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María Victoria Hueyo. Viuda de Julio Born y casada con el “Negro” Anchorena, la pintora nos abre las puertas de su taller

Claro que tengo carácter; si no, no podría hacer todo lo que hago”, dice María Victoria Hueyo (84), mientras mueve los cuadros que expondrá por primera vez desde el 29 de agosto y hasta el 1 de septiembre en la feria de arte BADA, en La Rural. Viuda de Julio Born y casada desde hace más de cuatro décadas con Alberto “Negro” Anchorena, reconoce que esta vez se siente un poco más nerviosa, a pesar de las muchísimas veces que expuso tanto en galerías y embajadas del país como en el mundo. “A dos amigas se les ocurrió que más allá de exponer en el Sívori y en tantos lados donde expongo desde hace más de treinta años, tenía que salir a las redes. Vinieron, sacaron fotos de mis cuadros, me armaron el Instagram, que yo no sé ni cómo quedó porque ellas se ocupan de todo, y me sugirieron participar en esta muestra”, cuenta María Victoria en la intimidad de su taller, ubicado en el jardín encantado de su casa, donde un flamenco se desplaza majestuosamente mientras los gansos nadan en la laguna y las gallinas se esconden y aparecen con aires despreocupados.

–¿Tenés una rutina para pintar?

–No, vengo al taller cuando se me da la gana. Y también cuando tengo tiempo porque siempre tomé cursos e hice cosas, por ejemplo, ahora estudio filosofía y estoy llena de reuniones de trabajo. ¡A veces me pregunto para qué hago todo lo que hago!

–¿De dónde sacás tanta energía?

–Me parece que ya no tengo tanta energía, ¡tengo que tomar tres aspirinas por día! [Se ríe].

–Pintar debe ser entonces un buen cable a tierra…

–Claro. Pinto con pigmento y después le agrego óleo o lo que sea para cambiar de color o textura. En una época, Ricardo Cinalli me pidió venir a pintar acá porque no tenía un lugar y estuvimos pintando quince días. Me acuerdo que él no ensuciaba nada y con dos gotas de pintura hacía un mural entero. Me encanta su trabajo. Yo, en cambio, ponía el pigmento, el aceite y tiraba. Según lo que salía en la primera mancha, seguía. ¡Él se horrorizaba! También hago lámparas decoradas con pedazos de huesos de animales. El herrero del pueblo de Batán me las armaba, pero ahora me dice que, a esta altura de la vida, por qué no me quedo en casa…

–¿La pintura es algo que te viene de familia?

–Pinto de toda la vida. Tenía un tío, de apellido Rodríguez Alcorta, que vivía en las islas del Tigre y pintaba muy bien, era un bohemio, lo mismo que mi abuela. Pero la realidad es que arranqué por una amiga, que un día decidió boxear y me animó a hacer algo que de verdad me gustara, entonces empecé a tomar clases de pintura en San Telmo. Después, a los 23, me casé, vivíamos en la quinta que tenía la familia Born en San Isidro, y dejé de pintar por un tiempo.

–¿Cómo se conocieron con Julio?

–Ellos vivían, estudiaban y trabajaban afuera. Un día vino a la Argentina y nos conocimos.

–¿Cuántos años estuvieron casados?

–[Piensa]. Unos quince años. Murió de cáncer y quedé viuda a los 42.

–Muy joven. Debe haber sido difícil.

–[Suspira]. Qué sé yo, uno sigue. Una amiga que vivía en Londres se ofreció venirse para acompañarme. Le dije que mejor iba yo con mis hijos [Julio y Victoria]. Esperamos a que terminaran las clases y viajamos. Hicimos de todo, incluso esquiamos y hasta terminamos en la India en lo del Maharajá de Jaipur, que nos invitó. Me sugerían que mandara a los chicos a Buenos Aires pero ¿cómo iba a hacer eso? Salimos todos de la mano y seguimos de la mano. El palacio era increíble, pero no tengo ni una foto de eso. A los dos años más o menos me casé con el Negro. Nos conocimos un verano en la playa, en Punta del Este.

–Más allá de pintar, ¿qué otras cosas te desconectan?

–Me gusta jugar con mis amigas al bridge, nos juntamos todos los domingos en casa, así que me ocupo de organizarlo. Antes con mis amigas también jugábamos al tenis acá. Este era el jardín de la abuela, mis nietos hacían de todo acá y a mí me encantaba. Pero están grandes, el jardín de la abuela quedó vacío. También soy presidenta honoraria del Cervantes, y me gusta ir al campo, en Mar del Plata, cerca de la playa.

