Pasado y presente de la amenaza al ethos democrático
“El pacto democrático de 1983, amenazado” se titula el artículo de María Eugenia Estenssoro, publicado en LA NACION, el 28 de diciembre pasado. (https://www.lanacion.com.ar/autor/maria-eugenia-estenssoro-449/). ¿Por qué ocuparse del “pacto democrático” hoy? La autora oscila entre dos razones. Por una parte, busca refutar a quienes, en las elecciones del año pasado, alertábamos sobre los riesgos que suponía un triunfo de Milei para lo que llamábamos el “pacto democrático” iniciado en diciembre de 1983. No es Milei la amenaza, dice, sino el peronismo, concebido como una fuerza intrínsecamente enfrentada al proyecto democrático. Los riesgos, entonces, están más en el pasado que en el presente. La segunda razón en parte contradice la primera: nunca hubo pacto, por lo tanto no hay nada que pueda ser amenazado. Y no lo hubo porque, nuevamente, el peronismo, la bestia negra de esta historia, ha conspirado, desde el comienzo, y a lo largo de cuarenta años, en contra de los acuerdos que podrían sostener lo que no llama pacto sino “convivencia democrática”.
Más allá de la confrontación y de las luchas que fueron definiendo el curso de la escena política en un tiempo largo, algo se fue construyendo en términos de convergencias más o menos tácitas. Ante todo en el Congreso
Anuda dos problemas que merecen tratarse por separado. Uno es la discusión sobre el consenso político (llamado a menudo “del Nunca Más”) que estuvo en el origen de la experiencia democrática. Es bastante obvio que no hubo un pacto explícito y firmado, como el de La Moncloa. Si hablamos de la investigación y el juzgamiento de los crímenes de la dictadura, a lo que el artículo en cuestión se refiere extensamente, son conocidos los desacuerdos y la oposición del peronismo (y de gran parte del movimiento de los derechos humanos) a la creación de la Conadep. Estenssoro no dice nada nuevo en su larga crónica sobre las políticas de Alfonsín en el juzgamiento de las Juntas, la soledad, los obstáculos, incluidos los que enfrentó en su propio partido.
Y sin embargo, más allá de la confrontación y de las luchas que fueron definiendo el curso de la escena política en un tiempo largo, algo se fue construyendo en términos de convergencias más o menos tácitas. Ante todo en el Congreso. Basta repasar los años de la gestión alfonsinista para advertir que las leyes más importantes, en el proyecto del Presidente, como la de divorcio, el Congreso Pedagógico Nacional o el frustrado traslado de la capital, contaron con el apoyo de franjas importantes del peronismo.
El pacto democrático fue resultado de un impulso surgido de Alfonsín y del pequeño grupo que lo acompañaba con convicción en ese punto, pero no tardó en convertirse en un ethos democrático que hasta entonces había estado ausente en nuestra comunidad política
El caso de la Conadep, más allá de la oposición inicial, es un buen ejemplo de un acuerdo que se cimentó directamente en y con la sociedad, tuvo efectos perdurables sobre la política y terminó apoyado por casi todos. Vale la pena insistir en esto: no fue solamente el peronismo el que no acompañó los momentos iniciales de la política de derechos humanos de Alfonsín, sino sectores muy amplios de la sociedad, en una muestra de que en ciertos momentos excepcionales el clivaje se produce “desde arriba”, desde el liderazgo, y la política recupera por un instante una de sus funciones, la pedagogía. Esto no supone “exculpar” –como si eso fuera posible o incluso interesante– al peronismo por la falta de visión, o de coraje, o de integridad política (y cívica) que exhibió en ese momento, pero ayuda a situarlo en un contexto en el cual esa defección puede ser leída en otra clave.
