El saqueo fue sistemático, la restitución debe ser total
El reciente incremento de bienes decomisados por el Estado en causas por corrupción, narcotráfico y lavado de dinero ha captado la atención pública por su simbolismo y por la magnitud de los activos involucrados. Propiedades de lujo, terrenos, vehículos de alta gama y empresas mal habidas, entre otros bienes adquiridos dudosamente, comienzan a volver a manos del Estado, en un proceso que, aunque auspicioso, apenas roza la superficie de un entramado mucho más profundo y extendido.
Según datos oficiales, existen actualmente más de 280 activos decomisados producto de delitos complejos, en su mayoría vinculados a esquemas de corrupción estructural y al crimen organizado. Estos integran hoy el inventario estatal administrado por la Agencia General de Bienes del Estado, que también gestiona los debidos remates. Sin embargo, no debe confundirse este avance con una solución definitiva. Por el contrario, lo decomisado representa apenas una mínima porción del patrimonio sustraído ilegalmente al conjunto de los ciudadanos.
El 13 del actual podría marcar un nuevo punto de inflexión, cuando venza el plazo para que Cristina Kirchner y otros ocho condenados en la causa Vialidad deban depositar los 537 millones de dólares que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a través de sus peritos contables, fijó como cifra de decomiso. De no concretarse ese pago, comenzará la ejecución de los bienes embargados, entre ellos propiedades, vehículos, empresas y estancias. En la causa denominada “la ruta del dinero K”, el fiscal Abel Córdoba acaba de pedir que se les decomise su cuantioso patrimonio a Lázaro Báez y a su hijo Martín.
Lo relevante aquí no es solo la cifra –apenas una parte de lo sustraído a las arcas públicas–, sino el precedente institucional que puede sentar: la necesidad de que el castigo penal sea acompañado por una reparación económica proporcional al daño causado a la sociedad en su conjunto.
Como ya hemos señalado reiteradamente en este espacio editorial, ese tipo de medidas no configuran una expresión de revancha ni de hostigamiento político, como algunos sectores pretenden instalar bajo el gastado e inaplicable ropaje del lawfare. Muy por el contrario, son una consecuencia lógica y legítima del Estado de Derecho. Que los responsables de actos de corrupción enfrenten no solo condenas penales, sino también la pérdida efectiva de sus bienes, es parte inescindible del principio republicano de rendición de cuentas.
Lo materializado hasta aquí, sin embargo, no puede ser motivo de autocomplacencia. Lo decomisado constituye apenas la punta del iceberg. Las cifras recuperadas hasta el momento palidecen frente a los recursos que aún permanecen ocultos tras entramados de sociedades ficticias, testaferros y maniobras de expatriación de capitales. Causas aún en trámite como Hotesur, Los Sauces y los cuadernos de las coimas, entre otras, prometen develar un universo mucho mayor de activos mal habidos.
Resta resolver también un desafío operativo clave: el uso eficiente de los bienes recuperados. No resulta aceptable que mientras el Estado gasta cifras millonarias en alquiler de oficinas, propiedades decomisadas queden en un limbo por la burocracia de la propia administración o por la lentitud judicial. El ahorro fiscal logrado por el Gobierno al cancelar más de 70 contratos de alquiler debería ser el punto de partida de una política más amplia: reutilizar lo recuperado en beneficio de la ciudadanía y con criterios de austeridad, transparencia y eficiencia.
Hay un mandato ético detrás de este proceso. Cada peso robado al Estado implica menos educación, menos infraestructura, menos salud, menos justicia. Cada obra pública adjudicada fraudulentamente no es solo una trampa contable, es una afrenta directa a los valores republicanos que ordenan nuestra vida en común. Las víctimas de la corrupción somos todos los argentinos y, muy especialmente, los más vulnerables.
No faltarán quienes busquen relativizar este camino, promoviendo discursos que confunden la institucionalidad con el encubrimiento. El compromiso democrático se mide, entre otros factores, por la capacidad y decisión de aplicar la ley, sin distinción de nombres ni jerarquías, tal como dispone nuestra Constitución nacional.
La Justicia ha comenzado a dar señales claras en ese sentido. El saqueo fue deliberado y generalizado. Estamos frente a una oportunidad que no debemos malograr para demostrar que en la Argentina del siglo XXI la impunidad ya no tiene cabida. La corrupción tuvo un precio; ahora debe pagarse.
