La batalla cultural en la que abreva la inseguridad del GBA

El Gobierno ha lanzado una batalla cultural contra una estribación de la izquierda durante los últimos 40 años denominada genéricamente woke. Sin embargo, hay otros combates socioculturales profundos en escenarios menos virtuales. Por caso, el que se libra en la cotidianidad de las zonas calientes del GBA. No se trata de un fenómeno local sino global; aunque la especificidad del caso se funda en la extensión del aglomerado metropolitano y su geografía plástica que durante los últimos ochenta años no ha hecho más que ampliarse.
Sus sucesivos anillos resumen en no poco la dinámica histórica del país. Entre 1930 y 1970, la mezcla de los últimos contingentes europeos con los primeros refugiados de la crisis agrícola abierta por la Gran Depresión. A partir de los 80, la novedad de una pobreza social que tendió a desbordar a las múltiples ciudades del aglomerado en asentamientos ilegales. Mientras que los del primer ciclo procuraron hallar el “sueño argentino” del progreso; los del segundo solo aspiraban a una supervivencia más segura en los pliegos de la economía informal crecida al compás de la reestructuración económica caótica que sucedió a la “sustitución de importaciones”.
El policromo conglomerado resultante no deja de exhibir sutiles torsiones desde la pospandemia. Conviven clases altas tradicionales residentes en barrios residenciales o urbanizaciones cerradas en los confines semirrurales con barrios humildes de los que extraen fuerza laboral para la construcción y el mantenimiento de sus espacios. La marginalidad concentrada en los asentamientos, verdaderos campos de refugiados diseminados en todos sus cordones.
En otras zonas, las actividades manufactureras aún sobreviven; además de haber guetos de inmigrantes bolivianos y paraguayos que ofrecen mano de obra a la construcción, a los talleres textiles informales y a las granjas hortícolas periurbanas. Y una treintena de grandes ciudades de más de 100 mil habitantes que conjugan clases medias tambaleantes, lujosas áreas de residencia de las jerarquías burocráticas municipales y profesionales exitosos, y barriadas humildes pero con brotes de pujanza. El conjunto denuncia, de todos modos, una malformación hipertrófica. Por caso, solo el conurbano concentra a 11 millones de habitantes, 24% del total de 46 de toda la República.
La pobreza dura constituye el saldo de la desagregación industrial comenzada en los 70, que ya acumula a tres o cuatro generaciones en la informalidad. Sin embargo, también allí se registran movimientos silenciosos impulsados por el fracaso del kirchnerismo cristinista. Más nítidos en los recién llegados desde países limítrofes y del interior, que tratan de tallarse un porvenir provechoso, algo difícil en sus sitios originarios. La novedad es que muchos lo están logrando en diferentes grados. Así lo evocan, a propósito de varios casos de inseguridad, las postales de viviendas en pleno proceso de mejoramiento que trasuntan menos depresión que esperanza.
En los centros urbanos, las “caras nuevas” suscitan los reflejos clásicos de los conflictos de incorporación: desconfianza y desconcierto; aunque casi siempre disipados por su esfuerzo de adaptación al nuevo hábitat. Se trata de gente joven con títulos intermedios mejor remunerados que muchos profesionales tradicionales. El paisaje se reafirma en el cambio de manos de muchos negocios minoristas en las grandes arterias comerciales: panaderías y fiambrerías boutique, reparación de ropa, celulares y computadoras.
Y en sus barrios, otro tanto: desde microempresas constructoras y de jardinería hasta fletes y quioscos hogareños. Son hijos de la desesperación y el default del asistencialismo. Hubo que salir a ingeniárselas; y a muchos les fue bien, como lo plasman en las consignas morales y religiosas de sus direcciones de Face Book. Huella de dos fenómenos seminales: la prédica contenedora de pastores evangélicos que ofrecen generosas bolsas laborales, y un emprendedorismo que supone una reforma laboral fáctica.
El gran problema para las labores en la economía informal es la calle, porque ahí acechan los sobrevivientes infantiles o adolescentes de la marginalidad. Proceden de familias deshechas por padres drogadictos y hogares hacinados en los que impera la violencia psíquica y física. A veces, “familias banda” que instruyen a sus hijos y allegados en las artes del “malandraje”. Otros, capitos “pillos” con trayectos en institutos de rehabilitación de menores que ofician como escuelas de perfeccionamiento en diferentes delitos. Su concepción del tiempo y de la alimentación invierte a la del trabajo y el estudio. La temeridad y la crueldad implacable, eco de sus existencias infantiles, es su emblema distintivo.
