“Compartir el dolor”: tras la muerte de su hija con síndrome de Down, un padre de 80 años creó un podcast para sanar y acompañar

Dicen que la creatividad es una manera de resistir. Tal vez por eso, impulsado por una idea de sus nietos Dani y Manu, dos jóvenes vinculados al mundo de la comunicación y el emprendimiento, León Cohen Bello encontró una forma de canalizar su dolor grabando una serie de podcasts. Su objetivo era claro y profundo: ayudar a otras familias que atraviesan experiencias similares para que no se sientan solas, para que puedan mirar hacia el futuro con menos miedo y más compañía.
“El final se fue anunciando de a poco, con la misma tranquilidad con la que Pushi vivía. Como tantas otras veces, apareció en forma de esos límites que sabíamos que ella tenía, esas cosas que no podía hacer. Y aunque siempre dolía imaginar cuántas posibilidades habría tenido sin su condición, había algo más fuerte, una fuerza superior que nos guiaba: la certeza de que valía la pena enfocarnos en lo que sí podía, en sus capacidades y hacerlas crecer. El dolor, el lamento, la tristeza… todo eso desaparecía cuando Pushi sonreía”, cuenta León sobre su hija mayor que nació con síndrome de Down.
A sus 81 años, León no solo es psiquiatra, esposo, padre y abuelo. También es, junto a su esposa Jane, parte fundamental de una historia de amor, entrega y aprendizaje que gira en torno a Pushi.
Gran parte de sus vidas estuvo atravesada por su crianza: desde los cuidados cotidianos y la estimulación temprana, hasta los paseos en familia y las decisiones compartidas. Pushi fue el centro de muchos momentos, tanto en la infancia como en la adultez.
Su muerte, a principios de este año, no fue repentina. Fue el resultado de un proceso de deterioro que comenzó durante la pandemia, cuando su salud empezó a debilitarse lentamente.
“Agarrar el toro por las astas”
El primer indicio del diagnóstico de Pushi lo hizo Jane, su mamá, al salir de la sala de partos cuando le dijo a su marido, León: “Fíjate los ojitos de la nena”.
Era 1967, el año en que nació Pushi. En ese tiempo, no existía ecografía ni ningún otro método que permitiera anticipar lo que ocurría durante la gestación. El parto era el momento en que todo todo salía a la luz: nueve meses de incertidumbre se revelaban de golpe.
Por aquel entonces León y su mujer vivían en Montevideo (Uruguay) donde él había cursado el primer año de Medicina. Años después se convertiría en psiquiatra. En ese momento su profesor de Pediatría, que accedió a verla de inmediato, le puso una mano en el hombro y le dijo: “Pibe, tenés que agarrar el toro por las astas. Avivate”.
“Esa aparente frialdad, donde yo sentí que todo estaba perdido y caía en un abismo sin fondo, pronto se convirtió en uno de los apoyos más importantes que tuvimos porque sus siguientes palabras fueron: “Tenemos mucho por hacer y debemos empezar ya mismo””, cuenta.
Inmediatamente, “El “Negro” Portillo, como llamaban los estudiantes al profesor, orientó a la pareja y los puso en contacto con Pierre, un becario del profesor Lejeune, de París, considerado en aquel entonces la máxima autoridad mundial en Genética.
Este profesional los presentó al equipo de fisiatras (médicos especializados en medicina física y rehabilitación) del Hospital de Clínicas de Montevideo, donde recién se comenzaba a hablar de estimulación precoz. Así comenzaron un recorrido que, como le gusta decir a León, duraría toda la vida.
“Supimos dejarnos guiar”
“El mundo se abrió y caímos en un trayecto que parecía interminable. Estábamos desorientados, teníamos 24 años y ni siquiera podíamos imaginar lo que estábamos viviendo. Pero pronto fueron apareciendo rostros que, estoy seguro, eran ángeles que Dios puso en nuestro camino para proteger a Pushi. Y supimos dejarnos guiar”.
