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Construir confianza en la Justicia

Como cualquier diagnóstico con visos desalentadores, los resultados del Índice de Confianza en la Justicia (ICJ) presentados a fines de 2024 por el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores) y la Universidad Torcuato di Tella (UTDT) pueden también convertirse en un punto de partida que motive a los líderes de los poderes judiciales para encarar el desafío de mejorar. Publicados desde 2004, reflejan un problema persistente con leves altibajos.

Ese índice promedia dos indicadores: el “conductual”, que mide la disposición de las personas a acudir a los tribunales frente a un problema, y el “perceptual”, que muestra cómo ven esas personas a sus tribunales. El primer indicador varía según la índole del problema, pero en promedio se sitúa en un 72%. La valoración positiva sobre cómo funciona ese servicio es del 29%. El primer dato es acaso el más preocupante porque, mirado al revés, permite inferir que para resolver una cuestión que hace a la convivencia ciudadana, un 28% de las personas prefiere otras vías frente al único y “monopólico” camino civilizado que existe. No hay que ser muy perspicaz para imaginar que esas otras vías –sobre las que los encuestadores no han indagado– pueden incluir la resignada actitud de no hacer nada, la convalidación de la informalidad económica o laboral o, desgraciadamente, las inaceptables vías de acción directa llamadas “justicia por mano propia”.

Los principales aspectos que los encuestados perciben como deficiencias del servicio de justicia ponen en negro sobre blanco las fuentes de una general insatisfacción. Las cuatro principales deficiencias que aparecieron en la mayoría de las respuestas fueron: falta de independencia de los poderes políticos, lentitud, bajo nivel técnico de los jueces y carencia de transparencia para poder acceder a lo que ocurre en un expediente. Respecto de esto último, como la pregunta admitía respuestas múltiples, la suma de los porcentajes dio por encima de cien. También golpea el dato de que la disposición a acudir a la justicia es mucho menor entre personas de 18 a 29 años que entre individuos de más edad.

El Laboratorio de Innovación Judicial de la Suprema Corte de Mendoza también reveló un informe que destaca el desprestigio y la deslegitimación que aquejan a la Justicia. Para el 92% de los encuestados, su funcionamiento es “malo”; “pésimo” para casi el 60% y apenas un 33% consideró que “bueno”, con un minúsculo 2% que dijo “muy bueno”. Señalaron entre los problemas desatendidos por la Justicia el de la inseguridad, seguida por la corrupción y la falta de independencia y calidad, además de su burocracia en la resolución de conflictos.

El índice que elaboran Fores y UTDT, de actualización semestral, es muy valioso porque el análisis y las iniciativas sobre la mejora del sistema suelen mayormente ocupar endogámicamente a los proveedores del servicio, sin atender lo que opinan y anhelan sus beneficiarios, que son además los que lo sostienen con los impuestos y honorarios profesionales. Las propuestas suelen quedarse en un mero reclamo a los demás poderes del Estado, instando a cambios legislativos y a una asignación de mayores recursos. Debería ser la propia Corte Suprema la que dé inicio a un proceso de implementación de políticas de integridad interna, con un Código de ética como el de su par norteamericano, que no la deje a merced de los políticos. Cualquier usuario sabe que dos juzgados que aplican las mismas normas, usan el mismo software y tienen la misma cantidad de empleados pueden brindar un servicio muy disímil.

La insatisfacción anida siempre en la percepción. Es evidente que los buenos ejemplos de eficiencia y corrección ética (a veces, hasta de heroísmo) que indudablemente hay en nuestras judicaturas no han alcanzado para reconciliar en la medida necesaria a los ciudadanos con sus poderes judiciales. El nombramiento de jueces convertido en toma y daca de la política tampoco contribuye toda vez que a nivel mundial se identifica la importancia de la Justicia en el fortalecimiento de la lucha anticorrupción.

La reciente nominación por decreto del controvertido juez Ariel Lijo -de pésimos antecedentes- para la Corte es un vergonzoso ejemplo de ello.

Uno puede mirar el termómetro para lamentarse y cuestionar sus resultados o disponerse a superar la etapa de diagnóstico y hacer lo necesario para corregir el problema, confiando sobre una base racional que la próxima medición puede ser más favorable. Eso requiere algo más que discursos voluntaristas: exige aplicar una lógica de proyecto que contemple diagnóstico, objetivos, elección de las métricas relevantes para saber si se han conseguido esos objetivos, fechas para medir resultados, un seguimiento implacable y evaluaciones confiables. Como pilar de una sociedad democrática, los tribunales garantizan los derechos ciudadanos y funcionan como indispensable mecanismo de control. La independencia de los jueces es garantía de la libertad ciudadana. Solo una justicia eficiente e independiente posibilitará el ingreso de los ansiados capitales que impulsen el desarrollo bajo un marco institucional de seguridad jurídica. Hay mucho por hacer para apagar las alertas.

