfrutar de éxitos editoriales porque el género “las nuevas generaciones no saben nada” es rendidor.
Detrás de la polémica de las redes de hoy está el conflicto intergeneracional de toda la vida. La adolescencia es el momento en que los jóvenes necesitan desmarcarse de su entorno vital y comienzan a identificarse con su entorno. Hoy son virtuales los lugares de encuentro, pero todavía en las esquinas o los parques los jóvenes pueden encontrar relaciones y peligros peores que los que eventualmente podrían enfrentar en Instagram.
Lejos quedan las épocas en las que el político regalaba computadoras para congraciarse con los jóvenes con una dádiva tecnológica. Pronto descubrió que cualquier púber lo aventajaba en habilidades digitales, así que ahora están abocados a limitarle el acceso. O intentan retrotraer la educación a una época que no sabemos siquiera si fue buena. Aunque sí sabemos que allí no se va a volver.
En una clase sobre redes sociales un estudiante me comentó que su abuela estaba preocupada porque veía en su cuenta de Instagram demasiadas fotos. El muchacho, universitario, suele compartir paseos y conciertos en una cuenta de tres mil seguidores. Es decir, son fotos de momentos públicos que compartió con un número mayor de extraños que los que conforman la comunidad de su cuenta.
Para la abuela, acostumbrada a fotos contadas que se guardaban en álbumes que se archivaban, tantas imágenes eran un exceso. La generación que se ocupaba intensamente de la vida privada de sus vecinos cotilleando en la panadería no entiende que los jóvenes compartan sus propios chismes con una comunidad que curiosea en la vida pública de gente que quizás ni conoce.
La anécdota, estrictamente verídica, me hizo pensar en la iniciativa de los legisladores de Australia que pretenden restringir el acceso de los jóvenes a redes sociales. Siendo que se entenderían mejor con la abuela que con mi estudiante, queda claro para qué generación están legislando.
Como la abuela, el regulador australiano sobrestima peligros para competentes tecnológicos desde su analfabetismo digital y desde esa ignorancia propone remedios impracticables. O que, de ejecutarse, conllevarían un mal mayor que el que vendrían a remediar.
Hace unos meses el gobierno español había propuesto controlar el consumo de pornografía en internet de los jóvenes proponiendo la identificación de todos con una certificación estatal. En nombre de un supuesto bien público, el Estado se entrometía en el consumo privadísimo de contenidos, con lo que la espuma del anuncio ahogó la iniciativa antes de que llegara a implementarse.
La anécdota, estrictamente verídica, me hizo pensar en la iniciativa de los legisladores de Australia que pretenden restringir el acceso de los jóvenes a redes sociales. Siendo que se entenderían mejor con la abuela que con mi estudiante, queda claro para qué generación están legislando
El proyecto australiano transfirió el control de acceso a las plataformas que requieren registro, con lo que nada pide a aquellas accesibles sin clave. Decretan, además, la incapacidad de los progenitores de controlar lo que hacen sus hijos y transfieren esa potestad a empresas trasnacionales que muchas veces ni siquiera tienen representantes en el país a cuya infancia piden tutelar.
Un reportaje de la BBC recorrió los fracasos de regulaciones similares, como la ley francesa que imponía la autorización de los padres a los menores de 15 años. Obvio que sabiendo más que sus progenitores de cuestiones tecnológicas, la prohibición no hizo más que alentar que compartieran los trucos sobre cómo sortear las trabas pensadas por burócratas que tienen las mismas competencias tecnológicas que la abuela de mi estudiante.
Claro que esas regulaciones siempre se justifican en un estudio, que suelen encargar al grupo de expertos que se encargan de alertar de los peligros de la tecnología. Que son los que no estudian las soluciones que aportan, aunque son muchas y reconocidas por evidencias mayoritarias. Hay una camada de expertos que viven de estos burócratas y de la aprobación de gente con espíritu de abuelas desconcertadas. Que incluso pueden disfrutar de éxitos editoriales porque el género “las nuevas generaciones no saben nada” es rendidor.
Detrás de la polémica de las redes de hoy está el conflicto intergeneracional de toda la vida. La adolescencia es el momento en que los jóvenes necesitan desmarcarse de su entorno vital y comienzan a identificarse con su entorno. Hoy son virtuales los lugares de encuentro, pero todavía en las esquinas o los parques los jóvenes pueden encontrar relaciones y peligros peores que los que eventualmente podrían enfrentar en Instagram.
Lejos quedan las épocas en las que el político regalaba computadoras para congraciarse con los jóvenes con una dádiva tecnológica. Pronto descubrió que cualquier púber lo aventajaba en habilidades digitales, así que ahora están abocados a limitarle el acceso. O intentan retrotraer la educación a una época que no sabemos siquiera si fue buena. Aunque sí sabemos que allí no se va a volver.
La escasa comprensión que muchos burócratas tienen acerca de los fenómenos digitales los lleva a legislar para su propia generación… o la de sus abuelos LA NACION