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Caetano, Salgado y la casa común

Caetano Veloso estaba preso en la cárcel de Realengo, en Río de Janeiro. Era diciembre de 1968 y una dictadura militar gobernaba en Brasil. Llegó a sus manos un ejemplar de la popular revista Manchete con una foto inédita en su portada: la Tierra rodeada del espacio estelar se veía azul celeste y casi cubierta de nubes. No era fruto de la inteligencia artificial.

Pocos días antes de que encarcelaran al gran artista, Fran Borman, Jim Lovell y William Anders, los astronautas de la misión Apollo 8, habían comenzado a dar vueltas alrededor de la Luna. Anders fue el autor de las fotos que deslumbraron al mundo: “Vinimos a explorar la Luna y descubrimos la Tierra”, solía decir.

Ellos no lo sabían, pero esas imágenes inspiraron a Caetano para componer “Terra”, una canción que es un manifiesto en varios sentidos: la dimensión humana en el orden cósmico, la belleza y la fragilidad del planeta, la libertad posible en medio del encierro y el exilio (la escribió en Londres, poco después de ser liberado, y la grabó en el disco Muito, en 1978). Así lo cuenta en su libro Verdade tropical.

Escuché a Caetano en Buenos Aires en un show en el que, en un set acústico, se sentó en el piso del escenario solo con su guitarra y fue desgranando los versos de esta maravillosa canción hasta que en el estribillo final, como en un rezo colectivo, dijimos todos: “Por más distante, el errante navegante, ¿quién jamás te olvidaría? ¡Tierra! ¡Tierra!”. Eran los primeros 80 y desde entonces cuando escucho “Terra”, bastante seguido, me sigue temblando el corazón.

Por alguna conexión volví a hacerlo hace unos días, después de que se supo la noticia de la muerte de Sebastião Salgado. A los 81 años, el artista incansable de la luz se fue dejando una cantidad inmensurable de fotografías que mostraron los rincones más tenebrosos y más brillantes del alma humana.

Con el blanco y negro como bandera, Salgado retrató, entre muchas temáticas, a las tribus más recónditas de Brasil y de Papúa-Nueva Guinea y la codicia que lleva a miles de personas a hundirse y escalar incansablemente las cavernas de la Serra Pelada en busca de oro: “Casi podía escuchar el murmullo del oro en esas almas. Podían parecer esclavos, pero no lo eran. Si existía alguna esclavitud allí, era el afán de ser rico”, le dijo a Wim Wenders en La sal de la tierra, el documental que el director alemán hizo de su colega fotógrafo.

Salgado entró en crisis con la fotografía social después de haber documentado como nadie la tragedia de los refugiados de Ruanda. “Se fueron de allí 250.000 personas y solo regresaron 40.000. Faltaban 210.000, y de esa gente a la que expulsaron no hemos vuelto a oír hablar”, recuerda en el film. “No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir a tal cosa. ¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para llorar por lo que veía?”.

Con el apoyo incondicional de su esposa, Lélia Wanick, el fotógrafo encontró el camino para seguir. En su trabajo Génesis se propuso mostrar “casi la mitad del planeta” que, en sus palabras, “sigue como el día” de la creación. La Tierra, entonces, y el ambiente en peligro fueron el centro de su trabajo, que no se quedó solo en la creación artística.

Luego de décadas de residencia en París, el matrimonio regresó a Aimorés, Minas Gerais, a la granja familiar que, tras haber sido parte de la frondosa Mata Atlántica brasileña, había quedado desértica por la deforestación y la explotación ganadera intensiva. Como una señal para el mundo, fundaron el Instituto Terra, que se ocupó de replantar 2,5 millones de árboles para recuperar aquel paraíso. “Algunos son pequeños brotes que en 30 años llegarán a 40 o 50 metros, y vivirán entre 400 y 500 años. Quizá podamos medir, a partir de aquí, el concepto de la eternidad”. Salgado dejó sus imágenes, pero también, como lo dice Wenders en el final del documental, “comparte con nosotros una gran historia y un sueño: la destrucción de la naturaleza puede revertirse”.

