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Eternautas a la carta, la alerta que faltaba

En marzo de 2002, Elsa Sánchez –la mujer de Héctor Germán Oesterheld– fue abordada por una médica de unos 50 años. Fue en una iglesia evangélica donde celebraban reuniones madres de ascendencia alemana que habían perdido a sus hijos durante la dictadura. Le contó que ella había estado en condición de detenida-desaparecida en la ESMA y que quien la custodiaba era Alfredo Astiz. Un día le sacó la capucha, las vendas, los grilletes y, trasladándola a una sala, le tendió un libro. “Este es el mejor escritor que tuvo la Argentina”, dictaminó el represor mientras se retiraba. Cuando la médica logró acostumbrarse a la luz, vio que el texto que tomaba forma sobre la mesa era una historieta: El Eternauta. Lo devoró. Ella, que nunca había leído ese tipo de literatura, sufrió una suerte de epifanía. Lo releyó dos veces, con la misma unción con la que un creyente escucha “La Pasión según San Mateo”. Esta historia me la refirió la propia mujer de Oesterheld en 2004, mientras almorzábamos en una parrilla de la esquina de Paraguay y San Martín.

Veo cifrada en esta anécdota la clave de cierta confusión argentina. Como ese cuadro que Goya pintó varias veces, capa sobre capa, para ir conformando a los sucesivos monarcas de turno, hasta que un día, cuando volvió el primer rey para el que lo había pintado, lavó todas las capas superpuestas y volvió al original, los argentinos tienen la costumbre de tergiversar, obliterar, superponer y apropiarse de todos los mitos, e incluso de las obras de arte, con tal de justificar sus ilusiones y seguir de lo más campantes con el jolgorio corporativista de robo y decadencia.

Alfredo Astiz acaso veía en la nevada mortal que se desata en El Eternauta el ataque del comunismo y de los terroristas que intentaban implantarlo a fuerza de atentados y secuestros, de modo tal que la resistencia frente a ese enemigo, y por ende la alianza de la clase media antiperonista (los cuatro amigos: el pequeñoburgués Salvo, el intelectual Favalli, el jubilado Polsky y el empleado bancario Herbert) con las fuerzas populares –los obreros y militares peronistas– que se da en la historieta era no solo legítima sino indispensable.

La médica montonera que había estado en la ESMA, por el contrario, vería en la nevada mortal el ataque del imperialismo y la usurpación del poder por parte de los militares, operación de la que había que defenderse mediante una red de solidaridad: el llamado “héroe colectivo”. Era el camino que había seguido el peronismo revolucionario a partir de la resignificación póstuma que hizo John William Cooke: la izquierda, los intelectuales y la burguesía nacional debían estar con los obreros y con los militares porque, como puede deducirse del prólogo que escribió Sartre en 1961 para Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, es siempre preferible estar equivocado con los explotados y no en lo cierto con los explotadores.

Oesterheld y el ilustrador Francisco Solano López habían publicado por primera vez El Eternauta entre 1957 y 1959, épocas en las que Oesterheld iba a jugar al tenis con Roberto Alemann. Épocas en las que adherían al frondizismo. Es probable incluso que hayan escrito esa obra específicamente para apoyar ese proyecto político. ¿No había carteles en la historieta que decían: “Vote Frondizi”? ¿No tenía Favalli la misma cara de Frigerio? ¿No había hecho Frondizi –un exradical– un acuerdo con Perón? En el primer Eternauta los cuatro personajes quedan aislados, aterrados, como suele quedar la clase media ante un ataque externo, ante cualquier episodio súbito, y solo reaccionan y van a articular una resistencia cuando se encuentran y asocian con el obrero y el militar. En esta primera versión hay un detalle crucial: la ayuda vendría del norte. La nevada mortal podía asimilarse a la falta de desarrollo (no olvidemos que el programa frondizista era el desarrollismo), que debía ser combatida mediante un ensamble que superara viejas antinomias entre peronistas y antiperonistas, campo e industria, el puerto y el interior. Es decir: integración y desarrollo.

