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Es hora de que la Argentina le dé una oportunidad al peronismo

Tarde o temprano iba a suceder, y sucedió. Se venía rumiando en los arrabales del gran movimiento, al calor de la preocupación de los compañeros por la degradación de los materiales, pero ahora la sentencia cayó como rayo para iluminar los escombros del derrumbe: “Alberto no era peronista”. Listo. Así se explica –una vez más- el desaguisado.

La inalterable, parmenídea esencia pejotista, se manifestó prístina, como siempre en el momento justo, cuando la magnitud del vendaval pone a prueba la fe. Esta vez la evidencia habló por boca de un exministro peronista bonaerense, que se explayó sobre el réprobo: “Está más cerca de la cultura hippie que de las veinte verdades del peronismo”. Pero el mensajero no es importante. Se trata apenas de un eslabón más en la eterna cadena escatológica (en sentido doctrinario, se entiende).

Partamos de un axioma: los peronistas nunca son peronistas cuando a algún peronista no le conviene que otro peronista sea identificado como peronista, y como siempre hay algún peronista en esa situación de conveniencia (o inconveniencia); ergo, los peronistas nunca son peronistas.

Pongámosle ahora un marco temporal a ese silogismo para evaluar su evolución. Tomemos, por ejemplo, el lapso de una vida, la de un adolescente que tiene 13 años en 1983 y es un adulto en nuestros días. La primavera democrática coincide con la primavera de la vida. En los preludios de aquel histórico 30 de octubre, el adolescente, que es inquieto y curioso, conversa apasionadamente con sus amigos sobre la actualidad, sobre lo que termina, pero muy especialmente sobre lo que está por comenzar.

El entusiasmo que despierta Alfonsín es compartido por todos menos por uno: en su casa son peronistas y temen lo peor. El adolescente inquieto, que quiere mucho a su amigo y trata de juzgar por sí mismo y no por las aprensiones ajenas, le pregunta si, dado lo que se ve y se escucha, el tono patibulario (a los 13 no usaría esa palabra, pero captaba lo que las voces y las imágenes a veces muestran sin querer) de ciertas expresiones y fotos en la campaña peronista del correcto candidato Luder rodeado por tétricos y amenazantes Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias, entre otros, acaso no sería mejor para el país que ganara su rival.

El amigo le da la razón a medias y explica: lo que pasa es que eso no es exactamente el peronismo; mejor dicho, es lo que quedó del peronismo después de la masacre de la dictadura. Los más brillantes fueron asesinados o tuvieron que irse. Hay muchos peronistas excelentes en el exilio, y si se vota a aquellos, estos volverán. Al adolescente, la idea de votar a los malos para que vengan los buenos le parece un poco extraña, pero como no sabe nada de política y quiere a su amigo, la da por válida.

Diez años después, ya es un joven que bascula entre los estudios y el trabajo. En plenos gobiernos peronistas de Carlos Menem, cuestiona lo que está a la vista: corrupción desmesurada, impunidad de la mano de la palabrita de moda: “transgresión”, brutales atentados terroristas contra la Argentina con oscuras conexiones locales. Los amigos peronistas asienten y objetan: lo que pasa es que Menem no es peronista; mejor dicho, lo fue, pero traicionó todas las banderas, se plegó al consenso de Washington y se hizo amigo de los Bush. Por eso las ampulosas desafiliaciones de indignados peronistas “verdaderos”.

Ya entrados los 2000 –presidencias peronistas de Néstor y Cristina Kirchner– el joven, ahora adulto, señala lo inocultable: corrupción aún más salvaje que en la década anterior, ataque a la democracia republicana, amenazas a la libertad de expresión. En los cafés de su oficio, los peronistas profesionales comparten y objetan: lo que pasa es que el kirchnerismo no es el peronismo; es solo una secta de izquierda que copó al Movimiento, una minoría intensa, pero para nada representativa del genuino sentir peronista.

Llegamos a 2019. Nueva presidencia peronista, o la estulticia al poder. La devastación ha sido colosal y obscena. Para nuestro inquieto adolescente del 83 ha pasado la vida. Por mero azar de la cronología se salvó del Rodrigazo como de la polio, pero luego naufragó rigurosamente cada vez que el capitán hundió el barco. Se casó, se separó, se volvió a casar. Amigos peronistas ya le quedan pocos, así que esta vez se enteró por el diario: lo que pasa es que “Alberto no era peronista”. ¡Acabáramos!

Nuestro héroe llega entonces a una conclusión inapelable, que acaso ya despunte como un nuevo sentido común: es hora de que la Argentina le dé una oportunidad al peronismo. Desde la muerte del amado líder (y habría que ver si Perón fue peronista hasta el final, pero esa es una discusión para exégetas que excede al vulgo) no hemos tenido auténticos peronistas en el poder. Está claro que si en estas décadas de democracia recuperada nos hubiera gobernado mayoritariamente el peronismo de verdad y no el hato de corruptos, incompetentes, condenados y violentos que nos gobernó, otro gallo cantaría.

Por suerte no falta mucho, sólo un período presidencial. Mientras tanto, a ese señor tan generoso que le ha prestado apartamento de lujo al último presidente peronista –que no era peronista, por supuesto- le podríamos pedir un baldecito de pochoclo, para amenizar la espera.

