Trump y la demolición del liderazgo global de Estados Unidos

Cien días bastaron para dejar claro que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca no es una simple continuación de su primer mandato, sino una revolución que desafía los pilares fundacionales de la democracia estadounidense, el orden liberal internacional y la globalización. Nunca hubo en la historia reciente de los Estados Unidos cien días con este nivel de aceleración, disrupción y caos.
Su nivel de ambición parece no tener límites. En una reciente entrevista con The Atlantic, Trump expresó: “A diferencia de mi primer período, en el que mis objetivos eran gobernar Estados Unidos y sobrevivir, en este segundo yo dirijo el país y el mundo”.
Una democracia imperial
Con un Congreso sumiso –ambas cámaras en manos de los republicanos–, un gabinete compuesto por leales e incondicionales y un movimiento MAGA rendido a sus pies, Trump ha utilizado sus primeras 15 semanas para “inundar la zona” mediante un tsunami de órdenes ejecutivas (143) –muchas de ellas orientadas a expandir el poder presidencial y rediseñar el aparato estatal–, y ocho declaraciones de emergencia nacional.
El repliegue de EE.UU. deja vacíos que otros actores, como China, aprovecharán
Inspirado en una interpretación maximalista de la teoría del “ejecutivo unitario”, Trump viene socavando el Estado de derecho mediante la desobediencia a fallos judiciales y la politización del Departamento de Justicia. Sus ataques a universidades, medios de comunicación y abogados críticos, acompañados de amenazas de corte presupuestario y demandas multimillonarias, evocan tácticas propias de regímenes iliberales. Asimismo, su intento fallido de despedir a Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, y la presión para que reduzca la tasa de interés, refleja su desprecio por la autonomía institucional y su voluntad de subordinar la política monetaria a sus propuestas.
En migración, otra de sus prioridades, ha instrumentalizado el Alien Enemies Act de 1798 para justificar deportaciones sin debido proceso y el traslado de migrantes a cárceles extranjeras, como el penal salvadoreño del presidente Nayib Bukele. La semana pasada, el juez federal Fernando Rodríguez Jr. frenó la deportación de venezolanos bajo esta ley, al considerar que el uso de esta norma de tiempos de guerra en la actual coyuntura es ilegal.
Por su parte, los resultados del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), encabezado por Elon Musk, han estado muy por debajo de las expectativas. Pese al desmantelamiento de agencias clave y a despidos masivos, el ahorro proyectado se ha reducido drásticamente: de los dos billones de dólares inicialmente prometidos se pasó a un billón, y actualmente se estima en apenas 150.000 millones.
Proteccionismo y aranceles
El 2 de abril, Trump declaró su “Día de la Liberación” arancelaria con la imposición de “aranceles recíprocos”, desatando una guerra comercial sin precedente que ha hundido los mercados financieros, desacelerado la economía global y norteamericana y aumentado el riesgo inflacionario. Fiel a su estilo, pocos días después abrió un período de suspensión por tres meses, con el objetivo de llevar a cabo negociaciones comerciales con más de 100 países, mientras se mantiene en vígor un arancel base del 10% sobre los bienes importados a Estados Unidos. Con China, en cambio, escaló su ofensiva llevando los aranceles al 145%, mientras el gigante asiático respondió con el 125%. El exsecretario del Tesoro Lawrence H. Summer calificó a los resultados de “desastrosos” y señaló: “Quizás sean los primeros cien días menos exitosos de una presidencia en materia económica en el último siglo”.
Los frenos a la revolución MAGA vienen de los jueces, los mercados y la opinión pública
Scott Bessent, secretario del Tesoro actual, quien hace unas semanas dijo que estos niveles eran insostenibles, encabezará junto con Jamieson Greer la representación que se reunirá este sábado con la delegación China en Suiza para tratar el tema de los aranceles e intentar bajar las tensiones. Ambos países representan el 45% del PIB y el 20% del comercio mundial.
Vectores de resistencia
Si bien el Congreso y la oposición democráta han ofrecido de momento escasa resistencia, los verdaderos frenos a la revolución MAGA provienen hoy de tres actores principales: los tribunales, los mercados y la opinión pública.