Pero el propio autor siguió con El Eternauta una deriva en dirección de la médica montonera. Publicó en 1976 una segunda versión del texto en la que la nevada mortal era un ataque explícito del imperialismo. Del norte no venía la ayuda sino el ataque. Un hijo del célebre Hilario Fernández Long entabló contacto con una de las hijas de Oesterheld y con él mismo. Fue quien de algún modo introdujo a la familia en la organización Montoneros. Me contó Elsa Sánchez que el día en que volvió Perón al país se fueron las cuatro hijas con el padre a Ezeiza a recibir al viejo militar al que investían de una imaginaria impronta revolucionaria. Ella, que maliciaba la catástrofe y que veía con recelo a Perón, los previno: “Van a terminar todos muertos”. Cuando ya entrada la noche su familia no aparecía y empezó a enterarse por los medios de que había sucedido una masacre, sintió que su presentimiento quedaba confirmado. No fue en esa ocasión, en que sí volvieron, pero fue poco después.

Un día, estando Oesterheld en cautiverio, los militares le llevaron a un niño, con el que jugó durante varias horas. Era uno de sus nietos. Esta escena delirante, de película, que terminó cuando él dio las pistas para avisar a Elsa Sánchez y que ella pudiera llevárselo, parece un fleco póstumo de El Eternauta. La realidad imitando la ciencia ficción. Elsa consiguió trabajo en el Banco de Galicia para poder mantener al niño y esa exigencia, en medio de la debacle de desapariciones y muertes, paradójicamente la ayudó a sobrevivir.

El nestornauta no fue más que un episodio abusivo, más bien una apropiación despreciable. La última apropiación es la de Netflix: la comercial. Del mismo modo que el Che Guevara se convirtió en venta masiva de remeras y posters que muchos jóvenes incautos usan o cuelgan en sus cuartos, El Eternauta ahora es venta de suscripciones, una distopía de ciencia ficción con efectos especiales, con escenas espectaculares y con cierta celebración de lo vintage. Calza como anillo al dedo en una época en que el gran arte resiste en reductos pequeñísimos en medio de un vendaval de obviedades y mercachifles. La nueva derecha mundial detesta el gran arte y lo confunde con su opuesto: el espectáculo; los wokistas no se quedan atrás. No por nada los lugares que en otra época ocupaban André Malraux, Jorge Semprún o José Nun hoy los ocupan especialistas en sacar costos. No por nada el lugar que alguna vez ocupó Borges hoy lo ocupan opacos especialistas en rotular papel y transar con los sindicatos. Tal vez Oesterheld, al cometer la herejía de haber aceptado obliterar su obra genial siguiendo un objetivo coyuntural, abrió la caja de Pandora.

La gran lección que podría surgir es que, así como El Eternauta ha podido ser usado para cualquier cosa, con una plasticidad atlética, el liberalismo también está siendo traficado bajamente en el mundo, y que así como el gran público no está entrenado para distinguir entre una gran obra de arte y su miniaturización mercantil, tampoco está en condiciones de distinguir entre un liberalismo original y una mala copia. Cuando, escondidos detrás de la palabra Libertad –con pertinentes mayúsculas– se contrabandea una suba de aranceles, se manipula el tipo de cambio, se desata una guerra contra el periodismo, se apoyan regímenes invasores, se combate la globalización, se humilla a los débiles y a los raros, se consagra la violencia simbólica, se practica el bullying a los críticos y se censura el disentimiento, lo que sucede es otra malversación. Como la que sufre en su inesperado auge planetario El Eternauta, en su momento de mayor éxito la palabra “libertad” pasa de las mayúsculas a las preventivas minúsculas y de allí, casi sin escalas, a su opuesto: la opresión. Son las paradojas y los riesgos de la posmodernidad.