Como cualquier diagnóstico con visos desalentadores, los resultados del Índice de Confianza en la Justicia (ICJ) presentados a fines de 2024 por el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores) y la Universidad Torcuato di Tella (UTDT) pueden también convertirse en un punto de partida que motive a los líderes de los poderes judiciales para encarar el desafío de mejorar. Publicados desde 2004, reflejan un problema persistente con leves altibajos.

Ese índice promedia dos indicadores: el “conductual”, que mide la disposición de las personas a acudir a los tribunales frente a un problema, y el “perceptual”, que muestra cómo ven esas personas a sus tribunales. El primer indicador varía según la índole del problema, pero en promedio se sitúa en un 72%. La valoración positiva sobre cómo funciona ese servicio es del 29%. El primer dato es acaso el más preocupante porque, mirado al revés, permite inferir que para resolver una cuestión que hace a la convivencia ciudadana, un 28% de las personas prefiere otras vías frente al único y “monopólico” camino civilizado que existe. No hay que ser muy perspicaz para imaginar que esas otras vías –sobre las que los encuestadores no han indagado– pueden incluir la resignada actitud de no hacer nada, la convalidación de la informalidad económica o laboral o, desgraciadamente, las inaceptables vías de acción directa llamadas “justicia por mano propia”.

Los principales aspectos que los encuestados perciben como deficiencias del servicio de justicia ponen en negro sobre blanco las fuentes de una general insatisfacción. Las cuatro principales deficiencias que aparecieron en la mayoría de las respuestas fueron: falta de independencia de los poderes políticos, lentitud, bajo nivel técnico de los jueces y carencia de transparencia para poder acceder a lo que ocurre en un expediente. Respecto de esto último, como la pregunta admitía respuestas múltiples, la suma de los porcentajes dio por encima de cien. También golpea el dato de que la disposición a acudir a la justicia es mucho menor entre personas de 18 a 29 años que entre individuos de más edad.

El Laboratorio de Innovación Judicial de la Suprema Corte de Mendoza también reveló un informe que destaca el desprestigio y la deslegitimación que aquejan a la Justicia. Para el 92% de los encuestados, su funcionamiento es “malo”; “pésimo” para casi el 60% y apenas un 33% consideró que “bueno”, con un minúsculo 2% que dijo “muy bueno”. Señalaron entre los problemas desatendidos por la Justicia el de la inseguridad, seguida por la corrupción y la falta de independencia y calidad, además de su burocracia en la resolución de conflictos.

El índice que elaboran Fores y UTDT, de actualización semestral, es muy valioso porque el análisis y las iniciativas sobre la mejora del sistema suelen mayormente ocupar endogámicamente a los proveedores del servicio, sin atender lo que opinan y anhelan sus beneficiarios, que son además los que lo sostienen con los impuestos y honorarios profesionales. Las propuestas suelen quedarse en un mero reclamo a los demás poderes del Estado, instando a cambios legislativos y a una asignación de mayores recursos. Debería ser la propia Corte Suprema la que dé inicio a un proceso de implementación de políticas de integridad interna, con un Código de ética como el de su par norteamericano, que no la deje a merced de los políticos. Cualquier usuario sabe que dos juzgados que aplican las mismas normas, usan el mismo software y tienen la misma cantidad de empleados pueden brindar un servicio muy disímil.

La insatisfacción anida siempre en la percepción. Es evidente que los buenos ejemplos de eficiencia y corrección ética (a veces, hasta de heroísmo) que indudablemente hay en nuestras judicaturas no han alcanzado para reconciliar en la medida necesaria a los ciudadanos con sus poderes judiciales. El nombramiento de jueces convertido en toma y daca de la política tampoco contribuye toda vez que a nivel mundial se identifica la importancia de la Justicia en el fortalecimiento de la lucha anticorrupción.

La reciente nominación por decreto del controvertido juez Ariel Lijo -de pésimos antecedentes- para la Corte es un vergonzoso ejemplo de ello.

Uno puede mirar el termómetro para lamentarse y cuestionar sus resultados o disponerse a superar la etapa de diagnóstico y hacer lo necesario para corregir el problema, confiando sobre una base racional que la próxima medición puede ser más favorable. Eso requiere algo más que discursos voluntaristas: exige aplicar una lógica de proyecto que contemple diagnóstico, objetivos, elección de las métricas relevantes para saber si se han conseguido esos objetivos, fechas para medir resultados, un seguimiento implacable y evaluaciones confiables. Como pilar de una sociedad democrática, los tribunales garantizan los derechos ciudadanos y funcionan como indispensable mecanismo de control. La independencia de los jueces es garantía de la libertad ciudadana. Solo una justicia eficiente e independiente posibilitará el ingreso de los ansiados capitales que impulsen el desarrollo bajo un marco institucional de seguridad jurídica. Hay mucho por hacer para apagar las alertas.

 Faltan más y mejores ejemplos de eficiencia y corrección ética para reconciliar a los ciudadanos con el servicio que deben dar los poderes judiciales  LA NACION

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