La Justicia, convertida en reality show

La jueza del caso Maradona, ¿es una excepción o un símbolo? ¿Constituye una excentricidad y una rareza o representa, en su propio desvío, algo que se ha hecho cada vez más frecuente y natural, como es la farandulización de la Justicia y la banalización del derecho?
Los hechos quedaron desnudos: la doctora Julieta Makintach intentó aprovechar el juicio por la muerte de Diego Maradona para filmar una especie de documental sobre ella misma, actuando como si fuera una actriz y ajustándose a las instrucciones y al guion de productores con aspiraciones cinematográficas. El propio título de la “película” parecía exigirle un determinado final al proceso oral y público: “Justicia divina”. Una vez más, la realidad supera a la ficción. Sería todo muy grotesco y bizarro si no estuvieran involucradas la propia institucionalidad, el prestigio de la magistratura y el sentido del deber. Es un episodio que daña todavía más la reputación judicial y que aumenta la desconfianza en una institución cuyo crédito ante la sociedad ya se encuentra muy debilitado. Sería injusto, por supuesto, atribuirle estos rasgos a todo el sistema judicial, pero también resultaría ingenuo desconectarlo de un contexto en el que el vedetismo de jueces, fiscales y abogados tiende a degradar el servicio de justicia. Nada muy distinto, por cierto, de lo que ocurre en el Parlamento o en otros estamentos institucionales, donde la búsqueda de protagonismo a cualquier precio parece estar por encima de la noción de prestigio, y donde valores como la sobriedad, el rigor y el profesionalismo se rinden ante la demagogia, la espectacularidad y el exhibicionismo.
Hoy vemos a la Justicia convertida en un gran reality show. ¿Pero es algo novedoso? ¿Tenemos derecho a sorprendernos? Hace tiempo que en los medios de comunicación ha quedado desdibujada la frontera entre las secciones de Judiciales y Espectáculos. De hecho, hay abogados que están abonados a las dos: de día desfilan por los tribunales y de noche son panelistas televisivos, cuando no protagonizan concursos de baile o tertulias de chimento. Hoy, algunos de esos profesionales se declaran “escandalizados”. No se sabe si lamentan lo ocurrido o el hecho de no haber sido convocados como coprotagonistas del documental junto a la doctora Makintach. Hace mucho que en el ámbito judicial la notoriedad mató a la honra.
En un país atravesado por paradojas, esta semana asistimos a una que tal vez resulte inspiradora: vimos a un actor, Ricardo Darín, actuar con la sobriedad, la altura y la mesura que cada vez están más ausentes entre muchos jueces, funcionarios y legisladores. Darín fue víctima de la agresividad y la prepotencia del poder por haber hecho un comentario sobre lo caras que están las cosas en el país. Ante la descalificación y la burla del ministro de Economía, respondió con la elegancia, la corrección y la firmeza que cualquiera esperaría de alguien que ejerce una investidura institucional. Se trata del mismo actor que en Argentina, 1985 encarnó a un alto funcionario judicial con más rigor y profesionalismo del que exhiben hoy muchos jueces y fiscales de carne y hueso.
Los hechos que ahora conmueven a la opinión pública nos conectan, más allá de lo anecdótico, con interrogantes de fondo: ¿cuál es la calidad de los jueces que tenemos en la provincia de Buenos Aires y en el país en general? ¿Cuáles son los mecanismos de evaluación y de formación de magistrados, tanto en el plano técnico como ético?
La doctora Makintach lleva casi una década como jueza en San Isidro. ¿Recién ahora se descubren su inconsistencia y su enorme desapego por la respetabilidad del oficio? ¿Cuántas señales desatendidas explican semejante audacia? ¿No hay en el Poder Judicial mecanismos que permitan detectar desvíos antes de llegar al escándalo irreversible? Donde antes estaban mal vistos la espectacularidad y el exhibicionismo ahora se empiezan a naturalizar. El trabajo riguroso, serio y silencioso “no garpa”, según la dialéctica chabacana que también se ha apoderado del lenguaje institucional. Se confunde a “los mejores” con los “más conocidos”. Todo ocurre en una época en la que la fama fácil, el atajo y el oportunismo parecen gozar de cierto reconocimiento. Ya vimos, después de todo, a una ex diputada nacional en la casa de Gran Hermano. ¿Debería sorprendernos ver ahora a una jueza en esa misma vidriera?