Caetano Veloso estaba preso en la cárcel de Realengo, en Río de Janeiro. Era diciembre de 1968 y una dictadura militar gobernaba en Brasil. Llegó a sus manos un ejemplar de la popular revista Manchete con una foto inédita en su portada: la Tierra rodeada del espacio estelar se veía azul celeste y casi cubierta de nubes. No era fruto de la inteligencia artificial.

Pocos días antes de que encarcelaran al gran artista, Fran Borman, Jim Lovell y William Anders, los astronautas de la misión Apollo 8, habían comenzado a dar vueltas alrededor de la Luna. Anders fue el autor de las fotos que deslumbraron al mundo: “Vinimos a explorar la Luna y descubrimos la Tierra”, solía decir.

Ellos no lo sabían, pero esas imágenes inspiraron a Caetano para componer “Terra”, una canción que es un manifiesto en varios sentidos: la dimensión humana en el orden cósmico, la belleza y la fragilidad del planeta, la libertad posible en medio del encierro y el exilio (la escribió en Londres, poco después de ser liberado, y la grabó en el disco Muito, en 1978). Así lo cuenta en su libro Verdade tropical.

Escuché a Caetano en Buenos Aires en un show en el que, en un set acústico, se sentó en el piso del escenario solo con su guitarra y fue desgranando los versos de esta maravillosa canción hasta que en el estribillo final, como en un rezo colectivo, dijimos todos: “Por más distante, el errante navegante, ¿quién jamás te olvidaría? ¡Tierra! ¡Tierra!”. Eran los primeros 80 y desde entonces cuando escucho “Terra”, bastante seguido, me sigue temblando el corazón.

Por alguna conexión volví a hacerlo hace unos días, después de que se supo la noticia de la muerte de Sebastião Salgado. A los 81 años, el artista incansable de la luz se fue dejando una cantidad inmensurable de fotografías que mostraron los rincones más tenebrosos y más brillantes del alma humana.

Con el blanco y negro como bandera, Salgado retrató, entre muchas temáticas, a las tribus más recónditas de Brasil y de Papúa-Nueva Guinea y la codicia que lleva a miles de personas a hundirse y escalar incansablemente las cavernas de la Serra Pelada en busca de oro: “Casi podía escuchar el murmullo del oro en esas almas. Podían parecer esclavos, pero no lo eran. Si existía alguna esclavitud allí, era el afán de ser rico”, le dijo a Wim Wenders en La sal de la tierra, el documental que el director alemán hizo de su colega fotógrafo.

Salgado entró en crisis con la fotografía social después de haber documentado como nadie la tragedia de los refugiados de Ruanda. “Se fueron de allí 250.000 personas y solo regresaron 40.000. Faltaban 210.000, y de esa gente a la que expulsaron no hemos vuelto a oír hablar”, recuerda en el film. “No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir a tal cosa. ¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para llorar por lo que veía?”.

Con el apoyo incondicional de su esposa, Lélia Wanick, el fotógrafo encontró el camino para seguir. En su trabajo Génesis se propuso mostrar “casi la mitad del planeta” que, en sus palabras, “sigue como el día” de la creación. La Tierra, entonces, y el ambiente en peligro fueron el centro de su trabajo, que no se quedó solo en la creación artística.

Luego de décadas de residencia en París, el matrimonio regresó a Aimorés, Minas Gerais, a la granja familiar que, tras haber sido parte de la frondosa Mata Atlántica brasileña, había quedado desértica por la deforestación y la explotación ganadera intensiva. Como una señal para el mundo, fundaron el Instituto Terra, que se ocupó de replantar 2,5 millones de árboles para recuperar aquel paraíso. “Algunos son pequeños brotes que en 30 años llegarán a 40 o 50 metros, y vivirán entre 400 y 500 años. Quizá podamos medir, a partir de aquí, el concepto de la eternidad”. Salgado dejó sus imágenes, pero también, como lo dice Wenders en el final del documental, “comparte con nosotros una gran historia y un sueño: la destrucción de la naturaleza puede revertirse”.

