Épica japonesa y cines cercanos

Hoy voy al cine con mi hijo. Vamos a ver Attack on Titan. El ataque final. Animación, lo que en la lejana infancia conocíamos como “dibujitos animados japoneses” y hoy sabemos que se originan en el manga y se llaman animé.
No podría decir por qué, pero siempre me fascinaron esos dibujos llegados de un Japón que cuando era chica me resultaba más que lejano; adoraba esas historias y esa estética. Incluso buceaba –en una época donde la oferta televisiva se reducía a cuatro o cinco canales y una programación acotada– en las series que, lejos de los grandes éxitos (por caso, Heidi, producción en la que trabajó el hoy consagrado Hayao Miyazaki), aparecían en horarios más bien marginales, al borde de la programación destinada a los más chicos. Quizás haya sido una de mis primeras identificaciones culturales: una estética, un estilo, narraciones que me atrapaban, a las que saboreaba en soledad y que disfrutaba en alegre dispersión y desconocimiento de autores, contexto u origen.
Dejó de ser un placer culposo cuando me convertí en madre y –Miyazaki y La princesa Mononoke mediante–, esos dibujos que siempre me habían encantado pasaron a ser territorio de disfrute y contraseña entre mi hijo y yo
Así siguió. No era ninguna niñita cuando miraba, con placer culposo, alguna que otra serie en Lomotion, un canal de cable que difundía mucho material de animé. Por ese tiempo, ya podía vislumbrar los hilos que unen a algunas de estas animaciones con la delicada observación de la naturaleza presente en los grabados de artistas como Hokusai. O el desgarrón de la guerra, el trauma atómico nunca mencionado pero de algún modo vivo en inumerables relatos de ciencia ficción donde las explosiones se parecen demasiado al hongo que primero se vio en Hiroshima y luego en Nagasaki. O el sintoísmo –otra vez, la naturaleza– y la extraña alquimia de su pulsión aún vigente en una sociedad ultra tecnologizada.
También podía ver que en no pocas publicaciones francesas historietas, novelas gráficas y manga poseen el mismo rango que cualquier producto literario a la hora de merecer reseñas y análisis más o menos críticos. Pero nunca me ocupé en profundizar. El animé siempre me gustó porque sí, jamás indagué en sus versiones escritas ni en alguno de los estudios que se le dedicaron.
Dejó de ser un placer culposo cuando me convertí en madre y –Miyazaki y La princesa Mononoke mediante–, esos dibujos que siempre me habían encantado pasaron a ser territorio de disfrute y contraseña entre mi hijo y yo.
Tanto, que ahora el que más sabe del tema es él. Y es así que llegamos a Attack on Titan, que alguna vez fue manga, luego serie que vimos juntos, y que ahora llega al cine y no nos deja opción. Porque la vamos a ir a ver, y nos vamos a emocionar, y vamos a ser felices, hundido cada cual en su butaca de la sala de cine.
Lo hace porque –lo asegura en un monólogo electrizante– ante un mundo irremediablemente feroz y una vida que en sí misma no tiene sentido, el único acto posible es el que construye y defiende un sentido de lo humano
Como suele ocurrir con el animé, decir que Attack on Titan es ciencia ficción es quedarse corto. Tiene también elementos de fantasía, mucha épica, algo –créase o no– de reflexión política y una fibra arrasadoramente trágica. Hay una secuencia que ignoro si estará en la versión abreviada que hoy veremos en el cine, donde en los momentos previos a una batalla –hay muchas batallas en Attack on Titan– un personaje llamado Erwin se compromete con una acción que, se sabe, es sacrificial. Lo hace porque –lo asegura en un monólogo electrizante– ante un mundo irremediablemente feroz y una vida que en sí misma no tiene sentido, el único acto posible es el que construye y defiende un sentido de lo humano. “Es aquí donde morimos y confiamos nuestro significado a la siguiente persona viva. Esa es la única manera de resistir a este mundo cruel”, arenga a su gente. Erwin otorga sentido a su vida en el campo de batalla: honra con su valor a los que le precedieron y pasa el legado a los que vienen.
Es simple animación y yo no quiero saber nada de aventuras bélicas. Pero me aferro a su núcleo: allá afuera todo es hostil y el sentido no está dado. A cada quien le toca construirlo, rebelarse contra la aridez, celebrar el milagro de los que nos continúan. Por caso, compartir con ellos una película, una noche de marzo.
