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El lado más oscuro del noir coreano

“Escuchamos sus problemas”. El anuncio en el diario es escueto, apenas tres palabras y un número de teléfono, y aunque la primera persona del plural sugiera la existencia de un grupo del otro lado de la línea, en realidad es una empresa unipersonal. “Los clientes no saben nada sobre mí: ni mi nombre ni mi ciudad natal ni a qué universidad fui”, dice el narrador. Los lectores tampoco sabemos nada de él. Sólo que a veces tarda meses en encontrar un cliente y cuando lo consigue le da para vivir cómodo medio año, que aprovecha para viajar y visitar museos. La frase simple del anuncio hace que los interesados esperen hasta la noche para llamarlo y si la retórica publicitaria indica que se trata de un servicio de consultoría psicológica, o coaching como le dicen ahora, el hombre detrás de la línea escucha todo tipo de problemas, pero su solución siempre es la misma: los ayuda a suicidarse.

En Tengo derecho a destruirme, la novela del escritor surcoreano Kim Young-ha recién publicada acá, la estética de la muerte se plasma en las imágenes oníricas de Seúl, una ciudad perpetuamente iluminada por las luces LED que confunden a los trabajadores: no saben cuándo es de noche ni de día. Puro noir coreano. Ahí donde la novela negra clásica hace foco en la oscuridad del alma más que en la resolución de un misterio, la versión coreana sucede en lo que podría ser la adaptación policíaca de los ensayos del filósofo Byung-Chul Han: la sociedad del cansancio. A Kim Young-ha se lo comparó con Bret Easton Ellis por su retrato de una generación agotada por el consumo y el trabajo. En la trama, los dramas personales se resuelven con el afán práctico de un experto en métodos como la soga, la gilette o el disparo.

El hombre detrás de la línea escucha todo tipo de problemas, pero su solución siempre es la misma: los ayuda a suicidarse

“Una chica violada por su padre, un gay a punto de empezar el servicio militar, una mujer que le es infiel a su novio, otra que sufre malos tratos…”, enumera el narrador espectral que compara su oficio con el de un artista como Jacques-Louis David, que pintó La muerte de Marat y expuso sobre el lienzo la sencillez compleja del suspiro final: “La pasión de un artista no debe generar pasión. La mayor virtud de un artista es su capacidad para mantenerse distante y frío”. Con esas cualidades asistirá a Judith, una mujer atrapada entre los tironeos de C y K, dos hermanos enamorados de ella, y que contrata sus servicios. No es un killer como los de las películas coreanas de tiros. Es un cínico convencido de que uno tiene el derecho de destruirse y que ese acto, a menudo asociado a la cobardía y la desesperación, puede tener el gesto poético de la despedida de Sylvia Plath, que dijo “el chorro de la sangre es la poesía y no hay cómo pararlo” y un tiempo después metió la cabeza en el horno y abrió la válvula. El narrador compara: “Mis clientes carecen del talento literario de Sylvia Plath, pero sus días tocaron a su fin con una belleza similar”.

El escritor Kim Young-ha

En Tengo a derecho a destruirme, la moraleja no es redentora ni edificante: los palotes del noir se dibujan con un pesimismo recalcitrante, que en esta Corea ultracapitalista se expresa a través de la eficiencia y la síntesis: “La gente incapaz de resumir carece de dignidad”, concluye el hombre que escucha los problemas ajenos y propone la solución irreversible: “Algo parecido ocurre con quienes alargan sin necesidad sus tristes vidas”.

ABC

A.

A los 56 años, Kim Young-ha es uno de los escritores más notorios del noir coreano. En su juventud trabajó como detective de la Policía Militar.

B.

En sus cuentos y novelas, como Quién sabe si mañana seguiremos aquí que se adaptó al cine, retrata la sociedad moderna, ahogada en un tedio existencial.

C.

Su primera obra fue Tengo derecho a destruirme, escrita en 1996 y publicada ahora en castellano, que narra el trabajo de un “asistente de suicidios”.