El pacto democrático fue entonces resultado de un impulso surgido de Alfonsín y del pequeño grupo que lo acompañaba con convicción en ese punto, pero no tardó en convertirse en un ethos democrático que hasta entonces había estado ausente en nuestra comunidad política. Eso explica que nadie, salvo los defensores de la dictadura (y ahora algunos seguidores del presidente Milei, sino Milei mismo), rechazara el resultado de las políticas de justicia decididas en 1983. El peronismo, tanto en la etapa menemista como en el giro radicalizado de la gestión kirchnerista buscó, desde el Estado, intervenir en la interpretación de ese pasado e imponer otras políticas, sea el indulto y la “reconciliación”, sea la tardía reivindicación de los partidos armados. Quienes esto firmamos hemos escrito mucho, desde hace tiempo, sobre esas políticas y hemos criticado tanto la variante de la amnesia sobre el pasado como la manipulación radicalizada que proyectaba los mismos combates en el presente. No intentamos ubicarnos en un “justo medio” que si siempre es inexistente o problemático lo es mucho más en estos temas, sino más bien trabajar para evitar las políticas de clausura, de cierre. Desde el llamado a olvidar tanto como desde la interpelación a recordar todo el tiempo y de una sola forma posible, se bloquean la diversidad de interpretaciones, la proliferación de preguntas, un trabajo que apunte no a la cristalización del pasado en alguno de sus modos radicalizados sino a interrogarlo sin contemplaciones para abrir y discutir los problemas del presente.
Pese a los obstáculos y los fracasos, lo que no cambiaba era el juicio sobre la dictadura, sobre la fractura y la catástrofe del acontecimiento que instauró un corte en la historia previa, en el Estado y en la sociedad. Menem, que indultó a los responsables de los crímenes, incluyendo los de la guerrilla, no rechazaba el Juicio ni los delitos, nunca se juntó con militares o guerrilleros indultados y reprimió a los sublevados con todo el poder militar. Nunca habló de excesos y de guerra (el argumento de la dictadura), como sí lo hizo Milei. Ese consenso se mantuvo hasta el nuevo ciclo inaugurado por el gobierno actual. En todo caso cabe preguntarse por los cambios en la política y en la sociedad que hacen posible hoy esa transformación de la memoria pública. Porque resulta evidente que aquello que llamamos el “pacto de los derechos humanos” o el “consenso del Nunca Más” solo podía prolongarse como ethos compartido si seguía produciendo sentido en una sociedad que ya no era aquella que lo había establecido, pero que durante mucho tiempo siguió renovándolo no solamente como acuerdo respecto de los hechos de la historia reciente sino también como compromiso acerca del mejor modo de existencia de la comunidad política: en democracia, gestionando los desacuerdos por medio de la palabra y no de la acción, reprimiendo, digámoslo así, el pasaje al acto. Puede parecer ocioso recordar las numerosas crisis –políticas, sociales, militares, económicas– que atravesaron a la sociedad argentina en las décadas posteriores a la recuperación de la democracia, pero vale la pena hacerlo para destacar de qué modo ese ethos surgido del pacto original evitó que esas crisis se resolvieran de modos no democráticos y no pacíficos.
Pero no son las preguntas acerca de por qué se agotó aquel impulso lo que busca abrir el artículo comentado. Por supuesto, se puede discutir si es preferible hablar de pacto, consenso o acuerdos de “convivencia”. Pero no cambia mucho la naturaleza de un problema que exige una mirada y un juicio sobre el conjunto del sistema y la cultura políticos.
El segundo problema emerge en su juicio histórico sobre el peronismo, sobre todo acerca de su papel en la edificación de la democracia “real” que supimos conseguir y que, nadie puede dudarlo, está muy lejos de cumplir con los valores, actitudes, prácticas proyectadas por quien ha sido reconocido, por todos, como el Padre Fundador de la etapa abierta en 1983. A los interrogantes que supone abordar el tiempo largo de la política del peronismo, sus cambios y sus giros ideológicos, Estenssoro responde con una visión estrecha y sesgada. Dicho brevemente, para ella, en la noche del peronismo todas los gatos son pardos: Luder es lo mismo que Menem; Massa podría haber encarnado el mismo proyecto hegemónico que Cristina; Kirchner es el anti-Alfonsín (a pesar de que Alfonsín y todo el radicalismo apoyaron la renovación de la Corte y la reapertura de los juicios), etc. Puede cargar las tintas sobre las culpas del peronismo indistintamente por el apoyo a la autoamnistía y los indultos o por borrar los crímenes de la guerrilla, como si fuer”a todo lo mismo. Deja de lado el esfuerzo que exige analizar una realidad que es bastante más compleja que ese esquema binario, blanco/negro, que no permite percibir los grises que le dan su dimensión y su volumen. Un esquema, hay que decirlo, que no es exclusivo de la autora sino de toda una cultura política a la que le resulta difícil –o, quizá peor: a la que no le interesa– comprender lo real de un modo que no sea falsamente dilemático: peronismo/antiperonismo, Estado/mercado. El clisé se repite y se amplía cuando se refiere al peronismo y la izquierda (otra vez todo lo mismo) como inventores del supuesto “pacto”. Si se trata de un discusión, completamente pertinente, de semántica histórica y política, lo primero es indagar en las condiciones y usos del término “pacto” en el vocabulario, y en las promesas de la nueva democracia, en los textos de Juan Carlos Portantiero, de Emilio de Ípola, en el Discurso de Parque Norte. Una cosa es señalar el wishful thinking y el voluntarismo reformista de los años virginales de la democracia, y sus herencias hacia el presente (que no se entiende por qué Estenssoro atribuye solo al peronismo y la izquierda), para proponer un análisis más realista de los fracasos y los logros del proyecto alfonsinista. Otra muy distinta es dibujar la ficción de una guerra política prolongada y una pura confrontación con el peronismo como una fuerza que siempre conspiró contra Alfonsín, primero apoyando a la dictadura y después a la guerrilla.