En marzo de 2002, Elsa Sánchez –la mujer de Héctor Germán Oesterheld– fue abordada por una médica de unos 50 años. Fue en una iglesia evangélica donde celebraban reuniones madres de ascendencia alemana que habían perdido a sus hijos durante la dictadura. Le contó que ella había estado en condición de detenida-desaparecida en la ESMA y que quien la custodiaba era Alfredo Astiz. Un día le sacó la capucha, las vendas, los grilletes y, trasladándola a una sala, le tendió un libro. “Este es el mejor escritor que tuvo la Argentina”, dictaminó el represor mientras se retiraba. Cuando la médica logró acostumbrarse a la luz, vio que el texto que tomaba forma sobre la mesa era una historieta: El Eternauta. Lo devoró. Ella, que nunca había leído ese tipo de literatura, sufrió una suerte de epifanía. Lo releyó dos veces, con la misma unción con la que un creyente escucha “La Pasión según San Mateo”. Esta historia me la refirió la propia mujer de Oesterheld en 2004, mientras almorzábamos en una parrilla de la esquina de Paraguay y San Martín.

Veo cifrada en esta anécdota la clave de cierta confusión argentina. Como ese cuadro que Goya pintó varias veces, capa sobre capa, para ir conformando a los sucesivos monarcas de turno, hasta que un día, cuando volvió el primer rey para el que lo había pintado, lavó todas las capas superpuestas y volvió al original, los argentinos tienen la costumbre de tergiversar, obliterar, superponer y apropiarse de todos los mitos, e incluso de las obras de arte, con tal de justificar sus ilusiones y seguir de lo más campantes con el jolgorio corporativista de robo y decadencia.

Alfredo Astiz acaso veía en la nevada mortal que se desata en El Eternauta el ataque del comunismo y de los terroristas que intentaban implantarlo a fuerza de atentados y secuestros, de modo tal que la resistencia frente a ese enemigo, y por ende la alianza de la clase media antiperonista (los cuatro amigos: el pequeñoburgués Salvo, el intelectual Favalli, el jubilado Polsky y el empleado bancario Herbert) con las fuerzas populares –los obreros y militares peronistas– que se da en la historieta era no solo legítima sino indispensable.

La médica montonera que había estado en la ESMA, por el contrario, vería en la nevada mortal el ataque del imperialismo y la usurpación del poder por parte de los militares, operación de la que había que defenderse mediante una red de solidaridad: el llamado “héroe colectivo”. Era el camino que había seguido el peronismo revolucionario a partir de la resignificación póstuma que hizo John William Cooke: la izquierda, los intelectuales y la burguesía nacional debían estar con los obreros y con los militares porque, como puede deducirse del prólogo que escribió Sartre en 1961 para Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, es siempre preferible estar equivocado con los explotados y no en lo cierto con los explotadores.

Oesterheld y el ilustrador Francisco Solano López habían publicado por primera vez El Eternauta entre 1957 y 1959, épocas en las que Oesterheld iba a jugar al tenis con Roberto Alemann. Épocas en las que adherían al frondizismo. Es probable incluso que hayan escrito esa obra específicamente para apoyar ese proyecto político. ¿No había carteles en la historieta que decían: “Vote Frondizi”? ¿No tenía Favalli la misma cara de Frigerio? ¿No había hecho Frondizi –un exradical– un acuerdo con Perón? En el primer Eternauta los cuatro personajes quedan aislados, aterrados, como suele quedar la clase media ante un ataque externo, ante cualquier episodio súbito, y solo reaccionan y van a articular una resistencia cuando se encuentran y asocian con el obrero y el militar. En esta primera versión hay un detalle crucial: la ayuda vendría del norte. La nevada mortal podía asimilarse a la falta de desarrollo (no olvidemos que el programa frondizista era el desarrollismo), que debía ser combatida mediante un ensamble que superara viejas antinomias entre peronistas y antiperonistas, campo e industria, el puerto y el interior. Es decir: integración y desarrollo.