Enseguida, el equipo de fisiatras comenzó a trabajar en el fortalecimiento muscular de de Pushi para que pudiera pararse y sostenerse. Las hermanas de Jane, que tenían bebés apenas un poco mayores que Pushi, cuenta León, brindaron una contención y un apoyo enormes. Los tres bebés comenzaron a asistir juntos a un Jardín de Infantes y fueron los primeros compañeros de aventuras con quienes Pushi salió a descubrir el mundo.
“Casi ni nos dimos cuenta que era diferente. A los hermanos les explicábamos cada vez que preguntaban por qué Pushi no iba a la misma escuela. Les decíamos que, aunque tenía una edad cronológica mayor, en realidad eran ‘años más chiquitos’ y por eso aprendía más despacio. A cada uno les explicamos la misma explicación a medida que iban preguntando. Incluso nosotros mismos llegamos a creerlo así. Eso generó una armonía que, de otro modo, no imagino cómo hubiéramos podido lograr”, cuenta.
¿Qué cosas le gustaban a Pushi?
“Pushi era la nena más encantadora que uno pudiera imaginar. Aprendía todo, aunque demoraba un poco más que sus primos, que eran nuestro punto de referencia. Comenzó a caminar al año y medio, cuando todos nos decían que ni soñáramos en que lo hiciera antes de los dos años”.
A medida que fue creciendo comenzó a tener intereses por dibujar, pintar, enhebrar cuentas de colores, fabricar pulseras, coleccionar carteras, mochilas y carpetas. En su cuarto, todo estaba muy bien ordenado: los potes de acrílicos para pintar, los pinceles cuidadosamente lavados después de cada sesión de pintura, los bastidores con sus obras terminadas o en ejecución.
“Aprendió a nadar desde muy temprana edad y el agua le gustaba mucho. Solíamos ir a una quinta en Castelar donde se organizaban competencias de natación en las que Pushi participaba con entusiasmo. En su cuarto tenía colgadas todas las medallas que ganaba en las competencias. Por supuesto, que todos los veranos en Piriápolis no podía faltar la gorra ni los tapones para los oídos. En la playa, parecía una sirena. Además, era una gran bailarina. Le gustaba mucho bailar Rikudim (danzas israelíes), aunque también hizo algunos espectáculos bailando tango en una de las escuelas especiales donde concurrió”, recuerda.
Su pasión por la música era tal que, recuerda León, siempre iba a todos lados con su grabador escuchando a Los Pimpinela, a Valeria Lynch, a Sergio Denis y a Los Palmeras.
Deborah Cohen, una de las hermanas de Pushi, cuenta que cada vez que iban a visitarse o se encontraban en una reunión familiar, ella la recibía con un abrazo y una enorme sonrisa. Le gustaba que le elogien su ropa, su peinado o sus accesorios. “Era muy coqueta y mi mamá siempre se ocupaba de que estuviera impecable. Compartíamos el gusto por la moda y por las salidas con las mujeres de la familia: Lau (otra de las hermanas) yo y mi mamá y con el tiempo se sumaron mis hijas y sobrinas a este team. Le gustaba venir a mi casa porque todos la tratábamos con mucho cariño”, dice Deborah.
Entre las tradiciones familiares, los viernes era uno de los momentos más esperados por todos los integrantes de la familia. La mamá preparaba la clásica cena de Shabat y en esos encuentros Pushi actuaba de anfitriona y mostraba algún cuadro nuevo que estaba pintando. “Siempre eran encuentros divertidos y amorosos, así vivió y acompañó el crecimiento de sus nueve sobrinos. Compartíamos risas, chistes, bromas, comida rica, anécdotas de la semana. Como hermana era todo dulzura, era suave y pausada. Estar con ella te hacía frenar mil cambios porque hablaba más lento y le dábamos el tiempo para que se exprese”, se emociona Déborah.