Hay que volver a leer a los juristas italianos Francesco Carnelutti y Piero Calamandrei para recordar la importancia fundamental de contar con magistrados íntegros y honestos. “Es bastante más preferible para un pueblo tener malas leyes con buenos jueces, que malos jueces con buenas leyes”, decía Carnelutti. Tal vez no haya imaginado que podía existir la Argentina, donde muchas veces se combinan malos jueces con malas leyes. “El juez debe ser no solo justo, sino también humano; no solo un aplicador de la ley, sino un intérprete de la vida”, escribió Calamandrei en una obra genial: Elogio de los jueces escrito por un abogado. Aludía también a una sensibilidad indispensable. Los jueces intervienen frente al dolor, la pérdida y el trauma de los seres humanos. La banalización judicial se convierte entonces en un rasgo de desprecio por la tragedia ajena.
Las lecciones de esos grandes maestros del derecho, que no se dieron en la prehistoria, sino en la primera mitad del siglo XX, hoy se leen como anacronismos: remiten a la dimensión ética de los jueces, los fiscales y los abogados, pero también a valores como la discreción, la prudencia, la sabiduría y el decoro. Basta mirar el cuadro completo del juicio por la muerte de Maradona para preguntarse dónde están esos valores. ¿Pero solo faltan en la escena de ese caso que atrae todos los reflectores? Habría que recodar, sin ir más lejos, que durante buena parte de este año se discutió la postulación a la Corte Suprema de un magistrado que había acumulado, a lo largo de su carrera, un récord de impugnaciones por sus antecedentes éticos. Y que todavía se escuchan comentarios de la fastuosa fiesta de cumpleaños de un fiscal federal, en una chocante ostentación de lujo y frivolidad.
Hay un dato que resulta sintomático: si se analizan los planes de estudios de las carreras de Derecho de la UBA y de la Universidad Nacional de La Plata, por tomar solo dos ejemplos, se verá que no hay una sola materia que se llame Ética Judicial ni nada que se le parezca. Tal vez haya que ir a las universidades para entender el origen de la degradación técnica, pero también moral, en el sistema legal.
El tema genera preocupación en el propio Poder Judicial. Esta semana, sin ir más lejos, hubo una charla en la biblioteca de la Suprema Corte bonaerense convocada bajo este título: “Reflexiones sobre la formación jurídica de abogados y jueces”. Fueron invitados dos prestigiosos profesores de derecho, Martín Böhmer y Roberto Saba, y marcó el intento de proponer un debate de fondo. ¿Llega tarde? Es probable. Tal vez debería plantearse como una “convocatoria de urgencia”. Pero al menos abre una expectativa. El expresidente de la Corte provincial Daniel Soria venía de hacer, en un congreso de jueces, una sugestiva advertencia: “La espectacularidad o la afición por los micrófonos y las cámaras no construyen la confiabilidad esperable en quien protagoniza el quehacer judicial. Sería frívolo medir el acierto de las sentencias o postulaciones en likes. El desempeño de jueces, fiscales y defensores se jerarquiza con la respuesta concreta, pronta y eficaz, acompañada por un sobrio discurrir, despojado del alardeo que lleva a confundir fundamentación jurídica con enciclopedismo o justeza con vana erudición”. Dijo algo más: “No son pocos los casos en los que, por presuntuosidad, ignorancia u oscuridad en el uso de las palabras, una sentencia inspirada en buenos propósitos naufraga en el agitado mar del lenguaje”.
Tal vez deba interpretarse ese párrafo como una voz de alerta. El episodio de la doctora Makintach, con toda su singularidad y su estridencia, es apenas un nuevo capítulo de un fenómeno mucho más amplio que ha carcomido, en las últimas décadas, el capital de confianza del Poder Judicial. Cuando la Universidad Di Tella, junto a la asociación civil Fores, hizo una encuesta el año pasado para elaborar el Índice de Confianza en la Justicia, obtuvo estos resultados: el 58% consideró que es “poco confiable” y el 28%, que es “nada confiable”. A la jueza del caso Maradona tal vez haya que atribuirle una módica contribución a ese caudal de escepticismo.