Este relato histórico, que por momentos desciende a la diatriba, tergiversa y omite los hechos que no condicen con sus tesis. Tergiversa, por ejemplo, cuando dice, contra toda evidencia, que en la historia pública no se mencionan los indultos de Menem que serían “el gran tabú de la política argentina”(?). En un párrafo notable que merece un comentario detallado señala que “con esa habilidad magistral que tiene el peronismo para reescribir la historia a medida de su conveniencia política, cuando se habla de las leyes de impunidad que ‘clausuraron’ los juicios y liberaron a los militares, en la mayoría de las páginas oficiales, documentos del Conicet, la UBA o sitios de organizaciones de derechos humanos, se nombran las leyes de Punto final y Obediencia debida de Alfonsín. Casi nunca se mencionan los indultos dictados por el presidente peronista Carlos Menem en su primer año y medio de gobierno”. Pero la presencia del peronismo en los órganos de gobierno de la Universidad de Buenos Aires y de sus facultades ha sido en estas décadas realmente marginal; la casa de estudios ha estado principalmente gobernada por las organizaciones reformistas, y en especial por el radicalismo. Atribuir al peronismo, en una sola frase, la responsabilidad por presuntos documentos de la UBA no es tan solo una falta a la verdad de los hechos, sino también un gesto ideológico, en correspondencia con la aversión que el Gobierno muestra hacia las instituciones de educación. Ni la UBA ni el Conicet tienen por lo demás “documentos” que nombren unas cosas y omitan otras: son los investigadores o docentes de esas casas de estudio, que no son mayoritariamente peronistas, según da cuenta el resultado de las elecciones del claustro de profesores en las sucesivas elecciones realizadas a lo largo de los años, quienes elaboran “documentos”, cuya diversidad de puntos de vista e interpretaciones de la historia reciente desmiente las acusaciones que Estenssoro realiza sin ofrecer ninguna evidencia.
Las omisiones son aun más significativas en la narración sobre el peronismo en los primeros años del ciclo democrático. Se refiere a la crisis de Semana Santa y borra el apoyo explícito del peronismo en la Asamblea Legislativa y en la Plaza. ¿Era la expresión del pacto o simplemente convivencia democrática? No se aprecia lo importante de esa diferencia. También se ocupa de la rebelión del coronel Seineldin en diciembre de 1988 y dice que fue aplastada. Confunde: la que fue aplastada fue la de 1990 y el que la aplastó fue Menem, el mismo de los indultos. Ahí empezó a liquidarse al Partido Militar, proceso que concluyó cuando fue abolido el servicio militar. En cierto sentido Menem completó lo que Alfonsín había comenzado con el Juicio, al culminar con la subordinación del poder militar a la autoridad republicana. ¿Hay que ponerlo en el panteón de los “buenos”? En verdad, la historia no puede ser entendida como un cuento de buenos y malos que renuncia al trabajo del pensamiento y el juicio ponderado sobre el pasado.