“Una experiencia fascinante”
Pushi completó todos los ciclos escolares: cursó el primario especial, el post-primario especial, participó en talleres de convivencia, tareas del hogar y cocina. Siempre lo hizo en instituciones con maestros especializados, con quienes, además, compartía experiencias como los campamentos, que se realizaban al menos dos veces al año. También realizó talleres recreativos especiales los fines de semana, alternando con períodos en que practicaba golf, una actividad que disfrutó y desarrolló durante cinco años.
Con el paso del tiempo, cuando Pushi tenía 50 años, surgió la posibilidad de cumplir un sueño que había tenido desde siempre: ser docente. Su hermana Deborah tenía dos amigas psicopedagogas que dirigían un Jardín de Infantes llamado Pipoka, en el barrio de Caballito. Conociendo la vocación docente Pushi, les preguntó si podían considerar la posibilidad de integrarla como auxiliar en el jardín.
“Fue una experiencia fascinante para Pushi que jamás había imaginado cumplir su sueño de ser maestra jardinera. Para nosotros fue una alegría inmensa verla ir y venir cada día a Pipoka, feliz, sin faltar jamás. También lo fue para Dalia y Gabriela (las amigas de Deborah, Directoras del jardín), quienes hicieron posible una integración natural, sin declamaciones ni manifestación de principios, pero permitiendo a cada chico conocer y vincularse con Pushi. Una persona diferente, sí, pero con una capacidad de dar y recibir afecto como pocas”, se emociona León.
Y agrega: “Cada mañana, estacionaba el auto en la esquina del jardín y la media cuadra que caminábamos era interrumpida por gritos, besos y abrazos de cada uno de los chicos y sus mamás que venían a saludarla antes de entrar”.
“Ella tenía una dulzura y paciencia que a los nenes les gustaba. Además, tenía experiencia en el trato por haber acompañado de cerca el crecimiento de sus sobrinos. Amaba ir al jardín porque se sentía realizada: tenía un trabajo y recibía muchas gratificaciones”, agrega su hermana Deborah.
La despedida de Pushi
Después de la pandemia Pushi empezó a tener olvidos frecuentes, a confundirse los nombres de su familia. Entonces, a Deborah y a sus hermanos se les ocurrió sumarla a ella y a sus padres a un viaje que estaban planificando a Montevideo. “Así que nos fuimos los seis, sin hijos ni esposos, durante unos días. Visitamos a nuestros primos, paseamos y compartimos momentos de conexión muy lindos. Hoy recuerdo ese viaje y pienso: qué bueno que lo hicimos. Muchas veces postergamos planes creyendo que podremos retomarlos cuando queramos, pero no siempre es así”, se emociona Deborah.
“Pushi falleció a los 57 años. Vivió con plenitud casi hasta los 55 desarrollando todas sus actividades, pero luego comenzó con algunas dificultades que paulatinamente le fueron quitando autonomía. Ya no podía salir de casa sola, le costaba desplazarse, subir y bajar escalones, tenía dificultades para la deglución. Situaciones que hicieron su vida cotidiana complicada”, cuenta León.
Hubo algunos episodios de salud que requirieron su internación por breves períodos, hasta que llegó un momento en que se volvió muy difícil brindarle la atención necesaria en su casa. Fue entonces cuando, junto con sus otros hijos, tomaron la difícil decisión de internarla en un centro especializado.
“Pasó un buen tiempo adaptándose y sintiéndose muy bien en el centro, pero allí también hubo episodios que requirieron internación aguda, hasta que por consejo de una Especialista en Cuidados Paliativos la internaron en un Centro de Rehabilitación, donde pasó sus últimos días atendida, cuidada y mimada por todo el personal. Hasta el final, siempre fue una persona que generó amor en todo su entorno. Siempre respondía a todo con una sonrisa. Y así se fue, dejando esa imagen”.
Un psiquiatra con estilo
El Podcast (también en YouTube) que graba León se llama Un psiquiatra con estilo, un título que, según el mismo cuenta, eligieron sus nietos “en una exageración del amor que sienten por mi actividad profesional y por mí”.
