La política del desprecio y el apriete

Desprecio, humillación, sometimiento. Te tengo en un puño y se hace lo que yo digo. Si no lo aceptás, pagarás las consecuencias. Lo que vimos el viernes de la semana pasada en el Salón Oval de la Casa Blanca es la política del apriete. En ella lo único que importa son los objetivos y por eso tiene algo de inhumano. Los hombres dejan de ser fines y quedan reducidos a medios para alcanzar poder o riqueza. Donald Trump quiere los minerales de Ucrania. Volodimir Zelensky necesita que un eventual pacto leonino le garantice al menos el compromiso de Estados Unidos de mantener a Putin a raya. La tensión por estas dos expectativas asimétricas se sentía en las entrelíneas del diálogo entre ambos presidentes. Hasta que saltó J.D. Vance, el vice de Trump, harto de la respetuosa firmeza del ucraniano para defender lo suyo. A partir de ahí, la entrelínea se volvió explícita. Y el apriete también. El fuerte tenía en su mano las cartas para exprimir al débil y estaba dispuesto a usarlas.
El principio de revelación también sorprendió en Buenos Aires. El apriete del principal asesor del Presidente al diputado Facundo Manes se apreció con claridad gracias a las imágenes tomadas por varios celulares. Lo buscó, lo alcanzó, lo increpó, lo amenazó y después, como quien se frota las manos tras haber puesto en su sitio al indeseable, salió mascando chicle con el andar del guapo de la cuadra. Más allá de lo que Santiago Caputo le haya dicho a Manes al oído, las imágenes son elocuentes, pese el intento de censura de youtuber oficial que andaba con el asesor estrella.
¿Qué había pasado? Con su intervención, Manes había roto la puesta en escena montada para que la voz del Presidente fuera la única. Porque, más allá de Asambleas Legislativas degradadas, como suelen serlo, parece que de eso se trata: de acallar cualquier otra versión de la realidad que no sea la oficial, es decir, la que Javier Milei postula. Una pulsión que asume con igual énfasis el ejército mediático que el Gobierno despliega en las redes y que se traduce en la fobia al periodismo independiente, al que el Presidente califica una y otra vez con los peores epítetos porque no se aviene a celebrar el paraíso libertario. El vocero presidencial evalúa usar un “botón muteador” para periodistas que “se excedan” durante las conferencias de prensa. Hace rato que han activado ese botón, con mayor o menor éxito.
Es un problema de difícil solución. Así como hay individuos cuya biología no tolera la lactosa, Milei parece intolerante a la crítica. Reacciona con una agresividad volcánica y descalifica con insultos a quien lo critica. La náusea que le producen ciertas ideas es tan intensa que despoja a la persona que las emite de su condición humana y esta pasa, sin transición, a ser una rata o una basura. No argumenta contra esas ideas, sencillamente las desprecia, así como desprecia al “miserable” que las plantea. Tras cada opinión que no refrenda su dogma, además, ve la mala fe de un conspirador que atenta contra su persona.
Alguien que estalla y derrama su ira con tanta facilidad produce temor en quienes lo rodean. Ese temor va tomando distintas formas. Pero la decisión de no contradecir a una personalidad de este tipo para no activar una agresividad capaz de producir un daño termina en la sumisión. Da pena ver cómo colaboradores racionales del Presidente se colocan en el brete de defender lo indefendible. Y sorprende el silencio o la falta de firmeza en la crítica de líderes de distintos sectores ante gestos, decisiones y descalificaciones del Presidente que atentan contra la división de poderes y otros presupuestos de la democracia republicana.
No aprendemos. Nos está pasando con Milei y su milicia lo que nos pasó con los Kirchner. No hay reacción suficiente. No hay anticuerpos. Por cobardía o por interés, o de dormidos nomás, siempre hay alguna excusa para callar o para criticar con sordina. Que contuvo la inflación, que ajustó el Estado deficitario. Pareciera que nos cuesta advertir que estamos yendo de un extremo al otro, y para peor, a través de los mismos métodos. Unos engordaron el Estado hasta la obesidad para robárselo mejor, y otros, según declaran, se proponen adelgazarlo hasta hacerlo desaparecer. En pos de sus objetivos, unos y otros destruyen la palabra y la convivencia democrática sin remordimientos.
Es un proceso de degradación creciente. Al dejar pasar lo inadmisible, lo normalizamos y alimentamos el monstruo. Que no es Milei, así como antes no lo era Cristina, sino la desmesura o la hibris que habita en esta clase de personalidades, la megalomanía con la que arremeten contra aquello que no cede a su voluntad y no los confirma en su engañoso complejo de superioridad.
Hay signos alentadores, sin embargo. Al negarle a Ariel Lijo la licencia como juez federal para que asumiera en el máximo tribunal, la Corte Suprema ha dado esta semana otro ejemplo de resistencia en defensa del imperio de la ley, que de eso se trata. Pero el acoso contra la última salvaguarda del Estado de Derecho y contra el periodismo independiente, me temo, no cejará.
