Vargas Llosa, García Márquez y una amistad que terminó en cachetada

En 1967, en el aeropuerto de Caracas, se conocieron en persona. Desde hacía un año y medio un joven escritor peruano y aplicado estudiante de doctorado conversaba con el autor colombiano cuya obra se había convertido en objeto de su estudio académico. Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez gozaban de las primeras mieles del éxito de la crítica y de considerables ventas de sus novelas. Habían sido una promesa, pero ya por entonces eran la certeza de que la narrativa latinoamericana avanzaba hacia una renovación. También aquel año se reunirían en la Facultad de Arquitectura de Lima para conversar durante tres jornadas sobre el devenir de la literatura del continente. Vargas Llosa acababa de recibir el Rómulo Gallegos por La casa verde, mientras que Cien años de soledad había sido publicado con gran acogida. La mecha de aquella explosión que se conocería como “boom latinoamericano”, ya había comenzado a arder. Así nacía una de las amistades más célebres entre dos autores que serían luego distinguidos con el Premio Nobel de Literatura.
El criollismo, la pugna entre civilización o barbarie, la fórmula eficiente y la arquitectura de la novela decimonónica poco interesaban a un grupo de jóvenes autores quienes, sin perder su identidad americana, comenzaron a explorar nuevas formas de abordar el tiempo y el espacio. Algunos, incluso, abordaron el realismo mágico, esa dimensión ni tan alejada de la realidad ni tan próxima a lo sobrenatural. Julio Cortázar y Carlos Fuentes también integraban esta selecta generación que encontraba en Barcelona, donde los ya íntimos amigos Vargas Llosa y García Márquez vivían —a pocos metros de distancia—, su epicentro. En la ciudad condal se encontraba Carmen Balcells, la editora que confió en ellos y los catapultó a la fama. Jorge Donoso, en Historia personal del boom (1972), narra con detalle estos años de efervescencia.
Pero además de la dinamita depositada en la narrativa, algo detonó la amistad entre estos dos genios de la literatura universal. Mucho se ha escrito y elucubrado sobre esta pelea. ¿Fueron las diferencias ideológicas las que signaron esta pugna? ¿Se trató de una cuestión personal? Vargas Llosa, quien había sido de izquierda en su juventud, comenzó a cuestionar los abusos de Fidel Castro, mientras García Márquez continuó hasta su muerte enamorado del régimen. Tras una décadas de amistad, en 1976, en un teatro mexicano, minutos antes del estreno de un documental cuyo guion había escrito Vargas Llosa, este le propinó una cachetada en el foyer, ante la mirada atónita de los presentes. Mucho se ha escrito sobre esta célebre piña, como Jaime Bayly, en Los genios (2023), pero los motivos hasta el presente siguen tapados por una estela de misterio, entre la política, las mujeres y la literatura, los tres grandes de tema de la vida de ambos.
Aunque poco antes de la muerte de García Márquez hubo un intento por reunirlos en un breve saludo, impulsado por Juan Cruz Ruiz y Héctor Abad Faciolince, que zanjara aquella enemistad, aquel episodio de 1976 fue su último encuentro.
En 1967, en el aeropuerto de Caracas, se conocieron en persona. Desde hacía un año y medio un joven escritor peruano y aplicado estudiante de doctorado conversaba con el autor colombiano cuya obra se había convertido en objeto de su estudio académico. Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez gozaban de las primeras mieles del éxito de la crítica y de considerables ventas de sus novelas. Habían sido una promesa, pero ya por entonces eran la certeza de que la narrativa latinoamericana avanzaba hacia una renovación. También aquel año se reunirían en la Facultad de Arquitectura de Lima para conversar durante tres jornadas sobre el devenir de la literatura del continente. Vargas Llosa acababa de recibir el Rómulo Gallegos por La casa verde, mientras que Cien años de soledad había sido publicado con gran acogida. La mecha de aquella explosión que se conocería como “boom latinoamericano”, ya había comenzado a arder. Así nacía una de las amistades más célebres entre dos autores que serían luego distinguidos con el Premio Nobel de Literatura.
El criollismo, la pugna entre civilización o barbarie, la fórmula eficiente y la arquitectura de la novela decimonónica poco interesaban a un grupo de jóvenes autores quienes, sin perder su identidad americana, comenzaron a explorar nuevas formas de abordar el tiempo y el espacio. Algunos, incluso, abordaron el realismo mágico, esa dimensión ni tan alejada de la realidad ni tan próxima a lo sobrenatural. Julio Cortázar y Carlos Fuentes también integraban esta selecta generación que encontraba en Barcelona, donde los ya íntimos amigos Vargas Llosa y García Márquez vivían —a pocos metros de distancia—, su epicentro. En la ciudad condal se encontraba Carmen Balcells, la editora que confió en ellos y los catapultó a la fama. Jorge Donoso, en Historia personal del boom (1972), narra con detalle estos años de efervescencia.
Pero además de la dinamita depositada en la narrativa, algo detonó la amistad entre estos dos genios de la literatura universal. Mucho se ha escrito y elucubrado sobre esta pelea. ¿Fueron las diferencias ideológicas las que signaron esta pugna? ¿Se trató de una cuestión personal? Vargas Llosa, quien había sido de izquierda en su juventud, comenzó a cuestionar los abusos de Fidel Castro, mientras García Márquez continuó hasta su muerte enamorado del régimen. Tras una décadas de amistad, en 1976, en un teatro mexicano, minutos antes del estreno de un documental cuyo guion había escrito Vargas Llosa, este le propinó una cachetada en el foyer, ante la mirada atónita de los presentes. Mucho se ha escrito sobre esta célebre piña, como Jaime Bayly, en Los genios (2023), pero los motivos hasta el presente siguen tapados por una estela de misterio, entre la política, las mujeres y la literatura, los tres grandes de tema de la vida de ambos.
Aunque poco antes de la muerte de García Márquez hubo un intento por reunirlos en un breve saludo, impulsado por Juan Cruz Ruiz y Héctor Abad Faciolince, que zanjara aquella enemistad, aquel episodio de 1976 fue su último encuentro.
Protagonistas de un fenómeno literario conocido como “boom latinoamericano”, los autores se hicieron amigos íntimos, hasta el día de la piña que le dejó al colombiano el ojo negro; la política, las mujeres y la literatura finalmente también los separó LA NACION