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La función de las malas palabras que está en riesgo de extinción

¿Qué nos queda para manifestar las emociones más intensas si las “malas palabras” dejan de serlo y se vuelven “buenas”?

El dilema se empieza a dar en tiempos en los que hasta los presidentes se regodean permanentemente en decir esas palabras otrora prohibidas, que estaban destinadas a momentos extraordinarios en los que aparecían para dejar marca profunda y disruptiva en una determinada situación.

De las entrañas de lo prohibido salían las palabras con fuego volcánico o teñidas de elementos escatológicos y sexuales que permitían cierto tipo de descarga o incremento en el vigor en situaciones difíciles.

Sin dudas esas palabras pueden llegar a ser violentas cuando son instrumentos permanentes para el agravio o el ataque. Pero cuando son una manera de expresar un estado de ánimo, su textura no es tan dañina si se usan con mínima sabiduría y es allí cuando, como decía Fontanarrosa, “las malas palabras reflejan una expresividad y una fuerza que difícilmente las haga intrascendentes”.

Ya hace años que se empezó a diluir la frontera entre las palabras “buenas” y las “malas”. De hecho, a los extranjeros les sigue extrañando el uso de una palabra puntual, muy usada, como boludo. Tienen razón en extrañarse por el hecho de que desde la década del 70 los argentinos se llamen unos a otros de esta manera. Algo así como que en otro país hispanoparlante los habitantes se llamen “tonto” (o algo peor) cada vez que conversen entre sí. ¿Hablará eso de una baja autoestima de nuestro pueblo?

La existencia de lo extraordinario le da espesor a la vida. Lo cotidiano y permitido es sazonado cada tanto con algo que convoca a la conciencia de que “acá hay algo que no es de todos los días”.

El arte, por ejemplo, apunta a señalar aquello que va por debajo del ritmo cansino de la vida cotidiana. El teatro, las esculturas, entre otras manifestaciones, traen desde los ríos subterráneos de la vida elementos que le agregan sabor y sentido al día a día.

Salvando las diferencias, lo mismo ocurre, o al menos ocurría, con las malas palabras. Se inventaron para existir en la zona vedada y emerger cada tanto para luego volver a su lugar. Su devenir se parece al de la sexualidad: reprimida hasta la asfixia en su momento, luego surge, rebelde, para liberar su enorme fuerza, hasta que languidece y pierde su brillo al habitar la intemperie hasta el cansancio. Las “palabrotas”, al ser pan cotidiano, van pasteurizando su fuerza y van degradando la expresividad de quien las usa de manera abusiva.

Podían usarse o no, pero saber que se contaba con esas palabras “malas” implicaba, desde siempre, tener un fusible disponible en momentos de sobrecarga emocional, algo así como “en caso de incendio rompa el vidrio”, pero en clave expresiva.

Casos extraordinarios

Quizás por aquello de normalizar en exceso aquellas palabras otrora malditas es que se llama ordinario a quien las usa de manera permanente. Lo que vivía para emerger cada tanto (en momentos extraordinarios), se volvió de todos los días, y eso ahora obliga a volver a encontrar nuevas “malas palabras” para que el efecto de catarsis que cumplen no se diluya en una mera guaranguería cotidiana.

También es verdad que, si debemos “romper el vidrio” a repetición por causa de incendios permanentes, o si tenemos que revisar “la térmica” porque salta a cada rato, convendría entender qué genera el fuego o qué hace subir la tensión, tanto en la sociedad como en lo personal.

Como dijimos antes, las malas palabras cumplen una loable función, se usen o no. Criticar su uso naturalizado y permanente, como está ocurriendo actualmente (una disimulada manera de domesticarlas), no apunta a restaurar con nostalgia viejas represiones pacatas del lenguaje, sino a entender que es importante tener diferenciado el territorio de lo cotidiano y permitido, de aquel en cual vive la energía cruda y primaria de la vida anímica de la que están hechas las malas palabras.

Sin esa diferencia, la dimensión sanadora del lenguaje crudo de esas palabras tan especiales se diluye al naturalizarlas en exceso o al usarlas solamente desde su versión más degradada y dañina, que es la del insulto.

Cada uno sabrá cuándo maldecir y en función a cómo lo haga sabrá si va por buen o mal camino a la hora de exorcizar sus enojos e indignaciones. Siguiendo con Fontanarrosa, esas palabras, para las cuales el lucidísimo escritor y humorista pedía una amnistía, merecen tener su lugar sin perder su esencia.

Sin ellas sería mucho más difícil sacar de nuestro interior emociones que, en ciertas circunstancias, solamente serán liberadas con el tronar de un improperio, por más incorrecto que esto parezca a primera vista.