Los jueces han empezado a emitir fallos contrarios a deportaciones sin el debido proceso, el uso abusivo de poderes de emergencia y en materia de despidos arbitrarios de funcionarios y cierre de agencias púbicas. La reacción de Wall Street ante la incertidumbre económica ha forzado ajustes en la política comercial. Y las encuestas reflejan un declive sostenido: la aprobación de Trump oscila entre 39% y 45%, con picos de desaprobación que van desde el 55% hasta el 59%.
A la luz de estos números, Trump es el presidente más impopular en sus primeros 100 días en los últimos 70 años. No está claro aún si estos malos números llevarán a Trump a ajustar sus políticas o, si por el contrario, redoblará su apuesta.
Una política transaccional
La política exterior de Trump es unilateral, disruptiva y revisionista. Su propósito no es reformar el orden internacional liberal, sino reemplazarlo por una arquitectura geopolítica basada en la realpolitik, en la lógica del poder duro y en acuerdos entre potencias con zonas de influencia definidas, una suerte de “concierto” entre Estados Unidos, China y Rusia, reminiscente del sistema que estuvo vigente durante parte del siglo XIX en Europa.
La narrativa que sustenta esta estrategia parte de la premisa de que Estados Unidos ha sido sistemáticamente perjudicado (una “víctima”, en palabras de Trump) tanto por sus aliados como por sus socios comerciales y rivales estratégicos, como China. De ahí su obsesión por “recuperar la primacía” estadounidense bajo el principio rector de que los intereses nacionales deben prevalecer siempre, incluso si eso implica socavar alianzas históricas, maltratar a sus vecinos o dinamitar organismos internacionales. El multilateralismo, los pactos globales, la diplomacia cooperativa o el respeto al derecho internacional quedan subordinados a la consigna “America First”.
Esta doctrina se traduce en una diplomacia de doble rasero: transaccional y pragmática frente a grandes potencias, pero coercitiva y chantajista frente a países más débiles o dependientes.
El resultado ha sido un deterioro acelerado de la credibilidad, la influencia y el liderazgo global de Washington; una erosión que no ha sido causada por acciones externas sino por un daño autoinfligido. En el plano internacional, Estados Unidos ha dejado de ser la “nación indispensable” para convertirse en una nación impredecible. Su repliegue está dejando vacíos estratégicos que otros actores –en especial China– no dudarán en aprovechar.
En América Latina
Si durante su primer mandato Trump ignoró a América Latina, en esta segunda presidencia la región ha adquirido una visibilidad inédita, aunque bajo una agenda marcadamente coercitiva y negativa. La estrategia privilegia el disciplinamiento por sobre la cooperación y la imposición sobre la negociación, con abundancia de amenazas y sanciones, pero pocos incentivos, salvo para los mandatarios ideológicamente afines como Javier Milei en la Argentina, Bukele en El Salvador y Daniel Noboa en Ecuador. De momento, más garrotes que zanahorias.
Como ha señalado Juan Gabriel Tokatlian, Trump utiliza a América Latina como un “laboratorio de control”: un terreno de ensayo para su política exterior. Desde la militarización de la frontera y las deportaciones masivas, hasta la ofensiva contra el fentanilo y los cárteles –calificados como grupos terroristas–, la imposición de aranceles y rumores de intervenciones militares, sus medidas han tensado las relaciones hemisféricas sin provocar una confrontación abierta, salvo en el caso de Colombia. Uno de sus objetivos estratégicos centrales pasa por contener y reducir el avance de China en la región. Para implementar esta política, Trump ha recurrido a figuras con experiencia en la región, como el secretario de Estado Marco Rubio y el enviado especial Mauricio Claver-Carone.
Durante estas primeras 15 semanas, América Latina, atrapada en su fragmentación y polarización, no logró articular una respuesta común. Ha predominado una estrategia de supervivencia: evitar choques directos, negociar bilateralmente para acomodarse, ceder en lo necesario y, en algunos casos, extraer beneficios inmediatos.
Las consecuencias han sido dispares. Como era previsible, México ha concentrado la mayor presión, seguido de Panamá, clave por el Canal y por su rol en las rutas migratorias. En Centroamérica, países como Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua son especialmente vulnerables por su dependencia comercial y por el peso de las remesas. En contraste, la mayoría de los países de América del Sur mantienen una mayor interdependencia comercial con China que con Washington.
