Nosferatu, el vampiro: un actor indomable, las 10 mil ratas de la discordia y la obra maestra de un gran testarudo
Versión -más o menos cercana y más o menos apócrifa- del gran clásico del terror de Bram Stoker, Friedrich Wilhelm Murmau rodó en 1922 Nosferatu, su acercamiento al vampiro sediento de sangre humana con algunos cambios: Drácula pasó a llamarse Orlok, su morada estaba situada en la ciudad alemana de Wisborg, y ya no era Mina Harker la amada inmortal, sino Ellen Hutter. Junto a otros pequeños detalles en la historia, los productores introdujeron algunos cambios para sortear los problemas legales con la viuda de Stoker, que no cedió los derechos para dicha versión y luego inició juicio y consiguió la orden de destrucción de todas las copias del film de Murnau. Afortunadamente, algunas copias sobrevivieron y posibilitaron que hoy sea posible analizar el derrotero desde aquella versión en la que abreva la realizada ahora por Robert Eggers, sumada la que la imbatible dupla Werner Herzog y Klaus Kinski cincelaron a finales de la década del ‘70. La principal diferencia entre este film que ahora se encuentra en salas y su ilustre predecesora, es que Herzog imaginó a su Nosferatu no como una remake, sino como un homenaje directo al capital trabajo de Murnau.
Coproducida por la Werner Herzog Filmproduktion, la francesa Gaumont y televisora pública de Alemania Occidental ZDF, Nosferatu: el vampiro fue también un cambio para el realizador, que rodó con esta su primera película en inglés, aunque también realizó en simultáneo otra versión en alemán. Como era costumbre en la trayectoria del inmenso director de Aguirre, la ira de Dios, los contratiempos, escándalos, denuncias y las peleas con su alter-ego cinematográfico y vital protagonista, Klaus Kinski, estarán a la orden del día. Como en buena parte de su cine, esta película emerge de entre las sombras como una pieza fundamental de la historia del cine. “En mi opinión, Nosferatu es la película más importante jamás hecha en Alemania”, decía Herzog con admiración sobre el film original, que permitía además un puente con la lejana y vigorosa historia del expresionismo alemán y el resurgimiento del nuevo cine del cual era una de sus distintivas voces.
“Los jóvenes cineastas alemanes de los ‘60 no tenían vínculo con las generaciones pasadas. Las generaciones pasadas con las que podíamos conectarnos estaban en el exilio o perecieron en campos de concentración o se aliaron con la ideología nazi y crearon películas para el Tercer Reich, así que no teníamos a nadie que de alguna manera pudiera construir un puente hacia la cultura cinematográfica alemana”, confirmaba el realizador. De tal manera, frente a otros vampiros que abrazaban con énfasis el deseo de inmortalidad, el Nosferatu de Herzog no casualmente vive su naturaleza como un auténtico tormento. El agotamiento psicofísico del no-muerto no sería el único cambio destacado con respecto a la versión original de Murnau: los roles de Mina y Lucy están intercambiados y el rodaje, iniciado el mismo día en el cual los derechos de la obra de Stoker pasaban a dominio público, recuperan sus nombres: Klaus Kinski interpreta al Conde Drácula; Bruno Ganz a Jonathan Harker; Isabelle Adjani a Lucy Harker; Roland Topor a Reinfeld y Walter Ladengast al Dr. Abraham van Helsing. Así, la obra asume un origen que Murnau intentó disimular hasta donde fuera posible.
“¿Es presuntuoso declarar que el cine alemán no es sino una prolongación del romanticismo y que la mecánica moderna no hace más que prestar formas visibles a las fantasías románticas?”, se preguntaba la teórica Lotte Eisner en su libro La pantalla demoníaca como conclusión de la profusa descripción del impacto que el film de Murnau provocó en la historia del cine alemán y sobre el aspecto de su protagonista con sus facciones lampiñas y su cabeza calva que para Klaus Kinski (que revisitó el perfil que Max Schreck construyó en el film original), significaron cuatro horas diarias de maquillaje con la artista japonesa Reiko Kruk para reforzar la monstruosidad de ese no-muerto con orejas de látex y puntiagudos dientes. Pero esos afilados colmillos no deambularían por Wismar, donde Murnau rodó su versión, sino por Delft, una ciudad de los Países Bajos que había luchado durante años contra las plagas de roedores y ahora descubría el plan de Herzog de liberar 10 mil ratas que fueron cuidadosamente pintadas del blanco original a gris y negro, y que en su traslado en camión desde Hungría se habían reproducido peligrosamente.