El reciente incremento de bienes decomisados por el Estado en causas por corrupción, narcotráfico y lavado de dinero ha captado la atención pública por su simbolismo y por la magnitud de los activos involucrados. Propiedades de lujo, terrenos, vehículos de alta gama y empresas mal habidas, entre otros bienes adquiridos dudosamente, comienzan a volver a manos del Estado, en un proceso que, aunque auspicioso, apenas roza la superficie de un entramado mucho más profundo y extendido.
Según datos oficiales, existen actualmente más de 280 activos decomisados producto de delitos complejos, en su mayoría vinculados a esquemas de corrupción estructural y al crimen organizado. Estos integran hoy el inventario estatal administrado por la Agencia General de Bienes del Estado, que también gestiona los debidos remates. Sin embargo, no debe confundirse este avance con una solución definitiva. Por el contrario, lo decomisado representa apenas una mínima porción del patrimonio sustraído ilegalmente al conjunto de los ciudadanos.
El 13 del actual podría marcar un nuevo punto de inflexión, cuando venza el plazo para que Cristina Kirchner y otros ocho condenados en la causa Vialidad deban depositar los 537 millones de dólares que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a través de sus peritos contables, fijó como cifra de decomiso. De no concretarse ese pago, comenzará la ejecución de los bienes embargados, entre ellos propiedades, vehículos, empresas y estancias. En la causa denominada “la ruta del dinero K”, el fiscal Abel Córdoba acaba de pedir que se les decomise su cuantioso patrimonio a Lázaro Báez y a su hijo Martín.
Lo relevante aquí no es solo la cifra –apenas una parte de lo sustraído a las arcas públicas–, sino el precedente institucional que puede sentar: la necesidad de que el castigo penal sea acompañado por una reparación económica proporcional al daño causado a la sociedad en su conjunto.
Como ya hemos señalado reiteradamente en este espacio editorial, ese tipo de medidas no configuran una expresión de revancha ni de hostigamiento político, como algunos sectores pretenden instalar bajo el gastado e inaplicable ropaje del lawfare. Muy por el contrario, son una consecuencia lógica y legítima del Estado de Derecho. Que los responsables de actos de corrupción enfrenten no solo condenas penales, sino también la pérdida efectiva de sus bienes, es parte inescindible del principio republicano de rendición de cuentas.
Lo materializado hasta aquí, sin embargo, no puede ser motivo de autocomplacencia. Lo decomisado constituye apenas la punta del iceberg. Las cifras recuperadas hasta el momento palidecen frente a los recursos que aún permanecen ocultos tras entramados de sociedades ficticias, testaferros y maniobras de expatriación de capitales. Causas aún en trámite como Hotesur, Los Sauces y los cuadernos de las coimas, entre otras, prometen develar un universo mucho mayor de activos mal habidos.
Resta resolver también un desafío operativo clave: el uso eficiente de los bienes recuperados. No resulta aceptable que mientras el Estado gasta cifras millonarias en alquiler de oficinas, propiedades decomisadas queden en un limbo por la burocracia de la propia administración o por la lentitud judicial. El ahorro fiscal logrado por el Gobierno al cancelar más de 70 contratos de alquiler debería ser el punto de partida de una política más amplia: reutilizar lo recuperado en beneficio de la ciudadanía y con criterios de austeridad, transparencia y eficiencia.
Hay un mandato ético detrás de este proceso. Cada peso robado al Estado implica menos educación, menos infraestructura, menos salud, menos justicia. Cada obra pública adjudicada fraudulentamente no es solo una trampa contable, es una afrenta directa a los valores republicanos que ordenan nuestra vida en común. Las víctimas de la corrupción somos todos los argentinos y, muy especialmente, los más vulnerables.
No faltarán quienes busquen relativizar este camino, promoviendo discursos que confunden la institucionalidad con el encubrimiento. El compromiso democrático se mide, entre otros factores, por la capacidad y decisión de aplicar la ley, sin distinción de nombres ni jerarquías, tal como dispone nuestra Constitución nacional.
La Justicia ha comenzado a dar señales claras en ese sentido. El saqueo fue deliberado y generalizado. Estamos frente a una oportunidad que no debemos malograr para demostrar que en la Argentina del siglo XXI la impunidad ya no tiene cabida. La corrupción tuvo un precio; ahora debe pagarse.
Lo recuperado hasta ahora palidece frente a los recursos que siguen ocultos tras entramados de sociedades ficticias, testaferros y expatriación de capitales LA NACION