Los problemas del artículo que nos ocupa no se agotan en la sesgada o mal intencionada interpretación del pasado. Se extienden, y quizá aquí radican sus peores sentidos, en el presente. Por una parte, porque la operación de responsabilizar al peronismo, una vez más, de todos los males de nuestro país, perturba el diagnóstico y en consecuencia las respuestas que la política debe dar a los problemas más urgentes que enfrenta la sociedad. Una operación que minimiza o ignora los rasgos autocráticos que cada día se exhiben con más claridad en el momento actual y que constituyen, como hemos dicho, la amenaza más consistente que se ha producido hasta ahora a aquel consenso democrático.
Pero por otra parte porque esa demonización del peronismo cierra las puertas a la reflexión más importante: ¿cómo se arma la escena política sobre la base de la exclusión, si no formal al menos moral, de un actor que representa la identidad política de un sector muy amplio de nuestra sociedad? ¿O acaso trataría, el artículo, justamente de eso, de sugerir que el desafío del gobierno actual consiste en encontrar el modo de cumplir con el viejo sueño de terminar con el peronismo y, por qué no, también con la izquierda? No ya, como el mismo Alfonsín se propuso en algún momento, creando una nueva representación para los sectores populares a los que el peronismo dio una identidad política, sino de hecho suprimiendo esa representación, o lo que quedaba de ella. Quizá el momento sea el adecuado, en virtud del inmenso fracaso del peronismo para que esos sectores populares mejoraran sus condiciones de vida y extendieran el horizonte de posibilidades, que se ha venido colapsando para ellos desde hace ya demasiado tiempo. Pero si aquel fracaso se convirtiera, como parece ser la intención del gobierno (al cual el artículo de Estenssoro viene a auxiliar contribuyendo a la instalación de un nuevo sentido común), en la ocasión de cancelar toda representación política de los sectores subalternos de la sociedad argentina, entonces sí el diagnóstico de la autora se convertiría en verdadero, aunque por otras razones y en otro momento; entonces sí el pacto democrático se habrá extinguido. Y eso, extinguirlo, acabar con él, cancelar el ethos democrático parece ser, en efecto, el propósito del gobierno actual.
“El pacto democrático de 1983, amenazado” se titula el artículo de María Eugenia Estenssoro, publicado en LA NACION, el 28 de diciembre pasado. (https://www.lanacion.com.ar/autor/maria-eugenia-estenssoro-449/). ¿Por qué ocuparse del “pacto democrático” hoy? La autora oscila entre dos razones. Por una parte, busca refutar a quienes, en las elecciones del año pasado, alertábamos sobre los riesgos que suponía un triunfo de Milei para lo que llamábamos el “pacto democrático” iniciado en diciembre de 1983. No es Milei la amenaza, dice, sino el peronismo, concebido como una fuerza intrínsecamente enfrentada al proyecto democrático. Los riesgos, entonces, están más en el pasado que en el presente. La segunda razón en parte contradice la primera: nunca hubo pacto, por lo tanto no hay nada que pueda ser amenazado. Y no lo hubo porque, nuevamente, el peronismo, la bestia negra de esta historia, ha conspirado, desde el comienzo, y a lo largo de cuarenta años, en contra de los acuerdos que podrían sostener lo que no llama pacto sino “convivencia democrática”.
Más allá de la confrontación y de las luchas que fueron definiendo el curso de la escena política en un tiempo largo, algo se fue construyendo en términos de convergencias más o menos tácitas. Ante todo en el Congreso
Anuda dos problemas que merecen tratarse por separado. Uno es la discusión sobre el consenso político (llamado a menudo “del Nunca Más”) que estuvo en el origen de la experiencia democrática. Es bastante obvio que no hubo un pacto explícito y firmado, como el de La Moncloa. Si hablamos de la investigación y el juzgamiento de los crímenes de la dictadura, a lo que el artículo en cuestión se refiere extensamente, son conocidos los desacuerdos y la oposición del peronismo (y de gran parte del movimiento de los derechos humanos) a la creación de la Conadep. Estenssoro no dice nada nuevo en su larga crónica sobre las políticas de Alfonsín en el juzgamiento de las Juntas, la soledad, los obstáculos, incluidos los que enfrentó en su propio partido.