Sobre el origen del proyecto, León explica: “La idea surgió de ellos y parece que no se equivocaron porque las respuestas que recibo de quienes lo ven es muy gratificante en el sentido de que todos se sienten conmovidos. Y creo que conmover emocionalmente a una persona es tocar sus fibras más íntimas, es una de las cualidades que más admiro en la gente”.
Deborah está convencida de que esta actividad a su padre lo conecta con un repaso de su vida, con una mirada de mucho agradecimiento a las personas que lo fueron acompañando en cada momento. “Mi papá siempre fue una persona muy positiva. Me encanta ver que frente al dolor, encuentre las ganas de ayudar, de comunicar y, sobre todo, de agradecer. Muchos de sus pacientes le hacen comentarios y lo apoyan. Incluso, se sorprendieron de que transitando el duelo casi no dejó de atender. Sus nietos dicen que tiene superpoderes porque sorprende la claridad que tiene para ubicar cada cosa en su lugar. Yo lo admiro mucho”, se enorgullece Deborah.
“Elaborar un duelo es elaborar las pérdidas. Vivimos perdiendo cosas constantemente, y si logramos elaborar cada pérdida, podemos mantenernos abrazados a lo que sigue vivo. Eso es lo que siento que me pasa con el largo duelo por Pushi. Es una pérdida que al reconocerla, me permite seguir conectado con todas las cosas vivas y que ayudan a vivir en mi entorno”, se emociona León.
-¿Qué mensaje les darías a quienes están atravesando el duelo por la muerte de un ser querido?
-Que no se queden solos. Que compartan su dolor, que se conecten con las cosas vivas que hay alrededor. Y que se dejen ayudar, que busquen quien pueda escuchar lo que tengan para decir. Siempre hay gente que puede entender lo que uno siente. A veces, ni siquiera hace falta hablar: un abrazo puede ser suficiente para sentirse escuchado. Y eso, muchas veces, alivia más de lo que imaginamos.
Dicen que la creatividad es una manera de resistir. Tal vez por eso, impulsado por una idea de sus nietos Dani y Manu, dos jóvenes vinculados al mundo de la comunicación y el emprendimiento, León Cohen Bello encontró una forma de canalizar su dolor grabando una serie de podcasts. Su objetivo era claro y profundo: ayudar a otras familias que atraviesan experiencias similares para que no se sientan solas, para que puedan mirar hacia el futuro con menos miedo y más compañía.
“El final se fue anunciando de a poco, con la misma tranquilidad con la que Pushi vivía. Como tantas otras veces, apareció en forma de esos límites que sabíamos que ella tenía, esas cosas que no podía hacer. Y aunque siempre dolía imaginar cuántas posibilidades habría tenido sin su condición, había algo más fuerte, una fuerza superior que nos guiaba: la certeza de que valía la pena enfocarnos en lo que sí podía, en sus capacidades y hacerlas crecer. El dolor, el lamento, la tristeza… todo eso desaparecía cuando Pushi sonreía”, cuenta León sobre su hija mayor que nació con síndrome de Down.
A sus 81 años, León no solo es psiquiatra, esposo, padre y abuelo. También es, junto a su esposa Jane, parte fundamental de una historia de amor, entrega y aprendizaje que gira en torno a Pushi.
Gran parte de sus vidas estuvo atravesada por su crianza: desde los cuidados cotidianos y la estimulación temprana, hasta los paseos en familia y las decisiones compartidas. Pushi fue el centro de muchos momentos, tanto en la infancia como en la adultez.
Su muerte, a principios de este año, no fue repentina. Fue el resultado de un proceso de deterioro que comenzó durante la pandemia, cuando su salud empezó a debilitarse lentamente.
“Agarrar el toro por las astas”
El primer indicio del diagnóstico de Pushi lo hizo Jane, su mamá, al salir de la sala de partos cuando le dijo a su marido, León: “Fíjate los ojitos de la nena”.