En síntesis, no queda claro si existe de parte de Estados Unidos una estrategia coherente o si se trata solo de iniciativas fragmentadas. ¿Veremos incentivos reales acompañando a las amenazas? ¿Qué papel jugará Trump en la próxima Cumbre de las Américas en República Dominicana? ¿Asistirá?
Del lado latinoamericano, también emergen novedades e interrogantes. De manera incipiente, se gestan iniciativas orientadas a fortalecer la coordinación regional, diversificar los socios comerciales y reafirmar el multilateralismo y la soberanía como principio rector de la política exterior. En este contexto, América Latina debe plantearse varias cuestiones clave, entre ellas: ¿cómo evitar quedar atrapada en la pugna entre Estados Unidos y China? ¿Es posible diseñar una posición regional que combine autonomía estratégica con vínculos constructivos con ambos polos de poder?
Gran incógnita
Como se dijo, la segunda presidencia de Donald Trump no constituye un simple paréntesis en la historia institucional de Estados Unidos, sino la expresión de un intento deliberado por impulsar una mutación estructural del sistema político y cultural estadounidense, con proyecciones de largo alcance.
La gran incógnita es si estamos ante una disrupción transitoria o frente a una transformación profunda y duradera. ¿Es Trump una anomalía que será corregida en las próximas elecciones o el síntoma de un proceso más amplio de declive estructural del orden liberal estadounidense? Habiendo transcurrido apenas cien días de su regreso al poder, es muy temprano para ofrecer una respuesta definitiva. Estamos recién en el inicio del inicio.
Los próximos cien días serán decisivos para evaluar si este proyecto disruptivo y caótico logra consolidarse, o si, por el contrario, comienzan a fortalecerse los contrapesos capaces de contener esta “presidencia imperial”. El papel de la Corte Suprema será clave para trazarle una firme línea roja a los excesos de Trump. De no hacerlo, las consecuencias serían muy graves.
Co-director de Radar Latam 360
Cien días bastaron para dejar claro que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca no es una simple continuación de su primer mandato, sino una revolución que desafía los pilares fundacionales de la democracia estadounidense, el orden liberal internacional y la globalización. Nunca hubo en la historia reciente de los Estados Unidos cien días con este nivel de aceleración, disrupción y caos.
Su nivel de ambición parece no tener límites. En una reciente entrevista con The Atlantic, Trump expresó: “A diferencia de mi primer período, en el que mis objetivos eran gobernar Estados Unidos y sobrevivir, en este segundo yo dirijo el país y el mundo”.
Una democracia imperial
Con un Congreso sumiso –ambas cámaras en manos de los republicanos–, un gabinete compuesto por leales e incondicionales y un movimiento MAGA rendido a sus pies, Trump ha utilizado sus primeras 15 semanas para “inundar la zona” mediante un tsunami de órdenes ejecutivas (143) –muchas de ellas orientadas a expandir el poder presidencial y rediseñar el aparato estatal–, y ocho declaraciones de emergencia nacional.
El repliegue de EE.UU. deja vacíos que otros actores, como China, aprovecharán
Inspirado en una interpretación maximalista de la teoría del “ejecutivo unitario”, Trump viene socavando el Estado de derecho mediante la desobediencia a fallos judiciales y la politización del Departamento de Justicia. Sus ataques a universidades, medios de comunicación y abogados críticos, acompañados de amenazas de corte presupuestario y demandas multimillonarias, evocan tácticas propias de regímenes iliberales. Asimismo, su intento fallido de despedir a Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, y la presión para que reduzca la tasa de interés, refleja su desprecio por la autonomía institucional y su voluntad de subordinar la política monetaria a sus propuestas.
En migración, otra de sus prioridades, ha instrumentalizado el Alien Enemies Act de 1798 para justificar deportaciones sin debido proceso y el traslado de migrantes a cárceles extranjeras, como el penal salvadoreño del presidente Nayib Bukele. La semana pasada, el juez federal Fernando Rodríguez Jr. frenó la deportación de venezolanos bajo esta ley, al considerar que el uso de esta norma de tiempos de guerra en la actual coyuntura es ilegal.