Pero el propio autor siguió con El Eternauta una deriva en dirección de la médica montonera. Publicó en 1976 una segunda versión del texto en la que la nevada mortal era un ataque explícito del imperialismo. Del norte no venía la ayuda sino el ataque. Un hijo del célebre Hilario Fernández Long entabló contacto con una de las hijas de Oesterheld y con él mismo. Fue quien de algún modo introdujo a la familia en la organización Montoneros. Me contó Elsa Sánchez que el día en que volvió Perón al país se fueron las cuatro hijas con el padre a Ezeiza a recibir al viejo militar al que investían de una imaginaria impronta revolucionaria. Ella, que maliciaba la catástrofe y que veía con recelo a Perón, los previno: “Van a terminar todos muertos”. Cuando ya entrada la noche su familia no aparecía y empezó a enterarse por los medios de que había sucedido una masacre, sintió que su presentimiento quedaba confirmado. No fue en esa ocasión, en que sí volvieron, pero fue poco después.

Un día, estando Oesterheld en cautiverio, los militares le llevaron a un niño, con el que jugó durante varias horas. Era uno de sus nietos. Esta escena delirante, de película, que terminó cuando él dio las pistas para avisar a Elsa Sánchez y que ella pudiera llevárselo, parece un fleco póstumo de El Eternauta. La realidad imitando la ciencia ficción. Elsa consiguió trabajo en el Banco de Galicia para poder mantener al niño y esa exigencia, en medio de la debacle de desapariciones y muertes, paradójicamente la ayudó a sobrevivir.

El nestornauta no fue más que un episodio abusivo, más bien una apropiación despreciable. La última apropiación es la de Netflix: la comercial. Del mismo modo que el Che Guevara se convirtió en venta masiva de remeras y posters que muchos jóvenes incautos usan o cuelgan en sus cuartos, El Eternauta ahora es venta de suscripciones, una distopía de ciencia ficción con efectos especiales, con escenas espectaculares y con cierta celebración de lo vintage. Calza como anillo al dedo en una época en que el gran arte resiste en reductos pequeñísimos en medio de un vendaval de obviedades y mercachifles. La nueva derecha mundial detesta el gran arte y lo confunde con su opuesto: el espectáculo; los wokistas no se quedan atrás. No por nada los lugares que en otra época ocupaban André Malraux, Jorge Semprún o José Nun hoy los ocupan especialistas en sacar costos. No por nada el lugar que alguna vez ocupó Borges hoy lo ocupan opacos especialistas en rotular papel y transar con los sindicatos. Tal vez Oesterheld, al cometer la herejía de haber aceptado obliterar su obra genial siguiendo un objetivo coyuntural, abrió la caja de Pandora.

La gran lección que podría surgir es que, así como El Eternauta ha podido ser usado para cualquier cosa, con una plasticidad atlética, el liberalismo también está siendo traficado bajamente en el mundo, y que así como el gran público no está entrenado para distinguir entre una gran obra de arte y su miniaturización mercantil, tampoco está en condiciones de distinguir entre un liberalismo original y una mala copia. Cuando, escondidos detrás de la palabra Libertad –con pertinentes mayúsculas– se contrabandea una suba de aranceles, se manipula el tipo de cambio, se desata una guerra contra el periodismo, se apoyan regímenes invasores, se combate la globalización, se humilla a los débiles y a los raros, se consagra la violencia simbólica, se practica el bullying a los críticos y se censura el disentimiento, lo que sucede es otra malversación. Como la que sufre en su inesperado auge planetario El Eternauta, en su momento de mayor éxito la palabra “libertad” pasa de las mayúsculas a las preventivas minúsculas y de allí, casi sin escalas, a su opuesto: la opresión. Son las paradojas y los riesgos de la posmodernidad.

 Así como el más amplio público no está entrenado para distinguir entre una gran obra de arte y su miniaturización mercantil, tampoco está en condiciones de distinguir entre un liberalismo original y una mala copia  LA NACION

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