Hoy voy al cine con mi hijo. Vamos a ver Attack on Titan. El ataque final. Animación, lo que en la lejana infancia conocíamos como “dibujitos animados japoneses” y hoy sabemos que se originan en el manga y se llaman animé.
No podría decir por qué, pero siempre me fascinaron esos dibujos llegados de un Japón que cuando era chica me resultaba más que lejano; adoraba esas historias y esa estética. Incluso buceaba –en una época donde la oferta televisiva se reducía a cuatro o cinco canales y una programación acotada– en las series que, lejos de los grandes éxitos (por caso, Heidi, producción en la que trabajó el hoy consagrado Hayao Miyazaki), aparecían en horarios más bien marginales, al borde de la programación destinada a los más chicos. Quizás haya sido una de mis primeras identificaciones culturales: una estética, un estilo, narraciones que me atrapaban, a las que saboreaba en soledad y que disfrutaba en alegre dispersión y desconocimiento de autores, contexto u origen.
Dejó de ser un placer culposo cuando me convertí en madre y –Miyazaki y La princesa Mononoke mediante–, esos dibujos que siempre me habían encantado pasaron a ser territorio de disfrute y contraseña entre mi hijo y yo
Así siguió. No era ninguna niñita cuando miraba, con placer culposo, alguna que otra serie en Lomotion, un canal de cable que difundía mucho material de animé. Por ese tiempo, ya podía vislumbrar los hilos que unen a algunas de estas animaciones con la delicada observación de la naturaleza presente en los grabados de artistas como Hokusai. O el desgarrón de la guerra, el trauma atómico nunca mencionado pero de algún modo vivo en inumerables relatos de ciencia ficción donde las explosiones se parecen demasiado al hongo que primero se vio en Hiroshima y luego en Nagasaki. O el sintoísmo –otra vez, la naturaleza– y la extraña alquimia de su pulsión aún vigente en una sociedad ultra tecnologizada.
También podía ver que en no pocas publicaciones francesas historietas, novelas gráficas y manga poseen el mismo rango que cualquier producto literario a la hora de merecer reseñas y análisis más o menos críticos. Pero nunca me ocupé en profundizar. El animé siempre me gustó porque sí, jamás indagué en sus versiones escritas ni en alguno de los estudios que se le dedicaron.
Dejó de ser un placer culposo cuando me convertí en madre y –Miyazaki y La princesa Mononoke mediante–, esos dibujos que siempre me habían encantado pasaron a ser territorio de disfrute y contraseña entre mi hijo y yo.
Tanto, que ahora el que más sabe del tema es él. Y es así que llegamos a Attack on Titan, que alguna vez fue manga, luego serie que vimos juntos, y que ahora llega al cine y no nos deja opción. Porque la vamos a ir a ver, y nos vamos a emocionar, y vamos a ser felices, hundido cada cual en su butaca de la sala de cine.
Lo hace porque –lo asegura en un monólogo electrizante– ante un mundo irremediablemente feroz y una vida que en sí misma no tiene sentido, el único acto posible es el que construye y defiende un sentido de lo humano
Como suele ocurrir con el animé, decir que Attack on Titan es ciencia ficción es quedarse corto. Tiene también elementos de fantasía, mucha épica, algo –créase o no– de reflexión política y una fibra arrasadoramente trágica. Hay una secuencia que ignoro si estará en la versión abreviada que hoy veremos en el cine, donde en los momentos previos a una batalla –hay muchas batallas en Attack on Titan– un personaje llamado Erwin se compromete con una acción que, se sabe, es sacrificial. Lo hace porque –lo asegura en un monólogo electrizante– ante un mundo irremediablemente feroz y una vida que en sí misma no tiene sentido, el único acto posible es el que construye y defiende un sentido de lo humano. “Es aquí donde morimos y confiamos nuestro significado a la siguiente persona viva. Esa es la única manera de resistir a este mundo cruel”, arenga a su gente. Erwin otorga sentido a su vida en el campo de batalla: honra con su valor a los que le precedieron y pasa el legado a los que vienen.
Es simple animación y yo no quiero saber nada de aventuras bélicas. Pero me aferro a su núcleo: allá afuera todo es hostil y el sentido no está dado. A cada quien le toca construirlo, rebelarse contra la aridez, celebrar el milagro de los que nos continúan. Por caso, compartir con ellos una película, una noche de marzo.