Haber convertido a la Justicia en un reality show no solo nos muestra la frivolidad de sus principales actores: detrás de ese espectáculo penoso hay un empobrecimiento del servicio de justicia que se traduce en ineficacia, impunidad, falta de garantías y, muchas veces, “sentencias para la tribuna”. No se trata, entonces, de la mera preocupación estética por una jueza en minifaldas que quería ser actriz, sino de un fenómeno que socava los cimientos institucionales y que deja al ciudadano cada vez más indefenso.
El “caso Makintach” nos conducirá ahora al laberinto del enjuiciamiento de magistrados que funciona en la provincia de Buenos Aires. Los jurys suelen demorar una eternidad. Ha habido casos flagrantes de corrupción que se resolvieron con años y años de demora. Pero, además, solo contemplan la destitución de magistrados en los casos en los que se demuestre su culpabilidad por mal desempeño, prevaricato, cohecho u otras tipificaciones. Se abre entonces otra pregunta de fondo: ¿alcanza para ser juez el hecho de que no se demuestre una conducta abiertamente irregular o delictiva? ¿Alcanza con no ser culpable o debería exigirse una trayectoria irreprochable? ¿Dónde queda la demanda de una conducta ejemplar?
Después de una vida tumultuosa, en la que la genialidad y el talento se mezclaron con los excesos y la fanfarronería; después de un funeral que exhibió el amateurismo de un gobierno penoso y olvidable, Diego Maradona, en el juicio final, nos ofrece una radiografía de la degradación institucional. Pero tal vez nos ofrezca también la oportunidad de marcar un límite y de reclamar, desde la sociedad civil, algo fundamental para una democracia constitucional: jueces dignos de ser jueces.
La jueza del caso Maradona, ¿es una excepción o un símbolo? ¿Constituye una excentricidad y una rareza o representa, en su propio desvío, algo que se ha hecho cada vez más frecuente y natural, como es la farandulización de la Justicia y la banalización del derecho?
Los hechos quedaron desnudos: la doctora Julieta Makintach intentó aprovechar el juicio por la muerte de Diego Maradona para filmar una especie de documental sobre ella misma, actuando como si fuera una actriz y ajustándose a las instrucciones y al guion de productores con aspiraciones cinematográficas. El propio título de la “película” parecía exigirle un determinado final al proceso oral y público: “Justicia divina”. Una vez más, la realidad supera a la ficción. Sería todo muy grotesco y bizarro si no estuvieran involucradas la propia institucionalidad, el prestigio de la magistratura y el sentido del deber. Es un episodio que daña todavía más la reputación judicial y que aumenta la desconfianza en una institución cuyo crédito ante la sociedad ya se encuentra muy debilitado. Sería injusto, por supuesto, atribuirle estos rasgos a todo el sistema judicial, pero también resultaría ingenuo desconectarlo de un contexto en el que el vedetismo de jueces, fiscales y abogados tiende a degradar el servicio de justicia. Nada muy distinto, por cierto, de lo que ocurre en el Parlamento o en otros estamentos institucionales, donde la búsqueda de protagonismo a cualquier precio parece estar por encima de la noción de prestigio, y donde valores como la sobriedad, el rigor y el profesionalismo se rinden ante la demagogia, la espectacularidad y el exhibicionismo.
Hoy vemos a la Justicia convertida en un gran reality show. ¿Pero es algo novedoso? ¿Tenemos derecho a sorprendernos? Hace tiempo que en los medios de comunicación ha quedado desdibujada la frontera entre las secciones de Judiciales y Espectáculos. De hecho, hay abogados que están abonados a las dos: de día desfilan por los tribunales y de noche son panelistas televisivos, cuando no protagonizan concursos de baile o tertulias de chimento. Hoy, algunos de esos profesionales se declaran “escandalizados”. No se sabe si lamentan lo ocurrido o el hecho de no haber sido convocados como coprotagonistas del documental junto a la doctora Makintach. Hace mucho que en el ámbito judicial la notoriedad mató a la honra.
