La historia secreta de la estancia Río Quillén y una cabalgata de seis días entre araucarias

Hay paisajes que parecen conocernos antes de que lleguemos. No se explican. No se muestran. Están ahí, esperando. Quillén es uno de esos lugares.
Desde el primer día, cambia el ritmo. Nada corre. Nada urge. Solo hay que avanzar. Caballo, cuerpo, silencio. El valle se abre largo, el río lo atraviesa. Las montañas cierran el fondo. El aire es seco. A veces duele respirar. Patagonia, acá estamos.
Seis días a caballo. Podríamos hablar del dolor en las manos por las riendas, el frío en las orejas, la tierra en todas las partes del cuerpo. La cabalgata agota pero impulsa, duele y seduce. Es el don del lujo rústico: ser parte del paisaje casi sin dejar rastro.
La estancia Río Quillén está ubicada entre el Lago Quillén y la cordillera, dentro del Parque Nacional Lanín. Desde allí parten seis jornadas que combinan lo exigente con lo íntimo. Hay cabalgatas de día completo —de 5 a 7 horas netas— pero también más cortas y adaptables: itinerarios pensados para cabalgar con sentido, sin prisa, pero sobre todo sin desperdicio.
Natalia Fernández y Marcelo Chamorro viven ahí. Son los anfitriones. Ella es porteña, guía de montaña. Él, misionero. Se conocieron en El Chaltén. Son patagónicos por adopción, como la mayoría. Se siente parte de la montaña, del viento, y del frío. Hoy están a cargo de esta propuesta en la estancia que fundó la familia Lagos Mármol a principios del siglo XX. Armaron recorridos, trazaron senderos, montaron campamentos. Reciben visitantes. Pero no venden turismo. Que esto no suene mal: ofrecen otra cosa. Una forma de estar.
La primera noche se duerme en Casa Grande. Una casa de madera reconstruida con retazos de árboles autóctonos —sobre todo roble patagónico— después de un incendio en la década del 80. Hogar prendido, comida casera, ventanas al valle que se abre extenso, casi infinito. Afuera, los caballos esperan.
El lujo de Quillén está en ese balance: insertarse sin intervenir. Así es el Glamping Malalco, la joya del lugar: seis carpas dobles con baños compartidos, fogón común, duchas calientes —todo pensado para habitar sin dejar marca. No hay alfombras ni wi‑fi, menos aún muebles ostentosos. El lujo está en la madera local, la calma, la vista al río —y su ruido incesante—, la mesa dispuesta con esmero, el asado hecho al piso en el fogón, y el fuego en el que Marcelo calienta el agua para el mate.
Otro de los puntos fuertes es el Mallín Escondido. Cuatro horas entre pastos altos, zonas húmedas, tramos de bosque bajo. En el medio, un claro: el bosque de araucarias. Es alto, simétrico, antiguo. Imposible no dejarse encantar. La luz entra filtrada. El suelo está cubierto de peñones. Nadie habla. Se avanza despacio. El aire cambia. Se siente algo. No hay palabras para eso.
El cuerpo duele y se ancla. ¿Puede el frío convertirse en energía? Las araucarias no son un punto más: definen el viaje. Los caballos detienen, las silencian, reconocen la sacralidad de ese bosque. El valle, los humedales, los torrentes: todo se experimenta con atención encarnada.
Moche guía con cuchillo y mirada firme. Franco y Amaro —el Polaco y su hermano— cabalgan sin ruido, conocen senderos, aves, huellas. Son parte del equipo, y también una atracción en sí mismos: personajes entrañables, que atesoran mil historias del lugar. Apoyan, enseñan, callan. El crujido del bosque, el resoplido del caballo, los ciervos que braman, el goteo del río: todo tiene peso.
Después vienen días más largos. El trayecto hasta la Pampa del Correntoso y el Mallín Picudo. Una subida leve, constante. Luego el descenso por la Loma de los Chivos para volver al campamento del Malalco, junto al río. El cuerpo llega cansado. Mate. Cena. Descanso. No se necesita más.
A la mañana siguiente, otra tropilla espera. Se bordea el río y se cabalga hacia los cráteres del volcán Rucachoroi. Tres horas exigentes. Se llega a las lagunas que se formaron en los cráteres. Algunos suben. Desde arriba se ve el Lanín. Los volcanes de Chile. Todo parece quieto, pero hay viento. Y frío. Y algo que emociona.