Un recuerdo muy vívido, en la memoria de Beverly Walker, contratada como asesora de la película y que brindó su testimonio en la edición de otoño de la revista Sight and Sound en 1978: “Todo culminó en una escena violenta tres días antes de que terminara el rodaje en Delft. Las 10 mil ratas habían sido almacenadas en un granero a las afueras de la ciudad, donde eran cuidadas por dos jóvenes biólogas. Pero el granjero propietario del granero no las había alimentado adecuadamente y se estaban muriendo. Cuando las chicas se lo reprocharon, las echó de la granja y luego se negó a permitir que la producción tuviera acceso a los animales, justo en el momento en que Herzog finalmente había encontrado un medio para filmarlas. Herzog, acompañado por algunos miembros de su equipo y las dos mujeres, fueron a buscarlas. Se encontraron de frente con el granjero y una docena de trabajadores que empuñaban todo tipo de herramientas agrícolas como armas. Una gran camioneta fue colocada horizontalmente en el camino de entrada para bloquearles la salida y se produjo una pelea verdaderamente de pesadilla. Se rompieron parabrisas, se dañaron automóviles, todos fueron golpeados, arañados y magullados. El propio Herzog casi murió cuando un trabajador dirigió una enorme grúa directamente hacia él”, recordaba sobre la escena que confundía peligrosamente los márgenes de la violencia entre la ficción y la vida real. El biólogo conductual holandés Maarten ‘t Hart, contratado por Herzog, reveló después que presenció un trato salvaje con los roedores en un ambiente digno del terror. No era para menos considerando la bienvenida que al equipo de filmación le había brindado el diario del pueblo: la imagen de una gran rata acompañaba el atrevido titular del periódico holandés: “La plaga ha llegado a la vieja Delft”, y el artículo que lo acompañaba aclaraba su odiosa metáfora.
“Werner Herzog, su equipo joven y predominantemente alemán, y diez mil roedores blancos de un laboratorio húngaro se habían atrevido a entrar en Delft para hacer una película”, sintetizaba Walker sobre una experiencia lindante con un terror que no era solamente una línea temática. En cambio, para Herzog, tal como se desprende de la entrevista pública que sobre Nosferatu: el vampiro le realizó la Universidad de California, había otros motivos también para preocuparse: “Kinski, como siempre, era la peor peste. Tuvieron que lidiar con él, pero siempre era lo mismo. Lo sabíamos, pero todos habían olvidado lo malo que era y, por lo general, todos los demás actores se volvían contra mí”, rememoraba incluyendo en las quejas al equipo técnico que –sin embargo- debía lidiar con el genio loco de Kinski una y otra vez. Era su actor fetiche y también su enemigo íntimo.
Finalmente, las ratas de Herzog fueron liberadas en Schiedam, ante la oposición de llevar esa parte del rodaje en parte del enfurecido pueblo de Delft. En Moravia, a cuarenta kilómetros de la checa ciudad de Brno, el Castillo de Pernštejn sirvió de morada del conde cuando el régimen del rumano dictador Ceausescu prohibió el rodaje en la Transilvania original. También se sumaron las momias de Guanajuato en México, al comienzo de la narración, que Herzog adoraba. Pero en Europa el escándalo con los roedores estaba diariamente en la prensa, la resistencia de las autoridades al rodaje progresaba día tras día, y los ejecutivos de Gaumont decidieron retirar el apoyo a la película. Herzog hizo caso omiso y avanzó; sobreponiéndose a todos esos males, el director deambuló de ciudad en ciudad, de presupuesto en presupuesto, de problema en problema y de pelea en pelea. De todas se sobrepuso y Nosferatu: el vampiro se convirtió en una de sus obras maestras.
En los 2921 metros de Nosferatu: el vampiro convivieron la versión hablada en alemán, a la que Herzog siempre consideró la más auténtica que la que existe en inglés porque el idioma era representativo de su cultura y de la mayoría de los actores (a excepción de Isabelle Adjani, que no hablaba alemán), pero esa doble versión existió a instancias de la 20th Century Fox, que quería rodar otras dos propuestas con Herzog: Woyzeck y Fitzcarraldo. Estrenada a comienzos de enero de 1979, la película fue un enorme éxito de taquilla allí donde se la proyectara y llevó a Augusto Caminito a firmar con Klaus Kinski casi una década más tarde un subproducto clase B titulado Nosferatu a Venezia, que de tan mala resulta risible.
Cuando Herzog comenzó el rodaje de Nosferatu: el vampiro hacía dos años que no concretaba un proyecto luego de La balada de Bruno S. (que, de todas sus películas previas, fue la de menor impacto internacional) y culminado el rodaje del terrorífico vampiro del cine alemán no pasaron más de cinco días para que comenzara prácticamente con el mismo equipo a rodar Woyzeck, sobre la obra teatral homónima e inconclusa que Georg Büchner dejó en 1837. A fin de cuentas, también era la mirada a un personaje torturado por el devenir de los tiempos.