En un país atravesado por paradojas, esta semana asistimos a una que tal vez resulte inspiradora: vimos a un actor, Ricardo Darín, actuar con la sobriedad, la altura y la mesura que cada vez están más ausentes entre muchos jueces, funcionarios y legisladores. Darín fue víctima de la agresividad y la prepotencia del poder por haber hecho un comentario sobre lo caras que están las cosas en el país. Ante la descalificación y la burla del ministro de Economía, respondió con la elegancia, la corrección y la firmeza que cualquiera esperaría de alguien que ejerce una investidura institucional. Se trata del mismo actor que en Argentina, 1985 encarnó a un alto funcionario judicial con más rigor y profesionalismo del que exhiben hoy muchos jueces y fiscales de carne y hueso.
Los hechos que ahora conmueven a la opinión pública nos conectan, más allá de lo anecdótico, con interrogantes de fondo: ¿cuál es la calidad de los jueces que tenemos en la provincia de Buenos Aires y en el país en general? ¿Cuáles son los mecanismos de evaluación y de formación de magistrados, tanto en el plano técnico como ético?
La doctora Makintach lleva casi una década como jueza en San Isidro. ¿Recién ahora se descubren su inconsistencia y su enorme desapego por la respetabilidad del oficio? ¿Cuántas señales desatendidas explican semejante audacia? ¿No hay en el Poder Judicial mecanismos que permitan detectar desvíos antes de llegar al escándalo irreversible? Donde antes estaban mal vistos la espectacularidad y el exhibicionismo ahora se empiezan a naturalizar. El trabajo riguroso, serio y silencioso “no garpa”, según la dialéctica chabacana que también se ha apoderado del lenguaje institucional. Se confunde a “los mejores” con los “más conocidos”. Todo ocurre en una época en la que la fama fácil, el atajo y el oportunismo parecen gozar de cierto reconocimiento. Ya vimos, después de todo, a una ex diputada nacional en la casa de Gran Hermano. ¿Debería sorprendernos ver ahora a una jueza en esa misma vidriera?
Hay que volver a leer a los juristas italianos Francesco Carnelutti y Piero Calamandrei para recordar la importancia fundamental de contar con magistrados íntegros y honestos. “Es bastante más preferible para un pueblo tener malas leyes con buenos jueces, que malos jueces con buenas leyes”, decía Carnelutti. Tal vez no haya imaginado que podía existir la Argentina, donde muchas veces se combinan malos jueces con malas leyes. “El juez debe ser no solo justo, sino también humano; no solo un aplicador de la ley, sino un intérprete de la vida”, escribió Calamandrei en una obra genial: Elogio de los jueces escrito por un abogado. Aludía también a una sensibilidad indispensable. Los jueces intervienen frente al dolor, la pérdida y el trauma de los seres humanos. La banalización judicial se convierte entonces en un rasgo de desprecio por la tragedia ajena.
Las lecciones de esos grandes maestros del derecho, que no se dieron en la prehistoria, sino en la primera mitad del siglo XX, hoy se leen como anacronismos: remiten a la dimensión ética de los jueces, los fiscales y los abogados, pero también a valores como la discreción, la prudencia, la sabiduría y el decoro. Basta mirar el cuadro completo del juicio por la muerte de Maradona para preguntarse dónde están esos valores. ¿Pero solo faltan en la escena de ese caso que atrae todos los reflectores? Habría que recodar, sin ir más lejos, que durante buena parte de este año se discutió la postulación a la Corte Suprema de un magistrado que había acumulado, a lo largo de su carrera, un récord de impugnaciones por sus antecedentes éticos. Y que todavía se escuchan comentarios de la fastuosa fiesta de cumpleaños de un fiscal federal, en una chocante ostentación de lujo y frivolidad.