“Escuchamos sus problemas”. El anuncio en el diario es escueto, apenas tres palabras y un número de teléfono, y aunque la primera persona del plural sugiera la existencia de un grupo del otro lado de la línea, en realidad es una empresa unipersonal. “Los clientes no saben nada sobre mí: ni mi nombre ni mi ciudad natal ni a qué universidad fui”, dice el narrador. Los lectores tampoco sabemos nada de él. Sólo que a veces tarda meses en encontrar un cliente y cuando lo consigue le da para vivir cómodo medio año, que aprovecha para viajar y visitar museos. La frase simple del anuncio hace que los interesados esperen hasta la noche para llamarlo y si la retórica publicitaria indica que se trata de un servicio de consultoría psicológica, o coaching como le dicen ahora, el hombre detrás de la línea escucha todo tipo de problemas, pero su solución siempre es la misma: los ayuda a suicidarse.

En Tengo derecho a destruirme, la novela del escritor surcoreano Kim Young-ha recién publicada acá, la estética de la muerte se plasma en las imágenes oníricas de Seúl, una ciudad perpetuamente iluminada por las luces LED que confunden a los trabajadores: no saben cuándo es de noche ni de día. Puro noir coreano. Ahí donde la novela negra clásica hace foco en la oscuridad del alma más que en la resolución de un misterio, la versión coreana sucede en lo que podría ser la adaptación policíaca de los ensayos del filósofo Byung-Chul Han: la sociedad del cansancio. A Kim Young-ha se lo comparó con Bret Easton Ellis por su retrato de una generación agotada por el consumo y el trabajo. En la trama, los dramas personales se resuelven con el afán práctico de un experto en métodos como la soga, la gilette o el disparo.

El hombre detrás de la línea escucha todo tipo de problemas, pero su solución siempre es la misma: los ayuda a suicidarse

“Una chica violada por su padre, un gay a punto de empezar el servicio militar, una mujer que le es infiel a su novio, otra que sufre malos tratos…”, enumera el narrador espectral que compara su oficio con el de un artista como Jacques-Louis David, que pintó La muerte de Marat y expuso sobre el lienzo la sencillez compleja del suspiro final: “La pasión de un artista no debe generar pasión. La mayor virtud de un artista es su capacidad para mantenerse distante y frío”. Con esas cualidades asistirá a Judith, una mujer atrapada entre los tironeos de C y K, dos hermanos enamorados de ella, y que contrata sus servicios. No es un killer como los de las películas coreanas de tiros. Es un cínico convencido de que uno tiene el derecho de destruirse y que ese acto, a menudo asociado a la cobardía y la desesperación, puede tener el gesto poético de la despedida de Sylvia Plath, que dijo “el chorro de la sangre es la poesía y no hay cómo pararlo” y un tiempo después metió la cabeza en el horno y abrió la válvula. El narrador compara: “Mis clientes carecen del talento literario de Sylvia Plath, pero sus días tocaron a su fin con una belleza similar”.

El escritor Kim Young-ha

En Tengo a derecho a destruirme, la moraleja no es redentora ni edificante: los palotes del noir se dibujan con un pesimismo recalcitrante, que en esta Corea ultracapitalista se expresa a través de la eficiencia y la síntesis: “La gente incapaz de resumir carece de dignidad”, concluye el hombre que escucha los problemas ajenos y propone la solución irreversible: “Algo parecido ocurre con quienes alargan sin necesidad sus tristes vidas”.

ABC

A.

A los 56 años, Kim Young-ha es uno de los escritores más notorios del noir coreano. En su juventud trabajó como detective de la Policía Militar.

B.

En sus cuentos y novelas, como Quién sabe si mañana seguiremos aquí que se adaptó al cine, retrata la sociedad moderna, ahogada en un tedio existencial.

C.

Su primera obra fue Tengo derecho a destruirme, escrita en 1996 y publicada ahora en castellano, que narra el trabajo de un “asistente de suicidios”.

 Ambientada en una Seúl ultracapitalista, la novela “Tengo derecho a destruirme” hace juego con los ensayos del filósofo Byung-Chul Han sobre la “sociedad del cansancio”  LA NACION

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