Y sin embargo, más allá de la confrontación y de las luchas que fueron definiendo el curso de la escena política en un tiempo largo, algo se fue construyendo en términos de convergencias más o menos tácitas. Ante todo en el Congreso. Basta repasar los años de la gestión alfonsinista para advertir que las leyes más importantes, en el proyecto del Presidente, como la de divorcio, el Congreso Pedagógico Nacional o el frustrado traslado de la capital, contaron con el apoyo de franjas importantes del peronismo.
El pacto democrático fue resultado de un impulso surgido de Alfonsín y del pequeño grupo que lo acompañaba con convicción en ese punto, pero no tardó en convertirse en un ethos democrático que hasta entonces había estado ausente en nuestra comunidad política
El caso de la Conadep, más allá de la oposición inicial, es un buen ejemplo de un acuerdo que se cimentó directamente en y con la sociedad, tuvo efectos perdurables sobre la política y terminó apoyado por casi todos. Vale la pena insistir en esto: no fue solamente el peronismo el que no acompañó los momentos iniciales de la política de derechos humanos de Alfonsín, sino sectores muy amplios de la sociedad, en una muestra de que en ciertos momentos excepcionales el clivaje se produce “desde arriba”, desde el liderazgo, y la política recupera por un instante una de sus funciones, la pedagogía. Esto no supone “exculpar” –como si eso fuera posible o incluso interesante– al peronismo por la falta de visión, o de coraje, o de integridad política (y cívica) que exhibió en ese momento, pero ayuda a situarlo en un contexto en el cual esa defección puede ser leída en otra clave.
El pacto democrático fue entonces resultado de un impulso surgido de Alfonsín y del pequeño grupo que lo acompañaba con convicción en ese punto, pero no tardó en convertirse en un ethos democrático que hasta entonces había estado ausente en nuestra comunidad política. Eso explica que nadie, salvo los defensores de la dictadura (y ahora algunos seguidores del presidente Milei, sino Milei mismo), rechazara el resultado de las políticas de justicia decididas en 1983. El peronismo, tanto en la etapa menemista como en el giro radicalizado de la gestión kirchnerista buscó, desde el Estado, intervenir en la interpretación de ese pasado e imponer otras políticas, sea el indulto y la “reconciliación”, sea la tardía reivindicación de los partidos armados. Quienes esto firmamos hemos escrito mucho, desde hace tiempo, sobre esas políticas y hemos criticado tanto la variante de la amnesia sobre el pasado como la manipulación radicalizada que proyectaba los mismos combates en el presente. No intentamos ubicarnos en un “justo medio” que si siempre es inexistente o problemático lo es mucho más en estos temas, sino más bien trabajar para evitar las políticas de clausura, de cierre. Desde el llamado a olvidar tanto como desde la interpelación a recordar todo el tiempo y de una sola forma posible, se bloquean la diversidad de interpretaciones, la proliferación de preguntas, un trabajo que apunte no a la cristalización del pasado en alguno de sus modos radicalizados sino a interrogarlo sin contemplaciones para abrir y discutir los problemas del presente.
Pese a los obstáculos y los fracasos, lo que no cambiaba era el juicio sobre la dictadura, sobre la fractura y la catástrofe del acontecimiento que instauró un corte en la historia previa, en el Estado y en la sociedad. Menem, que indultó a los responsables de los crímenes, incluyendo los de la guerrilla, no rechazaba el Juicio ni los delitos, nunca se juntó con militares o guerrilleros indultados y reprimió a los sublevados con todo el poder militar. Nunca habló de excesos y de guerra (el argumento de la dictadura), como sí lo hizo Milei. Ese consenso se mantuvo hasta el nuevo ciclo inaugurado por el gobierno actual. En todo caso cabe preguntarse por los cambios en la política y en la sociedad que hacen posible hoy esa transformación de la memoria pública. Porque resulta evidente que aquello que llamamos el “pacto de los derechos humanos” o el “consenso del Nunca Más” solo podía prolongarse como ethos compartido si seguía produciendo sentido en una sociedad que ya no era aquella que lo había establecido, pero que durante mucho tiempo siguió renovándolo no solamente como acuerdo respecto de los hechos de la historia reciente sino también como compromiso acerca del mejor modo de existencia de la comunidad política: en democracia, gestionando los desacuerdos por medio de la palabra y no de la acción, reprimiendo, digámoslo así, el pasaje al acto. Puede parecer ocioso recordar las numerosas crisis –políticas, sociales, militares, económicas– que atravesaron a la sociedad argentina en las décadas posteriores a la recuperación de la democracia, pero vale la pena hacerlo para destacar de qué modo ese ethos surgido del pacto original evitó que esas crisis se resolvieran de modos no democráticos y no pacíficos.
