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Los mini ventajeros jamás descansan

Sí, es odiable, quizás el tipo de argentino más odiable por cuestiones que, a efectos prácticos, no son ni ilegales, ni inmorales ni atentan contra el bienestar de nadie, pero igual son gente que puede sacar de la casilla a más de uno. Son los pequeños garcas o, para decirlo con mayor fineza, los mini ventajeros.

¿Cómo se identifica a uno de ellos? En los aeropuertos es el más odiado por todos: lo tienen que llamar por los altoparlantes para que deje al free-shop tranquilo y se digne a subir al avión. Arriba, con todos ya sentados, busca su asiento y lucha por meter los 32 perfumes Yves Saint Laurent, las siete cajas de chocolates Kit Kat y las dos budineras que compró justo en el compartimiento de arriba. Sí o sí tiene que estar todo arriba suyo y enarbola un pretexto que suena a mandato divino: “Este es mi asiento”. Es el mismo que cuando la azafata va a servir la cena se para al baño, cuando se pide que se apaguen los celulares está contestando mensajes de WhatsApp y aquél que, ni bien aterrizó el avión, se eyecta de su asiento para agarrar primero su equipaje y encabezar la fila en el pasillo.

Suelto por la calle -porque no hay ley que lo lleve al arresto domiciliario- es muy fácil detectarlo: es el que está en doble fila sin balizas. Hay una mejor versión de él: pone balizas (si se analiza en detalle, es probable que deba las patentes). No entiende de prohibiciones: estacionará en la rampa de discapacitados o en el ingreso al garage de una casa amparado en la idea de “son cinco minutitos”.

Sus fechorías no paran y se mueve suelto de cuerpo en el espacio público. En el supermercado se abalanza sobre la caja independientemente de que haya una fila de cinco cuadras; en el mostrador de consultas se saltea la cola bajo el pretexto: “Lo mío es una consultita”. Sí, justamente ese es el mostrador para “una consultita”. Es inimputable a la mirada ajena, al llamado de atención y al respeto por el otro. En los trabajos son aquellos que se llevan el yogur de otro de la heladera de la oficina motivados por la simple idea de que estaba delante de ellos y tenían ganas de comer un yogur.

A esta altura, y con todos estos ejemplos, es obvio que todo el mundo escuchó hablar de este tipo de personas y, si hiciera falta ahondar más, son los mismos que ponen la música fuerte para que la escuchen los vecinos (tienen otra versión: en el colectivo y sin auriculares).

Lamentablemente van al cine. Sin embargo, no entienden que no están en su casa, sino rodeados de otras cincuentas personas que sí tienen mínimos rasgos de civilidad. Por lo tanto, sacan el celular con pantalla de 45 pulgadas y lo chequean dos o tres veces durante la película. Al irse, dejan la bolsa de pochoclos y el vaso en la butaca. Todo bajo uno de sus argumentos favoritos: “Ahora pasan a limpiar”.

Esas enseñanzas y actitudes tan solidarias son transmitidas a sus hijos, que son pequeños ventajistas en potencia. ¿Cómo reconocerlos? Los hijos son los que en el colegio, cuando les piden una hoja prestada, contestan que no pueden prestar porque sus hojas son Rivadavia y su mamá les dijo que “son caras”. Sin embargo, esos mismos niños, cuando se quedan sin hojas, son los que rechazan las hojas Gloria o Éxito bajo el pretexto de que “tienen otro blanco”. Al parecer, tiene un termómetro cromático único heredado de sus padres.

Es importante destacar que esta gente existe y vive el día a día como cualquier otro argentino, pero cuando menos se lo espere saltarán a la vista con sus “cinco minutitos”, su “preguntita” o su “favorcito”. No hay que engañarse: todos tienen a una persona como esta en su vida y, si usted no la tiene, bueno, usted es esa persona.