Tarde o temprano iba a suceder, y sucedió. Se venía rumiando en los arrabales del gran movimiento, al calor de la preocupación de los compañeros por la degradación de los materiales, pero ahora la sentencia cayó como rayo para iluminar los escombros del derrumbe: “Alberto no era peronista”. Listo. Así se explica –una vez más- el desaguisado.

La inalterable, parmenídea esencia pejotista, se manifestó prístina, como siempre en el momento justo, cuando la magnitud del vendaval pone a prueba la fe. Esta vez la evidencia habló por boca de un exministro peronista bonaerense, que se explayó sobre el réprobo: “Está más cerca de la cultura hippie que de las veinte verdades del peronismo”. Pero el mensajero no es importante. Se trata apenas de un eslabón más en la eterna cadena escatológica (en sentido doctrinario, se entiende).

Partamos de un axioma: los peronistas nunca son peronistas cuando a algún peronista no le conviene que otro peronista sea identificado como peronista, y como siempre hay algún peronista en esa situación de conveniencia (o inconveniencia); ergo, los peronistas nunca son peronistas.

Pongámosle ahora un marco temporal a ese silogismo para evaluar su evolución. Tomemos, por ejemplo, el lapso de una vida, la de un adolescente que tiene 13 años en 1983 y es un adulto en nuestros días. La primavera democrática coincide con la primavera de la vida. En los preludios de aquel histórico 30 de octubre, el adolescente, que es inquieto y curioso, conversa apasionadamente con sus amigos sobre la actualidad, sobre lo que termina, pero muy especialmente sobre lo que está por comenzar.

El entusiasmo que despierta Alfonsín es compartido por todos menos por uno: en su casa son peronistas y temen lo peor. El adolescente inquieto, que quiere mucho a su amigo y trata de juzgar por sí mismo y no por las aprensiones ajenas, le pregunta si, dado lo que se ve y se escucha, el tono patibulario (a los 13 no usaría esa palabra, pero captaba lo que las voces y las imágenes a veces muestran sin querer) de ciertas expresiones y fotos en la campaña peronista del correcto candidato Luder rodeado por tétricos y amenazantes Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias, entre otros, acaso no sería mejor para el país que ganara su rival.

El amigo le da la razón a medias y explica: lo que pasa es que eso no es exactamente el peronismo; mejor dicho, es lo que quedó del peronismo después de la masacre de la dictadura. Los más brillantes fueron asesinados o tuvieron que irse. Hay muchos peronistas excelentes en el exilio, y si se vota a aquellos, estos volverán. Al adolescente, la idea de votar a los malos para que vengan los buenos le parece un poco extraña, pero como no sabe nada de política y quiere a su amigo, la da por válida.

Diez años después, ya es un joven que bascula entre los estudios y el trabajo. En plenos gobiernos peronistas de Carlos Menem, cuestiona lo que está a la vista: corrupción desmesurada, impunidad de la mano de la palabrita de moda: “transgresión”, brutales atentados terroristas contra la Argentina con oscuras conexiones locales. Los amigos peronistas asienten y objetan: lo que pasa es que Menem no es peronista; mejor dicho, lo fue, pero traicionó todas las banderas, se plegó al consenso de Washington y se hizo amigo de los Bush. Por eso las ampulosas desafiliaciones de indignados peronistas “verdaderos”.

Ya entrados los 2000 –presidencias peronistas de Néstor y Cristina Kirchner– el joven, ahora adulto, señala lo inocultable: corrupción aún más salvaje que en la década anterior, ataque a la democracia republicana, amenazas a la libertad de expresión. En los cafés de su oficio, los peronistas profesionales comparten y objetan: lo que pasa es que el kirchnerismo no es el peronismo; es solo una secta de izquierda que copó al Movimiento, una minoría intensa, pero para nada representativa del genuino sentir peronista.

Llegamos a 2019. Nueva presidencia peronista, o la estulticia al poder. La devastación ha sido colosal y obscena. Para nuestro inquieto adolescente del 83 ha pasado la vida. Por mero azar de la cronología se salvó del Rodrigazo como de la polio, pero luego naufragó rigurosamente cada vez que el capitán hundió el barco. Se casó, se separó, se volvió a casar. Amigos peronistas ya le quedan pocos, así que esta vez se enteró por el diario: lo que pasa es que “Alberto no era peronista”. ¡Acabáramos!

Nuestro héroe llega entonces a una conclusión inapelable, que acaso ya despunte como un nuevo sentido común: es hora de que la Argentina le dé una oportunidad al peronismo. Desde la muerte del amado líder (y habría que ver si Perón fue peronista hasta el final, pero esa es una discusión para exégetas que excede al vulgo) no hemos tenido auténticos peronistas en el poder. Está claro que si en estas décadas de democracia recuperada nos hubiera gobernado mayoritariamente el peronismo de verdad y no el hato de corruptos, incompetentes, condenados y violentos que nos gobernó, otro gallo cantaría.

Por suerte no falta mucho, sólo un período presidencial. Mientras tanto, a ese señor tan generoso que le ha prestado apartamento de lujo al último presidente peronista –que no era peronista, por supuesto- le podríamos pedir un baldecito de pochoclo, para amenizar la espera.

 Los peronistas nunca son peronistas cuando a algún peronista no le conviene que otro peronista sea identificado como peronista, y como siempre hay algún peronista en esa situación de conveniencia (o inconveniencia); ergo, los peronistas nunca son peronistas.  LA NACION

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