Pero no son las preguntas acerca de por qué se agotó aquel impulso lo que busca abrir el artículo comentado. Por supuesto, se puede discutir si es preferible hablar de pacto, consenso o acuerdos de “convivencia”. Pero no cambia mucho la naturaleza de un problema que exige una mirada y un juicio sobre el conjunto del sistema y la cultura políticos.
El segundo problema emerge en su juicio histórico sobre el peronismo, sobre todo acerca de su papel en la edificación de la democracia “real” que supimos conseguir y que, nadie puede dudarlo, está muy lejos de cumplir con los valores, actitudes, prácticas proyectadas por quien ha sido reconocido, por todos, como el Padre Fundador de la etapa abierta en 1983. A los interrogantes que supone abordar el tiempo largo de la política del peronismo, sus cambios y sus giros ideológicos, Estenssoro responde con una visión estrecha y sesgada. Dicho brevemente, para ella, en la noche del peronismo todas los gatos son pardos: Luder es lo mismo que Menem; Massa podría haber encarnado el mismo proyecto hegemónico que Cristina; Kirchner es el anti-Alfonsín (a pesar de que Alfonsín y todo el radicalismo apoyaron la renovación de la Corte y la reapertura de los juicios), etc. Puede cargar las tintas sobre las culpas del peronismo indistintamente por el apoyo a la autoamnistía y los indultos o por borrar los crímenes de la guerrilla, como si fuer”a todo lo mismo. Deja de lado el esfuerzo que exige analizar una realidad que es bastante más compleja que ese esquema binario, blanco/negro, que no permite percibir los grises que le dan su dimensión y su volumen. Un esquema, hay que decirlo, que no es exclusivo de la autora sino de toda una cultura política a la que le resulta difícil –o, quizá peor: a la que no le interesa– comprender lo real de un modo que no sea falsamente dilemático: peronismo/antiperonismo, Estado/mercado. El clisé se repite y se amplía cuando se refiere al peronismo y la izquierda (otra vez todo lo mismo) como inventores del supuesto “pacto”. Si se trata de un discusión, completamente pertinente, de semántica histórica y política, lo primero es indagar en las condiciones y usos del término “pacto” en el vocabulario, y en las promesas de la nueva democracia, en los textos de Juan Carlos Portantiero, de Emilio de Ípola, en el Discurso de Parque Norte. Una cosa es señalar el wishful thinking y el voluntarismo reformista de los años virginales de la democracia, y sus herencias hacia el presente (que no se entiende por qué Estenssoro atribuye solo al peronismo y la izquierda), para proponer un análisis más realista de los fracasos y los logros del proyecto alfonsinista. Otra muy distinta es dibujar la ficción de una guerra política prolongada y una pura confrontación con el peronismo como una fuerza que siempre conspiró contra Alfonsín, primero apoyando a la dictadura y después a la guerrilla.
Este relato histórico, que por momentos desciende a la diatriba, tergiversa y omite los hechos que no condicen con sus tesis. Tergiversa, por ejemplo, cuando dice, contra toda evidencia, que en la historia pública no se mencionan los indultos de Menem que serían “el gran tabú de la política argentina”(?). En un párrafo notable que merece un comentario detallado señala que “con esa habilidad magistral que tiene el peronismo para reescribir la historia a medida de su conveniencia política, cuando se habla de las leyes de impunidad que ‘clausuraron’ los juicios y liberaron a los militares, en la mayoría de las páginas oficiales, documentos del Conicet, la UBA o sitios de organizaciones de derechos humanos, se nombran las leyes de Punto final y Obediencia debida de Alfonsín. Casi nunca se mencionan los indultos dictados por el presidente peronista Carlos Menem en su primer año y medio de gobierno”. Pero la presencia del peronismo en los órganos de gobierno de la Universidad de Buenos Aires y de sus facultades ha sido en estas décadas realmente marginal; la casa de estudios ha estado principalmente gobernada por las organizaciones reformistas, y en especial por el radicalismo. Atribuir al peronismo, en una sola frase, la responsabilidad por presuntos documentos de la UBA no es tan solo una falta a la verdad de los hechos, sino también un gesto ideológico, en correspondencia con la aversión que el Gobierno muestra hacia las instituciones de educación. Ni la UBA ni el Conicet tienen por lo demás “documentos” que nombren unas cosas y omitan otras: son los investigadores o docentes de esas casas de estudio, que no son mayoritariamente peronistas, según da cuenta el resultado de las elecciones del claustro de profesores en las sucesivas elecciones realizadas a lo largo de los años, quienes elaboran “documentos”, cuya diversidad de puntos de vista e interpretaciones de la historia reciente desmiente las acusaciones que Estenssoro realiza sin ofrecer ninguna evidencia.