Claro que tengo carácter; si no, no podría hacer todo lo que hago”, dice María Victoria Hueyo (84), mientras mueve los cuadros que expondrá por primera vez desde el 29 de agosto y hasta el 1 de septiembre en la feria de arte BADA, en La Rural. Viuda de Julio Born y casada desde hace más de cuatro décadas con Alberto “Negro” Anchorena, reconoce que esta vez se siente un poco más nerviosa, a pesar de las muchísimas veces que expuso tanto en galerías y embajadas del país como en el mundo. “A dos amigas se les ocurrió que más allá de exponer en el Sívori y en tantos lados donde expongo desde hace más de treinta años, tenía que salir a las redes. Vinieron, sacaron fotos de mis cuadros, me armaron el Instagram, que yo no sé ni cómo quedó porque ellas se ocupan de todo, y me sugirieron participar en esta muestra”, cuenta María Victoria en la intimidad de su taller, ubicado en el jardín encantado de su casa, donde un flamenco se desplaza majestuosamente mientras los gansos nadan en la laguna y las gallinas se esconden y aparecen con aires despreocupados.

–¿Tenés una rutina para pintar?

–No, vengo al taller cuando se me da la gana. Y también cuando tengo tiempo porque siempre tomé cursos e hice cosas, por ejemplo, ahora estudio filosofía y estoy llena de reuniones de trabajo. ¡A veces me pregunto para qué hago todo lo que hago!

–¿De dónde sacás tanta energía?

–Me parece que ya no tengo tanta energía, ¡tengo que tomar tres aspirinas por día! [Se ríe].

–Pintar debe ser entonces un buen cable a tierra…

–Claro. Pinto con pigmento y después le agrego óleo o lo que sea para cambiar de color o textura. En una época, Ricardo Cinalli me pidió venir a pintar acá porque no tenía un lugar y estuvimos pintando quince días. Me acuerdo que él no ensuciaba nada y con dos gotas de pintura hacía un mural entero. Me encanta su trabajo. Yo, en cambio, ponía el pigmento, el aceite y tiraba. Según lo que salía en la primera mancha, seguía. ¡Él se horrorizaba! También hago lámparas decoradas con pedazos de huesos de animales. El herrero del pueblo de Batán me las armaba, pero ahora me dice que, a esta altura de la vida, por qué no me quedo en casa…

–¿La pintura es algo que te viene de familia?

–Pinto de toda la vida. Tenía un tío, de apellido Rodríguez Alcorta, que vivía en las islas del Tigre y pintaba muy bien, era un bohemio, lo mismo que mi abuela. Pero la realidad es que arranqué por una amiga, que un día decidió boxear y me animó a hacer algo que de verdad me gustara, entonces empecé a tomar clases de pintura en San Telmo. Después, a los 23, me casé, vivíamos en la quinta que tenía la familia Born en San Isidro, y dejé de pintar por un tiempo.

–¿Cómo se conocieron con Julio?

–Ellos vivían, estudiaban y trabajaban afuera. Un día vino a la Argentina y nos conocimos.

–¿Cuántos años estuvieron casados?

–[Piensa]. Unos quince años. Murió de cáncer y quedé viuda a los 42.

–Muy joven. Debe haber sido difícil.

–[Suspira]. Qué sé yo, uno sigue. Una amiga que vivía en Londres se ofreció venirse para acompañarme. Le dije que mejor iba yo con mis hijos [Julio y Victoria]. Esperamos a que terminaran las clases y viajamos. Hicimos de todo, incluso esquiamos y hasta terminamos en la India en lo del Maharajá de Jaipur, que nos invitó. Me sugerían que mandara a los chicos a Buenos Aires pero ¿cómo iba a hacer eso? Salimos todos de la mano y seguimos de la mano. El palacio era increíble, pero no tengo ni una foto de eso. A los dos años más o menos me casé con el Negro. Nos conocimos un verano en la playa, en Punta del Este.

–Más allá de pintar, ¿qué otras cosas te desconectan?

–Me gusta jugar con mis amigas al bridge, nos juntamos todos los domingos en casa, así que me ocupo de organizarlo. Antes con mis amigas también jugábamos al tenis acá. Este era el jardín de la abuela, mis nietos hacían de todo acá y a mí me encantaba. Pero están grandes, el jardín de la abuela quedó vacío. También soy presidenta honoraria del Cervantes, y me gusta ir al campo, en Mar del Plata, cerca de la playa.

 A los 84 años y con una agenda llena de compromisos laborales, filantrópicos y sociales, ultima los detalles de su próxima muestra de arte  LA NACION

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