¿Qué nos queda para manifestar las emociones más intensas si las “malas palabras” dejan de serlo y se vuelven “buenas”?

El dilema se empieza a dar en tiempos en los que hasta los presidentes se regodean permanentemente en decir esas palabras otrora prohibidas, que estaban destinadas a momentos extraordinarios en los que aparecían para dejar marca profunda y disruptiva en una determinada situación.

De las entrañas de lo prohibido salían las palabras con fuego volcánico o teñidas de elementos escatológicos y sexuales que permitían cierto tipo de descarga o incremento en el vigor en situaciones difíciles.

Sin dudas esas palabras pueden llegar a ser violentas cuando son instrumentos permanentes para el agravio o el ataque. Pero cuando son una manera de expresar un estado de ánimo, su textura no es tan dañina si se usan con mínima sabiduría y es allí cuando, como decía Fontanarrosa, “las malas palabras reflejan una expresividad y una fuerza que difícilmente las haga intrascendentes”.

Ya hace años que se empezó a diluir la frontera entre las palabras “buenas” y las “malas”. De hecho, a los extranjeros les sigue extrañando el uso de una palabra puntual, muy usada, como boludo. Tienen razón en extrañarse por el hecho de que desde la década del 70 los argentinos se llamen unos a otros de esta manera. Algo así como que en otro país hispanoparlante los habitantes se llamen “tonto” (o algo peor) cada vez que conversen entre sí. ¿Hablará eso de una baja autoestima de nuestro pueblo?

La existencia de lo extraordinario le da espesor a la vida. Lo cotidiano y permitido es sazonado cada tanto con algo que convoca a la conciencia de que “acá hay algo que no es de todos los días”.

El arte, por ejemplo, apunta a señalar aquello que va por debajo del ritmo cansino de la vida cotidiana. El teatro, las esculturas, entre otras manifestaciones, traen desde los ríos subterráneos de la vida elementos que le agregan sabor y sentido al día a día.

Salvando las diferencias, lo mismo ocurre, o al menos ocurría, con las malas palabras. Se inventaron para existir en la zona vedada y emerger cada tanto para luego volver a su lugar. Su devenir se parece al de la sexualidad: reprimida hasta la asfixia en su momento, luego surge, rebelde, para liberar su enorme fuerza, hasta que languidece y pierde su brillo al habitar la intemperie hasta el cansancio. Las “palabrotas”, al ser pan cotidiano, van pasteurizando su fuerza y van degradando la expresividad de quien las usa de manera abusiva.

Podían usarse o no, pero saber que se contaba con esas palabras “malas” implicaba, desde siempre, tener un fusible disponible en momentos de sobrecarga emocional, algo así como “en caso de incendio rompa el vidrio”, pero en clave expresiva.

Casos extraordinarios

Quizás por aquello de normalizar en exceso aquellas palabras otrora malditas es que se llama ordinario a quien las usa de manera permanente. Lo que vivía para emerger cada tanto (en momentos extraordinarios), se volvió de todos los días, y eso ahora obliga a volver a encontrar nuevas “malas palabras” para que el efecto de catarsis que cumplen no se diluya en una mera guaranguería cotidiana.

También es verdad que, si debemos “romper el vidrio” a repetición por causa de incendios permanentes, o si tenemos que revisar “la térmica” porque salta a cada rato, convendría entender qué genera el fuego o qué hace subir la tensión, tanto en la sociedad como en lo personal.

Como dijimos antes, las malas palabras cumplen una loable función, se usen o no. Criticar su uso naturalizado y permanente, como está ocurriendo actualmente (una disimulada manera de domesticarlas), no apunta a restaurar con nostalgia viejas represiones pacatas del lenguaje, sino a entender que es importante tener diferenciado el territorio de lo cotidiano y permitido, de aquel en cual vive la energía cruda y primaria de la vida anímica de la que están hechas las malas palabras.

Sin esa diferencia, la dimensión sanadora del lenguaje crudo de esas palabras tan especiales se diluye al naturalizarlas en exceso o al usarlas solamente desde su versión más degradada y dañina, que es la del insulto.

Cada uno sabrá cuándo maldecir y en función a cómo lo haga sabrá si va por buen o mal camino a la hora de exorcizar sus enojos e indignaciones. Siguiendo con Fontanarrosa, esas palabras, para las cuales el lucidísimo escritor y humorista pedía una amnistía, merecen tener su lugar sin perder su esencia.

Sin ellas sería mucho más difícil sacar de nuestro interior emociones que, en ciertas circunstancias, solamente serán liberadas con el tronar de un improperio, por más incorrecto que esto parezca a primera vista.

 Como son una manera de expresar un estado de ánimo, su textura no es tan dañina si se usan con mínima sabiduría  LA NACION

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