 Caetano Veloso estaba preso en la cárcel de Realengo, en Río de Janeiro. Era diciembre de 1968 y una dictadura militar gobernaba en Brasil. Llegó a sus manos un ejemplar de la popular revista Manchete con una foto inédita en su portada: la Tierra rodeada del espacio estelar se veía azul celeste y casi cubierta de nubes. No era fruto de la inteligencia artificial.Pocos días antes de que encarcelaran al gran artista, Fran Borman, Jim Lovell y William Anders, los astronautas de la misión Apollo 8, habían comenzado a dar vueltas alrededor de la Luna. Anders fue el autor de las fotos que deslumbraron al mundo: “Vinimos a explorar la Luna y descubrimos la Tierra”, solía decir.Ellos no lo sabían, pero esas imágenes inspiraron a Caetano para componer “Terra”, una canción que es un manifiesto en varios sentidos: la dimensión humana en el orden cósmico, la belleza y la fragilidad del planeta, la libertad posible en medio del encierro y el exilio (la escribió en Londres, poco después de ser liberado, y la grabó en el disco Muito, en 1978). Así lo cuenta en su libro Verdade tropical. Escuché a Caetano en Buenos Aires en un show en el que, en un set acústico, se sentó en el piso del escenario solo con su guitarra y fue desgranando los versos de esta maravillosa canción hasta que en el estribillo final, como en un rezo colectivo, dijimos todos: “Por más distante, el errante navegante, ¿quién jamás te olvidaría? ¡Tierra! ¡Tierra!”. Eran los primeros 80 y desde entonces cuando escucho “Terra”, bastante seguido, me sigue temblando el corazón.Por alguna conexión volví a hacerlo hace unos días, después de que se supo la noticia de la muerte de Sebastião Salgado. A los 81 años, el artista incansable de la luz se fue dejando una cantidad inmensurable de fotografías que mostraron los rincones más tenebrosos y más brillantes del alma humana. Con el blanco y negro como bandera, Salgado retrató, entre muchas temáticas, a las tribus más recónditas de Brasil y de Papúa-Nueva Guinea y la codicia que lleva a miles de personas a hundirse y escalar incansablemente las cavernas de la Serra Pelada en busca de oro: “Casi podía escuchar el murmullo del oro en esas almas. Podían parecer esclavos, pero no lo eran. Si existía alguna esclavitud allí, era el afán de ser rico”, le dijo a Wim Wenders en La sal de la tierra, el documental que el director alemán hizo de su colega fotógrafo. Salgado entró en crisis con la fotografía social después de haber documentado como nadie la tragedia de los refugiados de Ruanda. “Se fueron de allí 250.000 personas y solo regresaron 40.000. Faltaban 210.000, y de esa gente a la que expulsaron no hemos vuelto a oír hablar”, recuerda en el film. “No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir a tal cosa. ¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para llorar por lo que veía?”.Con el apoyo incondicional de su esposa, Lélia Wanick, el fotógrafo encontró el camino para seguir. En su trabajo Génesis se propuso mostrar “casi la mitad del planeta” que, en sus palabras, “sigue como el día” de la creación. La Tierra, entonces, y el ambiente en peligro fueron el centro de su trabajo, que no se quedó solo en la creación artística. Luego de décadas de residencia en París, el matrimonio regresó a Aimorés, Minas Gerais, a la granja familiar que, tras haber sido parte de la frondosa Mata Atlántica brasileña, había quedado desértica por la deforestación y la explotación ganadera intensiva. Como una señal para el mundo, fundaron el Instituto Terra, que se ocupó de replantar 2,5 millones de árboles para recuperar aquel paraíso. “Algunos son pequeños brotes que en 30 años llegarán a 40 o 50 metros, y vivirán entre 400 y 500 años. Quizá podamos medir, a partir de aquí, el concepto de la eternidad”. Salgado dejó sus imágenes, pero también, como lo dice Wenders en el final del documental, “comparte con nosotros una gran historia y un sueño: la destrucción de la naturaleza puede revertirse”.  LA NACION

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