Era 1967, el año en que nació Pushi. En ese tiempo, no existía ecografía ni ningún otro método que permitiera anticipar lo que ocurría durante la gestación. El parto era el momento en que todo todo salía a la luz: nueve meses de incertidumbre se revelaban de golpe.
Por aquel entonces León y su mujer vivían en Montevideo (Uruguay) donde él había cursado el primer año de Medicina. Años después se convertiría en psiquiatra. En ese momento su profesor de Pediatría, que accedió a verla de inmediato, le puso una mano en el hombro y le dijo: “Pibe, tenés que agarrar el toro por las astas. Avivate”.
“Esa aparente frialdad, donde yo sentí que todo estaba perdido y caía en un abismo sin fondo, pronto se convirtió en uno de los apoyos más importantes que tuvimos porque sus siguientes palabras fueron: “Tenemos mucho por hacer y debemos empezar ya mismo””, cuenta.
Inmediatamente, “El “Negro” Portillo, como llamaban los estudiantes al profesor, orientó a la pareja y los puso en contacto con Pierre, un becario del profesor Lejeune, de París, considerado en aquel entonces la máxima autoridad mundial en Genética.
Este profesional los presentó al equipo de fisiatras (médicos especializados en medicina física y rehabilitación) del Hospital de Clínicas de Montevideo, donde recién se comenzaba a hablar de estimulación precoz. Así comenzaron un recorrido que, como le gusta decir a León, duraría toda la vida.
“Supimos dejarnos guiar”
“El mundo se abrió y caímos en un trayecto que parecía interminable. Estábamos desorientados, teníamos 24 años y ni siquiera podíamos imaginar lo que estábamos viviendo. Pero pronto fueron apareciendo rostros que, estoy seguro, eran ángeles que Dios puso en nuestro camino para proteger a Pushi. Y supimos dejarnos guiar”.
Enseguida, el equipo de fisiatras comenzó a trabajar en el fortalecimiento muscular de de Pushi para que pudiera pararse y sostenerse. Las hermanas de Jane, que tenían bebés apenas un poco mayores que Pushi, cuenta León, brindaron una contención y un apoyo enormes. Los tres bebés comenzaron a asistir juntos a un Jardín de Infantes y fueron los primeros compañeros de aventuras con quienes Pushi salió a descubrir el mundo.
“Casi ni nos dimos cuenta que era diferente. A los hermanos les explicábamos cada vez que preguntaban por qué Pushi no iba a la misma escuela. Les decíamos que, aunque tenía una edad cronológica mayor, en realidad eran ‘años más chiquitos’ y por eso aprendía más despacio. A cada uno les explicamos la misma explicación a medida que iban preguntando. Incluso nosotros mismos llegamos a creerlo así. Eso generó una armonía que, de otro modo, no imagino cómo hubiéramos podido lograr”, cuenta.
¿Qué cosas le gustaban a Pushi?
“Pushi era la nena más encantadora que uno pudiera imaginar. Aprendía todo, aunque demoraba un poco más que sus primos, que eran nuestro punto de referencia. Comenzó a caminar al año y medio, cuando todos nos decían que ni soñáramos en que lo hiciera antes de los dos años”.
A medida que fue creciendo comenzó a tener intereses por dibujar, pintar, enhebrar cuentas de colores, fabricar pulseras, coleccionar carteras, mochilas y carpetas. En su cuarto, todo estaba muy bien ordenado: los potes de acrílicos para pintar, los pinceles cuidadosamente lavados después de cada sesión de pintura, los bastidores con sus obras terminadas o en ejecución.
“Aprendió a nadar desde muy temprana edad y el agua le gustaba mucho. Solíamos ir a una quinta en Castelar donde se organizaban competencias de natación en las que Pushi participaba con entusiasmo. En su cuarto tenía colgadas todas las medallas que ganaba en las competencias. Por supuesto, que todos los veranos en Piriápolis no podía faltar la gorra ni los tapones para los oídos. En la playa, parecía una sirena. Además, era una gran bailarina. Le gustaba mucho bailar Rikudim (danzas israelíes), aunque también hizo algunos espectáculos bailando tango en una de las escuelas especiales donde concurrió”, recuerda.
