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Conmovedora historia de náufragos e inmigrantes

Recientemente, en aguas atlánticas, a 850 kilómetros de Tenerife, se vivió una odisea humana en principio propia de estos tiempos; en realidad, propia de todos los tiempos. Un cayuco repleto de gente exhausta que huía de Mali, Senegal, Burkina Faso, y entre la que a esa altura había cadáveres después de veinte días de travesía, fue avistado desde un crucero de lujo.

El comandante sopesó la situación. Por un lado, debía responder por el confort de 300 pasajeros, en su mayoría norteamericanos y mexicanos, que realizaban un viaje de seis meses alrededor del mundo a un costo que llegaba hasta los 150.000 dólares por cabeza: Hawái, la Polinesia, Nueva Zelanda, Japón, puertos innúmeros de África. El crucero se aproximaba a las islas Canarias en circunstancias en que se producía el estremecedor encuentro con una embarcación a la deriva, con hombres, mujeres y niños en estado físico deplorable, cuando no muertos, por la privación de agua potable y comida y las exorbitancias fatales de la sal marina y del sol. Por el otro lado, el viejo marino se debía a sí mismo y a su tiempo una respuesta sobre el principal de los derechos humanos, el derecho a la vida, que se jugaba minuto a minuto entre el oleaje embravecido del Atlántico.

Decidió lo que correspondía hacer. Explicó al pasaje la gravedad de la situación y que el barco y su tripulación desviarían la atención que les habían brindado y se pondrían a la tarea de salvar cuantas almas pudieran. Los esfuerzos hechos desde el crucero resultaron infructuosos para actuar con la eficacia y rapidez que el momento demandaba. El comandante se vio así obligado a requerir la intervención de un buque petrolero. Se salvaron 64 vidas y se pudieron rescatar solo dos cadáveres; otros dos se perdieron entre las aguas del océano, sumándose a más de treinta que habían desaparecido desde la partida desde costas africanas.

Entre los 300 pasajeros del crucero Insignia muchos se despojaron de calzados, ropa y dinero para ponerlos en mano de los sobrevivientes exhaustos y en pánico. Hay narraciones sobre cómo se habían atropellado en desesperación unos a otros al ser alzados a la cubierta, poco menos que desde las entrañas del mar.

Esta manifestación encomiable de solidaridad con trazos históricos se diluirá, lamentablemente, en medio de los conflictos pavorosos que se viven en Europa por una inmigración masiva, que irrumpe intempestivamente en muchas regiones del continente. Otra vez más, en la historia de la humanidad, se asiste al inevitable conflicto y a la pulsión entre quienes huyen de forma masiva de escenarios de violencia o hambrunas para encontrar sosiego y pan en ámbitos más saludables y quienes, por su parte, resisten comprensiblemente la destrucción o los cambios radicales en culturas muchas veces milenarias de las que se sienten custodios y responsables.

Por mucho menos, como fue el fenómeno inmigratorio con gobiernos adscriptos al mensaje alberdiano de que “gobernar es poblar” y, por lo tanto, sin extranjeros que procuraran ingresar compulsivamente al país, se produjeron en la segunda mitad del siglo XIX en nuestra campaña gravísimos hechos contra quienes venían de otras partes del mundo. Entre los que se citan como expresión de aquella época de configuración de la nueva nacionalidad, figura la famosa matanza de 36 inmigrantes en 1872, en Tandil. Cayeron a manos de criollos azuzados por un gaucho entrerriano, medio místico y con fama de sanador, que al grito de “viva la patria”, equivalente al más actualizado de “la patria no se vende”, habían resuelto limpiar de gente “extraña” el suelo argentino.

Ese drama fue duramente calificado por este diario, tan consustanciado con el valor que la creciente inmigración italiana tenía para el país, tanto para llevar la civilización al desierto como para acelerar el desarrollo integral de la Nación y la prosperidad de los habitantes. A veces, se criticó a Mitre por su defensa denodada de la inmigración italiana. Fue eso a tal punto entre risueño y ácido que, como derivación de las controversias que los trenzaban por una diversidad de temas institucionales, Sarmiento se descolgó un día diciendo que, más que llamarse LA NACION, este diario debió haber sido fundado por su predecesor en la presidencia bajo el nombre de La Nazione Italiana.

Sea como fuere, seguimos orgullosos de las políticas que facilitaron la gran inmigración europea de fines del siglo XIX y principios del XX, y también sensibles a conductas como las del comandante del crucero Insignia, que permitió poner de relieve lo mejor de la condición humana.