De ahí, su exposición orgullosa en las redes sociales robando, torturando a sus víctimas, o lisa y llanamente asesinándolas. Los botines terminan en fiestas pletóricas de alcohol, drogas, sexo promiscuo y música a alto volumen cuyos repertorios los perciben como héroes “malditos” encomendados a religiosidades macabras. Exhiben presuntuosos su look, curiosamente apologizado por jóvenes normalizados, como expresión de una nacionalidad tan bravía como impostada, pues se importa de otros países de América Latina minados por la subcultura narco: gorras, “zapas”, collares, tatuajes y pulseras símil oro, pistolas y “caños” motoqueros.
Su supervivencia depende de su sitio en los puentes venales con sectores del poder: policías, sus abogados “sacapresos”, fiscales abolicionistas y barrabravas al servicio de políticos locales. Aspiran a ingresar en los anillos de las actividades ilegales regenteadas por “empresarios” que los explotan: desde cortadores de autos y motos hasta narcos que los remuneran superlativamente respecto de sus víctimas formadas en la vieja y en la nueva cultura del trabajo. No obstante, se inscriben en una pirámide perversa que desde arriba delimita “zonas liberadas” en asentamientos y barrios obreros aledaños –estos últimos, principal escenario de la batalla–, y desde abajo, el ascenso de una porción suculenta de sus dividendos redistribuidos entre los distintos estamentos de los poderes patrocinantes. Pero algo está podrido en ese régimen de franquicias delictivas. El pacto de “dejar hacer” para administrar indirectamente la pobreza parece estar haciendo agua también por default. En suma, frentes precisos y un Estado que marcha detrás de los acontecimientos.
El GBA requiere un urgente plan de emergencia interjurisdiccional. Es ahí en donde confluyen, a diferencia de lo que ocurre en Rosario, dos patologías que retroalimentan la violencia: la disfuncionalidad del “síndrome metropolitano”, y la grieta ideológica de gobernantes entre la Nación, la provincia y los municipios. El primero, fractura la solidaridad entre la gobernación y los intendentes que, a falta de recursos, siguen contemplando absortos como la fogata que habilitan se expande y se les aproxima. Y el segundo, el mal denominado “garantismo” o “abolicionismo” cuya estupidez ideológica retroalimenta la anomia. Y un telón de fondo significativo: la falta de estrategias inteligentes de reintegración sociocultural que mancomune a funcionarios, ONGs, cultos religiosos, universidades y empresarios. Señal de un statu quo que todos repudian aunque algunos explotan mellando su propia gobernabilidad.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos
El Gobierno ha lanzado una batalla cultural contra una estribación de la izquierda durante los últimos 40 años denominada genéricamente woke. Sin embargo, hay otros combates socioculturales profundos en escenarios menos virtuales. Por caso, el que se libra en la cotidianidad de las zonas calientes del GBA. No se trata de un fenómeno local sino global; aunque la especificidad del caso se funda en la extensión del aglomerado metropolitano y su geografía plástica que durante los últimos ochenta años no ha hecho más que ampliarse.
Sus sucesivos anillos resumen en no poco la dinámica histórica del país. Entre 1930 y 1970, la mezcla de los últimos contingentes europeos con los primeros refugiados de la crisis agrícola abierta por la Gran Depresión. A partir de los 80, la novedad de una pobreza social que tendió a desbordar a las múltiples ciudades del aglomerado en asentamientos ilegales. Mientras que los del primer ciclo procuraron hallar el “sueño argentino” del progreso; los del segundo solo aspiraban a una supervivencia más segura en los pliegos de la economía informal crecida al compás de la reestructuración económica caótica que sucedió a la “sustitución de importaciones”.
El policromo conglomerado resultante no deja de exhibir sutiles torsiones desde la pospandemia. Conviven clases altas tradicionales residentes en barrios residenciales o urbanizaciones cerradas en los confines semirrurales con barrios humildes de los que extraen fuerza laboral para la construcción y el mantenimiento de sus espacios. La marginalidad concentrada en los asentamientos, verdaderos campos de refugiados diseminados en todos sus cordones.
En otras zonas, las actividades manufactureras aún sobreviven; además de haber guetos de inmigrantes bolivianos y paraguayos que ofrecen mano de obra a la construcción, a los talleres textiles informales y a las granjas hortícolas periurbanas. Y una treintena de grandes ciudades de más de 100 mil habitantes que conjugan clases medias tambaleantes, lujosas áreas de residencia de las jerarquías burocráticas municipales y profesionales exitosos, y barriadas humildes pero con brotes de pujanza. El conjunto denuncia, de todos modos, una malformación hipertrófica. Por caso, solo el conurbano concentra a 11 millones de habitantes, 24% del total de 46 de toda la República.