Por su parte, los resultados del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), encabezado por Elon Musk, han estado muy por debajo de las expectativas. Pese al desmantelamiento de agencias clave y a despidos masivos, el ahorro proyectado se ha reducido drásticamente: de los dos billones de dólares inicialmente prometidos se pasó a un billón, y actualmente se estima en apenas 150.000 millones.
Proteccionismo y aranceles
El 2 de abril, Trump declaró su “Día de la Liberación” arancelaria con la imposición de “aranceles recíprocos”, desatando una guerra comercial sin precedente que ha hundido los mercados financieros, desacelerado la economía global y norteamericana y aumentado el riesgo inflacionario. Fiel a su estilo, pocos días después abrió un período de suspensión por tres meses, con el objetivo de llevar a cabo negociaciones comerciales con más de 100 países, mientras se mantiene en vígor un arancel base del 10% sobre los bienes importados a Estados Unidos. Con China, en cambio, escaló su ofensiva llevando los aranceles al 145%, mientras el gigante asiático respondió con el 125%. El exsecretario del Tesoro Lawrence H. Summer calificó a los resultados de “desastrosos” y señaló: “Quizás sean los primeros cien días menos exitosos de una presidencia en materia económica en el último siglo”.
Los frenos a la revolución MAGA vienen de los jueces, los mercados y la opinión pública
Scott Bessent, secretario del Tesoro actual, quien hace unas semanas dijo que estos niveles eran insostenibles, encabezará junto con Jamieson Greer la representación que se reunirá este sábado con la delegación China en Suiza para tratar el tema de los aranceles e intentar bajar las tensiones. Ambos países representan el 45% del PIB y el 20% del comercio mundial.
Vectores de resistencia
Si bien el Congreso y la oposición democráta han ofrecido de momento escasa resistencia, los verdaderos frenos a la revolución MAGA provienen hoy de tres actores principales: los tribunales, los mercados y la opinión pública.
Los jueces han empezado a emitir fallos contrarios a deportaciones sin el debido proceso, el uso abusivo de poderes de emergencia y en materia de despidos arbitrarios de funcionarios y cierre de agencias púbicas. La reacción de Wall Street ante la incertidumbre económica ha forzado ajustes en la política comercial. Y las encuestas reflejan un declive sostenido: la aprobación de Trump oscila entre 39% y 45%, con picos de desaprobación que van desde el 55% hasta el 59%.
A la luz de estos números, Trump es el presidente más impopular en sus primeros 100 días en los últimos 70 años. No está claro aún si estos malos números llevarán a Trump a ajustar sus políticas o, si por el contrario, redoblará su apuesta.
Una política transaccional
La política exterior de Trump es unilateral, disruptiva y revisionista. Su propósito no es reformar el orden internacional liberal, sino reemplazarlo por una arquitectura geopolítica basada en la realpolitik, en la lógica del poder duro y en acuerdos entre potencias con zonas de influencia definidas, una suerte de “concierto” entre Estados Unidos, China y Rusia, reminiscente del sistema que estuvo vigente durante parte del siglo XIX en Europa.
La narrativa que sustenta esta estrategia parte de la premisa de que Estados Unidos ha sido sistemáticamente perjudicado (una “víctima”, en palabras de Trump) tanto por sus aliados como por sus socios comerciales y rivales estratégicos, como China. De ahí su obsesión por “recuperar la primacía” estadounidense bajo el principio rector de que los intereses nacionales deben prevalecer siempre, incluso si eso implica socavar alianzas históricas, maltratar a sus vecinos o dinamitar organismos internacionales. El multilateralismo, los pactos globales, la diplomacia cooperativa o el respeto al derecho internacional quedan subordinados a la consigna “America First”.
Esta doctrina se traduce en una diplomacia de doble rasero: transaccional y pragmática frente a grandes potencias, pero coercitiva y chantajista frente a países más débiles o dependientes.
El resultado ha sido un deterioro acelerado de la credibilidad, la influencia y el liderazgo global de Washington; una erosión que no ha sido causada por acciones externas sino por un daño autoinfligido. En el plano internacional, Estados Unidos ha dejado de ser la “nación indispensable” para convertirse en una nación impredecible. Su repliegue está dejando vacíos estratégicos que otros actores –en especial China– no dudarán en aprovechar.