Recientemente, en aguas atlánticas, a 850 kilómetros de Tenerife, se vivió una odisea humana en principio propia de estos tiempos; en realidad, propia de todos los tiempos. Un cayuco repleto de gente exhausta que huía de Mali, Senegal, Burkina Faso, y entre la que a esa altura había cadáveres después de veinte días de travesía, fue avistado desde un crucero de lujo.

El comandante sopesó la situación. Por un lado, debía responder por el confort de 300 pasajeros, en su mayoría norteamericanos y mexicanos, que realizaban un viaje de seis meses alrededor del mundo a un costo que llegaba hasta los 150.000 dólares por cabeza: Hawái, la Polinesia, Nueva Zelanda, Japón, puertos innúmeros de África. El crucero se aproximaba a las islas Canarias en circunstancias en que se producía el estremecedor encuentro con una embarcación a la deriva, con hombres, mujeres y niños en estado físico deplorable, cuando no muertos, por la privación de agua potable y comida y las exorbitancias fatales de la sal marina y del sol. Por el otro lado, el viejo marino se debía a sí mismo y a su tiempo una respuesta sobre el principal de los derechos humanos, el derecho a la vida, que se jugaba minuto a minuto entre el oleaje embravecido del Atlántico.

Decidió lo que correspondía hacer. Explicó al pasaje la gravedad de la situación y que el barco y su tripulación desviarían la atención que les habían brindado y se pondrían a la tarea de salvar cuantas almas pudieran. Los esfuerzos hechos desde el crucero resultaron infructuosos para actuar con la eficacia y rapidez que el momento demandaba. El comandante se vio así obligado a requerir la intervención de un buque petrolero. Se salvaron 64 vidas y se pudieron rescatar solo dos cadáveres; otros dos se perdieron entre las aguas del océano, sumándose a más de treinta que habían desaparecido desde la partida desde costas africanas.

Entre los 300 pasajeros del crucero Insignia muchos se despojaron de calzados, ropa y dinero para ponerlos en mano de los sobrevivientes exhaustos y en pánico. Hay narraciones sobre cómo se habían atropellado en desesperación unos a otros al ser alzados a la cubierta, poco menos que desde las entrañas del mar.

Esta manifestación encomiable de solidaridad con trazos históricos se diluirá, lamentablemente, en medio de los conflictos pavorosos que se viven en Europa por una inmigración masiva, que irrumpe intempestivamente en muchas regiones del continente. Otra vez más, en la historia de la humanidad, se asiste al inevitable conflicto y a la pulsión entre quienes huyen de forma masiva de escenarios de violencia o hambrunas para encontrar sosiego y pan en ámbitos más saludables y quienes, por su parte, resisten comprensiblemente la destrucción o los cambios radicales en culturas muchas veces milenarias de las que se sienten custodios y responsables.

Por mucho menos, como fue el fenómeno inmigratorio con gobiernos adscriptos al mensaje alberdiano de que “gobernar es poblar” y, por lo tanto, sin extranjeros que procuraran ingresar compulsivamente al país, se produjeron en la segunda mitad del siglo XIX en nuestra campaña gravísimos hechos contra quienes venían de otras partes del mundo. Entre los que se citan como expresión de aquella época de configuración de la nueva nacionalidad, figura la famosa matanza de 36 inmigrantes en 1872, en Tandil. Cayeron a manos de criollos azuzados por un gaucho entrerriano, medio místico y con fama de sanador, que al grito de “viva la patria”, equivalente al más actualizado de “la patria no se vende”, habían resuelto limpiar de gente “extraña” el suelo argentino.

Ese drama fue duramente calificado por este diario, tan consustanciado con el valor que la creciente inmigración italiana tenía para el país, tanto para llevar la civilización al desierto como para acelerar el desarrollo integral de la Nación y la prosperidad de los habitantes. A veces, se criticó a Mitre por su defensa denodada de la inmigración italiana. Fue eso a tal punto entre risueño y ácido que, como derivación de las controversias que los trenzaban por una diversidad de temas institucionales, Sarmiento se descolgó un día diciendo que, más que llamarse LA NACION, este diario debió haber sido fundado por su predecesor en la presidencia bajo el nombre de La Nazione Italiana.

Sea como fuere, seguimos orgullosos de las políticas que facilitaron la gran inmigración europea de fines del siglo XIX y principios del XX, y también sensibles a conductas como las del comandante del crucero Insignia, que permitió poner de relieve lo mejor de la condición humana.