Desprecio, humillación, sometimiento. Te tengo en un puño y se hace lo que yo digo. Si no lo aceptás, pagarás las consecuencias. Lo que vimos el viernes de la semana pasada en el Salón Oval de la Casa Blanca es la política del apriete. En ella lo único que importa son los objetivos y por eso tiene algo de inhumano. Los hombres dejan de ser fines y quedan reducidos a medios para alcanzar poder o riqueza. Donald Trump quiere los minerales de Ucrania. Volodimir Zelensky necesita que un eventual pacto leonino le garantice al menos el compromiso de Estados Unidos de mantener a Putin a raya. La tensión por estas dos expectativas asimétricas se sentía en las entrelíneas del diálogo entre ambos presidentes. Hasta que saltó J.D. Vance, el vice de Trump, harto de la respetuosa firmeza del ucraniano para defender lo suyo. A partir de ahí, la entrelínea se volvió explícita. Y el apriete también. El fuerte tenía en su mano las cartas para exprimir al débil y estaba dispuesto a usarlas.
El principio de revelación también sorprendió en Buenos Aires. El apriete del principal asesor del Presidente al diputado Facundo Manes se apreció con claridad gracias a las imágenes tomadas por varios celulares. Lo buscó, lo alcanzó, lo increpó, lo amenazó y después, como quien se frota las manos tras haber puesto en su sitio al indeseable, salió mascando chicle con el andar del guapo de la cuadra. Más allá de lo que Santiago Caputo le haya dicho a Manes al oído, las imágenes son elocuentes, pese el intento de censura de youtuber oficial que andaba con el asesor estrella.
¿Qué había pasado? Con su intervención, Manes había roto la puesta en escena montada para que la voz del Presidente fuera la única. Porque, más allá de Asambleas Legislativas degradadas, como suelen serlo, parece que de eso se trata: de acallar cualquier otra versión de la realidad que no sea la oficial, es decir, la que Javier Milei postula. Una pulsión que asume con igual énfasis el ejército mediático que el Gobierno despliega en las redes y que se traduce en la fobia al periodismo independiente, al que el Presidente califica una y otra vez con los peores epítetos porque no se aviene a celebrar el paraíso libertario. El vocero presidencial evalúa usar un “botón muteador” para periodistas que “se excedan” durante las conferencias de prensa. Hace rato que han activado ese botón, con mayor o menor éxito.
Es un problema de difícil solución. Así como hay individuos cuya biología no tolera la lactosa, Milei parece intolerante a la crítica. Reacciona con una agresividad volcánica y descalifica con insultos a quien lo critica. La náusea que le producen ciertas ideas es tan intensa que despoja a la persona que las emite de su condición humana y esta pasa, sin transición, a ser una rata o una basura. No argumenta contra esas ideas, sencillamente las desprecia, así como desprecia al “miserable” que las plantea. Tras cada opinión que no refrenda su dogma, además, ve la mala fe de un conspirador que atenta contra su persona.
Alguien que estalla y derrama su ira con tanta facilidad produce temor en quienes lo rodean. Ese temor va tomando distintas formas. Pero la decisión de no contradecir a una personalidad de este tipo para no activar una agresividad capaz de producir un daño termina en la sumisión. Da pena ver cómo colaboradores racionales del Presidente se colocan en el brete de defender lo indefendible. Y sorprende el silencio o la falta de firmeza en la crítica de líderes de distintos sectores ante gestos, decisiones y descalificaciones del Presidente que atentan contra la división de poderes y otros presupuestos de la democracia republicana.
No aprendemos. Nos está pasando con Milei y su milicia lo que nos pasó con los Kirchner. No hay reacción suficiente. No hay anticuerpos. Por cobardía o por interés, o de dormidos nomás, siempre hay alguna excusa para callar o para criticar con sordina. Que contuvo la inflación, que ajustó el Estado deficitario. Pareciera que nos cuesta advertir que estamos yendo de un extremo al otro, y para peor, a través de los mismos métodos. Unos engordaron el Estado hasta la obesidad para robárselo mejor, y otros, según declaran, se proponen adelgazarlo hasta hacerlo desaparecer. En pos de sus objetivos, unos y otros destruyen la palabra y la convivencia democrática sin remordimientos.
Es un proceso de degradación creciente. Al dejar pasar lo inadmisible, lo normalizamos y alimentamos el monstruo. Que no es Milei, así como antes no lo era Cristina, sino la desmesura o la hibris que habita en esta clase de personalidades, la megalomanía con la que arremeten contra aquello que no cede a su voluntad y no los confirma en su engañoso complejo de superioridad.
Hay signos alentadores, sin embargo. Al negarle a Ariel Lijo la licencia como juez federal para que asumiera en el máximo tribunal, la Corte Suprema ha dado esta semana otro ejemplo de resistencia en defensa del imperio de la ley, que de eso se trata. Pero el acoso contra la última salvaguarda del Estado de Derecho y contra el periodismo independiente, me temo, no cejará.