Su pasión por la música era tal que, recuerda León, siempre iba a todos lados con su grabador escuchando a Los Pimpinela, a Valeria Lynch, a Sergio Denis y a Los Palmeras.
Deborah Cohen, una de las hermanas de Pushi, cuenta que cada vez que iban a visitarse o se encontraban en una reunión familiar, ella la recibía con un abrazo y una enorme sonrisa. Le gustaba que le elogien su ropa, su peinado o sus accesorios. “Era muy coqueta y mi mamá siempre se ocupaba de que estuviera impecable. Compartíamos el gusto por la moda y por las salidas con las mujeres de la familia: Lau (otra de las hermanas) yo y mi mamá y con el tiempo se sumaron mis hijas y sobrinas a este team. Le gustaba venir a mi casa porque todos la tratábamos con mucho cariño”, dice Deborah.
Entre las tradiciones familiares, los viernes era uno de los momentos más esperados por todos los integrantes de la familia. La mamá preparaba la clásica cena de Shabat y en esos encuentros Pushi actuaba de anfitriona y mostraba algún cuadro nuevo que estaba pintando. “Siempre eran encuentros divertidos y amorosos, así vivió y acompañó el crecimiento de sus nueve sobrinos. Compartíamos risas, chistes, bromas, comida rica, anécdotas de la semana. Como hermana era todo dulzura, era suave y pausada. Estar con ella te hacía frenar mil cambios porque hablaba más lento y le dábamos el tiempo para que se exprese”, se emociona Déborah.
“Una experiencia fascinante”
Pushi completó todos los ciclos escolares: cursó el primario especial, el post-primario especial, participó en talleres de convivencia, tareas del hogar y cocina. Siempre lo hizo en instituciones con maestros especializados, con quienes, además, compartía experiencias como los campamentos, que se realizaban al menos dos veces al año. También realizó talleres recreativos especiales los fines de semana, alternando con períodos en que practicaba golf, una actividad que disfrutó y desarrolló durante cinco años.
Con el paso del tiempo, cuando Pushi tenía 50 años, surgió la posibilidad de cumplir un sueño que había tenido desde siempre: ser docente. Su hermana Deborah tenía dos amigas psicopedagogas que dirigían un Jardín de Infantes llamado Pipoka, en el barrio de Caballito. Conociendo la vocación docente Pushi, les preguntó si podían considerar la posibilidad de integrarla como auxiliar en el jardín.
“Fue una experiencia fascinante para Pushi que jamás había imaginado cumplir su sueño de ser maestra jardinera. Para nosotros fue una alegría inmensa verla ir y venir cada día a Pipoka, feliz, sin faltar jamás. También lo fue para Dalia y Gabriela (las amigas de Deborah, Directoras del jardín), quienes hicieron posible una integración natural, sin declamaciones ni manifestación de principios, pero permitiendo a cada chico conocer y vincularse con Pushi. Una persona diferente, sí, pero con una capacidad de dar y recibir afecto como pocas”, se emociona León.
Y agrega: “Cada mañana, estacionaba el auto en la esquina del jardín y la media cuadra que caminábamos era interrumpida por gritos, besos y abrazos de cada uno de los chicos y sus mamás que venían a saludarla antes de entrar”.
“Ella tenía una dulzura y paciencia que a los nenes les gustaba. Además, tenía experiencia en el trato por haber acompañado de cerca el crecimiento de sus sobrinos. Amaba ir al jardín porque se sentía realizada: tenía un trabajo y recibía muchas gratificaciones”, agrega su hermana Deborah.
