La patria en cinco rincones: almacenes, pulperías y recuerdos que no se rinden

Un almacén en medio del campo bonaerense que todavía huele a yerba, madera y recuerdos. Un boliche de pueblo que revive entre platos caseros y radios a galena. Una pulpería serrana donde el tiempo se toma un vino y sigue esperando. Un restaurante norteño que nació de una botica y un almacén, y hoy da de comer memoria. Una tienda rural en Entre Ríos que atiende desde 1907 y guarda, en sus estantes de madera, más historias que productos.
Son cinco. Podrían haber sido veinte o cien, porque la Argentina está hecha de fragmentos así: sitios donde la historia se respira. Pero Matías Ruiz, la persona detrás del proyecto Viajero Argento, eligió estos cinco -de entre innumerables reseñas- como una forma de decir algo más grande. Como quien traza un mapa con la punta de los dedos: un mapa emocional, lleno de polvo y de afectos. Matías reunió 150 lugares del país en su primer libro, Conociendo Nuestra Patria, una obra que invita a recorrer el país no por lo que muestra, sino por lo que guarda.
Dice Matías que estos son sitios que no buscan brillar. Que no están en los rankings ni en las guías de viaje, pero que resisten. En sus paredes, en sus objetos, en sus guardianes. Porque la patria —como el pasado— es un lugar al que no se vuelve. O eso parece, hasta que uno cruza el umbral de estos viejos almacenes que guardan entre sus paredes algo inseparable del ADN nacional: “Estos espacios representan un patrimonio físico y también emocional; son rincones donde todavía se estrechan manos, se cuentan anécdotas y se celebra la argentinidad en su forma más sincera. Lugares que resisten al olvido, no desde el espectáculo, sino desde la autenticidad”.
Museo – Almacén “El Recreo” (Chivilcoy, Buenos Aires)
Fundado en 1881 por un inmigrante genovés que llegó con su libreta de comercio y una idea clara de futuro, este boliche rural supo ser posta obligada para los carruajes que cruzaban la pampa bonaerense. Más de un siglo después, sus descendientes decidieron no dejarlo morir: lo reconvirtieron en un museo vivo, donde cada objeto, cada frasco, cada herramienta está en su lugar no como decoración, sino como testimonio.
“El Recreo” conserva no sólo el mobiliario original —mostradores de madera, estanterías cargadas de reliquias— sino también el aura del lugar que fue. Declarado de interés histórico y cultural, funciona hoy como centro de interpretación de la vida rural de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Se organizan visitas guiadas, eventos culturales y encuentros comunitarios. Y aunque el progreso se impone alrededor, adentro el tiempo parece haberse detenido, como si el lugar supiera que su valor está en lo que ya fue.
“De todos los almacenes que hemos visitado, es sin dudas el mejor preservado”, asegura Matías. “Además es un sitio que no abre siempre, pero coordinando una visita previa con su administradora María Elena Cura es posible conocer y disfrutar este refugio tradicionalista”, añade.
Viejo Almacén “La Moderna” (Dufaur, Buenos Aires)
Dufaur es uno de esos pueblos a los que se llega sin saber si alguien va a abrir la puerta. Pero sí: detrás de las paredes de este almacén centenario —fundado en 1904, cuando el tren traía noticias de otras provincias—, dos familias decidieron mantener encendida una llama. Hoy funciona como comedor, museo, despensa y espacio cultural.
La recuperación fue una apuesta contra el olvido. Se restauró con paciencia: puertas originales, vitrina de época, mobiliario rescatado del abandono. Pero no se trata sólo de estética. En “La Moderna” se sirven platos caseros que huelen a domingo, se exhiben radios, botellas y cuadernos de almacén, y se escucha a los visitantes contar sus propias historias.
“Lo que me gusta de este lugar -dice Matías- es que está ubicado en un sitio geográfico donde la Pampa y la Patagonia se hermanan, y donde resuena el eco de artistas consagrados como José Larralde”. “Ingresar al almacén es retroceder 100 años en el tiempo. Pueblo chico, corazón grande: las pastas caseras se sirven en fuentes, ideal para compartir, cada bocado es un viaje a los sabores de la infancia”, celebra.
Pulpería “Segundo Sombra” (Los Reartes, Córdoba)
El nombre remite al gaucho de Güiraldes, pero también a la sombra de todas las historias que pasaron por este salón de paredes gruesas. Fundada en 1929, la pulpería es una cápsula de tiempo: conserva la arquitectura criolla, el mostrador de estaño, los bancos de madera, las botellas envejecidas en la penumbra.