Hoy voy al cine con mi hijo. Vamos a ver Attack on Titan. El ataque final. Animación, lo que en la lejana infancia conocíamos como “dibujitos animados japoneses” y hoy sabemos que se originan en el manga y se llaman animé.No podría decir por qué, pero siempre me fascinaron esos dibujos llegados de un Japón que cuando era chica me resultaba más que lejano; adoraba esas historias y esa estética. Incluso buceaba –en una época donde la oferta televisiva se reducía a cuatro o cinco canales y una programación acotada– en las series que, lejos de los grandes éxitos (por caso, Heidi, producción en la que trabajó el hoy consagrado Hayao Miyazaki), aparecían en horarios más bien marginales, al borde de la programación destinada a los más chicos. Quizás haya sido una de mis primeras identificaciones culturales: una estética, un estilo, narraciones que me atrapaban, a las que saboreaba en soledad y que disfrutaba en alegre dispersión y desconocimiento de autores, contexto u origen.Dejó de ser un placer culposo cuando me convertí en madre y –Miyazaki y La princesa Mononoke mediante–, esos dibujos que siempre me habían encantado pasaron a ser territorio de disfrute y contraseña entre mi hijo y yoAsí siguió. No era ninguna niñita cuando miraba, con placer culposo, alguna que otra serie en Lomotion, un canal de cable que difundía mucho material de animé. Por ese tiempo, ya podía vislumbrar los hilos que unen a algunas de estas animaciones con la delicada observación de la naturaleza presente en los grabados de artistas como Hokusai. O el desgarrón de la guerra, el trauma atómico nunca mencionado pero de algún modo vivo en inumerables relatos de ciencia ficción donde las explosiones se parecen demasiado al hongo que primero se vio en Hiroshima y luego en Nagasaki. O el sintoísmo –otra vez, la naturaleza– y la extraña alquimia de su pulsión aún vigente en una sociedad ultra tecnologizada.También podía ver que en no pocas publicaciones francesas historietas, novelas gráficas y manga poseen el mismo rango que cualquier producto literario a la hora de merecer reseñas y análisis más o menos críticos. Pero nunca me ocupé en profundizar. El animé siempre me gustó porque sí, jamás indagué en sus versiones escritas ni en alguno de los estudios que se le dedicaron.Dejó de ser un placer culposo cuando me convertí en madre y –Miyazaki y La princesa Mononoke mediante–, esos dibujos que siempre me habían encantado pasaron a ser territorio de disfrute y contraseña entre mi hijo y yo.Tanto, que ahora el que más sabe del tema es él. Y es así que llegamos a Attack on Titan, que alguna vez fue manga, luego serie que vimos juntos, y que ahora llega al cine y no nos deja opción. Porque la vamos a ir a ver, y nos vamos a emocionar, y vamos a ser felices, hundido cada cual en su butaca de la sala de cine.Lo hace porque –lo asegura en un monólogo electrizante– ante un mundo irremediablemente feroz y una vida que en sí misma no tiene sentido, el único acto posible es el que construye y defiende un sentido de lo humanoComo suele ocurrir con el animé, decir que Attack on Titan es ciencia ficción es quedarse corto. Tiene también elementos de fantasía, mucha épica, algo –créase o no– de reflexión política y una fibra arrasadoramente trágica. Hay una secuencia que ignoro si estará en la versión abreviada que hoy veremos en el cine, donde en los momentos previos a una batalla –hay muchas batallas en Attack on Titan– un personaje llamado Erwin se compromete con una acción que, se sabe, es sacrificial. Lo hace porque –lo asegura en un monólogo electrizante– ante un mundo irremediablemente feroz y una vida que en sí misma no tiene sentido, el único acto posible es el que construye y defiende un sentido de lo humano. “Es aquí donde morimos y confiamos nuestro significado a la siguiente persona viva. Esa es la única manera de resistir a este mundo cruel”, arenga a su gente. Erwin otorga sentido a su vida en el campo de batalla: honra con su valor a los que le precedieron y pasa el legado a los que vienen.Es simple animación y yo no quiero saber nada de aventuras bélicas. Pero me aferro a su núcleo: allá afuera todo es hostil y el sentido no está dado. A cada quien le toca construirlo, rebelarse contra la aridez, celebrar el milagro de los que nos continúan. Por caso, compartir con ellos una película, una noche de marzo. LA NACION