 Recientemente, en aguas atlánticas, a 850 kilómetros de Tenerife, se vivió una odisea humana en principio propia de estos tiempos; en realidad, propia de todos los tiempos. Un cayuco repleto de gente exhausta que huía de Mali, Senegal, Burkina Faso, y entre la que a esa altura había cadáveres después de veinte días de travesía, fue avistado desde un crucero de lujo.El comandante sopesó la situación. Por un lado, debía responder por el confort de 300 pasajeros, en su mayoría norteamericanos y mexicanos, que realizaban un viaje de seis meses alrededor del mundo a un costo que llegaba hasta los 150.000 dólares por cabeza: Hawái, la Polinesia, Nueva Zelanda, Japón, puertos innúmeros de África. El crucero se aproximaba a las islas Canarias en circunstancias en que se producía el estremecedor encuentro con una embarcación a la deriva, con hombres, mujeres y niños en estado físico deplorable, cuando no muertos, por la privación de agua potable y comida y las exorbitancias fatales de la sal marina y del sol. Por el otro lado, el viejo marino se debía a sí mismo y a su tiempo una respuesta sobre el principal de los derechos humanos, el derecho a la vida, que se jugaba minuto a minuto entre el oleaje embravecido del Atlántico.Decidió lo que correspondía hacer. Explicó al pasaje la gravedad de la situación y que el barco y su tripulación desviarían la atención que les habían brindado y se pondrían a la tarea de salvar cuantas almas pudieran. Los esfuerzos hechos desde el crucero resultaron infructuosos para actuar con la eficacia y rapidez que el momento demandaba. El comandante se vio así obligado a requerir la intervención de un buque petrolero. Se salvaron 64 vidas y se pudieron rescatar solo dos cadáveres; otros dos se perdieron entre las aguas del océano, sumándose a más de treinta que habían desaparecido desde la partida desde costas africanas.Entre los 300 pasajeros del crucero Insignia muchos se despojaron de calzados, ropa y dinero para ponerlos en mano de los sobrevivientes exhaustos y en pánico. Hay narraciones sobre cómo se habían atropellado en desesperación unos a otros al ser alzados a la cubierta, poco menos que desde las entrañas del mar.Esta manifestación encomiable de solidaridad con trazos históricos se diluirá, lamentablemente, en medio de los conflictos pavorosos que se viven en Europa por una inmigración masiva, que irrumpe intempestivamente en muchas regiones del continente. Otra vez más, en la historia de la humanidad, se asiste al inevitable conflicto y a la pulsión entre quienes huyen de forma masiva de escenarios de violencia o hambrunas para encontrar sosiego y pan en ámbitos más saludables y quienes, por su parte, resisten comprensiblemente la destrucción o los cambios radicales en culturas muchas veces milenarias de las que se sienten custodios y responsables.Por mucho menos, como fue el fenómeno inmigratorio con gobiernos adscriptos al mensaje alberdiano de que “gobernar es poblar” y, por lo tanto, sin extranjeros que procuraran ingresar compulsivamente al país, se produjeron en la segunda mitad del siglo XIX en nuestra campaña gravísimos hechos contra quienes venían de otras partes del mundo. Entre los que se citan como expresión de aquella época de configuración de la nueva nacionalidad, figura la famosa matanza de 36 inmigrantes en 1872, en Tandil. Cayeron a manos de criollos azuzados por un gaucho entrerriano, medio místico y con fama de sanador, que al grito de “viva la patria”, equivalente al más actualizado de “la patria no se vende”, habían resuelto limpiar de gente “extraña” el suelo argentino.Ese drama fue duramente calificado por este diario, tan consustanciado con el valor que la creciente inmigración italiana tenía para el país, tanto para llevar la civilización al desierto como para acelerar el desarrollo integral de la Nación y la prosperidad de los habitantes. A veces, se criticó a Mitre por su defensa denodada de la inmigración italiana. Fue eso a tal punto entre risueño y ácido que, como derivación de las controversias que los trenzaban por una diversidad de temas institucionales, Sarmiento se descolgó un día diciendo que, más que llamarse LA NACION, este diario debió haber sido fundado por su predecesor en la presidencia bajo el nombre de La Nazione Italiana.Sea como fuere, seguimos orgullosos de las políticas que facilitaron la gran inmigración europea de fines del siglo XIX y principios del XX, y también sensibles a conductas como las del comandante del crucero Insignia, que permitió poner de relieve lo mejor de la condición humana.  LA NACION

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