A pocos metros del río, funciona como bar y centro cultural. Hay música en vivo, empanadas, vino servido en pingüinos, y —sobre todo— una atmósfera de respeto por el pasado. Las fotos en blanco y negro conviven con las guitarras afinadas. Los parroquianos de hoy se parecen, a veces demasiado, a los de antes.
Matías y su pareja, Claudia, la descubrieron en un viaje por el Valle de Calamuchita, y se cautivaron a primera vista con ese aire de cuando “la vida sin prisa era mucho más sencilla”. “Los Reartes es la población más bella del valle: conservar su arquitectura de antaño, sin dejarse invadir por estilos ajenos, como sucedió en otras localidades cercanas”, asegura.
El Viejo Almacén de Cachi (Salta)
Cachi es belleza que duele. La arquitectura colonial, la pureza del aire, la nobleza de los valles. En ese contexto aparece El Viejo Almacén, que alguna vez fue botica y almacén de ramos generales, y hoy es restaurante, casa de té y espacio de encuentro.
El lugar es una declaración de principios: se restauró respetando materiales y espíritu. Las paredes de adobe, el mobiliario de algarrobo, los anaqueles con productos regionales: quesos de cabra, vinos de altura, dulces y tejidos. Todo está pensado para honrar a los pequeños productores y rescatar la vida del comerciante de pueblo.
“El Norte nos enamoró para toda la vida, y no podíamos dejar de mencionar a un almacén con todas las letras, que lleva una gran historia personal y familiar tras sus muros y que es un bastión en la defensa de la comercialización de los productos regionales locales”, explica Matías. “Es una región que tiene encanto, tiene magia, y en Salta por sobre todas las cosas, tiene linaje y tradición, por algo el poeta Emilio Vinals la llamó La Linda y los Chalchaleros la homenajearon en infinidad de canciones”, agrega.
Almacén de Ramos Generales Francou (Colonia El Carmen, Entre Ríos)
Algunos lugares no necesitan presentación: basta abrir la puerta. En este caso, una puerta pesada, de madera tallada, que chirría al girar y se abre a un mundo sin relojes. Fundado en 1907, el almacén Francou sigue en manos de la misma familia desde hace más de un siglo. Situado a 15 kilómetros de Villa Elisa, conserva estanterías de madera, el sótano centenario y un archivo doméstico de objetos, documentos y relatos orales.
Matías y Claudia se acercaron “casi sin conocerlo, un domingo al mediodía”. “Fuimos afortunados, ya que a pesar de que ese día el almacén no atendía, Olga, su propietaria, no solo nos abrió sus puertas, sino que nos hizo una visita guiada de lujo”, revela.
Olga les contó su historia, bajaron al sótano, leyeron uno de sus cuadernos gigantescos donde se anotaban las cuentas de todos los clientes, utilizados hace décadas. Además les preparó una “excelsa picada”, que disfrutaron tranquilamente en la parte delantera del almacén, contemplando el campo. “Fue inolvidable”, dice Matías.
Del píxel al papel
Matías Rodolfo Ruiz nació en 1992 en Lomas de Zamora. Ingeniero civil de profesión, viajero de vocación, padre de Agostina y pareja de Claudia, lleva casi una década recorriendo el país con una misión personal: encontrar esos lugares que no aparecen en las apps, pero sí en la memoria.
En plena pandemia creó Viajero Argento, el perfil de Instagram desde donde comenzó a compartir relatos, fotos y reflexiones sobre los pueblos, almacenes y estaciones que fue encontrando desde 2017. Con el tiempo, sumó seguidores, anécdotas y antigüedades —una de sus pasiones— que hoy exhibe junto a su familia en el Bodegón y Museo Cosa Nostra, en Banfield.
“Este libro me permitió organizar la infinidad de sitios recorridos y construir una herramienta tangible para compartir estas vivencias”, cuenta sobre Conociendo Nuestra Patria. Con prólogo de Juan Pablo Veglia, ilustraciones de Lucio Cantini y más de 150 reseñas, el libro funciona como mapa, bitácora y archivo sensible. “Es una obra amena, motivadora, agradable y atrapante, pensada para invitar al lector a salir a recorrer los rincones del país”, explica Matías.
Y en esa decisión —la de pasar de lo digital a lo tangible— hay también una toma de posición: resistir el olvido no desde el espectáculo, sino desde la memoria compartida. Como esos lugares que todavía se animan a decir: acá estamos.