La historia ancestral late a cada paso. Natalia cuenta que Juan Lagos Mármol llegó enviado por el Estado hace más de cien años, arrendó tierras, se asentó, construyó una casa, abrigo al valle. Su sello se siente en la Casa Grande, en la forma en que todo se cuida. En el libro familiar, en documentos y decretos. Pero más aún, en la mano curtida del arriero que sabe encender un fuego, en la forma que Natalia recibe a los huéspedes, en la comida que se sirve con dedicación.
Después viene la vuelta al valle. El paso por Las Tordiallas, un almuerzo caliente, otra noche en Casa Grande. El cuerpo ya aprendió. Duele menos. No porque haya dejado de doler, sino porque ya forma parte del viaje.
Los últimos días son calma con fondo de polvo y piel. Te acostás sabiendo que mañana salís temprano, pero ya no importa. Cabalgar sobre un valle silencioso es la recompensa. El día que se cruza el lago, muchos optan por quedarse. Posarse junto al agua, mirar las nubes pasar, sentir el aire helado en la cara, con el Lanín de fondo.
Quillén no es una postal, aunque podría serlo. Y tampoco te invita a dormir hasta tarde. No aflora peros. No promete spas ni lujos urbanos. Ofrece otras cosas: esfuerzo, silencio, frío, esfuerzo otra vez, agua, piedra, caballo, pan, leña, memoria. Un nuevo lujo que no se ostenta, que se siente en la carne, en la garganta seca, en la mirada cansada que descubre de golpe un árbol enfermo, un rastro de ciervo, un cóndor rodeando arriba.
Uno vuelve distinto. Más lento. Más despierto. Hay llenura y vacío a la vez. Como si algo hubiera quedado allá. Entre las araucarias. O en el lomo del animal que soportó tu peso.
Datos útiles
Ubicación:
W: 1144465556
IG: @rioquillen
Web: www.rioquillen.ar
Las cabalgatas en Río Quillén se realizan entre septiembre y mayo. Los organizadores recomiendan llevar ropa cómoda, impermeable, sombrero y anteojos de sol. Valor por persona, por día: desde U$S 400.
Hay paisajes que parecen conocernos antes de que lleguemos. No se explican. No se muestran. Están ahí, esperando. Quillén es uno de esos lugares.
Desde el primer día, cambia el ritmo. Nada corre. Nada urge. Solo hay que avanzar. Caballo, cuerpo, silencio. El valle se abre largo, el río lo atraviesa. Las montañas cierran el fondo. El aire es seco. A veces duele respirar. Patagonia, acá estamos.
Seis días a caballo. Podríamos hablar del dolor en las manos por las riendas, el frío en las orejas, la tierra en todas las partes del cuerpo. La cabalgata agota pero impulsa, duele y seduce. Es el don del lujo rústico: ser parte del paisaje casi sin dejar rastro.
La estancia Río Quillén está ubicada entre el Lago Quillén y la cordillera, dentro del Parque Nacional Lanín. Desde allí parten seis jornadas que combinan lo exigente con lo íntimo. Hay cabalgatas de día completo —de 5 a 7 horas netas— pero también más cortas y adaptables: itinerarios pensados para cabalgar con sentido, sin prisa, pero sobre todo sin desperdicio.
Natalia Fernández y Marcelo Chamorro viven ahí. Son los anfitriones. Ella es porteña, guía de montaña. Él, misionero. Se conocieron en El Chaltén. Son patagónicos por adopción, como la mayoría. Se siente parte de la montaña, del viento, y del frío. Hoy están a cargo de esta propuesta en la estancia que fundó la familia Lagos Mármol a principios del siglo XX. Armaron recorridos, trazaron senderos, montaron campamentos. Reciben visitantes. Pero no venden turismo. Que esto no suene mal: ofrecen otra cosa. Una forma de estar.
La primera noche se duerme en Casa Grande. Una casa de madera reconstruida con retazos de árboles autóctonos —sobre todo roble patagónico— después de un incendio en la década del 80. Hogar prendido, comida casera, ventanas al valle que se abre extenso, casi infinito. Afuera, los caballos esperan.
El lujo de Quillén está en ese balance: insertarse sin intervenir. Así es el Glamping Malalco, la joya del lugar: seis carpas dobles con baños compartidos, fogón común, duchas calientes —todo pensado para habitar sin dejar marca. No hay alfombras ni wi‑fi, menos aún muebles ostentosos. El lujo está en la madera local, la calma, la vista al río —y su ruido incesante—, la mesa dispuesta con esmero, el asado hecho al piso en el fogón, y el fuego en el que Marcelo calienta el agua para el mate.