La despedida de Pushi
Después de la pandemia Pushi empezó a tener olvidos frecuentes, a confundirse los nombres de su familia. Entonces, a Deborah y a sus hermanos se les ocurrió sumarla a ella y a sus padres a un viaje que estaban planificando a Montevideo. “Así que nos fuimos los seis, sin hijos ni esposos, durante unos días. Visitamos a nuestros primos, paseamos y compartimos momentos de conexión muy lindos. Hoy recuerdo ese viaje y pienso: qué bueno que lo hicimos. Muchas veces postergamos planes creyendo que podremos retomarlos cuando queramos, pero no siempre es así”, se emociona Deborah.
“Pushi falleció a los 57 años. Vivió con plenitud casi hasta los 55 desarrollando todas sus actividades, pero luego comenzó con algunas dificultades que paulatinamente le fueron quitando autonomía. Ya no podía salir de casa sola, le costaba desplazarse, subir y bajar escalones, tenía dificultades para la deglución. Situaciones que hicieron su vida cotidiana complicada”, cuenta León.
Hubo algunos episodios de salud que requirieron su internación por breves períodos, hasta que llegó un momento en que se volvió muy difícil brindarle la atención necesaria en su casa. Fue entonces cuando, junto con sus otros hijos, tomaron la difícil decisión de internarla en un centro especializado.
“Pasó un buen tiempo adaptándose y sintiéndose muy bien en el centro, pero allí también hubo episodios que requirieron internación aguda, hasta que por consejo de una Especialista en Cuidados Paliativos la internaron en un Centro de Rehabilitación, donde pasó sus últimos días atendida, cuidada y mimada por todo el personal. Hasta el final, siempre fue una persona que generó amor en todo su entorno. Siempre respondía a todo con una sonrisa. Y así se fue, dejando esa imagen”.
Un psiquiatra con estilo
El Podcast (también en YouTube) que graba León se llama Un psiquiatra con estilo, un título que, según el mismo cuenta, eligieron sus nietos “en una exageración del amor que sienten por mi actividad profesional y por mí”.
Sobre el origen del proyecto, León explica: “La idea surgió de ellos y parece que no se equivocaron porque las respuestas que recibo de quienes lo ven es muy gratificante en el sentido de que todos se sienten conmovidos. Y creo que conmover emocionalmente a una persona es tocar sus fibras más íntimas, es una de las cualidades que más admiro en la gente”.
Deborah está convencida de que esta actividad a su padre lo conecta con un repaso de su vida, con una mirada de mucho agradecimiento a las personas que lo fueron acompañando en cada momento. “Mi papá siempre fue una persona muy positiva. Me encanta ver que frente al dolor, encuentre las ganas de ayudar, de comunicar y, sobre todo, de agradecer. Muchos de sus pacientes le hacen comentarios y lo apoyan. Incluso, se sorprendieron de que transitando el duelo casi no dejó de atender. Sus nietos dicen que tiene superpoderes porque sorprende la claridad que tiene para ubicar cada cosa en su lugar. Yo lo admiro mucho”, se enorgullece Deborah.
“Elaborar un duelo es elaborar las pérdidas. Vivimos perdiendo cosas constantemente, y si logramos elaborar cada pérdida, podemos mantenernos abrazados a lo que sigue vivo. Eso es lo que siento que me pasa con el largo duelo por Pushi. Es una pérdida que al reconocerla, me permite seguir conectado con todas las cosas vivas y que ayudan a vivir en mi entorno”, se emociona León.
-¿Qué mensaje les darías a quienes están atravesando el duelo por la muerte de un ser querido?
-Que no se queden solos. Que compartan su dolor, que se conecten con las cosas vivas que hay alrededor. Y que se dejen ayudar, que busquen quien pueda escuchar lo que tengan para decir. Siempre hay gente que puede entender lo que uno siente. A veces, ni siquiera hace falta hablar: un abrazo puede ser suficiente para sentirse escuchado. Y eso, muchas veces, alivia más de lo que imaginamos.
Por sugerencia de sus nietos, León Cohen Bello convirtió su duelo en un espacio de encuentro y apoyo para otras familias LA NACION