Un almacén en medio del campo bonaerense que todavía huele a yerba, madera y recuerdos. Un boliche de pueblo que revive entre platos caseros y radios a galena. Una pulpería serrana donde el tiempo se toma un vino y sigue esperando. Un restaurante norteño que nació de una botica y un almacén, y hoy da de comer memoria. Una tienda rural en Entre Ríos que atiende desde 1907 y guarda, en sus estantes de madera, más historias que productos.
Son cinco. Podrían haber sido veinte o cien, porque la Argentina está hecha de fragmentos así: sitios donde la historia se respira. Pero Matías Ruiz, la persona detrás del proyecto Viajero Argento, eligió estos cinco -de entre innumerables reseñas- como una forma de decir algo más grande. Como quien traza un mapa con la punta de los dedos: un mapa emocional, lleno de polvo y de afectos. Matías reunió 150 lugares del país en su primer libro, Conociendo Nuestra Patria, una obra que invita a recorrer el país no por lo que muestra, sino por lo que guarda.
Dice Matías que estos son sitios que no buscan brillar. Que no están en los rankings ni en las guías de viaje, pero que resisten. En sus paredes, en sus objetos, en sus guardianes. Porque la patria —como el pasado— es un lugar al que no se vuelve. O eso parece, hasta que uno cruza el umbral de estos viejos almacenes que guardan entre sus paredes algo inseparable del ADN nacional: “Estos espacios representan un patrimonio físico y también emocional; son rincones donde todavía se estrechan manos, se cuentan anécdotas y se celebra la argentinidad en su forma más sincera. Lugares que resisten al olvido, no desde el espectáculo, sino desde la autenticidad”.
Museo – Almacén “El Recreo” (Chivilcoy, Buenos Aires)
Fundado en 1881 por un inmigrante genovés que llegó con su libreta de comercio y una idea clara de futuro, este boliche rural supo ser posta obligada para los carruajes que cruzaban la pampa bonaerense. Más de un siglo después, sus descendientes decidieron no dejarlo morir: lo reconvirtieron en un museo vivo, donde cada objeto, cada frasco, cada herramienta está en su lugar no como decoración, sino como testimonio.
“El Recreo” conserva no sólo el mobiliario original —mostradores de madera, estanterías cargadas de reliquias— sino también el aura del lugar que fue. Declarado de interés histórico y cultural, funciona hoy como centro de interpretación de la vida rural de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Se organizan visitas guiadas, eventos culturales y encuentros comunitarios. Y aunque el progreso se impone alrededor, adentro el tiempo parece haberse detenido, como si el lugar supiera que su valor está en lo que ya fue.
“De todos los almacenes que hemos visitado, es sin dudas el mejor preservado”, asegura Matías. “Además es un sitio que no abre siempre, pero coordinando una visita previa con su administradora María Elena Cura es posible conocer y disfrutar este refugio tradicionalista”, añade.
Viejo Almacén “La Moderna” (Dufaur, Buenos Aires)
Dufaur es uno de esos pueblos a los que se llega sin saber si alguien va a abrir la puerta. Pero sí: detrás de las paredes de este almacén centenario —fundado en 1904, cuando el tren traía noticias de otras provincias—, dos familias decidieron mantener encendida una llama. Hoy funciona como comedor, museo, despensa y espacio cultural.
La recuperación fue una apuesta contra el olvido. Se restauró con paciencia: puertas originales, vitrina de época, mobiliario rescatado del abandono. Pero no se trata sólo de estética. En “La Moderna” se sirven platos caseros que huelen a domingo, se exhiben radios, botellas y cuadernos de almacén, y se escucha a los visitantes contar sus propias historias.
“Lo que me gusta de este lugar -dice Matías- es que está ubicado en un sitio geográfico donde la Pampa y la Patagonia se hermanan, y donde resuena el eco de artistas consagrados como José Larralde”. “Ingresar al almacén es retroceder 100 años en el tiempo. Pueblo chico, corazón grande: las pastas caseras se sirven en fuentes, ideal para compartir, cada bocado es un viaje a los sabores de la infancia”, celebra.
Pulpería “Segundo Sombra” (Los Reartes, Córdoba)
El nombre remite al gaucho de Güiraldes, pero también a la sombra de todas las historias que pasaron por este salón de paredes gruesas. Fundada en 1929, la pulpería es una cápsula de tiempo: conserva la arquitectura criolla, el mostrador de estaño, los bancos de madera, las botellas envejecidas en la penumbra.