Sí, es odiable, quizás el tipo de argentino más odiable por cuestiones que, a efectos prácticos, no son ni ilegales, ni inmorales ni atentan contra el bienestar de nadie, pero igual son gente que puede sacar de la casilla a más de uno. Son los pequeños garcas o, para decirlo con mayor fineza, los mini ventajeros.

¿Cómo se identifica a uno de ellos? En los aeropuertos es el más odiado por todos: lo tienen que llamar por los altoparlantes para que deje al free-shop tranquilo y se digne a subir al avión. Arriba, con todos ya sentados, busca su asiento y lucha por meter los 32 perfumes Yves Saint Laurent, las siete cajas de chocolates Kit Kat y las dos budineras que compró justo en el compartimiento de arriba. Sí o sí tiene que estar todo arriba suyo y enarbola un pretexto que suena a mandato divino: “Este es mi asiento”. Es el mismo que cuando la azafata va a servir la cena se para al baño, cuando se pide que se apaguen los celulares está contestando mensajes de WhatsApp y aquél que, ni bien aterrizó el avión, se eyecta de su asiento para agarrar primero su equipaje y encabezar la fila en el pasillo.

Suelto por la calle -porque no hay ley que lo lleve al arresto domiciliario- es muy fácil detectarlo: es el que está en doble fila sin balizas. Hay una mejor versión de él: pone balizas (si se analiza en detalle, es probable que deba las patentes). No entiende de prohibiciones: estacionará en la rampa de discapacitados o en el ingreso al garage de una casa amparado en la idea de “son cinco minutitos”.

Sus fechorías no paran y se mueve suelto de cuerpo en el espacio público. En el supermercado se abalanza sobre la caja independientemente de que haya una fila de cinco cuadras; en el mostrador de consultas se saltea la cola bajo el pretexto: “Lo mío es una consultita”. Sí, justamente ese es el mostrador para “una consultita”. Es inimputable a la mirada ajena, al llamado de atención y al respeto por el otro. En los trabajos son aquellos que se llevan el yogur de otro de la heladera de la oficina motivados por la simple idea de que estaba delante de ellos y tenían ganas de comer un yogur.

A esta altura, y con todos estos ejemplos, es obvio que todo el mundo escuchó hablar de este tipo de personas y, si hiciera falta ahondar más, son los mismos que ponen la música fuerte para que la escuchen los vecinos (tienen otra versión: en el colectivo y sin auriculares).

Lamentablemente van al cine. Sin embargo, no entienden que no están en su casa, sino rodeados de otras cincuentas personas que sí tienen mínimos rasgos de civilidad. Por lo tanto, sacan el celular con pantalla de 45 pulgadas y lo chequean dos o tres veces durante la película. Al irse, dejan la bolsa de pochoclos y el vaso en la butaca. Todo bajo uno de sus argumentos favoritos: “Ahora pasan a limpiar”.

Esas enseñanzas y actitudes tan solidarias son transmitidas a sus hijos, que son pequeños ventajistas en potencia. ¿Cómo reconocerlos? Los hijos son los que en el colegio, cuando les piden una hoja prestada, contestan que no pueden prestar porque sus hojas son Rivadavia y su mamá les dijo que “son caras”. Sin embargo, esos mismos niños, cuando se quedan sin hojas, son los que rechazan las hojas Gloria o Éxito bajo el pretexto de que “tienen otro blanco”. Al parecer, tiene un termómetro cromático único heredado de sus padres.

Es importante destacar que esta gente existe y vive el día a día como cualquier otro argentino, pero cuando menos se lo espere saltarán a la vista con sus “cinco minutitos”, su “preguntita” o su “favorcito”. No hay que engañarse: todos tienen a una persona como esta en su vida y, si usted no la tiene, bueno, usted es esa persona.

 Esta gente existe y hacen nido en cualquier lado: en el avión, en doble fila, en el supermercado, disfrazado de vecinos  LA NACION

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