Versión -más o menos cercana y más o menos apócrifa- del gran clásico del terror de Bram Stoker, Friedrich Wilhelm Murmau rodó en 1922 Nosferatu, su acercamiento al vampiro sediento de sangre humana con algunos cambios: Drácula pasó a llamarse Orlok, su morada estaba situada en la ciudad alemana de Wisborg, y ya no era Mina Harker la amada inmortal, sino Ellen Hutter. Junto a otros pequeños detalles en la historia, los productores introdujeron algunos cambios para sortear los problemas legales con la viuda de Stoker, que no cedió los derechos para dicha versión y luego inició juicio y consiguió la orden de destrucción de todas las copias del film de Murnau. Afortunadamente, algunas copias sobrevivieron y posibilitaron que hoy sea posible analizar el derrotero desde aquella versión en la que abreva la realizada ahora por Robert Eggers, sumada la que la imbatible dupla Werner Herzog y Klaus Kinski cincelaron a finales de la década del ‘70. La principal diferencia entre este film que ahora se encuentra en salas y su ilustre predecesora, es que Herzog imaginó a su Nosferatu no como una remake, sino como un homenaje directo al capital trabajo de Murnau.
Coproducida por la Werner Herzog Filmproduktion, la francesa Gaumont y televisora pública de Alemania Occidental ZDF, Nosferatu: el vampiro fue también un cambio para el realizador, que rodó con esta su primera película en inglés, aunque también realizó en simultáneo otra versión en alemán. Como era costumbre en la trayectoria del inmenso director de Aguirre, la ira de Dios, los contratiempos, escándalos, denuncias y las peleas con su alter-ego cinematográfico y vital protagonista, Klaus Kinski, estarán a la orden del día. Como en buena parte de su cine, esta película emerge de entre las sombras como una pieza fundamental de la historia del cine. “En mi opinión, Nosferatu es la película más importante jamás hecha en Alemania”, decía Herzog con admiración sobre el film original, que permitía además un puente con la lejana y vigorosa historia del expresionismo alemán y el resurgimiento del nuevo cine del cual era una de sus distintivas voces.
“Los jóvenes cineastas alemanes de los ‘60 no tenían vínculo con las generaciones pasadas. Las generaciones pasadas con las que podíamos conectarnos estaban en el exilio o perecieron en campos de concentración o se aliaron con la ideología nazi y crearon películas para el Tercer Reich, así que no teníamos a nadie que de alguna manera pudiera construir un puente hacia la cultura cinematográfica alemana”, confirmaba el realizador. De tal manera, frente a otros vampiros que abrazaban con énfasis el deseo de inmortalidad, el Nosferatu de Herzog no casualmente vive su naturaleza como un auténtico tormento. El agotamiento psicofísico del no-muerto no sería el único cambio destacado con respecto a la versión original de Murnau: los roles de Mina y Lucy están intercambiados y el rodaje, iniciado el mismo día en el cual los derechos de la obra de Stoker pasaban a dominio público, recuperan sus nombres: Klaus Kinski interpreta al Conde Drácula; Bruno Ganz a Jonathan Harker; Isabelle Adjani a Lucy Harker; Roland Topor a Reinfeld y Walter Ladengast al Dr. Abraham van Helsing. Así, la obra asume un origen que Murnau intentó disimular hasta donde fuera posible.
“¿Es presuntuoso declarar que el cine alemán no es sino una prolongación del romanticismo y que la mecánica moderna no hace más que prestar formas visibles a las fantasías románticas?”, se preguntaba la teórica Lotte Eisner en su libro La pantalla demoníaca como conclusión de la profusa descripción del impacto que el film de Murnau provocó en la historia del cine alemán y sobre el aspecto de su protagonista con sus facciones lampiñas y su cabeza calva que para Klaus Kinski (que revisitó el perfil que Max Schreck construyó en el film original), significaron cuatro horas diarias de maquillaje con la artista japonesa Reiko Kruk para reforzar la monstruosidad de ese no-muerto con orejas de látex y puntiagudos dientes. Pero esos afilados colmillos no deambularían por Wismar, donde Murnau rodó su versión, sino por Delft, una ciudad de los Países Bajos que había luchado durante años contra las plagas de roedores y ahora descubría el plan de Herzog de liberar 10 mil ratas que fueron cuidadosamente pintadas del blanco original a gris y negro, y que en su traslado en camión desde Hungría se habían reproducido peligrosamente.