Otro de los puntos fuertes es el Mallín Escondido. Cuatro horas entre pastos altos, zonas húmedas, tramos de bosque bajo. En el medio, un claro: el bosque de araucarias. Es alto, simétrico, antiguo. Imposible no dejarse encantar. La luz entra filtrada. El suelo está cubierto de peñones. Nadie habla. Se avanza despacio. El aire cambia. Se siente algo. No hay palabras para eso.
El cuerpo duele y se ancla. ¿Puede el frío convertirse en energía? Las araucarias no son un punto más: definen el viaje. Los caballos detienen, las silencian, reconocen la sacralidad de ese bosque. El valle, los humedales, los torrentes: todo se experimenta con atención encarnada.
Moche guía con cuchillo y mirada firme. Franco y Amaro —el Polaco y su hermano— cabalgan sin ruido, conocen senderos, aves, huellas. Son parte del equipo, y también una atracción en sí mismos: personajes entrañables, que atesoran mil historias del lugar. Apoyan, enseñan, callan. El crujido del bosque, el resoplido del caballo, los ciervos que braman, el goteo del río: todo tiene peso.
Después vienen días más largos. El trayecto hasta la Pampa del Correntoso y el Mallín Picudo. Una subida leve, constante. Luego el descenso por la Loma de los Chivos para volver al campamento del Malalco, junto al río. El cuerpo llega cansado. Mate. Cena. Descanso. No se necesita más.
A la mañana siguiente, otra tropilla espera. Se bordea el río y se cabalga hacia los cráteres del volcán Rucachoroi. Tres horas exigentes. Se llega a las lagunas que se formaron en los cráteres. Algunos suben. Desde arriba se ve el Lanín. Los volcanes de Chile. Todo parece quieto, pero hay viento. Y frío. Y algo que emociona.
La historia ancestral late a cada paso. Natalia cuenta que Juan Lagos Mármol llegó enviado por el Estado hace más de cien años, arrendó tierras, se asentó, construyó una casa, abrigo al valle. Su sello se siente en la Casa Grande, en la forma en que todo se cuida. En el libro familiar, en documentos y decretos. Pero más aún, en la mano curtida del arriero que sabe encender un fuego, en la forma que Natalia recibe a los huéspedes, en la comida que se sirve con dedicación.
Después viene la vuelta al valle. El paso por Las Tordiallas, un almuerzo caliente, otra noche en Casa Grande. El cuerpo ya aprendió. Duele menos. No porque haya dejado de doler, sino porque ya forma parte del viaje.
Los últimos días son calma con fondo de polvo y piel. Te acostás sabiendo que mañana salís temprano, pero ya no importa. Cabalgar sobre un valle silencioso es la recompensa. El día que se cruza el lago, muchos optan por quedarse. Posarse junto al agua, mirar las nubes pasar, sentir el aire helado en la cara, con el Lanín de fondo.
Quillén no es una postal, aunque podría serlo. Y tampoco te invita a dormir hasta tarde. No aflora peros. No promete spas ni lujos urbanos. Ofrece otras cosas: esfuerzo, silencio, frío, esfuerzo otra vez, agua, piedra, caballo, pan, leña, memoria. Un nuevo lujo que no se ostenta, que se siente en la carne, en la garganta seca, en la mirada cansada que descubre de golpe un árbol enfermo, un rastro de ciervo, un cóndor rodeando arriba.
Uno vuelve distinto. Más lento. Más despierto. Hay llenura y vacío a la vez. Como si algo hubiera quedado allá. Entre las araucarias. O en el lomo del animal que soportó tu peso.
Datos útiles
Ubicación:
W: 1144465556
IG: @rioquillen
Web: www.rioquillen.ar
Las cabalgatas en Río Quillén se realizan entre septiembre y mayo. Los organizadores recomiendan llevar ropa cómoda, impermeable, sombrero y anteojos de sol. Valor por persona, por día: desde U$S 400.
En 1908, Juan Lagos Mármol llegó a este rincón remoto del Parque Nacional Lanín por encargo del Estado. Más de un siglo después, sus descendientes abren las tranqueras para vivir una experiencia única: seis días a caballo, entre araucarias, campamentos, frío y pan casero. Un lujo sobrio, real, que no se muestra: se vive. LA NACION