En América Latina
Si durante su primer mandato Trump ignoró a América Latina, en esta segunda presidencia la región ha adquirido una visibilidad inédita, aunque bajo una agenda marcadamente coercitiva y negativa. La estrategia privilegia el disciplinamiento por sobre la cooperación y la imposición sobre la negociación, con abundancia de amenazas y sanciones, pero pocos incentivos, salvo para los mandatarios ideológicamente afines como Javier Milei en la Argentina, Bukele en El Salvador y Daniel Noboa en Ecuador. De momento, más garrotes que zanahorias.
Como ha señalado Juan Gabriel Tokatlian, Trump utiliza a América Latina como un “laboratorio de control”: un terreno de ensayo para su política exterior. Desde la militarización de la frontera y las deportaciones masivas, hasta la ofensiva contra el fentanilo y los cárteles –calificados como grupos terroristas–, la imposición de aranceles y rumores de intervenciones militares, sus medidas han tensado las relaciones hemisféricas sin provocar una confrontación abierta, salvo en el caso de Colombia. Uno de sus objetivos estratégicos centrales pasa por contener y reducir el avance de China en la región. Para implementar esta política, Trump ha recurrido a figuras con experiencia en la región, como el secretario de Estado Marco Rubio y el enviado especial Mauricio Claver-Carone.
Durante estas primeras 15 semanas, América Latina, atrapada en su fragmentación y polarización, no logró articular una respuesta común. Ha predominado una estrategia de supervivencia: evitar choques directos, negociar bilateralmente para acomodarse, ceder en lo necesario y, en algunos casos, extraer beneficios inmediatos.
Las consecuencias han sido dispares. Como era previsible, México ha concentrado la mayor presión, seguido de Panamá, clave por el Canal y por su rol en las rutas migratorias. En Centroamérica, países como Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua son especialmente vulnerables por su dependencia comercial y por el peso de las remesas. En contraste, la mayoría de los países de América del Sur mantienen una mayor interdependencia comercial con China que con Washington.
En síntesis, no queda claro si existe de parte de Estados Unidos una estrategia coherente o si se trata solo de iniciativas fragmentadas. ¿Veremos incentivos reales acompañando a las amenazas? ¿Qué papel jugará Trump en la próxima Cumbre de las Américas en República Dominicana? ¿Asistirá?
Del lado latinoamericano, también emergen novedades e interrogantes. De manera incipiente, se gestan iniciativas orientadas a fortalecer la coordinación regional, diversificar los socios comerciales y reafirmar el multilateralismo y la soberanía como principio rector de la política exterior. En este contexto, América Latina debe plantearse varias cuestiones clave, entre ellas: ¿cómo evitar quedar atrapada en la pugna entre Estados Unidos y China? ¿Es posible diseñar una posición regional que combine autonomía estratégica con vínculos constructivos con ambos polos de poder?
Gran incógnita
Como se dijo, la segunda presidencia de Donald Trump no constituye un simple paréntesis en la historia institucional de Estados Unidos, sino la expresión de un intento deliberado por impulsar una mutación estructural del sistema político y cultural estadounidense, con proyecciones de largo alcance.
La gran incógnita es si estamos ante una disrupción transitoria o frente a una transformación profunda y duradera. ¿Es Trump una anomalía que será corregida en las próximas elecciones o el síntoma de un proceso más amplio de declive estructural del orden liberal estadounidense? Habiendo transcurrido apenas cien días de su regreso al poder, es muy temprano para ofrecer una respuesta definitiva. Estamos recién en el inicio del inicio.
Los próximos cien días serán decisivos para evaluar si este proyecto disruptivo y caótico logra consolidarse, o si, por el contrario, comienzan a fortalecerse los contrapesos capaces de contener esta “presidencia imperial”. El papel de la Corte Suprema será clave para trazarle una firme línea roja a los excesos de Trump. De no hacerlo, las consecuencias serían muy graves.
Co-director de Radar Latam 360
Tras los primeros cien días del gobierno del magnate, Estados Unidos pasó de nación indispensable a impredecible LA NACION