Un recuerdo muy vívido, en la memoria de Beverly Walker, contratada como asesora de la película y que brindó su testimonio en la edición de otoño de la revista Sight and Sound en 1978: “Todo culminó en una escena violenta tres días antes de que terminara el rodaje en Delft. Las 10 mil ratas habían sido almacenadas en un granero a las afueras de la ciudad, donde eran cuidadas por dos jóvenes biólogas. Pero el granjero propietario del granero no las había alimentado adecuadamente y se estaban muriendo. Cuando las chicas se lo reprocharon, las echó de la granja y luego se negó a permitir que la producción tuviera acceso a los animales, justo en el momento en que Herzog finalmente había encontrado un medio para filmarlas. Herzog, acompañado por algunos miembros de su equipo y las dos mujeres, fueron a buscarlas. Se encontraron de frente con el granjero y una docena de trabajadores que empuñaban todo tipo de herramientas agrícolas como armas. Una gran camioneta fue colocada horizontalmente en el camino de entrada para bloquearles la salida y se produjo una pelea verdaderamente de pesadilla. Se rompieron parabrisas, se dañaron automóviles, todos fueron golpeados, arañados y magullados. El propio Herzog casi murió cuando un trabajador dirigió una enorme grúa directamente hacia él”, recordaba sobre la escena que confundía peligrosamente los márgenes de la violencia entre la ficción y la vida real. El biólogo conductual holandés Maarten ‘t Hart, contratado por Herzog, reveló después que presenció un trato salvaje con los roedores en un ambiente digno del terror. No era para menos considerando la bienvenida que al equipo de filmación le había brindado el diario del pueblo: la imagen de una gran rata acompañaba el atrevido titular del periódico holandés: “La plaga ha llegado a la vieja Delft”, y el artículo que lo acompañaba aclaraba su odiosa metáfora.
“Werner Herzog, su equipo joven y predominantemente alemán, y diez mil roedores blancos de un laboratorio húngaro se habían atrevido a entrar en Delft para hacer una película”, sintetizaba Walker sobre una experiencia lindante con un terror que no era solamente una línea temática. En cambio, para Herzog, tal como se desprende de la entrevista pública que sobre Nosferatu: el vampiro le realizó la Universidad de California, había otros motivos también para preocuparse: “Kinski, como siempre, era la peor peste. Tuvieron que lidiar con él, pero siempre era lo mismo. Lo sabíamos, pero todos habían olvidado lo malo que era y, por lo general, todos los demás actores se volvían contra mí”, rememoraba incluyendo en las quejas al equipo técnico que –sin embargo- debía lidiar con el genio loco de Kinski una y otra vez. Era su actor fetiche y también su enemigo íntimo.
Finalmente, las ratas de Herzog fueron liberadas en Schiedam, ante la oposición de llevar esa parte del rodaje en parte del enfurecido pueblo de Delft. En Moravia, a cuarenta kilómetros de la checa ciudad de Brno, el Castillo de Pernštejn sirvió de morada del conde cuando el régimen del rumano dictador Ceausescu prohibió el rodaje en la Transilvania original. También se sumaron las momias de Guanajuato en México, al comienzo de la narración, que Herzog adoraba. Pero en Europa el escándalo con los roedores estaba diariamente en la prensa, la resistencia de las autoridades al rodaje progresaba día tras día, y los ejecutivos de Gaumont decidieron retirar el apoyo a la película. Herzog hizo caso omiso y avanzó; sobreponiéndose a todos esos males, el director deambuló de ciudad en ciudad, de presupuesto en presupuesto, de problema en problema y de pelea en pelea. De todas se sobrepuso y Nosferatu: el vampiro se convirtió en una de sus obras maestras.
En los 2921 metros de Nosferatu: el vampiro convivieron la versión hablada en alemán, a la que Herzog siempre consideró la más auténtica que la que existe en inglés porque el idioma era representativo de su cultura y de la mayoría de los actores (a excepción de Isabelle Adjani, que no hablaba alemán), pero esa doble versión existió a instancias de la 20th Century Fox, que quería rodar otras dos propuestas con Herzog: Woyzeck y Fitzcarraldo. Estrenada a comienzos de enero de 1979, la película fue un enorme éxito de taquilla allí donde se la proyectara y llevó a Augusto Caminito a firmar con Klaus Kinski casi una década más tarde un subproducto clase B titulado Nosferatu a Venezia, que de tan mala resulta risible.
Cuando Herzog comenzó el rodaje de Nosferatu: el vampiro hacía dos años que no concretaba un proyecto luego de La balada de Bruno S. (que, de todas sus películas previas, fue la de menor impacto internacional) y culminado el rodaje del terrorífico vampiro del cine alemán no pasaron más de cinco días para que comenzara prácticamente con el mismo equipo a rodar Woyzeck, sobre la obra teatral homónima e inconclusa que Georg Büchner dejó en 1837. A fin de cuentas, también era la mirada a un personaje torturado por el devenir de los tiempos.
En 1978, Werner Herzog decidió rendirle tributo a la película maldita de Friedrich Wilhelm Murmau y se adentró en un rodaje lleno de complicaciones LA NACION