La pobreza dura constituye el saldo de la desagregación industrial comenzada en los 70, que ya acumula a tres o cuatro generaciones en la informalidad. Sin embargo, también allí se registran movimientos silenciosos impulsados por el fracaso del kirchnerismo cristinista. Más nítidos en los recién llegados desde países limítrofes y del interior, que tratan de tallarse un porvenir provechoso, algo difícil en sus sitios originarios. La novedad es que muchos lo están logrando en diferentes grados. Así lo evocan, a propósito de varios casos de inseguridad, las postales de viviendas en pleno proceso de mejoramiento que trasuntan menos depresión que esperanza.
En los centros urbanos, las “caras nuevas” suscitan los reflejos clásicos de los conflictos de incorporación: desconfianza y desconcierto; aunque casi siempre disipados por su esfuerzo de adaptación al nuevo hábitat. Se trata de gente joven con títulos intermedios mejor remunerados que muchos profesionales tradicionales. El paisaje se reafirma en el cambio de manos de muchos negocios minoristas en las grandes arterias comerciales: panaderías y fiambrerías boutique, reparación de ropa, celulares y computadoras.
Y en sus barrios, otro tanto: desde microempresas constructoras y de jardinería hasta fletes y quioscos hogareños. Son hijos de la desesperación y el default del asistencialismo. Hubo que salir a ingeniárselas; y a muchos les fue bien, como lo plasman en las consignas morales y religiosas de sus direcciones de Face Book. Huella de dos fenómenos seminales: la prédica contenedora de pastores evangélicos que ofrecen generosas bolsas laborales, y un emprendedorismo que supone una reforma laboral fáctica.
El gran problema para las labores en la economía informal es la calle, porque ahí acechan los sobrevivientes infantiles o adolescentes de la marginalidad. Proceden de familias deshechas por padres drogadictos y hogares hacinados en los que impera la violencia psíquica y física. A veces, “familias banda” que instruyen a sus hijos y allegados en las artes del “malandraje”. Otros, capitos “pillos” con trayectos en institutos de rehabilitación de menores que ofician como escuelas de perfeccionamiento en diferentes delitos. Su concepción del tiempo y de la alimentación invierte a la del trabajo y el estudio. La temeridad y la crueldad implacable, eco de sus existencias infantiles, es su emblema distintivo.
De ahí, su exposición orgullosa en las redes sociales robando, torturando a sus víctimas, o lisa y llanamente asesinándolas. Los botines terminan en fiestas pletóricas de alcohol, drogas, sexo promiscuo y música a alto volumen cuyos repertorios los perciben como héroes “malditos” encomendados a religiosidades macabras. Exhiben presuntuosos su look, curiosamente apologizado por jóvenes normalizados, como expresión de una nacionalidad tan bravía como impostada, pues se importa de otros países de América Latina minados por la subcultura narco: gorras, “zapas”, collares, tatuajes y pulseras símil oro, pistolas y “caños” motoqueros.
Su supervivencia depende de su sitio en los puentes venales con sectores del poder: policías, sus abogados “sacapresos”, fiscales abolicionistas y barrabravas al servicio de políticos locales. Aspiran a ingresar en los anillos de las actividades ilegales regenteadas por “empresarios” que los explotan: desde cortadores de autos y motos hasta narcos que los remuneran superlativamente respecto de sus víctimas formadas en la vieja y en la nueva cultura del trabajo. No obstante, se inscriben en una pirámide perversa que desde arriba delimita “zonas liberadas” en asentamientos y barrios obreros aledaños –estos últimos, principal escenario de la batalla–, y desde abajo, el ascenso de una porción suculenta de sus dividendos redistribuidos entre los distintos estamentos de los poderes patrocinantes. Pero algo está podrido en ese régimen de franquicias delictivas. El pacto de “dejar hacer” para administrar indirectamente la pobreza parece estar haciendo agua también por default. En suma, frentes precisos y un Estado que marcha detrás de los acontecimientos.
El GBA requiere un urgente plan de emergencia interjurisdiccional. Es ahí en donde confluyen, a diferencia de lo que ocurre en Rosario, dos patologías que retroalimentan la violencia: la disfuncionalidad del “síndrome metropolitano”, y la grieta ideológica de gobernantes entre la Nación, la provincia y los municipios. El primero, fractura la solidaridad entre la gobernación y los intendentes que, a falta de recursos, siguen contemplando absortos como la fogata que habilitan se expande y se les aproxima. Y el segundo, el mal denominado “garantismo” o “abolicionismo” cuya estupidez ideológica retroalimenta la anomia. Y un telón de fondo significativo: la falta de estrategias inteligentes de reintegración sociocultural que mancomune a funcionarios, ONGs, cultos religiosos, universidades y empresarios. Señal de un statu quo que todos repudian aunque algunos explotan mellando su propia gobernabilidad.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos
La pobreza dura constituye el saldo de la desagregación industrial comenzada en los 70, que ya acumula tres o cuatro generaciones en la informalidad LA NACION