Las omisiones son aun más significativas en la narración sobre el peronismo en los primeros años del ciclo democrático. Se refiere a la crisis de Semana Santa y borra el apoyo explícito del peronismo en la Asamblea Legislativa y en la Plaza. ¿Era la expresión del pacto o simplemente convivencia democrática? No se aprecia lo importante de esa diferencia. También se ocupa de la rebelión del coronel Seineldin en diciembre de 1988 y dice que fue aplastada. Confunde: la que fue aplastada fue la de 1990 y el que la aplastó fue Menem, el mismo de los indultos. Ahí empezó a liquidarse al Partido Militar, proceso que concluyó cuando fue abolido el servicio militar. En cierto sentido Menem completó lo que Alfonsín había comenzado con el Juicio, al culminar con la subordinación del poder militar a la autoridad republicana. ¿Hay que ponerlo en el panteón de los “buenos”? En verdad, la historia no puede ser entendida como un cuento de buenos y malos que renuncia al trabajo del pensamiento y el juicio ponderado sobre el pasado.
Los problemas del artículo que nos ocupa no se agotan en la sesgada o mal intencionada interpretación del pasado. Se extienden, y quizá aquí radican sus peores sentidos, en el presente. Por una parte, porque la operación de responsabilizar al peronismo, una vez más, de todos los males de nuestro país, perturba el diagnóstico y en consecuencia las respuestas que la política debe dar a los problemas más urgentes que enfrenta la sociedad. Una operación que minimiza o ignora los rasgos autocráticos que cada día se exhiben con más claridad en el momento actual y que constituyen, como hemos dicho, la amenaza más consistente que se ha producido hasta ahora a aquel consenso democrático.
Pero por otra parte porque esa demonización del peronismo cierra las puertas a la reflexión más importante: ¿cómo se arma la escena política sobre la base de la exclusión, si no formal al menos moral, de un actor que representa la identidad política de un sector muy amplio de nuestra sociedad? ¿O acaso trataría, el artículo, justamente de eso, de sugerir que el desafío del gobierno actual consiste en encontrar el modo de cumplir con el viejo sueño de terminar con el peronismo y, por qué no, también con la izquierda? No ya, como el mismo Alfonsín se propuso en algún momento, creando una nueva representación para los sectores populares a los que el peronismo dio una identidad política, sino de hecho suprimiendo esa representación, o lo que quedaba de ella. Quizá el momento sea el adecuado, en virtud del inmenso fracaso del peronismo para que esos sectores populares mejoraran sus condiciones de vida y extendieran el horizonte de posibilidades, que se ha venido colapsando para ellos desde hace ya demasiado tiempo. Pero si aquel fracaso se convirtiera, como parece ser la intención del gobierno (al cual el artículo de Estenssoro viene a auxiliar contribuyendo a la instalación de un nuevo sentido común), en la ocasión de cancelar toda representación política de los sectores subalternos de la sociedad argentina, entonces sí el diagnóstico de la autora se convertiría en verdadero, aunque por otras razones y en otro momento; entonces sí el pacto democrático se habrá extinguido. Y eso, extinguirlo, acabar con él, cancelar el ethos democrático parece ser, en efecto, el propósito del gobierno actual.
Los autores, en respuesta a un artículo publicado en estas páginas, discuten y reflexionan sobre los desafíos actuales para encontrar nuevos consensos sin discriminar actores políticos LA NACION