Hay un dato que resulta sintomático: si se analizan los planes de estudios de las carreras de Derecho de la UBA y de la Universidad Nacional de La Plata, por tomar solo dos ejemplos, se verá que no hay una sola materia que se llame Ética Judicial ni nada que se le parezca. Tal vez haya que ir a las universidades para entender el origen de la degradación técnica, pero también moral, en el sistema legal.
El tema genera preocupación en el propio Poder Judicial. Esta semana, sin ir más lejos, hubo una charla en la biblioteca de la Suprema Corte bonaerense convocada bajo este título: “Reflexiones sobre la formación jurídica de abogados y jueces”. Fueron invitados dos prestigiosos profesores de derecho, Martín Böhmer y Roberto Saba, y marcó el intento de proponer un debate de fondo. ¿Llega tarde? Es probable. Tal vez debería plantearse como una “convocatoria de urgencia”. Pero al menos abre una expectativa. El expresidente de la Corte provincial Daniel Soria venía de hacer, en un congreso de jueces, una sugestiva advertencia: “La espectacularidad o la afición por los micrófonos y las cámaras no construyen la confiabilidad esperable en quien protagoniza el quehacer judicial. Sería frívolo medir el acierto de las sentencias o postulaciones en likes. El desempeño de jueces, fiscales y defensores se jerarquiza con la respuesta concreta, pronta y eficaz, acompañada por un sobrio discurrir, despojado del alardeo que lleva a confundir fundamentación jurídica con enciclopedismo o justeza con vana erudición”. Dijo algo más: “No son pocos los casos en los que, por presuntuosidad, ignorancia u oscuridad en el uso de las palabras, una sentencia inspirada en buenos propósitos naufraga en el agitado mar del lenguaje”.
Tal vez deba interpretarse ese párrafo como una voz de alerta. El episodio de la doctora Makintach, con toda su singularidad y su estridencia, es apenas un nuevo capítulo de un fenómeno mucho más amplio que ha carcomido, en las últimas décadas, el capital de confianza del Poder Judicial. Cuando la Universidad Di Tella, junto a la asociación civil Fores, hizo una encuesta el año pasado para elaborar el Índice de Confianza en la Justicia, obtuvo estos resultados: el 58% consideró que es “poco confiable” y el 28%, que es “nada confiable”. A la jueza del caso Maradona tal vez haya que atribuirle una módica contribución a ese caudal de escepticismo.
Haber convertido a la Justicia en un reality show no solo nos muestra la frivolidad de sus principales actores: detrás de ese espectáculo penoso hay un empobrecimiento del servicio de justicia que se traduce en ineficacia, impunidad, falta de garantías y, muchas veces, “sentencias para la tribuna”. No se trata, entonces, de la mera preocupación estética por una jueza en minifaldas que quería ser actriz, sino de un fenómeno que socava los cimientos institucionales y que deja al ciudadano cada vez más indefenso.
El “caso Makintach” nos conducirá ahora al laberinto del enjuiciamiento de magistrados que funciona en la provincia de Buenos Aires. Los jurys suelen demorar una eternidad. Ha habido casos flagrantes de corrupción que se resolvieron con años y años de demora. Pero, además, solo contemplan la destitución de magistrados en los casos en los que se demuestre su culpabilidad por mal desempeño, prevaricato, cohecho u otras tipificaciones. Se abre entonces otra pregunta de fondo: ¿alcanza para ser juez el hecho de que no se demuestre una conducta abiertamente irregular o delictiva? ¿Alcanza con no ser culpable o debería exigirse una trayectoria irreprochable? ¿Dónde queda la demanda de una conducta ejemplar?
Después de una vida tumultuosa, en la que la genialidad y el talento se mezclaron con los excesos y la fanfarronería; después de un funeral que exhibió el amateurismo de un gobierno penoso y olvidable, Diego Maradona, en el juicio final, nos ofrece una radiografía de la degradación institucional. Pero tal vez nos ofrezca también la oportunidad de marcar un límite y de reclamar, desde la sociedad civil, algo fundamental para una democracia constitucional: jueces dignos de ser jueces.
Lo que muestra el juicio del caso Maradona, ¿es una excepción o un símbolo? La banalización del derecho se ha hecho cada vez más frecuente y natural LA NACION