A pocos metros del río, funciona como bar y centro cultural. Hay música en vivo, empanadas, vino servido en pingüinos, y —sobre todo— una atmósfera de respeto por el pasado. Las fotos en blanco y negro conviven con las guitarras afinadas. Los parroquianos de hoy se parecen, a veces demasiado, a los de antes.
Matías y su pareja, Claudia, la descubrieron en un viaje por el Valle de Calamuchita, y se cautivaron a primera vista con ese aire de cuando “la vida sin prisa era mucho más sencilla”. “Los Reartes es la población más bella del valle: conservar su arquitectura de antaño, sin dejarse invadir por estilos ajenos, como sucedió en otras localidades cercanas”, asegura.
El Viejo Almacén de Cachi (Salta)
Cachi es belleza que duele. La arquitectura colonial, la pureza del aire, la nobleza de los valles. En ese contexto aparece El Viejo Almacén, que alguna vez fue botica y almacén de ramos generales, y hoy es restaurante, casa de té y espacio de encuentro.
El lugar es una declaración de principios: se restauró respetando materiales y espíritu. Las paredes de adobe, el mobiliario de algarrobo, los anaqueles con productos regionales: quesos de cabra, vinos de altura, dulces y tejidos. Todo está pensado para honrar a los pequeños productores y rescatar la vida del comerciante de pueblo.
“El Norte nos enamoró para toda la vida, y no podíamos dejar de mencionar a un almacén con todas las letras, que lleva una gran historia personal y familiar tras sus muros y que es un bastión en la defensa de la comercialización de los productos regionales locales”, explica Matías. “Es una región que tiene encanto, tiene magia, y en Salta por sobre todas las cosas, tiene linaje y tradición, por algo el poeta Emilio Vinals la llamó La Linda y los Chalchaleros la homenajearon en infinidad de canciones”, agrega.
Almacén de Ramos Generales Francou (Colonia El Carmen, Entre Ríos)
Algunos lugares no necesitan presentación: basta abrir la puerta. En este caso, una puerta pesada, de madera tallada, que chirría al girar y se abre a un mundo sin relojes. Fundado en 1907, el almacén Francou sigue en manos de la misma familia desde hace más de un siglo. Situado a 15 kilómetros de Villa Elisa, conserva estanterías de madera, el sótano centenario y un archivo doméstico de objetos, documentos y relatos orales.
Matías y Claudia se acercaron “casi sin conocerlo, un domingo al mediodía”. “Fuimos afortunados, ya que a pesar de que ese día el almacén no atendía, Olga, su propietaria, no solo nos abrió sus puertas, sino que nos hizo una visita guiada de lujo”, revela.
Olga les contó su historia, bajaron al sótano, leyeron uno de sus cuadernos gigantescos donde se anotaban las cuentas de todos los clientes, utilizados hace décadas. Además les preparó una “excelsa picada”, que disfrutaron tranquilamente en la parte delantera del almacén, contemplando el campo. “Fue inolvidable”, dice Matías.
Del píxel al papel
Matías Rodolfo Ruiz nació en 1992 en Lomas de Zamora. Ingeniero civil de profesión, viajero de vocación, padre de Agostina y pareja de Claudia, lleva casi una década recorriendo el país con una misión personal: encontrar esos lugares que no aparecen en las apps, pero sí en la memoria.
En plena pandemia creó Viajero Argento, el perfil de Instagram desde donde comenzó a compartir relatos, fotos y reflexiones sobre los pueblos, almacenes y estaciones que fue encontrando desde 2017. Con el tiempo, sumó seguidores, anécdotas y antigüedades —una de sus pasiones— que hoy exhibe junto a su familia en el Bodegón y Museo Cosa Nostra, en Banfield.
“Este libro me permitió organizar la infinidad de sitios recorridos y construir una herramienta tangible para compartir estas vivencias”, cuenta sobre Conociendo Nuestra Patria. Con prólogo de Juan Pablo Veglia, ilustraciones de Lucio Cantini y más de 150 reseñas, el libro funciona como mapa, bitácora y archivo sensible. “Es una obra amena, motivadora, agradable y atrapante, pensada para invitar al lector a salir a recorrer los rincones del país”, explica Matías.
Y en esa decisión —la de pasar de lo digital a lo tangible— hay también una toma de posición: resistir el olvido no desde el espectáculo, sino desde la memoria compartida. Como esos lugares que todavía se animan a decir: acá estamos.
Cinco lugares del país donde el tiempo parece haberse detenido. El viajero Matías Ruiz los recorrió con una misión: encontrar, en lo simple, las huellas de una identidad que no quiere desaparecer. LA NACION