Desprecio, humillación, sometimiento. Te tengo en un puño y se hace lo que yo digo. Si no lo aceptás, pagarás las consecuencias. Lo que vimos el viernes de la semana pasada en el Salón Oval de la Casa Blanca es la política del apriete. En ella lo único que importa son los objetivos y por eso tiene algo de inhumano. Los hombres dejan de ser fines y quedan reducidos a medios para alcanzar poder o riqueza. Donald Trump quiere los minerales de Ucrania. Volodimir Zelensky necesita que un eventual pacto leonino le garantice al menos el compromiso de Estados Unidos de mantener a Putin a raya. La tensión por estas dos expectativas asimétricas se sentía en las entrelíneas del diálogo entre ambos presidentes. Hasta que saltó J.D. Vance, el vice de Trump, harto de la respetuosa firmeza del ucraniano para defender lo suyo. A partir de ahí, la entrelínea se volvió explícita. Y el apriete también. El fuerte tenía en su mano las cartas para exprimir al débil y estaba dispuesto a usarlas.El principio de revelación también sorprendió en Buenos Aires. El apriete del principal asesor del Presidente al diputado Facundo Manes se apreció con claridad gracias a las imágenes tomadas por varios celulares. Lo buscó, lo alcanzó, lo increpó, lo amenazó y después, como quien se frota las manos tras haber puesto en su sitio al indeseable, salió mascando chicle con el andar del guapo de la cuadra. Más allá de lo que Santiago Caputo le haya dicho a Manes al oído, las imágenes son elocuentes, pese el intento de censura de youtuber oficial que andaba con el asesor estrella.¿Qué había pasado? Con su intervención, Manes había roto la puesta en escena montada para que la voz del Presidente fuera la única. Porque, más allá de Asambleas Legislativas degradadas, como suelen serlo, parece que de eso se trata: de acallar cualquier otra versión de la realidad que no sea la oficial, es decir, la que Javier Milei postula. Una pulsión que asume con igual énfasis el ejército mediático que el Gobierno despliega en las redes y que se traduce en la fobia al periodismo independiente, al que el Presidente califica una y otra vez con los peores epítetos porque no se aviene a celebrar el paraíso libertario. El vocero presidencial evalúa usar un “botón muteador” para periodistas que “se excedan” durante las conferencias de prensa. Hace rato que han activado ese botón, con mayor o menor éxito.Es un problema de difícil solución. Así como hay individuos cuya biología no tolera la lactosa, Milei parece intolerante a la crítica. Reacciona con una agresividad volcánica y descalifica con insultos a quien lo critica. La náusea que le producen ciertas ideas es tan intensa que despoja a la persona que las emite de su condición humana y esta pasa, sin transición, a ser una rata o una basura. No argumenta contra esas ideas, sencillamente las desprecia, así como desprecia al “miserable” que las plantea. Tras cada opinión que no refrenda su dogma, además, ve la mala fe de un conspirador que atenta contra su persona.Alguien que estalla y derrama su ira con tanta facilidad produce temor en quienes lo rodean. Ese temor va tomando distintas formas. Pero la decisión de no contradecir a una personalidad de este tipo para no activar una agresividad capaz de producir un daño termina en la sumisión. Da pena ver cómo colaboradores racionales del Presidente se colocan en el brete de defender lo indefendible. Y sorprende el silencio o la falta de firmeza en la crítica de líderes de distintos sectores ante gestos, decisiones y descalificaciones del Presidente que atentan contra la división de poderes y otros presupuestos de la democracia republicana.No aprendemos. Nos está pasando con Milei y su milicia lo que nos pasó con los Kirchner. No hay reacción suficiente. No hay anticuerpos. Por cobardía o por interés, o de dormidos nomás, siempre hay alguna excusa para callar o para criticar con sordina. Que contuvo la inflación, que ajustó el Estado deficitario. Pareciera que nos cuesta advertir que estamos yendo de un extremo al otro, y para peor, a través de los mismos métodos. Unos engordaron el Estado hasta la obesidad para robárselo mejor, y otros, según declaran, se proponen adelgazarlo hasta hacerlo desaparecer. En pos de sus objetivos, unos y otros destruyen la palabra y la convivencia democrática sin remordimientos.Es un proceso de degradación creciente. Al dejar pasar lo inadmisible, lo normalizamos y alimentamos el monstruo. Que no es Milei, así como antes no lo era Cristina, sino la desmesura o la hibris que habita en esta clase de personalidades, la megalomanía con la que arremeten contra aquello que no cede a su voluntad y no los confirma en su engañoso complejo de superioridad.Hay signos alentadores, sin embargo. Al negarle a Ariel Lijo la licencia como juez federal para que asumiera en el máximo tribunal, la Corte Suprema ha dado esta semana otro ejemplo de resistencia en defensa del imperio de la ley, que de eso se trata. Pero el acoso contra la última salvaguarda del Estado de Derecho y contra el periodismo independiente, me temo, no cejará. LA NACION